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«Presentamos a la Convención nacional la petición de que se digne ordenar la igualdad de los pesos y medidas sin aguardar a que finalice la interminable operación referente al meridiano, operación que debe darle una perfección que no es absolutamente necesaria». ¿Quién se atreve a escribir eso? ¡Condorcet en La Chronique de Paris! Al abrir el diario en el patio de correos, Delambre había dado con el artículo de marras, y lo había leídos dos veces para convencerse. ¡Interminable! ¡Condorcet había escrito interminable!
En vez de volver a la iglesia donde Bellet debía reunirse con él, se dirigió hacia la campiña. ¿Por qué apresurarse ahora? Pero no, tenía que regresar de inmediato a París, pedir explicaciones a Condorcet, reunir a la Comisión, convencer a los colegas… ¿Para qué? Delambre sintió un profundo cansancio ante la enormidad de la tarea. La Revolución no necesita ya, sin duda, la perfección, ahora le basta con la eficacia, pensó adentrándose por la muelle tierra.
¿Cómo había podido Condorcet cambiar hasta ese punto? Había sido él quien, en la tribuna de la Legislativa, había proclamado que «debemos ocuparnos menos de buscar lo que sea fácil que de exigir lo que se acerque a la perfección». Y he aquí que, de pronto, esa perfección, ayer adulada, no resultaba hoy absolutamente necesaria. ¿Necesaria para quién? ¿Para qué?
Delambre sabía que Condorcet estaba desbordado, agotado por sus múltiples actividades en los numerosos comités de los que era principal animador, especialmente el Comité de instrucción, donde había puesto las bases de un proyecto de enseñanza realmente nuevo, «revolucionario» se decía por todas partes. Pero eso no era lo esencial. La Convención había decidido dotar a la República de una nueva Constitución y Condorcet era el redactor de uno de los dos proyectos en liza, el otro lo defendían Robespierre y sus amigos. Con este motivo, el filósofo era duramente atacado. Pero eso no lo explicaba todo. Delambre había sido informado de que la Comisión de pesos y medidas se había disuelto en beneficio de una «Agencia temporal de pesos y medidas». Resumiendo, todo el mundo, en París, parecía de acuerdo con la proposición de Condorcet. «Cierto es, fulminó Delambre, que permaneciendo encerrado en un siniestro despacho de la capital el tiempo debe de hacerse muy largo, y debes morirte de ganas de acelerar el curso de las cosas».
¿Cuál sería la gran tarea de esa Agencia temporal? ¡HACER UNA DIVISIÓN! En efecto, iba a utilizar el resultado de la medición del meridiano efectuada por Cassini, cincuenta años antes, y lo dividiría por cuarenta millones. Entonces, orgullosa de tan inmensa obra, podría proclamar la longitud del metro provisional. Delambre se dijo que allí, sentado en aquella piedra, podía hacer el cálculo y enviárselo a la Agencia para evitarle tan dura labor…
¿Y Lavoisier, y Borda, y Monge, y Haüy, y Lagrange, iban a permitirlo? Todos tenían sus propias actividades y la medición del meridiano sólo era una entre sus múltiples ocupaciones. «Sólo para nosotros cuatro, pensó Delambre, para Bellet, Tranchot, Méchain y yo, la cosa es esencial». Cada vez más acerbo, Delambre se sintió burlado por los hombres y los acontecimientos. «Nos embarcaron a los cuatro en unos navíos y, luego, nos abandonaron en alta mar. En tierra, la vida continúa y los armadores han olvidado a los navegantes. Y muy pronto, Méchain agarrado a sus cimas y yo colgado de mis campanarios, como frutos secos, nos aplastaremos contra el suelo».
Luego llegó el furor y, por fin, la decisión. No, no renunciaría, muy al contrario, era preciso apresurarse, acelerar la marcha, llegar con las mediciones tan lejos y tan deprisa que cualquier marcha atrás resultara imposible. Decidió avisar a Méchain, advertirle del peligro y convencerle de que echara los bofes. Adelantarse a París.
Nunca había avanzado tan deprisa. Fiefs, Gravelines, Béthune, Le Mesnil, Sauti, Beauquesne. Cierto es que la región se prestaba a ello: torres a montones, tantas iglesias como podía desear. Todo iba bien para él.
La noticia cayó como una bomba; una corta carta de la Agencia: «Trágico accidente sufrido por nuestro colega… coma profundo… seguramente habrá muerto ya». Tranchot había avisado a Borda al día siguiente del accidente.
