9
La berlina de Méchain se había puesto de nuevo en camino hacia los Pirineos. Del lado derecho, en el flanco de la portezuela, la pintura se había desportillado y, en algún lugar, aparecía la madera desnuda. El astrónomo se había separado de María, del doctor Salva y de su incansable bomba hidráulica, dejando a sus espaldas la hermosa propiedad catalana donde tan cerca de la muerte había estado. Seis meses inactivo, hervía de impaciencia. Reanudar las mediciones era el único modo de vencer aquella angustia que no dejaba de acosarle. ¿Tendría fuerzas para llevar hasta el fin la expedición? Comenzaba a ser urgente demostrárselo a los miembros de la Comisión.
Así pues, a mediados del 93, fue posible asistir a una escena sorprendente: a dos pasos de la frontera, flanqueada por una pareja de mulos albardados, una silla calzada en la roca. En la silla, protegido por un ancho sombrero, un hombre con el brazo vendado, inclinado ante un aparato calzado también en la roca, mantenía el ojo pegado a un catalejo que otro hombre manejaba de acuerdo con sus instrucciones.
Aquella escena campestre hubiera podido estar sumida en el silencio pacificado de las cumbres; tenía lugar entre el estruendo de la metralla que estallaba por debajo. ¡La guerra! Los combates se habían concentrado en Bellegarde, duramente atacada por las tropas españolas al mando de don Ricardos. Las excelentes relaciones que éste mantenía con Méchain habían permitido al astrónomo y a su ayudante dirigirse a una zona que les estaba prohibida a todos los demás.
Méchain había recuperado, es cierto, parte de sus fuerzas pero, a pesar de los numerosos baños tomados en Caldes, una estación termal cercana, su brazo derecho seguía paralizado. Las cumbres eran muy altas, las pendientes muy abruptas y los caminos muy peligrosos… Tranchot habría podido efectuar las mediciones sin ayuda del astrónomo, era lo bastante competente, y Méchain habría podido delegar, de momento, sus funciones en su ayudante. Pero Méchain era el jefe de la expedición, lo que significaba que tenía, eso estimaba él, la entera responsabilidad y, aunque su presencia retrasara las operaciones, nada se haría sin él. Un navío no se hace a la mar en ausencia del comandante. González, el marino, lo hubiera comprendido, aquel González que combatía, sin duda, muy cerca de allí. Lo que, según decía Méchain, el capitán habría comprendido, el geógrafo lo aceptó con menos facilidad. De hecho, se sentía dolido de que Méchain no confiara en él.
Confiara o no, lo cierto es que, algunos días, Méchain se veía obligado a permanecer atracado. Pese a su valor —y su tozudez— no siempre tenía fuerzas para montar en el mulo que debía llevarle a los lugares de observación. Aquellos días, con la cabeza atenazada por una horrenda jaqueca, se acurrucaba, pálido, irreconocible, presa de un dolor que le vaciaba. Pero al día siguiente estaba de nuevo dispuesto a partir.
Pronto sólo quedaron por efectuar las últimas mediciones que conectaban las estaciones españolas con las francesas. Un trabajo de algunas semanas, como máximo, que exigía, sin embargo, frecuentes pasos a Francia. Partieron hacia la montaña; por el camino, un jinete alcanzó la berlina, llevando un mensaje: Ricardos le prohibía cruzar la frontera. ¡Los dos franceses estaban bloqueados en España!
Méchain corrió hacia el cuartel general donde Ricardos le tranquilizó. La prohibición duraría poco, aseguró: una semana más y Perpiñán sería invadida, los Pirineos no serían ya una frontera.
Todo dependía de Bellegarde. Si el fuerte caía, sería el fin de Perpiñán. Directamente colocada bajo el fuego de los cañones españoles, la ciudad no tendría ya medios para resistir. Ricardos lo sabía, los generales franceses también. El primero lanzó todas sus tropas contra el fuerte, los segundos enviaron a todos los hombres disponibles que les quedaban: el batallón de nanteses, enviado a Perpiñán con la hermosa bandera nueva ofrecida por la Convención. Bellegarde se convirtió en un símbolo. Pese a los repetidos asaltos y al incesante martilleo de las baterías españolas, la fortaleza resistió.
