17
Con la ropa gastada, los zapatos hechos polvo, con barba de presidiarios y sombreros de lana que les protegían, a duras penas, del frío, Delambre y Bellet, sacudidos por un sumario carricoche, avanzaban por un escarpado camino que les llevaba a su próxima estación.
«Tenemos, como máximo, para pagar una carreta uncida a un caballo para llevarnos a las distintas estaciones, a nosotros y todo lo que necesitamos de modo indispensable», había escrito Delambre en su cuaderno de viaje.
«En Soesme nos negaron la cama porque nos conocían y sabían que sólo disponíamos de papel moneda. Sin el ayuntamiento, que prometió proporcionar trigo en grano a quien nos facilitara pan, no hubiéramos podido obtener nada. Pese a esa garantía, se han negado varias veces a vendérnoslo.
»Varias veces hemos tenido, como Filopemén, que pagar las consecuencias de nuestro mal aspecto. Quienes tenían de nosotros la mejor opinión, nos tomaban por prisioneros de guerra que eran cambiados de hospital. Otros, viendo los estuches de nuestros círculos, nos tomaban por charlatanes de pueblo que no tenían con qué pagar, y se negaban a alojarnos. Eso nos ocurrió en Vouzon.
»Sólo se viaja así en tiempos de revolución y cuando se ha tomado la irrevocable decisión de seguir adelante».
—El cuello se gasta; las mangas se deshilachan; los codos se agujerean —canturreaba Delambre llevando las riendas con las manos desnudas—. Al salir de un bache más profundo que los demás, donde el carricoche estuvo a punto de quedarse definitivamente, masculló: —¡Un caramelo por cien libras en papel moneda!
En la parte posterior, sentado sobre las cajas del círculo, Bellet, con sus guantes de dedos cortados, contaba imperturbablemente un fajo de billetes:
—Con nuestros sueldos —soltó— este mes podremos permitimos… —hizo un rápido cálculo— permitirnos… trece caramelos y medio, ¡para los dos!
Al llegar al pueblo, Delambre se marchó abandonando a Bellet a la curiosidad de la población, que comenzaba a rodear la carreta.
—¿Qué vendes tú? —le lanzó un campesino.
Bellet no supo qué decirle y el campesino le apostrofó:
—¿Eres tonto o qué? —y, volviéndose hacia los demás: ¡Ni siquiera sabe si vende algo! ¡Hala, vamos!— le dijo a su mujer tirándole de la manga.
Ella se soltó, plantándose casi ante las narices de Bellet para contemplarle mejor:
—¿No estabas tú en Sermur, hace unos días, con otro? —Sin aguardar respuesta, le dijo a su marido—: Estaban siempre metidos en el campanario, trajinando con no sé qué. Parece que son unos sabios de París.
Una zafia mueca desfiguró el rostro del campesino que señaló, con asco, a Bellet:
—Si a eso lleva la instrucción, saco de inmediato al mocoso de la escuela.
Mientras, Delambre iba por el cuarto establo. El hombre al que buscaba se hallaba sentado en un tronco, ordeñando una vaca flaca de ubres desmesuradas. Era Antoine, el alcalde. Delambre le mostró su orden de misión, acompañada por una orden de requisa. El otro la tomó de mala gana; tras haberla descifrado con insoportable lentitud, siguió ordeñando no sin haberse, antes, limpiado las manos. Preguntó por fin:
—¿Dónde está el ciudadano Delambre?
—¡Soy yo!
Como un chalán que evaluara un animal, el alcalde inspeccionó a aquella especie de vagabundo que afirmaba ser astrónomo. Delambre le aguantó la mirada. «¡Y puedo dar gracias si no me examina la dentadura!».
—Hay tantos charlatanes recorriendo la región… Las requisas no funcionan muy bien por aquí. La última vez vinieron a apoderarse del octavo cerdo de cada camada. Orden de requisa, cacareaban. La temporada siguiente, las cerdas sólo parían camadas de siete lechones. ¡Vete a saber por qué! Bueno, veamos, ¿qué deseáis?
—Comida y cama para dos. Sí, voy con mi ayudante. Y paja para el caballo, madera para el andamio, un carpintero, obreros…
El alcalde, pasmado, murmuró:
—¿Eso es todo?
—Todo… de momento —precisó Delambre.
—En París deciden haceros medir el… —buscó la palabra y no la encontró—, deciden haceros medir y nosotros, en Herment, debemos encargarnos de vosotros como la madre de sus hijos.
Del cubo, medio lleno, sujeto entre las piernas del alcalde, brotaba un pequeño halo de calor. Sorprendiendo la ávida mirada de Delambre:
—¡Vamos, bebed! —le dijo el alcalde.
¡Ah, la tibia espuma de la leche! Blancos bigotes sobre la barba negra; Delambre se limpió los labios:
—Tenemos con qué pagar, ¿sabéis? Pero nadie acepta ya los asignados.
—Carajo —dijo el alcalde—, ¿sabéis cuánto cuesta…?