Delambre, destrozado, contemplaba atónito la última carta que Méchain le había escrito y la copia de la que él acababa de mandarle. Luego pensó en cosas sencillas, materiales, como si necesitara centrar su espíritu en los detalles para huir de lo esencial. «La Academia tendría que hacer algo por la familia, organizar una cuestación, repatriar el cuerpo… Y Thérèse; le dejarán por algún tiempo aún el apartamento del Observatorio, luego le pedirán que lo abandone». ¿Cómo saber lo que había ocurrido exactamente? ¿Por qué no mandar a alguien a Cataluña?
En la costa catalana, la primavera prometía ser espléndida; en la campiña de los alrededores de Barcelona, dos caballos sonámbulos daban vueltas en redondo, con el ronzal al cuello, uncidos a la incansable bomba hidráulica del doctor Salva. El agua corría por las innumerables regatas del huerto de María. ¡Se necesitaba mucha agua! Los cultivos eran tan densos que bastaban para alimentar la aldea.
Hundido en un sillón, a cubierto del sol bajo una gran encina, frente al huerto, Méchain, inmóvil, parecía dormir envuelto en una pesada manta de lana multicolor. Los ruidos de la cocina y la canción de una sirvienta se mezclaban con el trinar de los pájaros. No lejos de la encina, sentada en un taburete, María limpiaba habichuelas mientras Tranchot, provisto de unas minúsculas pinzas, reparaba el hidrógrafo de cabello.
Méchain no dormía. Con aspecto ausente, velada la mirada, levantó despacio la cabeza. La manta resbaló; con torpe movimiento, intentó alcanzarla, su gesto falló. En su rostro, marcado por las heridas no cicatrizadas aún, apareció una lacerante impotencia. El astrónomo estaba cubierto por un inmenso apósito que le devoraba la cabeza, de la frente a la nuca.
La manta, al caer, había dejado al descubierto un vendaje que aprisionaba todo el costado derecho: brazo, hombro y clavícula. La escena no pasó desapercibida a María: estaba ya a su lado y, recogiendo la manta, volvió a ponerla, tras sacudirla, en la espalda de Méchain.
La noche del accidente, le habían dado por muerto. Tras los primeros auxilios, Salva había hecho venir de Barcelona a sus más estimados colegas. Ninguno les había dado la menor esperanza: el golpe había sido tan terrible que era sorprendente que Méchain no hubiese muerto en el acto, y esperaban que falleciera de un momento a otro. Salva, porque era un auténtico médico, pero también porque se sentía responsable del accidente, intentó lo imposible.
Tranchot deambulaba por la propiedad, desamparado; ¡todo había sido tan brusco! Al hilo de los días, a medida que Méchain no moría, por decirlo de algún modo, había descubierto, sorprendido, su afecto por el astrónomo. Lo había velado, con María.
Silenciosa y eficaz, infatigable, consiguiendo oponer a la angustia ambiental una inalterable alegría, María se había encariñado con aquel francés tan severo, al que sólo conocía de una velada, y se había jurado salvarle. Cuando se lo comunicó a su marido, éste se encerró en un terrible silencio. Desde que ocurrió el accidente, Salva había vivido una auténtica tragedia. Que un huésped muriera en su morada, y por su culpa además, manchaba de sangre su hospitalidad. Una falta irreparable.
Algunos días después del accidente, al caer la tarde, Méchain había abierto los ojos de pronto; unos ojos nuevos, vacíos de imágenes todavía o, mejor, vacíos del sentido que debía dar a aquellas imágenes que veía: tres rostros inclinados sobre él. Los había contemplado, sorprendido, y, de pronto, había regresado el recuerdo. Durante una fracción de segundo, un brillo iluminó sus pupilas: la resurrección del pasado. O, al menos, algo de eso había.
Cuando María le arregló la manta, acarició dulcemente el brazo paralizado:
—Ya veréis, dentro de poco lo haremos funcionar.
Fue el inicio de una larga convalecencia. Salva creía que el astrónomo no recuperaría el uso del brazo derecho; María aseguraba lo contrario.
Méchain, convencido de que quedaría paralítico, se sumió en una profunda melancolía. Fue necesaria toda la persuasión de María, toda la abnegación de Tranchot, todo el saber de Salva para que no cayese enfermo.
Cierto día, María pidió a Tranchot que instalara en el huerto el círculo de Borda. Él comprendió de inmediato sus intenciones. Se iniciaba la reeducación. Cada mañana llevaban al astrónomo hasta el huerto, siempre cerca de la encina; desde allí podía contemplar las montañas vecinas. Calzado en el sillón por un montón de cojines, aprendía de nuevo a utilizar el instrumento. Su brazo derecho, rígido y pesado como el plomo, colgaba a lo largo del cuerpo mientras el izquierdo intentaba accionar la ruedecilla, aflojar tuercas, mover el catalejo o utilizar el pequeño mecanismo de alidada.