Cierta mañana, Méchain se había quedado en el campamento del valle, agotado, presa de uno de aquellos ataques de jaqueca que le destrozaban a menudo. Había visto, con amargura, cómo su ayudante partía solo hacia la «infranqueable» frontera. ¿Por dónde pasaba, con exactitud, esa frontera? Resultaba difícil decirlo aunque, como Tranchot, se fuera un excelente geógrafo. Tanto más cuanto, de su pretendida ignorancia, éste esperaba obtener ciertas ventajas. Digamos que, arrastrado por sus mediciones, pico tras pico, pasó la línea simbólica sin advertirlo.
Pese a la dificultad del terreno, avanzaba con rapidez, deteniéndose de vez en cuando, estudiando las cumbres, cotejando el mapa, tomando algunas notas y siguiendo adelante. Sufría en una pendiente cuando una orden restalló tras él. En el lindero del bosque, confundiéndose con los árboles, algunos hombres le apuntaban. Se le cayeron los gemelos, intentó recuperarlos pero un aullido le petrificó. ¿Españoles o franceses? Imposible saberlo. Vestidos con ropas medio civiles y medio militares, se acercaron hablando en catalán. Tranchot quiso explicarse. Todo quedó claro a las primeras palabras: le habían creído español, pero era un francés.
—¡Traidor de mierda! ¡Emigrado hijo de puta! —gritaron cayendo sobre él—. Atado, amordazado, le llevaron con ellos sin muchos miramientos.
Era un grupo de migueletes, cuerpo de francotiradores que Carnot acababa de crear a su reciente paso por la región. Montañeros eméritos, todos de la región, republicanos convencidos, recorrían la montaña para acosar a los españoles y cazar a los emigrantes.
El sonido de la metralla no había cesado en todo el día, bajando por los valles, multiplicado por el eco, furor de los hombres y violencia de la naturaleza entremezclados; hubiérase dicho una terrible tempestad mantenida a distancia, como una amenaza suspendida que hacía temblar a los migueletes. Al caer la noche, la metralla recrudeció; los hombres se inmovilizaron, inquietos. Tomando los gemelos de Tranchot, uno de ellos los dirigió hacia Bellegarde.
Los muros habían sufrido terriblemente; en ciertos lugares ofrecían, sin embargo, una resistencia invencible. Agotado como un animal acosado por la jauría, dañado de frente y al bies, con los contrafuertes minados por los artificieros, el edificio estaba en las últimas. Pero, desafiante, resistía.
Tras los muros, para poblar aquella resistencia, sólo había un puñado de hombres. Una hora antes, Ricardos les había ofrecido la rendición con honores. Oficiales y soldados habían votado: el ofrecimiento había sido rechazado.
En un saliente de las murallas se han emboscado cuatro voluntarios, sus cuerpos se pegan a la pared. Cuatro fusiles tras una cresta de morrillos destrozada por la metralla. La preparación artillera española ha terminado. El silencio es terrible. Se adivina, abajo, la masa de los asaltantes atrincherados en las rocas. Un poco más lejos, el cementerio del fuerte. Al unísono, los voluntarios comienzan a disparar.
En el estruendo de la batalla, el cabo, un gigante, se dirige a sus hombres.
—¡Eh, muchachos! Según vosotros, ¿qué es lo que más necesitamos?
—Refuerzos —ruge uno.
—¡Rancho y municiones! —aúlla otro.
—Hummm… —balbucea un tercero.
—¡Apresúrate! —se impacienta el cabo.
—¡Mujeres!
—Nada de eso, muchachos. Lo que más necesitamos son cantantes profesionales —suelta el caporal con una enorme carcajada. Sus hombres le miran, incrédulos, sonríen y, de pronto, se carcajean también. Durante unos instantes, por encima de la muralla, los cuatro cañones mortíferos danzan sobre la piedra y, por el tiempo de una ráfaga, las armas se vuelven inofensivas. La risa de uno se transforma en el comienzo de un estribillo que el segundo recoge al vuelo; cantan hasta desgañitarse. Como si fueran posesos, aúllan la melodía de una canción de taberna; una especie de felicidad trágica se ha apoderado de ellos. Cada uno lo prueba en una voz, uno intenta el contralto, otro el bajo, el tercero el barítono y el cabo se encarga del tenor. ¡Llega el asalto!
—¡Estamos jodidos! —grita el que necesitaba mujeres.
—Cierra la boca y canta —aúlla el cabo.
—Si cierro la boca no puedo cantar, jefe.