—Sí, lo sé —le interrumpió Delambre—, un caramelo cuesta cien libras.
—¿Lo sabéis? ¿Los coméis, pues?
—¡Cada día! Sólo comemos eso. Lo demás es demasiado caro.
Algunos días más tarde, Delambre y Bellet atravesaban una aldea, no lejos de Herment, una de esas bonitas aldeas donde el barro, el estiércol y los detritos cubren el suelo con una capa tan blanda que te hundes en ella más de lo decente. Apresurando el paso para salir lo antes posible de la zona, Bellet se volvió para ver dónde estaba su compañero. Le sorprendió verle muy atrás, plantado en medio del camino, con los ojos clavados en algo que no conseguía distinguir. Volvió sobre sus pasos y escuchó a Delambre murmurando:
—Seis… siete —mientras señalaba con el dedo unos pequeños bultos rosados que se desplazaban, blandamente, por el lodo: una cerda y sus lechones revolcándose en la pocilga.
—¿Ahora os interesan los cerdos?
—¿Qué habéis dicho? —preguntó Delambre distraído.
—Decía que el campanario de Herment no se distingue lo bastante —repitió Bellet molesto—. Lo mejor sería que actuáramos de noche, con la ayuda de un fanal.
—¡Ah, no! —saltó Delambre—. ¿No os parece que ya hemos tenido bastantes problemas? Os lo repito: no alarmar a la población, lograr que nos acepten, pasar desapercibidos. No olvidéis que sigo considerándoos responsable del incendio de las Tullerías.
—¡Ha prescrito! —gritó Bellet, que se alejó corriendo mientras la cerda se acercaba ya con aire voraz.
La iglesia de Herment. El gran paño blanco cayó, desenrollándose majestuosamente a lo largo del campanario. Asomados al vacío, Delambre y Bellet sujetaban los extremos del tejido y los ataron a las viguetas del andamio. Visiblemente satisfechos, dedicaron su tiempo a guardar los instrumentos. Bellet hizo una pausa y fue a lanzar una ojeada por la abertura. En el atrio estaba reuniéndose un grupo de aldeanos. Viendo que la cabeza de Bellet se perfilaba en la abertura, comenzaron a gritar. ¿Aclamaciones o injurias? Cuando la cabeza de Delambre apareció junto a la de su ayudante, los gritos se multiplicaban. Unos puños se tendieron en su dirección.
—Se diría que la han tomado con nosotros —murmuró ingenuamente Delambre.
Instantes más tarde, resoplando como un buey, Antoine, el alcalde, llegó hasta el andamio haciéndolo vibrar con su peso.
—¿Pero qué estáis haciendo con esa bandera? No sé lo que está pasando en París, pero aquí, cagüendiós, estamos todavía en la República. ¡Vais a quitar inmediatamente esa bandera monárquica!
—¿Bandera monárquica? —balbuceó Delambre—. Bellet, más rápido, soltó una enorme carcajada. Creían que, por su color, el lienzo era el emblema de la monarquía.
—¡No alarmar a la población! ¡Qué éxito! —lanzó zumbón, dirigiéndose a Delambre, antes de correr escaleras abajo—: ¡Vuelvo enseguida!
Delambre explicó al alcalde que, puesto que su maldito campanario era oscuro y se levantaba contra un fondo de montañas, oscuras también, era imposible verlo desde Meymac.
—Por eso le hemos puesto un lienzo blanco, ¡lo habríamos puesto negro si el fondo fuera claro! Y en ese caso, sin duda, nos hubierais tomado por filibusteros.
En el atrio, abajo, la muchedumbre se encalabrinaba; se blandían horcas y fusiles contra el campanario. La multitud se caldeaba.
—¡Vuelven los señores!
—Esta vez no les dejaremos. La tierra es nuestra… ¡Que vengan a quitárnosla!
—¿A qué esperamos para ir a por ellos?
—El Antoine ha subido a parlamentar.
—¿Sabéis quién es?
—Son los sabios —informó Mariette, la que había hablado con Bellet cuando llegaron. Su marido, poniéndola por testigo, dijo:
—Ya me olía yo que no eran trigo limpio, te lo dije, ¿verdad, Mariette? ¡Y el otro tontaina decía que no vendía nada! ¡Y un huevo, quería vendernos a su rey!
Aullaban, estaban decididos, pero cierta crispación de los rostros advertía que el miedo no estaba ausente. Aparte, a la sombra de un porche, una pareja de ancianos, dignamente vestidos, devoraban el campanario con los ojos. Para ellos no cabía duda: los señores habían regresado y aquellos dos, arriba, eran la vanguardia.
—¿Qué va a pasarles? —preguntó la anciana inquieta, bajando la voz para que no la oyeran.
—No te preocupes —la tranquilizó su marido, apretándole con ternura la mano—. Si han actuado a la luz del día habrán traído gente con ellos.
