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En Borgoña y en Bordelais, en el cerro Montmartre, en Clamart-le-Vignoble y en las colinas catalanas, la vendimia estaba en su apogeo. Era el 5 de octubre de 1793 cuando el Sol se levantó, pero cuando se puso era el 14 de Vendimiario del año II.
La sustitución se había producido en el recinto de la Convención y fue un joven profesor de matemáticas, Gilbert Romme, diputado de la Montaña, el responsable de la pequeña revolución. Se había dirigido lentamente a la tribuna y tranquilo, como de costumbre, había declarado a sus algo sorprendidos colegas:
«Habéis emprendido una de las operaciones más importantes para el progreso de las Artes y del espíritu humano: hacer desaparecer la diversidad, la incoherencia y la inexactitud de los pesos y medidas.
»Las Artes y la Historia, para las que el tiempo es un elemento y un instrumento necesarios, os piden también nuevas medidas de duración, que se vean igualmente libres de los errores de la credulidad, de la rutina y de la superstición». Aquellas pocas palabras ponían fin, en las tierras de Francia, a cierto modo de contabilizar el tiempo.
Unas semanas antes, allí mismo, el diputado Barère había exclamado: «¡La Convención nacional debe contemplarse como encargada de la felicidad del mundo!». ¿Podía aquella nueva era ser balizada con los mismos mojones utilizados en los siglos de opresión? Así pues, tomándose en serio su voluntad de reiniciar el mundo, la Convención acababa de erigir un nuevo inicio de los Tiempos. Haciéndolo, indicaba a los hombres que vivían en aquella tierra y en aquel instante que eran contemporáneos de una fundación. Gigantesca tarea. ¡Revisarlo todo! ¡Reinterpretarlo todo! ¡Volverlo a medir todo! La Constituyente se había encargado del espacio; la Convención se encargó del tiempo. Para Delambre y Méchain la medición de las longitudes y del metro, para Romme la medición del tiempo y el nuevo calendario.
Romme se apoyó en dos zócalos: el sistema métrico decimal y la Naturaleza. La Naturaleza como legitimidad, el sistema decimal como efectividad. La medida del espacio se basaba en la propia Tierra, la medida del tiempo arraigaría en el curso de la Naturaleza. Y el sistema métrico decimal, que cuantificaba el uno, contabilizaría el otro. Un metro tenía cien centímetros, se quisieron meter cien minutos en la hora. Para ello, hubiera sido necesario fundir de nuevo todos los relojes, amputar cada torre y cada campanario de sus carillones. ¡Imposible!
Se ha hablado mucho de la guerra entre monárquicos y republicanos, de las luchas entre la Gironda y la Montaña, pero no se ha dicho ni una sola palabra del sordo combate que, en aquellos tiempos turbulentos, opuso a los partidarios del diez y los del doce —o, lo que es lo mismo, a los adeptos del cien y los fieles al sesenta—. Si quisiéramos personificar a los dos clanes, propondríamos a Laplace como partidario del cien y a Condorcet como celador del sesenta. Para mantener equilibrada la balanza, las horas conservaron sus sesenta minutos pero las semanas se alargaron a diez días.
Se quiso dar a los días el nombre de los grandes hombres de la libertad. La proposición fue rechazada porque se temió convertirles en ídolos. Delambre, presente en la sesión, recordó mucho tiempo una polémica que le encantó. A Romme, soltero empedernido que afirmaba ante la asamblea que el primer día del año sería «el día de los esposos», el diputado Albitte le soltó desde su escaño: «Todos los días son días de los esposos».
Había que nombrar el tiempo eterno, el tiempo de las estaciones y de la Naturaleza. Recurrieron a un poeta: ¿quién mejor que Fabre d’Eglantine, el autor de «Il pleut, il pleut bergère», para dar nombre a los meses? Para los de otoño, el sonido sería grave y la mesura media. Vendimiario, Brumario y Frimario; para el invierno, sonido pesado y mesura larga: Nivoso, Pluvioso, Ventoso; sonido alegre y mesura breve para la primavera: Germinal, Floréal, Prairial; para el verano, por fin, sonido sonoro y mesura larga: Messidor, Thermidor, Fructidor.