—¡Mierda! ¡Canta y dispara, canta y dispara! —martillea el cabo, que se yergue por encima de sus hombres. Un relámpago, se derrumba con la última palabra acallada por una bala. El canto cesa. Los tres voluntarios miran a su jefe, caído sobre la muralla, de espaldas al cielo. Luego, uno de ellos, vacilante, con la voz estoqueada por la emoción, reanuda suavemente el canto. El segundo se le une. Y luego el tercero.
Los migueletes no se habían movido. El que miraba con los gemelos se lo había relatado todo a los demás. Tranchot, atado en el suelo, lo había oído todo. Mancillando el azur, una nube de humo se levantó por encima del fuerte, como dando la señal para un continuo rugido que bajó por el valle como un alud. De pronto, todo cesó. Un pesado velo cubrió la montaña. Luego fue el silencio, más terrible aún. Los migueletes agacharon la cabeza. Para aliviarse, uno de ellos golpeó en los riñones al «traidor». Tranchot se rebeló, recibió una nueva tunda y no protestó ya.
El grupo reanudó la marcha. Al otro lado de la cresta comenzaba el Vallespir, temible valle por donde pululaban monárquicos y curas refractarios; era imposible desalojarles de allí. El jefe impuso silencio, los migueletes aguzaron su atención. Aparecieron, por fin, las luces de la ciudad.
Reinaba en Perpiñán una atmósfera pesada. Reunida en la plaza, la población aguardaba por su propia iniciativa, sin que nadie la hubiese convocado. Antes de que abriera la boca, todos supieron lo que Llucia iba a anunciarles: ¡Béllegarde había caído! ¡Treinta y un días! El fuerte había resistido más de lo que nadie se había atrevido a esperar. Llucia sintió que la oscura masa de sus conciudadanos se soldaba. Sin poder distinguir rostro alguno, sabía que todos estaban allí, adivinando en la noche su presencia; los de Estagel y de Corneilla, los de Vernet también.
Las familias regresaron a sus casas, desfilando en silencio. El ayuntamiento se vació; el gran edificio pareció adormecerse. Llucia regresó a su despacho. Por la ventana abierta le llegaba un largo susurro. ¡Hermosas noches catalanas! En la plaza, unos hombres vivaqueaban, algunos dormían, otros hablaban en voz baja, civiles y militares mezclados. Antes de que se levantara el día partirían a orillas del Ter, donde iba a decidirse la suerte de la ciudad, y la del Rosellón.
Nunca la ciudad había estado tan silenciosa. Sólo entonces advirtió Llucia que la montaña había vuelto a enmudecer, amordazando Bellegarde. Pensó en todos aquellos voluntarios, nanteses en su mayoría, llegados cinco semanas antes y ahora muertos, heridos o prisioneros. Les había recibido allí mismo; ¡fue una hermosa fiesta! Las lágrimas brotaron de sus ojos, lágrimas de tristeza, de revuelta. ¡La República no tenía un año aún e iba a perecer! Nantes sitiada y los de la Vendée apoderándose de Saumur, los monárquicos ocupando Angers y Toulon, y el bloqueo inglés que asfixiaba el país, congelaba los puertos, y Toulon, ofrecido por los «franceses» a la corona inglesa, y Valenciènnes capitulando; Calvados y el Bordelais rebelándose contra París. Y lo peor, lo que destrozaba el corazón, era aquella guerra civil entre republicanos. Aunque próximo a los girondinos, Llucia había procurado por todos los medios que nada de aquello sucediera en su ciudad. Se sentó con tristeza, tomó una hoja con el membrete de Perpiñán.
Entre los nuevos elegidos que, en todo el país, comenzaban a asentar la autoridad de la República, se creaba una joven solidaridad. Las asambleas de distrito, de departamentos, de ciudades, las administraciones mantenían una correspondencia directa. Se comunicaban transversalmente, prescindiendo de la desbordada París, transmitiéndose directamente informaciones, prestándose socorro, si era necesario. Pero se escribían, sobre todo, porque sentían una terrible necesidad de saberse unidas y advertir que actuaban movidas por el mismo ideal.
«A los funcionarios municipales de Nantes.
»Felicito a la ciudad de Nantes por haber producido tan gran número de ciudadanos dignos del agradecimiento público, escribió Llucia. Les habíamos confiado la llave de los Pirineos, la han defendido hasta el límite de sus fuerzas. Intrépidos en el mayor peligro, muchos han preferido enterrarse bajo las ruinas del fuerte antes que capitular.