Un enorme clamor inflamó la plaza. La muchedumbre exultaba aplaudiendo como en una fiesta. Todas las cabezas se habían levantado, todas las miradas se clavaban en la iglesia. Dos piezas de paño, azul una, roja la otra, cayendo simultáneamente, acababan de enmarcar la tela blanca para formar una extraña bandera tricolor que envolvió, majestuosa, el campanario.
El anciano soltó la mano de la vieja. Inclinando la cabeza, se la llevó:
—Vamos, volvamos a casa.
Las dos cabezas «republicanas» aparecieron sobre la bandera; la de Antoine se colocó entre ambas. Las tres fueron largamente aclamadas. Mariette no dejaba de agitar el delantal en su dirección y, dirigiéndose al entorno, hinchada de orgullo:
—¡Son unos amigos! ¡Unos sabios de París!
«Como no estoy seguro de que se respete por mucho tiempo mi señal tricolor, donde el blanco domina demasiado, acabo de solicitar de la administración departamental del Puy-de-Dôme que ponga la señal bajo la custodia de las autoridades», anotó Delambre en su cuaderno de viaje, advirtiendo que aquella historia sólo podía sucederle a un hijo de pañero, como él.
Bellet nunca quiso revelar de dónde había sacado las telas. Obligado a suponerlo, Delambre sólo pudo imaginar que su ayudante tenía una «amiga» que vivía en una casita, justo detrás de la iglesia…
No estaban ya lejos de la meta, lo notaba. Ni domingo semanal, ni descanso decenario; ni un solo día de pausa para el astrónomo y su ayudante, que corrían hacia Rodez a bordo del carricoche que, a pesar de su desmadejado aspecto, soportaba bien el camino. El 11 están en Meymac; les llevan a una montaña que, según les han dicho, es la más alta del lugar. La lluvia les impide ver nada. El 12 vuelven a ella. El 13 se dirigen a Bort-les-Orgues. El 14 llueve todo el día. El 15 trepan a la montaña de Bort hasta el acantilado que domina el pueblo. El 16, en Mauriac, llueve todo el día. El 17, de Mauriac a Peaux. Bellet encarga la señal.
«El 19, escribió Delambre, veo por un instante el Puy Violent que se cubre de nieve, mientras Bellet está de viaje para visitarlo. El 20 visito a las autoridades del departamento, que me entregan una carta para el alcalde de Montasalvy. El 21 vamos a Montasalvy. El 22 visita a la capilla de Saint-Pierre. No tiene ya puerta y sólo medio campanario. Es, sencillamente, una especie de hornacina abierta por dos costados. Durante todo el viaje andamos por las propias nubes. Espero encontrar a Méchain en Montasalvy. La vida vagabunda que llevamos ambos retrasa mucho nuestra correspondencia. El 23 volvemos a Montasalvy. ¡Méchain no está!
»El médico de Fontange, en Aubassin, me indica que la ortografía del Puy donde he colocado mi señal no es “violent”, como he escrito más arriba, sino “violan”. Por cierto, unas palabras sobre la señal de Bort: se ha visto a menudo dañado y, sin el celo y los cuidados de la administración municipal, no habría subsistido mucho tiempo».
El día en que Delambre y Bellet acababan de construirla, una horrible tormenta devastó la región. Un torrente de tierra, barro y guijarros, bajando de la montaña, cayó en las calles de la población, llenándolas hasta tres pies de altura. Se temía que el puente sobre el Dordoña fuera arrastrado. A pocos pasos del borde del acantilado, bajo un verdadero diluvio, el astrónomo y su ayudante, agarrándose el uno al otro, intentaban no dejarse arrastrar por las ráfagas de viento que les empujaban al vacío.
Tras ellos, en la cresta de la montaña, se erguía la señal; batida por la lluvia, sitiada por los relámpagos cuyo fulgor la inmovilizaba en impresionantes posturas, adoptaba el inquietante aspecto de un enorme cuerpo desarticulado y monstruoso, un Cristo de madera martirizado por los elementos. Se alejaron tan deprisa como pudieron. A la entrada del pueblo les aguardaba una muchedumbre hostil. Forzoso era que alguien fuese responsable del incomprensible furor de los elementos. La señal fue considerada la causa del desastre. Se le atribuyeron las lluvias continuas que durante casi dos meses habían suspendido cualquier cultivo en las montañas.
—¡Muerte a los brujos! —aullaba la multitud—. Aquello parecía lo de Saint-Denis, con la lluvia y la altura además. Aquí, al igual que allí, les salvó el alcalde acogiéndoles en su morada.
Temblorosos, empapados hasta los huesos, el estado de ambos «brujos» era lamentable. Excepcionalmente, Bellet no parecía resfriado, lo que no sucedía con Delambre que estornudaba a pleno pulmón. En cuanto pudo recuperar el aliento, rugió:
—Espías, aristócratas, vandeanos, charlatanes, emigrados… ¡Y ahora brujos! ¡Comienzo a estar harto, harto, harto!
Cuando Delambre se derrumbó en la cama, Bellet, como un trasgo que sacara de su zurrón el bálsamo, extirpó de su bata una suntuosa botella de morapio.