«Día nono, 14 de Nivoso del año III de la República». La sorpresa de Méchain fue enorme cuando descubrió esa fecha impresa en la cabecera del periódico que le acababa de llegar, tras meses de retraso. ¡Ya sólo faltaba eso! No bastaba con que París le hubiera dado dos círculos de Borda graduados en unidades distintas, sexagesimales unas, centesimales otras —lo que requería incesantes transcripciones—, ahora tendrían que acarrear un diccionario para traducir las antiguas fechas a las nuevas. Y para colmo, aquello implicaba efectuar retroactivamente aquellos cambios en los cuadernos de observaciones.
—Sin contar con la desaparición de los domingos —lloriqueó Tranchot, que no había ido a misa desde su primera comunión—. Salva dijo la última palabra advirtiendo que, fueran cuales fuesen los nombres utilizados, sólo habría una jornada de descanso cada diez días, lo que supondría una menos por mes. «Es extraño, de todos modos, que un gobierno revolucionario haga trabajar más al pueblo».
No había domingo alguno para Méchain y su ayudante, lanzados desde hacía poco a una operación de envergadura. ¿Que el norte les estaba prohibido? ¡Irían hacia el sur! ¿Que les impedían medir los triángulos al otro lado de los Pirineos, en territorio francés? ¡Los medirían a partir de Barcelona, en territorio español! Méchain tenía ahora la oportunidad de poner a prueba de hechos la prolongación de la medida del meridiano hasta las islas Baleares, secretamente acariciada hasta entonces.
La operación tenía el interés de medir, por primera vez, un meridiano independientemente del allanamiento de la Tierra: aprovechando la regularidad de la superficie del mar se conocería, por fin, un meridiano en su integridad. Esta parte de la medición sería la más brillante y más nueva de la operación… si París aceptaba ampliar la expedición.
Las autoridades españolas equiparon una corbeta. El navío estaba dispuesto para zarpar de Cartagena y llevar a los franceses a Mallorca. Concluyendo los preparativos, Méchain se lanzó a la aventura. Y lo hizo en el peor momento, en pleno invierno que, incluso en esa región, resulta poco favorable para las observaciones. Si caía un solo copo de nieve en aquellos parajes, lo haría en la más alta cumbre, precisamente donde el astrónomo estaba estableciendo sus señales. Destinada a otros transportes, la corbeta abandonó Cartagena.
Méchain se encontró en Barcelona, siempre con la prohibición de entrar en Francia. Aprovechó el obligado ocio para pasar a limpio las observaciones reunidas desde su partida. A medida que el trabajo avanzaba, iba imaginando el efecto que los documentos producirían cuando los descubriera la Comisión. La totalidad de los triángulos españoles, todos los cálculos efectuados, estaban ahí, en sus cuadernos. ¿Cuántas veces había repetido cada cálculo? Tenía que defender una doble reputación: la del perfecto observador y la del calculador de infatigable minucia.
Escribir no le resultaba fácil. Sinartrosis. La sufría, sobre todo, el hombro: el golpe lo había dejado petrificado, inútil como un pestillo ya sin juego. De ahí procedía esa rigidez que se propagaba a lo largo del brazo, inmovilizando a su paso las articulaciones.
A comienzos de verano, cuando había reanudado las observaciones, su brazo era de mármol, del omoplato a la punta de los dedos.
—Uno e indivisible —había soltado Tranchot para divertir a su compañero; a Méchain no le había gustado la broma. Luego, el Sol, el aire libre, el verano en suma, le habían resultado provechosos, pero sólo fueron decisivos los constantes esfuerzos que se había impuesto, obligándose a pequeños movimientos incesantes para impedir que el miembro cayera en la mortal pereza de la parálisis.
Listos los cuadernos, Méchain confeccionó un hermoso paquete en el que metió los documentos. Destinatario: Comisión de pesos y medidas, París.
Al día siguiente, el sabio fue llamado a la ciudadela. Salió pasmado, furioso, inquieto. Acababan de advertirle que si intentaba comunicar esta clase de informaciones, su correspondencia sería confiscada y él mismo sería detenido como sospechoso, a causa de las cifras y cantidades numéricas que figuraban en los cuadernos; ¡los consideraban secretos militares codificados!