Tranchot estaba inclinado sobre el aparato. Méchain dejó escapar, desesperado:
—Y, sin embargo, vos y yo íbamos muy bien, Tranchot. ¡Doce triángulos! ¿En cuánto adelantábamos a Delambre?
—En cinco triángulos —respondió Tranchot ocultando a duras penas su emoción.
—¡Habríamos llegado a Rodez este mismo año! Antes que Delambre, sin duda. Por cierto, ¿saben en París lo que ha ocurrido?
Tranchot, turbado, reveló a Méchain el contenido de su primera carta.
—¿Habréis rectificado al menos?
—¡Lo hice, lo hice! Estáis vivo para todos, y en absoluto dispuesto a abandonar la operación.
Unos días más tarde, al anochecer, recibió una visita: un pimpante capitán cruzó las puertas de la propiedad. Méchain, que no había abandonado el lecho en todo el día, no pudo asistir a la notable llegada pero, cuando descubrió a González en el umbral de la puerta, su rostro martirizado por el dolor se iluminó con verdadero júbilo.
—¡Lleváis de nuevo vuestro uniforme! ¿Os habéis vuelto más militar que astrónomo? —Muy conmovido, González no respondió. Méchain, fingiendo alegría, le apostrofó—: Eso me recuerda una historia que me contó Condorcet. Encabezaba una delegación que debía ser recibida en las Tullerías. Luis XVI le había hecho esperar mucho rato. En la antecámara, un grupo de jóvenes militares se burlaba, chanceándose abiertamente del aspecto de los diputados. Condorcet se dirigió a ellos. «¿No tenemos, acaso, aire militar, caballeros?, les preguntó. ¡Pues bien, por vuestra parte no tenéis ningún aire de civiles!». González soltó una gran carcajada.
—Querido capitán, tendréis que buscar otra ocupación hasta el mes de julio.
—¿Por qué julio?
—Porque en julio los tres reanudaremos la campaña.
González no le dijo a Méchain que en julio no estaría a su lado. El capitán acababa de recibir su nuevo destino: se había declarado la guerra entre Francia y España.
Delambre recibió la carta de Tranchot que le anunciaba, a la vez, la «resurrección» de Méchain y su intención de proseguir, personalmente, la operación. Al mismo tiempo, sabía que la Agencia temporal no había renunciado, o al menos eso decía, a la medición del meridiano. Ninguna intención oculta ensombrecía ya el horizonte.
Saltaba de estación en estación con tanta mayor facilidad cuanto que los parajes le eran familiares. Se hallaba en Picardía y había nacido en Amiens.
Por aquel entonces, la capital de Picardía se sentía orgullosa de tres de sus hijos. El primero había sido artillero, célebre por haber inventado una bala hueca, denominada «hautbitze» a un lado del Rin y «obús» al otro. Se llamaba Chordelos de Lacios y presumía de cierta afición a la literatura. El segundo, Lamarck, tras haber sido militar y botánico del rey, había sentido una pasión tardía por «los animales sin vértebras».
El tercero, hijo de un humilde pañero de la rue Viesserie, tras haber estado a punto de ser cura, se había hecho académico. Era Delambre, cuyos cinco hermanos y hermanas festejaron dignamente su regreso. El astrónomo agasajó a las decenas de visitantes que querían felicitarle. Por fortuna, acababa de recibir sus emolumentos. A este respecto se había producido un cambio: el numerario, es decir el dinero contante y sonante, ya no era pagado a título de sueldo. Era devengado en papel moneda. Los billetes eran hermosos… y ligeros, y los precios se disparaban.
A ocho sueldos la libra, el pan comenzaba a resultar un género de lujo. Sólo la gente que no tiene hambre tienen los fondos necesarios para pagar una rebanada, solía decir Bellet, a quien ese encarecimiento enfurecía. Pues el trigo no faltaba, lo sabía por haber recorrido en todas direcciones Brie, Beauce y Parisis.
En el albergue, las veladas eran cada vez más tormentosas. Se extendía una desagradable sensación de haber sido engañados. Cierta noche, un joven trepó a una mesa, imponiendo silencio:
—¡Cuando no hay pan, no hay igualdad! —clamó— ¡ni la punta del meñique! Cuando la ley aplasta al pueblo, el pueblo debe aplastar la ley.
Estalló la revuelta en Peronne, muy cerca. Indignada de que, tras tres años de revolución, el pan escaseara, la multitud había recorrido el burgo tasando granos, guisantes y velas, brutalizando a los burgueses que intentaban oponerse. ¿Iban a empezar nuevos disturbios? Por prudencia, Delambre hizo que le expidieran un certificado «temporal» de residencia. Al pie del documento, dos firmas. Cuando logró descifrarlas, soltó una inmensa carcajada: ¡el presidente del directorio se llamaba PROPHÈTE (profeta) y el del distrito BELLE-GUELE (hermosa-jeta)!