Una hora más tarde, a través de los cristales maltratados por la tormenta, el alcalde pudo ver a Delambre, con una toalla alrededor del cuello y las piernas abrigadas por unos calzones de algodón secos, cantando hasta desgañitarse:
Infeliz solterón,
cuando llegue el decliiiiive
lleno de achaques,
fruto de los excesos y las voluptuosidades.
Y añadió con voz rota:
—¡Hablemos de las voluptuosidades!
Dinos pues cuál será tu paaaarte.
Acabó durmiéndose para no despertar hasta el día siguiente por la tarde, con la cabeza pesada y el estómago ligeramente revuelto.
¿Para qué mencionar semejantes detalles en el cuaderno de viaje?, advirtió hipócritamente. Para los futuros cronistas que dieran cuenta de la operación, ¿qué utilidad podían tener ese tipo de informaciones, cuando otras les iban a ser mucho más provechosas? Y comenzó a escribir: «El 6 de Fructidor, en La Gaste, descubro la señal de Méchain. El 7, en el camino de Rieupeyroux a Rodez, me encuentro con Tranchot absolutamente por casualidad: acaba de terminar la misión que le había confiado Méchain».
Tranchot se zambulló suavemente en la tina. El agua estaba maravillosamente caliente y la tina era lo bastante grande como para contenerle por completo. Ganduleó allí más de una hora. Cuando comenzaba a arreglarse la barba, oyó un ruido: Méchain había regresado. Tranchot se apresuró a comunicarle la noticia. ¡Delambre estaba a punto de llegar a Rodez! Tal vez lo hubiera logrado ya. Méchain ni se inmutó. ¡Lo que tanto temía había sucedido! Aunque se había encargado de la parte más importante de la operación, Delambre terminaba primero.
Méchain se alejó con la cabeza baja. Tranchot, que sabía lo que significaba la noticia para él, le alcanzó:
—Lo he pensado. Delambre llegará antes que nosotros, no podemos evitarlo. Pero si proseguimos a este ritmo, ni siquiera terminaremos antes del invierno y será necesario emprender una nueva campaña. Sólo hay un medio de acelerar las cosas: ¡hagamos juntos las mediciones!
Méchain se volvió con violencia:
—Decid de una vez que no soy ya capaz de hacerlas solo.
—¡De ningún modo! Sólo he dicho que si las hiciéramos juntos tendríamos, al menos, una posibilidad de terminarlas este año. Os encargaríais del catalejo superior y yo del otro, e iríamos mucho más deprisa.
—Ni hablar.
Tranchot le miró como si no comprendiera lo que Méchain acababa de decirle:
—Trabajamos juntos desde hace seis años; hace seis años que os acompaño a todas partes. Permanecí a vuestro lado cuando sufristeis el accidente. Os he llevado a las montañas, sujeté vuestro catalejo cuando estabais tullido, os seguí a Italia. ¡Y no he vuelto a casa ni una sola vez!
—Tampoco yo.
—Vos os negáis a regresar a París. Delambre os lo propuso varias veces. Nunca quisisteis. Por mi parte me he quedado porque no concebía separarme de vos mientras la expedición no hubiera concluido.
—Nunca os lo exigí.
—Pero vos pedisteis a la comisión que siguiera a vuestro lado.
—¿No lo deseabais?
—No he dicho eso. Pero desde entonces habéis cambiado, habéis cambiado mucho. Además hay algo que ya no acepto. Ni una sola vez me habéis dejado hacer la medición de un ángulo, ni una sola vez he podido utilizar el círculo.
—¿Y qué hay de anormal en ello? Soy el único responsable de la medición de los ángulos. Nadie sino yo utilizará el círculo para hacerlo.
Entonces, Tranchot no se contuvo; barriendo la espuma de jabón que blanqueaba su rostro, se secó convulsivamente la mano en la bata:
—Me habéis utilizado como un peón, apenas bueno para erigir las señales, para explorar las cumbres, para viajar durante días y días por la montaña. Y siempre os habéis reservado el trabajo científico. No fui contratado para eso; os recuerdo que soy geógrafo, ingeniero geógrafo. Estoy harto, ¿me habéis oído, Méchain?, harto de vuestra tiranía. Además, hacéis lo que está en vuestra mano para demorar el trabajo. Como si temierais que se termine…
Méchain permaneció inmóvil, petrificado. Ambos hombres estaban frente a frente. Quedaban algunos rastros de jabón en el rostro de Tranchot.
—¿Qué habéis dicho? —murmuró Méchain como un sonámbulo.
—He dicho que estamos detenidos desde hace meses, que ya no avanzamos. He dicho que no comprendo ya nada de lo que estáis haciendo y que no queréis llegar a Rodez.
—¡Id a Rodez, pues! No os retengo. Id a reuniros con Delambre, id a medir con él la base, lo estáis deseando. ¡Id, id, id!
