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París.
«Con extremada repugnancia me he visto obligado a ir pero, al mismo tiempo, tengo que abordar enseguida la estación del Panteón. Los triángulos vinculados a esa estación requieren dos señales que no pueden subsistir por mucho tiempo: el campanario de Dammartin, como escribí anteriormente, debe ser pronto destruido; por lo que se refiere a la chimenea de Malvoisine, será preciso derribarla pronto».
En cuanto llegó, Delambre se dirigió al Panteón para comprobar el estado de la señal. Bellet, por su parte, sólo aspiraba a una cosa: una buena juerga. Naturalmente se encontró, pues, en el Palais Royal. Revolución o no, sus jardines estaban atestados de mujeres, juegos y placeres. Bellet acababa de entrar en las arcadas cuando un anciano le tendió un texto encuadernado en rústica: «Tarifa de las mozas del Palais Royal». Bellet pagó, fue a sentarse en un banco y se sumió en la lectura.
«A nuestros hermanos de provincias atraídos a la capital por las fiestas patrióticas y a quienes les atrae cada día el amor a la libertad: queremos ponerles en guardia contra los abusos de los que pueden ser víctimas.
»Cuando tantos ciudadanos se distinguen por la magnitud de sus sacrificios y mientras cada individuo se inmola por el bien general, el público ha visto con indignación cómo los gerentes de los hoteles estafan el patriotismo de nuestros hermanos de provincias y no se avergüenzan al poner precios exorbitantes a sus alquileres.
»Pues bien, lo que hacen los gerentes lo hacen también, ahora, las damiselas. Estas comerciantes de Citerea han decidido aumentar al máximo el precio de unos favores que, antaño, podíamos gozar apaciblemente por un coste muy ordinario. Las bolsas se han convertido en objeto de su voracidad. Para preservar tan útil mueble vamos a poner ante los ojos del público engañado una tarifa exacta del precio que las sacerdotisas de Venus ponen, por lo general, a sus encantos y que no pueden ni deben aumentar. Facilitamos el nombre y la morada de las damiselas, pero advertimos a nuestros lectores que sólo hallarán en nuestra tarifa a aquellas cuya reputación está perfectamente establecida y a las que podrán dirigirse, con total seguridad, a los precios enunciados a continuación.
»IRÈNE, Palais-Royal, sobre la bodega: 6 libras.
»THÉRÈSE, la Bávara, rue Jacob, en casa del carnicero: 3 libras.
»JOUSSE, Galería de la Asamblea nacional. Por sopa y noche: 6,6 libras.
»LA BARONESA, rue de Rohan, frente a los hermanos Inère, restauradores: 5 libras.
»LA NUERA, rue Montmartre, frente a la cloaca: 5 libras.
»SOPHIE Y SU HERMANA, rue Basse-du-Rempart. Para formar un trío, noche con sopa: 100 libras.
»STAINVILLE (llamada la Mariscala), rue Neuve-des-Bons-Enfants. Ella y todas sus pupilas, que son seis: 24 libras.
»VANBOO (bailarina), bul. de la Comédie, en casa del arcabucero: 30 libras.
»En efecto, no sin sorpresa advertimos que algunas encantadoras ninfas, a las que habíamos tasado, después de usarlas, en 12 libras, limitarse por propia iniciativa a un modesto escudo. Otras, y es increíble, llevando más lejos aún el desinterés y el amor al prójimo, han consagrado dos días de la semana a los menesterosos y les entregan gratis todos sus encantos desde las 8 de la mañana hasta medianoche, salvo las horas de las comidas.
»Podemos realmente considerar esta conducta como un exceso de amor cívico, pero así son las mujeres, nunca se las encuentra en el justo centro».