Con su paquete en la mano, Méchain regresó tristemente a su habitación de la posada de la Fontana de Oro. Se apresuró a avisar a la comisión: «Si obtenemos libertad para abandonar el territorio español durante el mes de marzo, y siempre que se nos reciba en Francia, llegaremos hasta Bourges en julio y esta gran operación se habrá terminado en dos años, tras todos mis retrasos y mis accidentes». Sentado ante su pequeña mesa coja, se veía saltando por encima de los Pirineos, devorando leguas, superando las dificultades, remontando el curso del meridiano y llegando a Rodez. Luego, ya puestos a ello, dejando atrás la cita para roer, finalmente, la parte reservada a Delambre. ¡En cuatro meses! Méchain concluyó la carta con estas palabras: «Pero ¡ay!, ¿dónde estoy? Hablo como un hombre libre de entregarse al ardor de su celo».
Puso ese desempleado celo al servicio de un pequeño trabajo astronómico: la oblicuidad de la eclíptica, es decir, la inclinación del círculo máximo del Sol con respecto al ecuador, de la que depende la diferencia de estaciones. Instalado en la terraza de la Fontana de Oro, Méchain acumuló los resultados. ¡Tranchot había hecho bien eligiendo aquella posada!
Puesto que el trabajo necesitaba el conocimiento de la latitud de Barcelona, más que utilizar las mediciones efectuadas el año anterior en el fuerte de Montjuïc, lo que le habría hecho ganar tiempo, Méchain decidió volver a empezar, considerando, sin duda, que sería un modo de comprobar su pasado trabajo.
Dramática revelación: la comparación ponía de relieve una diferencia anormal. ¡Tres segundos de ángulo! Era poco, era enorme para quien profesaba la religión de la exactitud y la perfección. Tres segundos imposibles de explicar.
¡Qué triste fue aquel segundo invierno en Barcelona! Las retahílas de emigrados que ocupaban la capital catalana se complacían haciendo circular los más alarmantes rumores sobre las orgías que mancillaban «la infame Babilonia». Babilonia era París, claro. Méchain multiplicaba las gestiones para obtener noticias de su familia. Ni una palabra de Thérèse ya, ni una carta de la Comisión: los puentes, esta vez, estaban realmente cortados. Como si esto no bastara, embargaron sus fondos como propiedad del enemigo, no sólo los oficiales de la expedición sino los suyos propios. Pronto le faltó dinero.
Las frecuentes visitas de Salva y de María no consiguieron cambiarle las ideas; sus amigos le propusieron que fuera a descansar a la propiedad, pero se negó: tenía demasiados malos recuerdos de aquel lugar.
Tranchot, al regresar de sus paseos por el barrio, solía encontrar a Méchain garabateando, tachando, con la nariz metida en un mar de papeles. El astrónomo levantaba la cabeza, dirigía una seña imperceptible a su ayudante, se alisaba con la yema del dedo la cicatriz que marcaba la parte alta de su frente y luego, reclamado por sus cálculos, volvía a sumirse en aquellas hojas, la mayoría de las cuales acababan arrugadas a sus pies.
Una noche, bastante tarde ya, Tranchot, que leía tranquilamente en su habitación, oyó pasos precipitados por el corredor. La puerta se abrió con brusquedad y entró Méchain como una tromba. Plantándose ante su cama, le preguntó a quemarropa si había enviado a la Comisión las mediciones de latitud de Montjuïc. Sorprendido e irritado, Tranchot tardó unos instantes en comprender lo que le preguntaba. Claro que las había enviado y, como solía, el envío había sido efectuado en cuanto Méchain comunicó los resultados a su ayudante.
—¡Pero de eso hace un año! —exclamó Tranchot—. Si algo no funciona, si ha habido un error, lo rectificaremos mañana —añadió.
Méchain dio un salto.
—¿Quién os ha hablado de error? ¿Quién os ha hablado de error? —aulló agitándose ante la cama.
—Perdonadme, tengo ganas de dormir —dijo con sequedad Tranchot.
El furor de Méchain se esfumó de pronto.
—Excusadme, estoy un poco cansado. Debo descansar —murmuró—. Y entonces, exhausto, se durmió en la habitación de Tranchot, en una silla.