Atravesando los desnudos Causses, un carricoche avanzaba lentamente, abrumado por un calor africano. Dominando la caja, una improvisada construcción forrada de tela. Sólo el caballo gris parecía despierto.
Los dos humanos que el animal transportaba no se hallaban, desde hacía mucho tiempo, en condiciones de reaccionar ante las sacudidas que les propinaba el camino. Con el torso desnudo, chorreando sudor, cuyos rastros podían seguirse por las piernas grises de polvo gracias a sus pantalones cortados a la altura de la rodilla, con el rostro salpicado de extraños reflejos multicolores, rojos y azules, procedentes de las telas tendidas sobre sus cabezas, parecían muertos o dormidos.
Una hora después, todo había cambiado. Al borde de la carretera se levantaban dos grandes árboles que ofrecían a los viajeros y a su animal una deliciosa sombra. Pero, sobre todo, desde la sombra de aquella sombra se podía percibir perfectamente, erguida en la cumbre de una colina, una alta torre: ¡Rodez!
Se reían, se reían; Delambre y Bellet se besaban como dos colegiales, bailando, alrededor del caballo gris que no comprendía nada, una enloquecida danza de los hurones. ¡Seis años de Dunkerque a Rodez!
Méchain le había escrito que el día en que las señales de ambos se encontraran iba a ser muy importante en sus respectivas vidas. ¡Loca esperanza! Tal vez Méchain estuviera ya… En un reflejo, Delambre miró con el catalejo: salvo una virgen de piedra que dominaba la ciudad, la plataforma de la torre estaba desierta.
Intentando ocultar su decepción, Delambre acarició el caballo gris:
—Esta noche, avena de la mejor, señor Bellet, ¡y doble ración!
El caballo relinchó de placer.
—Teníamos el caballo blanco de Enrique IV —dijo Bellet excitado—; a partir de ahora tendremos también el gris del meridiano. Gracias a él podremos construir el metro-patrón.
Delambre comenzó la página de su diario escribiendo: «Torre de Rodez, 397 peldaños. En el cénit de la Virgen de piedra que nos ha servido de referencia…».
Delambre no tardó demasiado en comunicar a la Comisión su llegada a Rodez. Aquella misma noche salió una carta dirigida a Borda. «¡Uno ha llegado ya!, celebró éste. ¡Ahora le toca al otro!». Quedaba lo más duro, y lo sabía. Tras haber agotado todos los medios de que disponía para que Méchain acelerara su marcha, se reconocía incapaz de lograrlo. Sólo podía esperar.
Y entonces decidió actuar Thérèse. Borda, Lalande y otros miembros de la Comisión le habían sugerido varias veces que interviniera ante su marido a fin de alentar su disposición para el trabajo. Se había negado siempre; no es mi papel, respondía invariablemente. Pasaba el tiempo, los hijos crecían. Isaac, el mayor, astrónomo como su padre, se había marchado a Egipto con el general Bonaparte.
Sentía que iba envejeciendo, instalada en una existencia hecha de ausencias, como la mujer de un marino. ¡Sufría, casi, una suerte de viudez! Y Méchain seguía sin volver… ¿Habían tardado más, los mayores capitanes, en dar la vuelta al mundo? ¿Colón para descubrir las Américas, Magallanes o Vasco de Gama? Se sentía perdida y desgraciada. «Parece que se halla empantanado en sus montañas del sur. Hay que arrancarle de allí», pensó.
Tomó bruscamente una decisión. Reuniendo a sus hijos, a la muchacha, tan discreta, y a Augustin, que estaba ya en edad de comprender, la madre les puso al corriente de su proyecto y dieron su conformidad. Al día siguiente, Thérèse estaba lista. Dirigiéndose a la Comisión, tuvo la suerte de encontrar a Borda.
—He venido a anunciaros que salgo de inmediato en busca de mi marido.
—¡Ni lo soñéis!, sería peligroso y demasiado duro —consiguió decir al cabo de un instante.
—Acabo de comunicárselo —prosiguió ella, prescindiendo de la observación—. Inicio el viaje sin aguardar su respuesta, para que no pueda detenerme una vez más. Iré directamente a la Montaña Negra.
—¿Y si ya no está allí?
—Le buscaré.
Borda, vencido, sonrió. Pero el viaje le asustaba: Thérèse no era ya joven. Hizo una tentativa postrera:
—Señora Méchain, ¿habéis pensado que…?