»Aunque separados por más de doscientas leguas, nuestras almas se tocan, nuestros sentimientos se confunden; vuestros hijos, bravos nanteses, encontrarán en cada una de nuestras familias consoladores, amigos, vengadores».
Se escuchó un gran estruendo en el pasillo: traían un grupo de prisioneros. Uno de ellos, más vehemente que los demás, aullaba que se estaba cometiendo un error, exigía hablar con el alcalde. Llucia, furioso, abrió la puerta de su despacho. El prisionero, sujetado por dos migueletes, se debatía como un diablo. Llucia se acercó reconociendo de inmediato a Tranchot.
A la mañana siguiente, Llucia facilitó a Tranchot los medios para regresar a España, donde se reunió con Méchain.
Perpiñán no cayó y Ricardos fue despojado de la victoria que se daba por supuesta. La guerra se prolongó.
La situación de los sabios franceses se hizo difícil. Les prohibieron una vez más regresar a Francia, y siempre por las mismas razones: los conocimientos topográficos adquiridos durante sus recorridos por los Pirineos podían ser utilizados contra España. Se les autorizó, sin embargo, a elegir su lugar de residencia. Méchain optó por Barcelona, con el fin de acercarse al fuerte de Montjuïc donde, el año anterior, había realizado las mediciones de latitud de la ciudad.
El fuerte se había convertido en uno de los lugares más inaccesibles y vigilados de Cataluña. Ni en sueños podría Méchain penetrar en él. «El mal fario me persigue», decía a quien quisiera escucharle.
¿Qué hacer en aquellas largas jornadas? Tranchot descubrió una pequeña posada en plena ciudad, la Fontana de Oro. No es que fuera muy atractiva por el lecho ni por el cubierto pero ¡oh ventura!, la coronaba una despejada terraza desde la que se gozaba de una vista pasmosamente extensa. Méchain se apresuró a instalar allí sus instrumentos.
El verano del 93 fue uno de los más tórridos que el siglo hubiera conocido. Dejamos a Delambre en la clemencia de junio, le recuperamos en la canícula de agosto. En tan corto lapso de tiempo, Francia se había dotado de una Constitución y un metro provisional.
Delambre estaba todavía en los alrededores de Amiens, entre el Somme y el Oise. En cada pueblo se celebraban reuniones. Delambre y Bellet eran calurosamente recibidos, sobre todo cuando se sabía que trabajaban por la grandeza de la República. Les reconocieron varias veces. En aquellas mismas aldeas, y a veces por las mismas gentes, habían sido detenidos pocos meses antes. Saludaban su berlina y seguían extrañándose ante su extraño cofre trasero.
En todas partes se preparaban para la gran Fiesta de la Federación. Una inmensa pirámide se había formado por todo el país. De Mailli a Bayonvilliers, de Vignacourt a Sourdon, de la más humilde aldea del Oise a la capital del departamento, se reunían asambleas para designar a quienes tendrían el honor de representarles. Era, sin embargo, la plena estación, cuando ni un solo brazo, ni una sola hora debían ser apartados del trabajo de los campos. Llenos de alegría, supieron robar a la tierra brazos y tiempo. Y es que cada cual esperaba ser uno de los elegidos que iría a París para festejar «la unión, la unidad y la indivisibilidad francesa».
La fiesta se celebraría en el aniversario de la toma de las Tullerías, el 10 de agosto. ¡Un año ya!, pensó Delambre. Estábamos en Dammartin, a veinte leguas de allí, y acabábamos de comenzar. Ni él ni su ayudante fueron a París, pero supieron todo lo que allí había ocurrido. En Vexin y en Beauvaisis se habló mucho tiempo de los ochenta y seis delegados de los departamentos que marchaban juntos, llevando un ramillete de espigas de trigo y frutos entremezclados. ¡Y qué decir del orgullo de los aldeanos cuando supieron que a la cabeza del cortejo iba un arado en el que se sentaban un anciano campesino y su esposa! «Eso es bueno para los hombres del campo», había soltado un jornalero, con el rostro caramelizado por el sol de agosto.
Unos días más tarde, entre Englemont y Mailli, Delambre recibió una carta de Lavoisier anunciándole que las academias quedaban suprimidas. Delambre lo esperaba. ¿Cómo podía subsistir semejante institución cuando todo a su alrededor cambiaba?