Hacía demasiado frío. Bellet se levantó y guardó el folleto. Buscando con la mirada al anciano, le descubrió bajo las arcadas habiéndoselas con dos marimachos. Pero, de un banco cercano, una mujer se levantaba ya, con el pecho soberanamente ofrecido a la muchedumbre que se arremolinaba a su alrededor. Con su voz dulce, acostumbrada a hablar del amor, supo hacerse oír:
—Nadie ignora cuánto han contribuido a la Revolución todas las nuestras. Estamos orgullosas de estar entre los primeros demócratas, pues nunca admitimos distinciones de orden o rango. Por nuestros lechos, al revés que las antiguas marquesas o condesas, pasaron el criado y el duque, el modesto capellán y el hinchado monseñor. —Bajando el tono, hizo un breve silencio como para confiar un secreto. La gente aguzó el oído—. Y cuando la balanza de nuestro corazón se inclinaba, lo hacía siempre del lado del hercúleo gañán.
Todos los varones, hinchando el pecho, se pusieron de puntillas. Bellet se enderezó un poco e, intentando adquirir la estatura del hercúleo gañán, devoraba con los ojos a la oradora, que prosiguió:
—Desde que la libertad, tan cara a nuestros corazones, nos libró de la tiranía, una multitud de mozuelas, de busconas sin talento se ha metido en nuestro comercio, con gran disgusto de los entendidos.
»Ciudadanos, hago aquí una petición en nombre de las mil mozas que operan en Palais-Royal. Repatriemos a los aristócratas exiliados, eran nuestros más fieles clientes; y os aseguramos, palabra de bribona, que nos encargaremos de darles una educación patriótica.
Un remolino arrastró a Bellet lejos del banco; la moza desapareció, como si se la hubieran tragado. Un grupo de mujeres de la Halle acababa de intervenir. Las mozas prevalecieron. Bellet se alejó antes de que intervinieran los gendarmes, aunque sintiera por ellos cierta simpatía desde su aventura en Saint-Denis.
Antes de ir al Panteón, Delambre pasó por la Academia. Reinaba allí una gran efervescencia: Marat acababa de publicar uno de aquellos panfletos cuyo secreto tenía. Denunciaba «el despotismo de las Academias, siempre persiguiendo a los distinguidos talentos que las ofuscan, eternizando los errores, impidiendo que las nuevas verdades aparezcan y privándolas del fruto de los nuevos descubrimientos…». Más adelante, la emprendía con Lavoisier: «El padre putativo de todos estos descubrimientos cambia de sistema como de zapatos. En un espacio más corto todavía, le he visto encapricharse de la flogística y proscribirla luego implacablemente. Ha convertido el término ácido en oxígeno, el término flogístico en el de ázoe, el término nítrico en el de nitrato. Esas son sus cartas de inmortalidad». Más adelante aún, la emprendía contra el pequeño grupo de sabios que tenía en sus manos todo lo que se hacía en materia de ciencia en el país: los «charlatanes modernos».
«Como los d’Alembert, los Condorcet, los Lalande, los Laplace, los Monge, los Lavoisier y los charlatanes del cuerpo científico deseaban estar solos en el candelero científico, ¿podéis creer que habían conseguido menospreciar mis descubrimientos en toda Europa, levantar contra mí las sociedades eruditas?». Durante una página entera, Marat recordaba las persecuciones que le había hecho sufrir la Academia real de ciencias —insistía en lo de real— con respecto a sus descubrimientos referentes a la luz, descubrimientos rechazados porque eran «contrarios a lo más conocido que hay en óptica».
Al salir del edificio, Delambre recordó el título de la obra rechazada por la Academia: «Memoria sobre las verdaderas causas de los colores que presentan las hojas de vidrio, las burbujas de jabón y demás materias diáfanas extremadamente delgadas». Y, dirigiéndose al Panteón, imaginó a Jean-Paul Marat lanzando al techo de su sótano pompas de jabón para estudiar sus colores…
Llegado al Panteón, a Delambre le habían comunicado que el cupulino elegido como señal, el que coronaba la cúpula, había sido destruido. ¡Demasiado tarde!
¡Una verdadera tumba! Las cuarenta ventanas de la planta baja habían sido tapiadas y la exiglesia de Sainte-Geneviève, al igual que los antiguos templos, sólo era iluminada por la luz procedente de lo alto. Desde que se encargaba de acoger las tumbas de quienes merecían el agradecimiento de la patria, no dejaban de hacerle sufrir nuevos acondicionamientos. Habían sido de todas clases y los necesitaba, pues padecía un vicio fundamental de construcción. Los pilares de la planta baja lo sufrían. Pese a la escasa luz, Delambre advirtió las grietas que desfiguraban las columnas de los ángulos. Era de temer que todo se hundiera. ¡Los despojos de los héroes doblemente enterrados! Se hacía trabajar sin parar a los obreros para consolidar el edificio.