Ella dio un respingo:
—Que puedo hacerle perder el tiempo, ¿es eso? Pues muy al contrario, mi objetivo es contribuir a que se aceleren los triángulos. No hay nadie más interesada que yo en que la expedición termine. —Sospechando que no había sido lo bastante convincente, se encendió—: Le he escrito que no cometiera la locura de volver a la ciudad para facilitarme las cosas, que no quiero arrebatarle ni un cuarto de hora, que le veré en sus montañas, que dormiré en la tienda o en una alquería, que viviré de queso y de leche, que con él estaré bien en todas partes, que trabajaremos juntos de día y las noches bastarán para que hablemos… —Thérèse agachó de pronto la cabeza, ruborizándose por haberse dejado arrastrar así y haber mostrado, al desnudo, su pasión. Con gesto seco se ajustó el vestido, pero sus manos seguían temblando—. Sí, creo poder ayudarle pero no imaginéis, sobre todo, que ahora esté sin hacer nada. Mi marido me ha dicho que, tras haber hecho sus observaciones de la Estrella Polar, ha deducido la declinación con 0” 17 con respecto a la que el ciudadano Delambre calculó en Evaux. Me ha dicho también que había efectuado doscientas observaciones para conseguir determinar, con un segundo de aproximación, la inclinación del lado de uno de sus triángulos. Pero, según me dice en su última carta, no le queda tiempo bastante para ponerlo todo en orden y enviároslo. Me ha dado también los resultados del eclipse del 6 de Mesidor.
Lo había soltado de una tirada. Borda, pasmado, se preguntó si se lo habría aprendido de memoria o, a fuerza de leer una y otra vez la carta de su marido, había quedado impregnada de ella.
Dulcemente, Thérèse le dijo:
—Escuchadme, ciudadano Borda… —Vaciló—: ¿Sois soltero?
Sorprendido, él balbuceó:
—Lo soy, en efecto. ¿Me impedirá eso comprender algo?
Ruborizándose de nuevo, Thérèse se negó a seguir. Borda le instó a que prosiguiera.
—No quería ser indiscreta —farfulló—. Soy su mujer y las mujeres tienen cierto poder. Confío en la estima y la entera confianza que tiene en mí. Sé que podré disipar las enojosas ideas que le corroen y, a su pesar, le apartan de su objetivo. Tal vez entre los tres, vos, el ciudadano Delambre y yo misma, consigamos regenerarle. Eso es, por desgracia, cuanto puedo hacer.
Una sonrisa triste, casi una mueca infantil, se dibujó en su rostro. Pareció, de pronto, muy cansada: irse enseguida… Además, la diligencia iba a partir muy pronto.
Había abierto ya la puerta cuando se dio la vuelta:
—Os ruego que esto quede entre nosotros. Para todo el mundo, me voy al campo. Es preciso que se ignore el objeto de mi viaje para que no vayan diciendo: se ha visto obligada a ir a buscar a su marido.
Borda no tuvo tiempo para responder. Thérèse se había marchado ya.
Thérèse se dirigía a las montañas del sur mientras Delambre, tras haber concluido la estación de Rodez, se apresuraba a subir hacia el norte, hacia Melun precisamente, donde le aguardaba Laplace.
La base.
A partir de allí se medirían los lados de los triángulos y, por proyección, la longitud del meridiano. ¡Realmente era el comienzo del fin de la operación! Las obras no habían avanzado desde la última inspección. Fue necesario recomponer urgentemente algunos equipos: leñadores, terraplenadores, carpinteros. Bellet los buscó un poco por toda la región; hubiérase dicho un sargento reclutador recorriendo las posadas en busca de obreros. Fueron casi batallones los que llegaron al paraje. Los hombres se presentaban provistos de un pedazo de papel con la rúbrica de Bellet; para recibirles estaba Etienne, el agrimensor. Se había presentado una mañana, con el hatillo al hombro, tras viajar a pie desde su pueblo de Dun. Fiel a su promesa, Delambre le había contratado inmediatamente.
Melun en una punta, Lieusaint en la otra. Tras fijar los dos extremos, teóricamente lo tenían todo. Sólo faltaba construirlo. Pero se hallaban en pleno bosque y, por lo tanto, en medio de los árboles.
Entraron en acción los leñadores; todo lo que estaba en el camino fue derribado. Mientras ellos cortaban, serraban, abatían, podaban, los terraplenadores, más abajo, allanaban el terreno, terminando con repechos y montículos, colmando baches, fosos y agujeros. La tierra quitada de un lado servía para rellenar otro. Se trataba de nivelar y, provisto de un nivel, el agrimensor comprobaba regularmente la horizontalidad de la superficie de trabajo. Decenas de carretas y carretones, llevando montones de materiales, iban y venían en una ronda infernal, levantando nubes de polvo.
Cada día la vista llegaba más lejos y la zona, silvestre al comienzo, iba transformándose en una impecable avenida, cortada «a la francesa». Los carpinteros se preparaban para la gran obra: confeccionar un armazón de madera, una especie de arcón sobre pilotes. Se les oía cepillar, clavar, atornillar y también serrar. De vez en cuando se veía uno de sus bancos de trabajo, puestos sobre improvisados trípodes. Los árboles, caídos a un lado, esperaban turno para ser troceados, convertidos en tablas, en pilares o en estacas. De ese modo, al igual que sucedía con la tierra, el tronco que aquí era una molestia, allá era aprovechado. Para mayor salud financiera, se trabajaba en circuito cerrado, en una verdadera autarquía de materiales.
La construcción debía ser lo bastante sólida para no doblarse bajo el peso ni moverse a causa de su longitud. A medida que iban terminándose, las partes de la estructura eran ensambladas, puestas sobre pilares, fijadas y reguladas. Y se avanzaba.