Ya en los primeros días de la Revolución, Mirabeau sospechaba del afecto de los académicos por las nuevas ideas. «Acepto de buena gana, decía, que en estos momentos de crisis las Academias demuestran mucho patriotismo, pero no contemos demasiado con tan felices disposiciones, y tal vez algún día veamos, en esa misma Academia, a filósofos arrepentidos escribiendo o hablando con indecencia contra la Revolución». Marat era menos dubitativo aún. «Por el bien de las ciencias y de las letras, es importante que no existan ya en Francia cuerpos académicos, pero es importante que se aliente a quienes cultivan las letras y las ciencias». Por lo que se refiere al abate Grégoire, miembro del Comité de instrucción, no se andaba con chiquitas: ¡proclamaba que era preciso derribar los sillones de aquella institución parásita!
Habiendo sido Delambre elegido en febrero del 92, y puesto que nadie lo fue tras él, no pudo evitar pensar en el título que iba a llevar a partir de aquel momento: el último académico. Respondió a Lavoisier, a vuelta de correo, que le parecía imposible que la Convención quisiera destruir sin remedio un establecimiento que tanto honor había hecho a Francia. «Sin duda, precisaba, se ha querido regenerarla y tal vez las ciencias y los sabios tengan que celebrar el cambio que se tiene la intención de hacer. Sea como sea, este acontecimiento, lejos de entibiar mi celo, sólo le dará una mayor actividad».
Al cerrar la carta, Delambre vio, de pronto, la jeta del sans-culotte de Lagny gritándole: «Cademia, cademia, ¡ya no hay cademia!».
Como Delambre había escrito a Lavoisier, la supresión de las academias no había tenido como objetivo marginar a los sabios considerados subversivos por el nuevo orden, ni tampoco había producido el efecto de detener el trabajo del pensamiento. Muy al contrario, existía una verdadera bulimia de saber, tanto del que tenía la pátina de los siglos como de los conocimientos recién adquiridos, como el telégrafo de los hermanos Chappe, los globos de los hermanos Montgolfier, la química de Lavoisier, etc. Rousseau, Voltaire, el abate Condillac y Hobbes, Grecia y la antigua Roma, los pensadores primigenios de la democracia…
Y la cosa no era pura forma literaria o una simple figura retórica. Nunca, para crear lo nuevo, se había recurrido tanto al nutricio entendimiento de los hombres del pasado. Y si se consideraban los primeros en «realizar», también asumían con igual orgullo su dependencia de una larga estela de la historia. Eran fundadores, pero tenían padres. Para quienes tenían Francia a su cargo, el saber era algo precioso. Bastaba con contabilizar las innumerables sesiones dedicadas por las sucesivas asambleas a elaborar un nuevo sistema de enseñanza para convencerse de ello. Amaban la razón, era la voz del progreso.
Las ciencias, sobre todo, no eran en absoluto sospechosas. Recuérdese que, entre los convencionales, estaban Fourcroy, un químico; Monge, un geómetra; Romme, un matemático. Sin mencionar a quienes carecían de grado, como un diputado del Mont-Blanc, Marcoz, profesor de matemáticas en Chambéry. Algunos, que conocían las carencias del país en materia técnica, solicitaban a los sabios que trabajaran para la República.
La entrada, a mediados de agosto, en el Comité de salvación pública de Carnot y Prieur de la Côte-d’Or, dos personalidades de la Montaña que sentían pasión por la ciencia, sólo podía reforzar esta tendencia. Oficial de ingenieros, como su colega Carnot, Prieur de la Côte-d’Or se había entusiasmado, desde el comienzo de la Revolución, por los problemas de las medidas, multiplicando sus intervenciones a este respecto. Era pues natural que entrase en la comisión temporal recién creada.
¿Y el «metro provisional»? ¡Se habían apresurado tanto que habían marrado el golpe! En el decreto que establecía las características de la nueva unidad se habían cometido un montón de errores. Faltas tipográficas o, más grave aún, inexactitudes en los cálculos. Los redactores del decreto, usuarios novicios del sistema decimal, se había hecho un lío con la colocación de las comas. En alguien que pretendía fijar una nueva medida presentada como el no va más de la precisión, la cosa hacía mal efecto. Centenares de ejemplares del nuevo decreto, enviados ya a toda la República, tuvieron que ser recuperados urgentemente y echados a la papelera. ¡Mal comienzo! La historia diría que el primer metro no sólo fue provisional sino también erróneo. Cuando Delambre supo los infortunios de la apresurada medida, saboreó en silencio una venganza que él mismo consideró algo mezquina.