Cuando, imitando a los griegos, la Constituyente había decidido fundar un Panteón para los «dioses» del tiempo, sólo disponía de un difunto de importancia: únicamente Mirabeau podía enorgullecerse de ser contemporáneo y popular, y estar muerto al mismo tiempo.
Cripta inmensa y desnuda, fría y sonora. ¡Tanto lugar desocupado! Surgió, para colmar los vacíos, la idea de recurrir a antiguos muertos, siempre que fueran recientes y populares. Afortunadamente, los había; les panteonizaron. Delambre lo recordó…
La plaza atestada de gente, desde el Sena hasta el Observatorio, el barrio estudiantil invadido por la multitud de los grandes días. Hacía buen tiempo en París a comienzos del verano de 1791. Con quince días de intervalo, dos cortejos habían atravesado la capital. El primero, moribundo cortejo, había expirado a las puertas de las Tullerías, acompañado por un terrible silencio en el que algunos gritos furibundos parecían casi una liberación. El segundo, convoy mortuorio, atravesando todo París hasta llegar al pie del edificio, había producido júbilo, entusiasmo y ovaciones. Los respectivos pasajeros de ambos convoyes habían deseado, cada uno a su modo, huir de la capital. Haberlo logrado había permitido, sin duda, al del segundo vivir hasta los 84 años. En parte por haber fracasado, el del primero corría el riesgo de no llegar a edad tan provecta. Uno aprisionaba, como en un catafalco, a un rey vivo, Luis XVI, regresando a la fuerza de su abortada fuga a Varènnes. El otro, como un cortejo nupcial vagabundeando por entre la muchedumbre, no acababa de celebrar las bodas de un filósofo muerto con el pueblo que aclamaba su nombre: Voltaire.
Delambre subió tan aprisa como pudo la escalera que llevaba al emplazamiento donde había estado el cupulino, desembocó en el frío, aliviado al abandonar el siniestro santuario. Una vez más quedó pasmado ante lo que veía: ¡París en su inmensidad!
Aun contemplado desde tan arriba, aun aplastado por la altitud, lo que aparecía a primera vista era el hervor de la ciudad; la multitud, la multiplicidad y la labor. El ingenio ciudadano aparecía en toda su extensión. Bastaba con abandonarse a la densidad de la aglomeración y a su magnitud para comprender por qué se forjaba allí la política de Francia, por qué el resto del país no daba el peso frente a París, por qué Europa temblaba ante aquella ciudad y, también, por qué la «infame Babilonia», como la llamaban los más furiosos monárquicos, había sido condenada por ellos a una destrucción total.
Hasta ahora, cuando, desde lo alto de las señales, Delambre contemplaba el paisaje circundante, sólo percibía la naturaleza sin límites: campos, bosques, jaras. Y muy abajo, acurrucadas al pie de la torre o soldadas a la base de la iglesia, las moradas de los hombres, pegadas unas a otras como los gatos recién nacidos de una camada. Aquel hormigueo parecía lo que era: un minúsculo islote de vida rodeado de verdor. La diferencia era flagrante; desde allí, en lo alto del Panteón, veía, hasta perderse de vista, techos, terrazas y patios, calles en una loca maraña. Un ovillo lioso pero estructurado de habitaciones sólidas y solidarias. Y la naturaleza apartada, a lo lejos.
La vista era muy clara aquel día. La presencia, arriba, en el cielo, de una capa de nubes que rodeaba la capital excluía el menor vapor. Como si todo lo que pudiera perjudicar la limpidez de la atmósfera —el sol y sus brumas, la difusa humedad— hubiera sido expulsado y se viese firmemente contenido fuera de aquel cinturón. No había oscuridad; el aire era claro pero no luminoso y el gris se adueñaba de todo: pizarras de los tejados, adoquines de las callejas, piedras de las murallas. Nada difuminaba los contornos; todo concordaba con el rigor del relieve, la precisión de las formas, la definición de los detalles. Delambre lamentó no haber tomado sus instrumentos. ¡Eran unas condiciones ideales para la observación!