Al alba, provisto de su precioso documento, partía. Un día a Mailli, al asalto de los setecientos peldaños que llevaban a lo alto de la aguja; al día siguiente a Coivrel donde, increíble excepción, descubrió un campanario nuevo y flamante pues el antiguo, consumido por un rayo, había sido reemplazado. En Beauquesne dio con unos vestigios que le caldearon el corazón: un andamiaje construido por Cassini. Delambre permaneció unos instantes pensativo ante aquellas reliquias: ¿las obras que él mismo había levantado aguantarían tanto tiempo? Por la noche, regresaba al redil. Una vida bien regulada que habría podido proseguir mucho tiempo si…
… si la grieta que acababa de abrirse en la Convención no se hubiera propagado, resquebrajando todo el país. Una treintena de diputados, de entre los más ilustres, los «padres de la República» se les llamaba, los Rolland, los Verginaud, los Brissot, a quienes se denominaba «girondinos», habían sido acusados por decreto de la asamblea. Y, en su estela, Condorcet. Amiens quedó dividida en dos; ¡cuántas querellas entre los hermanos y hermanas de Delambre!
Para la masa de ciudadanos, hasta entonces, las opciones se habían presentado de modo sencillo. De un lado, un viejo pasado ya derrengado, inaceptable, indefendible; del otro, un porvenir en construcción y al extremo, ¿por qué no?, la felicidad. Desde hacía cuatro años viajaban juntos: artesanos, abogados, campesinos, obreros, sacerdotes también. Habían estado contra los aristócratas, luego contra el rey, luego a favor de la República, y ahora les pedían que estuvieran «a favor de la Gironda contra la Montaña» o «a favor de la Montaña contra la Gironda». Esta vez, la cesura pasaba a través de la República. Unos querían que la Revolución continuara, otros, demasiado satisfechos con lo ya obtenido, deseaban que se interrumpiera. «¡Quien mucho abarca poco aprieta!», gritaban unos. «¡No hay que detenerse en medio de un vado!», respondían los otros.
Delambre escudriñaba cada número de La Chronique de Paris. Dejó de aparecer durante dos días, luego, cierta mañana, volvió a recibirla. La interrupción se debía al saqueo de la imprenta. En primera plana, una carta del impresor:
«Siete minutos les bastaron a un gran número de hombres armados, la mayoría de uniforme y todos bien vestidos, para destruirlo todo en mi imprenta. A mí, personalmente, no querían hacerme daño alguno, al menos eso me aseguraron poniéndome la pistola en el pecho.
»Me preguntaréis qué hacía yo mientras me desvalijaban, pues bien, pretendía hacerles entrar en razón. Les decía: un impresor es tan responsable de lo que imprime como el niño que recoge los trapos con los que se fabrica el papel en el que se imprime. ¿Queréis vengaros de los autores? No habéis dado en el blanco. Mis razones, sin duda, eran buenas porque dejaron de destrozar en cuanto dejé de hablar; es cierto que todo había acabado ya…».
Ni rastro de la firma de Condorcet. Nunca más volvió a aparecer en las columnas del diario.
Dirigiéndose a París, Delambre decidió dar un rodeo para comprobar su señal de Saint-Martin-du-Tertre. Había una multitud. En cuanto bajó de la berlina, oyó que le llamaban: era Lakanal, un diputado, miembro del Comité de instrucción. La Convención le había encargado que procediera a ciertas experiencias referentes a un nuevo aparato, el telégrafo de los hermanos Chappe. Mientras se hallaba en Saint-Martin, su colega Daunou estaba en el parque de Saint-Fargeau, a ocho leguas y media.
Los mensajes enviados por Lakanal llegaron a Daunou y los de Daunou llegaron a Lakanal. Fue un éxito. Entusiasmado por la eficacia del procedimiento, éste le dijo al maravillado Delambre:
—Vamos a establecer el telégrafo por todo el territorio; es la mejor respuesta a quienes piensan que Francia es demasiado extensa para formar una República. Esta máquina tiene el poder de acortar las distancias; y puede decirse que reúne inmensas poblaciones en un solo punto. Pensadlo, un decreto podría llegar a todos los rincones de la República apenas una hora después de haber sido dictado por la Convención.
El ayudante de Lakanal se metió en la conversación, diciendo que Chappe afirmaba haber empleado su máquina para anunciar una tormenta, que era más rápida que los vientos, y que pronto sería posible transmitir el pensamiento, tanto de día como de noche, con una rapidez casi igual a la de la luz.
Al subir a la berlina, Delambre comenzó a soñar: dos horas, tres como máximo, y Méchain, al otro lado de los Pirineos, respondería a las preguntas que le habría hecho aquel mismo día.