Tras los decretos, los objetos. Una vez más se utilizó el talento organizativo de Lavoisier. Hacía ya meses que intentaba echar mano a todo el platino que encontraba. En cuanto le hablaban de unas onzas, enviaba a uno de sus colaboradores, salvo si se desplazaba en persona, para negociar la compra al menor precio posible. Pacientemente, había acabado reuniendo una buena cantidad de ese metal tan precioso, procedente de las Américas. Ahora, Lavoisier podía presumir de tener reservas bastantes para fundir los patrones principales, los del metro y el kilogramo.
Por lo que se refiere a las decenas de ejemplares de las unidades provisionales que era preciso mandar sin tardanza a los departamentos, era preciso encontrar hombres capaces de moldearlas, carpinteros, mecánicos y fundidores, gentes de oficio todos ellos. ¡Era el peor momento! La leva en masa, decretada pocos días antes, enviaba a la frontera a todos los ciudadanos válidos. ¡Más de un millón de hombres! Lavoisier debía pelearse para conservar a los pocos artesanos que conseguía encontrar: el ejército los quería a todos.
Se necesitaba cobre; ¡pero encontradlo cuando todos los arsenales estaban vacíos y ni siquiera había para fundir armas! Entre cañones y patrones, la competencia resultaba difícil. Naturalmente, deseaban que ambos se hicieran juntos; naturalmente, deseaban que las armas de la guerra y las de la paz no compitiesen. Naturalmente, deseaban, a la vez, derrotar a los enemigos de la libertad y perfeccionar los útiles que aseguraran la perennidad. ¡Deseaban HACERLO TODO!
Actividad insaciable, para destruir y para construir; increíble ubicuidad de aquella Convención que quería luchar en todos los frentes. Como si, sabiéndose accidente de la historia, paréntesis en el curso normal de las cosas, se sintiera aterrorizada ante la urgencia y la infinitud del mundo que debía fundar. Separar las mandíbulas que querían atraparla y, en el espacio arrebatado a la venganza de las viejas fuerzas, instaurar, instituir, inventar. Crear, crear tanto que, fuera cual fuese la rabia de los futuros restauradores, estuviera por encima de sus fuerzas aniquilarlo todo. A medida que se declaraba un nuevo enemigo, que se abría un nuevo frente, la Convención, inmediatamente, tenía que moldearse un nuevo brazo e, inmediatamente, éste debía ser lo bastante vigoroso como para oponerse a la invasión. Mantener a distancia al enemigo; ganar tiempo, ¡LIBERTAD O MUERTE!
Convención con dos rostros: el Comité de instrucción y el de la guerra, ebrios de labor, el uno moldeando el presente, el otro elaborando el futuro. Juntos, se dirigieron a los artesanos reunidos para la confección de los nuevos patrones:
«Mientras el valor haga resonar el hierro y el bronce en la cadena de la victoria, los metales y la madera, dóciles en vuestros talleres a los esfuerzos de vuestra industria, aprenderán de vosotros a contribuir, de otro modo, al esplendor del nombre francés».
¿Dónde encontrar cobre? Ese cobre que entraba, en más del noventa por ciento, en la composición del metal con el que se hacían las bocas de fuego. ¿Dónde encontrar cobre? En Inglaterra, en Rusia, en Suecia; es decir, en dos países enemigos y en otro con el que, a causa del bloqueo, se había interrumpido cualquier comunicación.
¿Dónde encontrar salitre? ¡En la India! Caso concluido. Levantaron, con furor, los ojos al cielo; los inclinaron hacia el suelo con desesperación. Y hallaron la solución. Arriba estaba el cobre, abajo el salitre. Las campanas estaban llenas del primero, las bodegas rezumaban el segundo.
Por desgracia, las campanas estaban hechas con una aleación de cobre y estaño, en proporciones distintas de las que entraban en la composición de los cañones. Fourcroy, el químico, encontró el modo de separar el uno del otro. Hablando de esta proeza técnica, uno de sus ayudantes gritó: «¡He aquí que Fourcroy desata lo que la Iglesia ató!».