La construcción tenía ya buen aspecto. Puesta a la altura de un hombre, habríase dicho un interminable puente que cruzaba el paraje. El punto de partida, muy bien marcado, estaba empotrado en la señal de Melun y el final todavía no se veía. Los campesinos que se acercaban para curiosear hacían siempre las mismas preguntas: ¿serviría para transportar los troncos cortados?, ¿o para que pasara el agua?, ¿era un acueducto? Se marchaban, encogiéndose de hombros. Y el trabajo, interrumpido por unos instantes, se reanudaba.
A lo lejos, de vez en cuando, y sólo cuando la dirección del viento lo permitía, se escuchaba el estruendo de un gran árbol al caer y, bajo los propios pies, se intentaba adivinar la sacudida que producía. Más cerca, el sordo apisonar de los terraplenadores. Y gritos siempre, los hombres que se llamaban, los silbidos para avisar la pausa o las horas de las comidas, que se hacían en común. Algunas riñas también, sin gravedad alguna, las canciones de los hombres, la noche, las hogueras y los ladridos de perros salidos nadie sabía de dónde.
Delambre estaba en todas partes. Le solicitaban continuamente, no se hurtaba a aquella laboriosa atmósfera. Los primeros días se había sentido desconcertado: ¡aquel trabajo era tan distinto del precedente! A decir verdad, era incluso opuesto. Fue duro pasar de la medición de los ángulos al cálculo de los lados.
Se acabaron las escalas y las escaleras, se acabaron las iglesias y las torres. Todo el día a ras de suelo, con la nariz en el polvo. Se acabaron las cumbres y el aire de las alturas, se acabó el silencio, se acabaron los espacios abiertos. En aquel bosque, a menos de colocarse de lleno en la abertura, estaba siempre rodeado de cosas. Nostalgia del silencio y de las pausas, de aquellos momentos en los que podía creerse dueño del tiempo… Qué diferencia, en verdad, entre las líneas virtuales trazadas en el cielo, que devoraban la distancia entre dos campanarios, y aquel trazo de madera, tan tangible, anclado en la tierra, donde cada paso exigía su ración de esfuerzo.
Inspeccionando aquel trabajo inmenso, Delambre hubiera podido sentirse responsable de trabajos públicos, un Vauban-de-los-bosques. De no ser por sus inclinaciones pacíficas, se hubiera creído un general en plena campaña: primero, los leñadores; a continuación los terraplenadores, luego los carpinteros y llegaban, por fin, los «hombres de la medición». ¿Quiénes eran éstos? Laplace, Delambre, Bellet, el agrimensor y un muchacho llamado Leblanc-Pommard, que había llegado con Delambre. ¡Buen equipo! Aparentemente incompleto puesto que la víspera del día en que comenzaron las mediciones, la Comisión envió a alguien para reforzarlo: ¡Tranchot! Calurosamente recibido, se puso de inmediato manos a la obra. Examinando, a hurtadillas, a su homólogo, a Bellet le pareció fuerte, sólido y trabajador. Delambre tendría pues dos ayudantes. En cuanto le vio por allí, el agrimensor acudió para hacerle un montón de preguntas sobre Méchain, a las que Tranchot respondió de modo evasivo.
Tras su disputa con Méchain, Tranchot había regresado a París. Aceptando la sugerencia de Delambre, la Comisión le había ofrecido participar en las obras de la base. Había aceptado enseguida.
Con él llegaron las reglas. Eran de platino, numeradas de uno a cuatro. Borda y Lenoir habían imaginado el siguiente mecanismo: incrustada en el extremo de cada regla, una pequeña hoja de latón desempeñaba el papel de un termómetro metálico de gran sensibilidad, que permitía calcular la dilatación del metal producida por las eventuales fluctuaciones de la temperatura. Porque el instrumento con el que se mide no debe fluctuar durante la medición. O, si fluctúa, es necesario ser capaz de saber cuánto. Todo estaba por fin listo.
A Laplace le correspondió el honor de colocar la primera regla. Ayudado por Bellet, la puso plana sobre lo construido, ajustando al microscopio las graduaciones. Y se inició la danza: Delambre colocó la segunda regla, lo hizo luego Tranchot, luego Leblanc-Pommard, etc. Más de noventa reglas, colocadas una tras otra, durante el día, y haciendo siempre una marca para conservar la señal.
Etienne advirtió las prolijas precauciones: las reglas no eran colocadas, una tras otra, en contacto. De haberlo hecho así, cualquier choque accidental contra una de ellas hubiera producido un choque similar en la siguiente, que se habría desplazado, y todo se habría ido al garete. Para impedirlo habían decidido dejar entre dos reglas consecutivas un intervalo que se medía, luego, con una lengüeta.
Otra precaución fue cubrir la construcción con un pequeño techo que permitiera poner las reglas a cubierto del sol o de la lluvia. Por la noche se dejaban allí, custodiadas por centinelas que velaban para que no fueran desplazadas.