Desde su accidente, Méchain se irritaba con más frecuencia que en el pasado; desde aquella noche en la Fontana de Oro se mostró más taciturno e inquieto que antes.
¡Dormirse en una silla! Aquello le ocurría también a Delambre cuando, en su gélido apartamento de la rue de Paradis, se derrumbaba agotado sobre sus registros. En Barcelona, Méchain no tenía la posibilidad de enviar sus cuadernos a la Comisión; en París, Delambre, por su parte, se veía obligado a entregar los suyos «de inmediato», como estipulaba el decreto que le destituía.
Se zambulló en la tarea con rabia y obstinación, un poco como cuando, obligado a abandonar una morada que te gusta con pasión, quieres salir de ella lo antes posible, pero dejándolo todo limpio, arreglado e irreprochable.
Treinta y cinco estaciones, desde Dunkerque hasta Orleans, una enorme masa de informaciones, de medidas, de cálculos. Delambre puso manos a la obra con infinita aplicación, sin omitir ningún detalle, ninguna precisión, para que quien tomara aquellos cuadernos dispusiera de la totalidad de los datos.
No salió de la rue de Paradis, logrando olvidar, casi, lo que ocurría en la capital. Sólo una cosa le turbaba: no tenía noticia alguna de Condorcet. ¿Dónde estaba? ¿Se hallaba aún en París? Nadie sabía nada. Tal vez el silencio fuera buena cosa, pensó para tranquilizarse. La policía del Comité de seguridad general, notoriamente ineficaz, sólo conseguía echar mano a los individuos buscados porque los rumores le indicaban el escondrijo donde debía buscar. Había pues esperanzas de que Condorcet escapase.
Con Lavoisier ocurría lo contrario: todo el mundo sabía que estaba encarcelado en Port-Libre. Delambre supo que precisamente cuando levantaban los sellos de su casa, estaban también levantándolos en la de Lavoisier, en el bulevar de la Madeleine, para proceder a un registro «con vistas a extraer los papeles, las máquinas y las sumas referentes a las operaciones sobre los pesos y medidas». Se llevó a cabo en presencia del sabio. Los rumores afirmaban que Romme y Fourcroy estaban allí también, como miembros del Comité de instrucción.
Se dice que su estupefacción fue enorme cuando, revisando los papeles del químico, dieron con unos papeles que llevaban títulos tan extraños como éstos: Informe sobre una piedra que se afirma que cayó del cielo durante una tempestad o Sobre un sillón para uso de los enfermos o Sobre la raspadura del tabaco, Sobre la sensación de frío en las montañas, Informe sobre un modo de encender simultáneamente gran número de candiles y, por fin, uno que los dejó pasmados: Informe sobre la varilla adivinatoria… ¡Evidentemente, eso no se refería ya al sistema métrico!
Cuando ambos hombres salieron del apartamento, el pequeño cilindro de metal flotaba aún en la bañera, llena todavía de agua de río filtrada en una fuente arenosa.
Lavoisier acudía cada mañana a la sala del Comité de los asignados y monedas, acompañado por dos gendarmes que iban a buscarle a la prisión. Allí se encargaba de la nueva moneda de cinco décimas. ¡Imagínense a un pobre sans-culotte pagando un pan, bastante malo y muy caro ya para su gusto, con una moneda que llevaba la efigie de las cabezas que la guillotina acababa de hacer caer en el serrín! Y semejantes escenas ocurrían aún un año después de la muerte del rey. Afortunadamente, no seguiría siendo así: ¡abajo el «luis», viva el «franco»! Se estaba fundiendo una nueva moneda.
El decreto que establecía las nuevas medidas de longitud y capacidad definía, también, una nueva unidad de moneda: el franco. Unificación de medidas, unificación de monedas, sistema decimal para las unas y para las otras. Era preciso, pues, poner en marcha las nuevas piezas.