Cierta mañana, Delambre, que se había instalado en el campanario de Bayonvilliers, recibió la inesperada visita de dos obreros provistos de cuerdas que comenzaron, sin ambages, a colocar poleas y levantar andamios. Estaba allí por las campanas. Tras haber apuntalado sólidamente su área de trabajo, uno de ellos, metiéndose bajo las faldas de bronce, soltó la correa de cuero que mantenía el badajo sujeto a la anilla. La campana, enmudecida, se dejó encordar. El primer cabo pasaba entra las asas y el martinete; el segundo, ciñendo la garganta, mantenía la campana como en brazos; el tercero, anudado a la anilla interior, corría por la panza hasta anudarse a las dos asas. Cuando Delambre vio que la gran masa silenciosa pasaba suavemente, bamboleándose, por la abertura del campanario, no pudo mantenerse indiferente.
En la puerta de la iglesia habían clavado un cartel: un decreto de la Convención nacional estableciendo que «sólo quedará una campana en cada parroquia». Rodeada por tres hermanas, la campana descansaba en un carro tirado por dos yuntas de bueyes. Uno de los obreros explicaba a Bellet que, sólo en aquel distrito, las campanas descolgadas habían proporcionado ya 30.000 libras de metal.
—Bastante para fundir dos baterías del 18… o una del 24 y dos del 4.
Una mujer se dirigió al obrero:
—¿Por qué nos quitáis las campanas? ¡No tenéis derecho!
—Si no las descolgamos hoy para hacer armas, mañana doblarán por nosotros.
El carro se puso en marcha.
Y el salitre. En Bayonvilliers comenzaron a rascar todos los lugares húmedos, a limpiar los establos, las cuadras y las viejas mansiones. Mejor aún, acababan de descubrir que el agua de la colada lo contenía en abundancia. Entonces, cada lavadero se adornó con un llamamiento a las lavanderas: «Ciudadanas, también vosotras contribuiréis a la fabricación de salitre ofreciendo a la libertad las cenizas de vuestras coladas. Recoged con cuidado el agua de vuestras coladas para que sea transportada a los talleres patrióticos situados en la capital del distrito».
Bellet, que se disponía a dejar su ropa en uno de los lavaderos, se ganó esta respuesta de una hermosa lavandera:
—Déjala ya, ¿no ves que estoy lavando por la República?
El silencio se había extendido insidiosamente por la campiña; Delambre se dio cuenta de ello poco a poco. Al abandonar los campanarios, Cécile, Jézabel, Bernadette y Maraine —pues todas las campanas tenían un nombre bien visible, tatuado en el metal, a flor de pabellón— habían dejado un extraño vacío.
Trabajando constantemente entre cielo y tierra, Delambre había aguzado su sensibilidad a los ruidos de la campiña, a la densidad del aire, a la pureza de la atmósfera. Allí, en aquel agonizante otoño, entre las aldeas circundantes, el diálogo ancestral se había roto. Delambre efectuaba las mediciones con el espíritu involuntariamente tenso, aguardando una imprecisa grieta en el silencio. Ningún tañido daba ya profundidad al paisaje. Él, que tanto las había maldecido, comenzaba ahora a añorarlas. Cierta noche se sintió casi aliviado oyendo tocar a rebato la única campana que se había salvado. Para más de uno, aquella noche, la llamada de alarma estuvo teñida de nostalgia.
El silencio de la campiña contrastaba con el jaleo de las sesiones de la Comisión temporal de pesos y medidas, que solía reunirse en casa de Lavoisier, en el bulevar de la Madeleine. Clavado en la pared, un mapa de Francia cruzado verticalmente por un trazo que representaba el meridiano. Parecido al que Bellet había desplegado ante la muchedumbre en Saint-Denis, se veían, marcados a pluma, al norte, la progresión de Delambre desde Dunkerque hasta Montlhéry; al sur, la de Méchain, desde Barcelona hasta Bellegarde. Desde que Prieur de la Côte-d’Or había sido nombrado miembro de la comisión, los debates se habían hecho más animados. Y es que no se hablaba sólo de metros y miriámetros, de áreas y centiáreas: la política había hecho una ruidosa entrada. Prieur era un ferviente partidario de la Montaña, los demás miembros no lo eran en absoluto. Él era sólo un pequeño capitán de ingenieros, ellos estaban entre los mayores sabios de su tiempo. Se conocían desde muy antiguo. Unidos, algunos de ellos, por verdaderos vínculos de amistad nacidos en incesantes reuniones de trabajo en el seno de grupos de «expertos» nombrados por la academia para juzgar un descubrimiento u otro, formaban una «aristocracia» de la que Prieur se sintió inmediatamente excluido. Además, no hicieron esfuerzo alguno por acogerle entre ellos, tanto menos cuanto que representaba a la autoridad. Miembro del poderosísimo Comité de salvación pública, se sentaba cada día junto a Robespierre, Saint-Just, Couthon, Carnot y los demás y era uno de los diez hombres que gobernaban Francia.