En primer lugar, a un cable, pesada como una montaña y afilada como un pico, la masa considerable de Notre-Dame zambulléndose en el río. Aquella mañana no había demasiada circulación por los amplios meandros del Sena. Sólo tres o cuatro chalanas en el puerto de la Rapée. No lejos de la orilla, un vacío impresionante ordenaba a la vista detenerse: el solar de la Bastilla. A fuerza de ser cortado, troceado, roído, del edificio sólo quedaban unos relieves dispersos. Se advertía que aquella depresión era activa y aspiraba con todas sus fuerzas el hormiguero de Saint-Antoine, y la substancia viva e inquietante del temible arrabal se presentaba dispuesta a colmar aquella obscena carencia abierta en el denso cuerpo de la ciudad.
Volviéndose, Delambre clavó su mirada en Saint-Marcel, escudriñando atentamente sus callejas; Saint-Marcel y sus curtidores, Saint-Paul y sus albañiles, el Roule y sus traperos, Chailloty sus herreros. ¡Qué observatorio! Pero ni el menor cortejo: aquella mañana, París era de una empecinada pereza.
Una decena de emplazamientos como aquél y la ciudad estaría por completo vigilada. Ni un solo movimiento de la plebe parisina escaparía a la mirada de la policía. Nadie había utilizado aún tales lugares para tales fines. Delambre se alegró de que astrónomos y gendarmes no laboraran en garitas gemelas, unos espiando los astros, los otros a los hombres…
Más lejos, hacia la periferia, los eternos grupos ante el rosario de edificios que rodeaban la ciudad indicaban el emplazamiento de las barreras. Más allá se levantaban los altozanos que dominaban la ciudad; por reflejo profesional, estudió largo rato su topografía. Ménilmontant, Belleville, Montmartre, la colina de Chaillot, el bosque de Sèvres y… hacia el sur, ni un solo paraje utilizable.
En ocho meses, sin haber perdido realmente ni un instante, Delambre sólo había podido terminar catorce estaciones. En el otro extremo del meridiano, Méchain, pese a las montañas, sólo en dos meses de trabajo, había acabado con nueve estaciones.
Delambre deseaba partir enseguida. Pero, si quería tener alguna posibilidad de lograrlo, era preciso proveerse de una retahíla de documentos, difíciles de obtener.
La cosa comenzó con una negativa unánime de la asamblea general de la Comuna, ante la que, durante seis semanas, Delambre solicitó un pasaporte. Luego, sin razón aparente, Chaumette, el procurador de la Comuna, intervino a su favor. Los pasaportes fueron concedidos casi con tanta unanimidad como habían sido negados unos días antes. Delambre y Bellet salieron enseguida hacia Dunkerque.
«Esta obligación de llevar pasaportes, que es preciso mostrar a cada paso, es una de las cosas más contrarias a la celeridad de nuestras operaciones. Hace más difícil la comunicación de una estación con otra y nos fuerza a ser más reservados con los trayectos, a los que no nos atrevemos a aventurarnos si no son de la más indispensable necesidad; hace que se desconfíe de nosotros, sometiéndonos a los registros de los puestos armados, y nos pone en la necesidad de obtener el beneplácito no sólo de los magistrados y los ciudadanos entre los que vamos a operar, sino también el de todos los que encontramos por el camino. Además de los pasaportes, he tomado esta vez una carta de recomendación para el general en jefe del ejército del Norte, el general Custine, porque el teatro de la guerra no está muy alejado del de mis operaciones.
»Tenemos un pequeño ejército al pie de Mont-Cassel. Los puestos avanzados del enemigo están cerca de la montaña de Chats, donde tengo una estación a la que me veo obligado a renunciar».
—¡Señor astrónomo, señor astrónomo!
Al regresar de la montaña de Chats, Delambre oyó que le llamaban.
—Soy Etienne Charpy, el agrimensor. ¿Se acuerda usted… en Saint-Denis? He reconocido su coche. No hay dos iguales.