La pieza de cinco décimos planteaba ya problemas: era tan pequeña que, para pesarla, era preciso fundir nuevos pesos cuya fabricación era especialmente delicada; ahora bien, Lavoisier era el mejor «pesador» de la República…
Pasaban los días, Lavoisier pesaba y seguía sin ser liberado. Delambre se tranquilizaba: ¿quién iba a tocarle? Era el mayor sabio francés. Europa entera lo envidiaba. Dentro de poco lo liberarían y reanudaría su trabajo con el kilogramo… Delambre volvía a sus cálculos.
A veces, sus ojos debilitados por las largas veladas a la luz de una candela no le permitían seguir adelante con sus cálculos, y salía. Partiendo del río, a la altura del bastión del Arsenal, cruzaba el solar de la Bastilla, pasaba ante el hospital Saint-Louis, llegaba a los primeros campos, al otro lado de la barrera, y luego volvía sobre sus pasos, siguiendo siempre el futuro trayecto del canal Saint-Martin.
El día en que guardó sus cuadernos en una pequeña bolsa, sintió el corazón en un puño. Dos años de trabajo. Aquellas cantidades escritas de su puño y letra, ángulos, azimuts, etc., representaban mucho más que números. Eran cifras de carne, de paciencia y de pasión. ¡Cuántas escaleras subidas, cuántos peldaños bajados, cuántos andamios construidos para conseguir determinarlas! Y la espera, el calor y el frío, la lluvia y el hielo, la nieve y el cielo bajo, las nubes y las súbitas escampadas, inesperadas, gozosas; el corazón que le dio un salto al ver la señal brillando como el primer día. Le fue difícil desprenderse de aquellos cuadernos, que no podía evitar considerar como de su propiedad.
Pero aquel trabajo era un encargo. Le habían encomendado una tarea y la había realizado. No le consideraban ya en condiciones de seguir cumpliéndola, se la quitaban. Había sido pagado por su trabajo, debía entregar los deberes. Pese a sus esfuerzos, no consiguió que ese cinismo le satisficiera. Sin embargo, algo le parecía claro: aquellos documentos no le pertenecían y nunca le habían pertenecido, al igual que la casa no pertenece al arquitecto que la diseña o al albañil que levanta sus muros.
Delambre subió por última vez a la berlina de reflejos verdes para dirigirse a la sede de la Comisión donde entregó cuadernos, instrumentos, cálculos, notas y memorias.
¡Había vuelto la página! Fingiendo despreocupación por las frías calles de la capital, se obligó a pasear, pero le obsesionaba una pregunta: ¿quién le sustituiría en la medición del meridiano? Llegado al barrio del Marais, pasaba de una calleja a otra y de un nombre a otro, los de sus eventuales sucesores. ¿Y si fuera un astrónomo…? ¿Podría ser Lalande…? Demasiado viejo, y le gustaba demasiado París. Bailly, célebre astrónomo, antiguo maestro de París, había sido guillotinado poco tiempo antes. ¿Cassini? Destituido de todas sus funciones, el astrónomo aristócrata acababa de ser expulsado del Observatorio. ¡Era la primera vez, desde hacía un siglo, que no había un solo Cassini entre aquellos muros! Un matemático entonces, ¿Legendre? ¿Acaso no había participado en una medición semejante, entre Greenwich y París, con Méchain? ¡Méchain! ¡Claro! ¿Cómo había podido olvidarle? Él ocuparía su lugar. Le encargarían que terminara solo la empresa. En vez de detenerse en Rodez, le pedirían que prosiguiera las mediciones hasta Orleans. ¡Era la solución más sencilla! ¿Aceptaría Méchain? Delambre no podía prever la reacción de su colega. ¿Qué sabía de su personalidad, de sus actitudes? ¿Cuántas cartas se habían intercambiado desde la partida? Dos o tres como máximo. ¿Estaría Méchain al corriente de su destitución?
No, Méchain no ocuparía su lugar, estaba demasiado debilitado por su accidente; ¿acaso no habían temido que no pudiera bastarse para la parte sur? Y, sobre todo, estaban los rumores: ¡Méchain había emigrado! Delambre no lo creía y no dejaba de repetirlo: Méchain es un obstinado; nunca emigrará; o, al menos, no antes de llegar a Rodez.
Thérèse no le había ocultado su inquietud, no porque ella creyera en los rumores sino porque el Comité de vigilancia parecía creer en ellos. Hasta el punto de que, hoy, estaba encarcelada en Port-Libre como esposa de emigrado.