Y se reanudaba el trabajo, que era interminable y monótono. Cierta noche estuvieron más cerca de Lieusaint que de Melun: habían pasado de la mitad. Siempre con la misma lacerante preocupación: hacerlo llano y en línea recta. El aparato de nivel y las miras. Estas estaban constituidas por pequeñas puntas metálicas plantadas en el techo del armazón, en hilera. Se había acabado el antiguo cordel, utilizado en las precedentes expediciones, línea material sujeta a todas las distorsiones; ahora lo sustituía el irreprochable radio visual.
Un día hizo tanto viento que dudaron de la exactitud de la cuenta. Al día siguiente repitieron la medición y obtuvieron exactamente el mismo resultado. Aquella prueba involuntaria alegró al equipo y disipó la inquietud, seguros como estaban ahora de la calidad de su trabajo.
Llovió durante tres días seguidos; imposible hacer nada. Luego el sol volvió a salir y secó el terreno, las tiendas y a los hombres.
Al comienzo, ignorando Lieusaint, sólo pensaban en alejarse de Melun; ahora, olvidando Melun, sólo pensaban en acercarse a Lieusaint. Cada vez que terminaban con una regla e iban a colocar la siguiente, Bellet o Tranchot o Leblanc-Pommard, de acuerdo con un rito bien establecido, anunciaba con voz tan fuerte como podía la cifra que contabilizaba el número de reglas colocadas desde la mañana. Así, cada siete u ocho minutos, una voz acompasaba el tiempo. Verdadero reloj humano que marcaba el trabajo realizado y el trayecto que se había pellizcado. Con la costumbre, según el número gritado, todos ellos podían calcular la hora del día. Si no se oía durante diez minutos, todos levantaban la cabeza, inquietos. Cuando la voz reanudaba la cuenta, las cabezas se inclinaban: había concluido el incidente.
Cierto día, mientras Tranchot y el agrimensor formaban equipo, se miraron de pronto tras haber pensado lo mismo: el hombre que dirigía el juego en la posada de Tuchan, la partida de lotería y los números gritados. Se acordaron de todo, del cabo gigantesco y cojo, de Méchain, de Gustave. Tranchot preguntó por él. Después de Italia, Gustave había pasado por su pueblo, sólo dos días antes de embarcar hacia Oriente, hacia Egipto. Desde entonces, nada.
Era el trigésimo octavo día. Todos estaban allí, carpinteros, leñadores, terraplenadores, Eüenne, Tranchot, Laplace, el joven Leblanc-Pommard y su señora madre, llegada para la ocasión. Se hizo el silencio, Delambre avanzó y depositó la regla sobre la estructura. Era la que hacía tres mil treinta y ocho. ¡Habían llegado a Lieusaint! Mientras decenas de gorras se elevaban por los aires y salían las botellas de vino para festejar el acontecimiento, Delambre pensaba ya en comenzar, inmediatamente, en sentido contrario. Miedo al error, deseo de verificación, obsesión por ser preciso.
El día fue especialmente agradable y el astrónomo conversó largo rato con la señora Leblanc-Pommard.
Se desmontó la estructura, se vendió la madera, se despidió a los obreros. Muy pronto no quedaría nada de su paso; la hierba volvería a crecer y el bosque, con todo derecho, volvería a invadir los arpendes que le habían arrebatado por algún tiempo. A menos que, debido a la costumbre, el recorrido trazado se transformara en camino de paso o avenida para la equitación.
Delambre viajó con Leblanc-Pommard. Un verdadero afecto comenzaba a unirle a aquel joven que era ya algo más que un ayudante, más que un amigo: una especie de hijo adoptivo. Delambre pensó en Méchain. Era extraño, de todos modos: ahí estaban ambos, quincuagenarios ya, soltero el uno, separado el otro de su familia desde hacía años. Y cada uno por su lado sentía, casi al mismo tiempo, la necesidad de encontrar una especie de hijo adoptivo.
Para Méchain, era Agoustenc, un joven campesino de Corbières, fuerte, sincero, franco; para Delambre, Leblanc-Pommard, un joven burgués, simpático, afectuoso y lleno de ardor.
La señora Leblanc-Pommard, a la que Delambre había visto ya varias veces, era una mujer muy hermosa, exquisita sin ser preciosa, elegante sin ser coqueta, reservada sin afectación, no demasiado joven y maravillosamente cultivada. Lo tenía todo para gustar al viejo solterón. No se trataba de convertirla en su amante, ella tampoco lo hubiera aceptado. ¿Una esposa, entonces? Para ello hubiera sido necesario que fuese viuda. ¡No lo era! ¿Era ésta razón para no amar, para no aguardar, para no esperar…? ¿Era imaginable que el astrónomo, como un perro joven, forzara las cosas, forzara a la dama? En sus campanarios había aprendido a tener paciencia. Por espesas que fueran las nubes, siempre se habían disipado, descubriendo en un cielo limpio la esperada señal.