—Sí, hay dos, pero no tenéis posibilidad alguna de encontrar el otro por aquí —repuso Delambre.
Etienne iba acompañado por su inseparable amigo Gustave Lantier, el artillero. Gustave era el voluntario que había tendido la bayoneta a Delambre cuando éste iba a lanzarse a su lección de geodesia. Ambos hombres se dirigían a Dunkerque, con su batallón.
La berlina avanzaba penosamente por entre los grupos de voluntarios. Junto a los que caminaban descalzos, otros, a pesar de sus gastados zapatos, parecían ricachones. Había allí numerosos artesanos: pintores reconocibles por su ropa, tejedores. Se contaba que, al salir, los pintores eran tan numerosos que ellos solos habían constituido un batallón. Faltaban uniformes y la mayoría de los hombres seguía con sus ropas de trabajo, lo que aumentaba el carácter insólito de aquella tropa. Los ejércitos de la República parecían lo que eran realmente: ejércitos de civiles. Continuamente reformados por las pesadas pérdidas sufridas en Verdún, en Longwy y, sobre todo, en Valmy, los batallones, recompuestos con trágicas mezclas, habían perdido su especificidad original.
Una mujercita, bonita e insolentemente maquillada, pasó junto a Bellet lanzándole una mirada invitadora. Bellet advirtió la presencia de numerosas mujeres, mezcladas con los soldados, las «esposas», como se las llamaba afectuosamente. Pasó al galope un grupo de jinetes y estuvo a punto de derribar a Bellet; un voluntario vociferó:
—¡Ya te daré yo igualdad! ¡Los jinetes siempre a caballo y nosotros siempre a pie!
—¡Si la caballería fuera a pie sería infantería! —soltó su vecino.
Al caer la noche, el astrónomo y su ayudante fueron invitados a compartir el vivaque. Reunidos en torno al fuego, los soldados comían en silencio, con el rostro huraño, los ojos malignos y tristes. Estaban bajo los efectos de la increíble noticia: Dumoriez, su general, el que les había llevado a la victoria en Valmy, Dumoriez, había traicionado.
El agrimensor hizo las presentaciones. Allí se había practicado la amalgama, es decir, que voluntarios y tropas regulares habían sido mezclados en igual proporción. El agrimensor contó cómo, estando destinado al estado mayor, había estudiado todos los mapas que había podido encontrar y cómo, poco a poco, había reconstruido el trayecto del meridiano.
—¿Vuestro meridiano no pasará por Berry?, porque yo soy de Dun-le-Roy.
—Yo de Valmy —le interrumpió Gustave.
—No le creáis, es del país, del pueblo de ahí al lado.
—Ya lo creo, soy de Valmy. Puesto que no morí allí, es como si hubiera nacido.
—¡Tu Berry no es el centro del mundo! —gritó un soldado.
Bellet observó que si Berry no fuera el centro del mundo, era, en efecto, el centro de Francia, y confirmó a Etienne que Dun era una de sus estaciones.
Al acompañar a Delambre hasta la berlina, el agrimensor insistió en darle la dirección de sus padres.
—He pensado a menudo en vuestra historia de triángulos. Es endiabladamente interesante. —Calló. A lo lejos, las hogueras de los vivaques brillaban en la noche. El agrimensor, molesto, comenzó una frase, se interrumpió, comenzó de nuevo—: Decidme, ¿no querríais tomarme con vos para lo de la medida de la base? Cuando la guerra haya terminado, claro.
Dunkerque era una ciudad orgullosa. Presumía de ser «la paja que hiere el ojo de Inglaterra». Cuando la berlina de reflejos verdes de Delambre y Bellet cruzó sus puertas, estaba en el colmo de la efervescencia. Y asomándose por encima de los parapetos podían descubrirse treinta navíos ingleses escoltados por cuatro fragatas en posición de batalla, con los cañones apuntando a la ciudad; ante el ultimátum del comodoro inglés, el comandante de la plaza respondió: «Hacedme el honor de atacar, yo tendré el honor de responder».