Al regresar a la rue de Paradis, y sin haber encontrado aún el nombre de su eventual sustituto, Delambre guardó con precaución una pesada carpeta. Contenía la totalidad de las copias escrupulosamente efectuadas de cada una de las páginas de los cuadernos entregados a la Comisión. Entonces, y sólo entonces, se sintió liberado de un gran peso. Se acabó el metro, se acabó el meridiano, se acabó el círculo de Borda; iba a poder reanudar sus trabajos de astronomía interrumpidos durante dos años; volvería a ser astrónomo y matemático. Le quedaba una última cosa por hacer. Sacando su cuaderno de viaje, tomó su pluma y escribió: «¿Quién sabe cuándo se reanudará la expedición? ¿O incluso si se reanudará alguna vez?».
A la mañana siguiente, Delambre se dirigió al Comité de instrucción a petición de Romme. Había descubierto que, siguiendo el calendario republicano, dentro de tres mil seiscientos años, el año no debía ser bisiesto. Romme había presentado, de inmediato, un proyecto de ley al Comité para decidir que dentro de tres mil seiscientos años…
—¿Quieres pues que decretemos la eternidad? —le interrumpió el abate Grégoire, que no era favorable al nuevo calendario y, ya puesto a ello, el abate solicitó que se aplazara el proyecto tres mil seiscientos años. El aplazamiento fue aceptado inmediatamente.
¡Eternidad! A Méchain, retenido en España desde hacía varios meses, cada semana le parecía una eternidad que solo cesaría, estaba ahora seguro de ello, con el final de la guerra. ¡Fuera cual fuese el vencedor!
Perpiñán seguía sin caer. Tras la toma de Bellegarde, los españoles estaban a punto de vencer. El Tech y el Têt, dos ríos de Aspres, decidieron lo contrario. Los habitantes de los pueblos cercanos a la frontera se habían movilizado. Los de Corneilla habían lanzado una llamada a los de Estagel: «Los españoles vienen sin falta a apoderarse de nosotros; si vuestro celo nos ayuda, os devolveremos la recíproca en vuestro peligro». Estagel había acudido, con Aragó a la cabeza. Todo el mundo participó, incluso los niños, que tiraban piedras con sus hondas.
Le sucedió a Ricardos, por otra parte buen profesional de la guerra, lo que, al norte y al este, les había ocurrido ya a sus colegas austríacos y prusianos. Brunswick, que acababa de vivirlo, habría podido describir el desarrollo. Al comienzo, la impresión de que el enemigo sería derrotado en pocos días; seguía una serie de éxitos para confirmar el pronóstico. Luego, cuando se creía haberlo logrado, se quedaba empantanado en suelo francés como si, a medida que pasaba el tiempo, el enemigo adquiriera consistencia y vigor, sin perder su agilidad y rapidez. Y frente a ellos, parecía que te estuvieras volviendo pesado y torpe. Eso era, exactamente, lo que sentía Ricardos: se había atascado en el departamento de los Pirineos Orientales.
Pese a sus preocupaciones, el general seguía recibiendo a Méchain. Tras haberle informado de que su berlina «de reflejos cobrizos» estaba guardada en lugar seguro, le dijo: «Hablemos, si os parece, de la situación. Francia va a perder la guerra. He creído entender que no sentíais gran afecto por el gobierno de vuestro país. No me parece que seáis un feroz sans-culotte, como soléis llamarlos. Vuestra Academia fue suprimida hace casi un año, vuestro puesto no está ya allí. ¡Quedaos en España! Necesitamos sabios de vuestro valor».
—¡Emigrar! ¿Me pedís que emigre?
Extrañamente, Méchain no había pensado nunca en ello. Cierto es que el cacareo de los gallineros de emigrados que había conocido en Cataluña le había asqueado. Cuando el meridiano estuviese medido y su familia en lugar seguro, tal vez… Pero no antes. No reveló sus pensamientos y preguntó, de pronto, al general:
—¿Sabéis de algún sabio francés que haya emigrado?
Ricardos fue incapaz de mencionar uno solo.