Los enfrentamientos se multiplicaron, especialmente con Lavoisier que, en un tono algo altanero, se complacía malignamente en molestarle. Prieur, al que no le gustaba aquel hombre poderoso del Antiguo Régimen, se lo devolvía con creces. Pese a ello, y pese a las ausencias de algunos miembros, la Comisión encargada de hacer efectivas las mediciones temporales hizo un considerable trabajo.
Cassini estaba ausente por monárquico, Condorcet por girondino; ¿por qué lo estaba Méchain? Tras el prematuro anuncio de su muerte se aguardaba su restablecimiento para estudiar la continuidad de la expedición. En cuanto a Delambre, tras haber concluido todos los triángulos al norte de París, acababa de llegar a Chapelle-Egalité donde, un año antes, el invierno había interrumpido sus mediciones.
La región estaba cubierta de bosques. Todo el mundo sabe que en la sombría espesura proliferan los misterios; zambullida en la niebla y cubierta de nieve, en la espesura se traman, necesariamente, las más infames conspiraciones. Los aldeanos estaban convencidos de ello, en especial los de La Cour-Dieu, lo que le supuso a Delambre vivir ciertas peripecias que se apresuró a contar a Lavoisier, muy aficionado a las aventuras. «Nuestros movimientos por el bosque nos hicieron sospechosos, le escribió. Fuimos denunciados al comité revolucionario de Boiscommun. Afirmaron que habían visto en La Cour-Dieu a tres o cuatrocientos bandidos que hacían construir andamios y abrir agujeros en el campanario. No cabía duda de que estaban reconociendo el terreno en favor de una nueva Vendée. Por lo tanto, habían solicitado quinientos o seiscientos hombres para reducirnos». Mientras narraba su historia, Delambre seguía riéndose al recordar la contrariedad de la tropa enviada a combatirles. A Lavoisier le gustaría.
A Lavoisier no le gustó. Cuando la carta de Delambre llegó al bulevar de la Madeleine, hacía cinco días que había sido encarcelado en Port-Libre, ex Port-Royal, transformado en prisión. Se había decidido hacer un gran proceso colectivo a los granjeros generales que, en la época monárquica, se encargaban de recaudar los impuestos. Los quería a todos, sólo tuvieron veintidós, entre ellos Lavoisier.
Borda envió de inmediato mensajeros a los miembros de la Comisión. ¿Cómo lograr que soltaran a Lavoisier? La Convención deseaba que se pusiera rápidamente en marcha la unificación de medidas. Era preciso demostrarle que el encarcelamiento de Lavoisier podía retrasar, de un modo apreciable, los trabajos. Borda propuso escribir una carta neutra, objetiva, técnica y, sobre todo, que no dejara adivinar solidaridad política alguna, pues perjudicaría el efecto deseado.
«Para proseguir numerosísimas verificaciones de patrones de toda clase de pesos y medidas», escribió Borda, «la presencia del ciudadano Lavoisier, uno de sus miembros, se le hace necesaria en razón de su particular talento para todo lo que exige precisión». Coulomb propuso que se pusiera de relieve que, en el campo de los pesos, Lavoisier era insustituible. Borda escribió: «Los trabajos que ha consagrado a la determinación de los pesos se han visto interrumpidos por su ausencia; un nuevo comisario se vería obligado a recomenzarlos por completo. Podemos afirmar que sería muy difícil sustituir al ciudadano Lavoisier en esta función». Concluyó afirmando: «Qué urgente resulta que el tal ciudadano pueda ser devuelto a los importantes trabajos interrumpidos por su ausencia».
Borda leyó la carta en voz alta y la firmó. Antes de tender la pluma a sus colegas, les recordó los riesgos que, firmando, correrían. La pluma pasó de mano en mano.
Cuando el Comité de salvación pública recibió la carta de la Comisión, llevaba seis firmas: Borda, Brisson, Coulomb, Delambre, Haüy y Laplace.