No parecía que la guerra fuese a terminar pronto. Méchain envió una serie de cartas al Comité de salvación pública, a la Comisión temporal, a Llucia, informándoles de que le habían retenido contra su voluntad en España. Llucia no recibió la carta: sospechoso de girondismo, había sido, con toda calma, destituido de sus funciones y sustituido por Aragó.
Bruscamente, el curso de la guerra cambió. El «mal francés» no había sido vencido y las defensas españolas fueron derribadas por los soldados del año II, que se lanzaron al asalto de los Pirineos y recuperaron Mont-Louis y Port-Vendres. Ricardos sucumbió, de tristeza y vergüenza o, sencillamente, de un paro cardíaco. En Barcelona, los «héroes de la retaguardia», como de costumbre, pusieron manos a la obra después de la batalla, asesinando valerosamente a algunos civiles franceses, ni siquiera todos republicanos. Méchain y Tranchot escaparon de milagro. Ricardos fue sustituido. Para amparar al astrónomo y a su ayudante, pero también para disponer de sus personas, les mantenían en un «lugar protegido».
Pesado edificio erigido en el corazón de la ciudad, la ciudadela de Barcelona, erizada de cañones, estaba bien defendida. Aquella ventana de la fachada sur era la de la habitación donde se alojaba Méchain. Amontonadas en un rincón, las cajas de instrumentos; en otro, colocado como para una inminente partida, su equipaje personal. El astrónomo sabía, sin embargo, que tardaría en salir de aquel lugar.
Sumido en sus pensamientos, acodado a la ventana que daba al mar abierto, Méchain mantenía los ojos clavados en aquella torre que se burlaba de él bajo el Sol: Montjuïc, el fuerte que le estaba obstinadamente prohibido.
Se abrió la puerta. Méchain permaneció inmóvil. Entró un guardia y anunció:
—El señor gobernador.
—Buenos días, Méchain —dijo el nuevo gobernador—. ¿No está enfadado conmigo? No me quedaba otra opción. Fuera vuestra vida corría peligro. Esta misma mañana, dos de vuestros compatriotas han sido asesinados; no hemos podido hacer nada; la masa, ya lo sabéis…
Méchain, huraño, no respondió. Luego, lentamente, se dio la vuelta.
—Excelencia, el mejor modo de que no me asesinen no es mantenerme prisionero…
—No estáis prisionero, no permitiré que pueda creerse algo así; sólo habéis sido retenido, por vuestro bien.
—Sea. El único medio, decía, de que no me asesinen es permitirme abandonar el país y regresar a Francia.
—¿Estáis seguro? ¿Sabéis lo que le ha ocurrido a vuestro amigo Lavoisier?
—…
—No respondéis pero lo sospecháis: acaba de ser guillotinado, como decís en vuestro país.
Méchain recibió la noticia sin parpadear. Se dirigió a la ventana y permaneció frente al mar, inmóvil, perdido. Las islas, Cabrera, Mallorca; marcharse muy lejos… El gobernador respetó su silencio.
—Debo terminar mis triángulos —dijo Méchain suavemente, sin volverse—. Es absolutamente necesario que vaya a Rodez. Permitidme regresar a Francia, os lo ruego.
—Vuestra mediciones en la frontera os han proporcionado informaciones militares. No puedo permitir que regreséis a Francia.
—Puesto que me veo condenado a permanecer aquí, autorizadme, al menos, a rehacer mis mediciones de latitud en Montjuïc.
—Es imposible, ya lo sabéis, Méchain. El fuerte es un edificio militar, sois francés y estamos en guerra con Francia. Tendréis que esperar el fin de la guerra.
—¡La guerra, la guerra! —aulló Méchain—. A cada cual su trabajo, dejadme hacer el mío. ¡Qué me importa a mí la guerra! Soy astrónomo.
—No hablemos más de ello, por favor —replicó con sequedad el gobernador.
Méchain no se contuvo:
—Diríase que os habéis aliado contra mí, ¡vos y el gobierno francés! Como estoy en España y no soy un emigrado, me encarceláis en Barcelona y, por lo tanto, no puedo regresar a Francia. Y, como no regreso a Francia, allí me consideran un emigrado. Por lo tanto, encarcelan a mi mujer en París. ¿Lógico, verdad?