Se recurrió a la población entera. Solteros alistados, casados forjando armas, transportando subsistencias, mujeres confeccionando tiendas y vestidos, muchachas sirviendo en los hospitales, niños haciendo hilas con la ropa vieja. Y los propios ancianos, a quienes se había pedido que «se hicieran llevar a las plazas públicas para alentar el valor de los guerreros», aguardaban que se les necesitara. Todos, militares y civiles, galvanizados por la presencia de Carnot, enviado por la Convención para organizar la resistencia. El ataque fue rechazado.
Un sable de grandes gavilanes colgando de una bandolera de cuero que le cruzaba el pecho, un fajín en la cintura, tocado con un sombrero coronado por tres plumas con los colores nacionales, siendo la roja la más alta, ése era Carnot con su nuevo uniforme de representante en plena misión. Estaba en todas partes, se encargaba de todo, lo resolvía todo. Salvo un problema que se le resistía: ¡las mozas de partido! Cuarteles y acantonamientos estaban atestados de ellas, eran más que los soldados. En Douai, por ejemplo, tras haber quedado la guarnición reducida a 350 hombres, se contaron más de 3.000 mujeres. ¡Diez mozas por cada soldado! ¡Y osaban afirmar que la República no se ocupaba de sus soldados! Era imposible librarse de ellas pese a la ley que ordenaba que sólo se alojaran en los acantonamientos las mujeres de los soldados casados. Si se les hacía caso, todos lo estaban. Carnot había tomado su pluma y escrito a la Convención: «Libradnos de todas las pelanduscas que siguen a nuestras tropas y todo irá bien. Excitan a los hombres y, con las enfermedades que les contagian, destruyen diez veces más hombres que el hierro de nuestros enemigos». El Comité de salvación pública decretó que todas las mujeres que siguieran al ejército, aun las reconocidas como esposas, fueran inmediatamente despedidas, a excepción de las lavanderas y vivanderas. Aparecieron muchas vivanderas.
A pesar de las mozas, a pesar de la guerra, a pesar del bloqueo inglés, el trabajo proseguía. En Dunkerque, que era uno de los dos extremos del meridiano, Delambre procedió a importantes mediciones de la latitud de la ciudad. Ayudado por Bellet, que calzaba el nivel, se disponía a orientar las lentes del círculo hacia la estrella Polar cuando le entregaron una carta que había llegado a su domicilio de París, en la rue Paradis; procedía de Barcelona. ¡Méchain, por fin! ¡Su primera carta!
«Montjuïc, a 23 de febrero de 1793.
»Al ciudadano Delambre:
»Señor y querido colega, me había propuesto hace mucho tiempo escribiros, pero, vagando durante meses por las montañas de Cataluña, no tenía demasiadas facilidades y, además, no sabía adónde enviárosla. Acabo de saber, por fin, que habíais regresado a París en el mes de enero.
»He leído en Le Moniteur vuestros infortunios de septiembre y he tomado buena nota. He sabido también vuestros éxitos en la medición de los ángulos, lo que me ha complacido mucho. Por nuestra parte, no hemos podido cerrar nuestros triángulos con tanta precisión como vos. Pero, al margen de mi torpeza, hay en estas montañas obstáculos que no suelen encontrarse en los países llanos. Los momentos favorables son escasos y siempre muy cortos.
»No permanecemos en las estaciones todo el tiempo que querríamos y no es fácil volver a ellas. Sobre todo cuando no se está solo y no se es dueño de los propios movimientos… Sin embargo, nos han ayudado con mucho celo y nos han facilitado todos los medios necesarios para nuestro trabajo.
»Estamos a punto de terminar las observaciones de las estrellas. He enviado ya al señor Borda las observaciones de la Polar. Pensaba mandar esta semana las observaciones y los primeros cálculos de Ksi de la Osa Mayor, pero me veo obligado a diferir el envío porque, en las circunstancias actuales, nuestros colegas españoles nos apremian mucho para que les entreguemos las copias de todo nuestro trabajo, y necesitan varias.
»Si, en París, desean que realicemos otras observaciones de estrellas en el cénit, es necesario que se nos comunique enseguida, porque sin duda no podremos permanecer aquí mucho tiempo aún. Ayer, el señor González, nuestro colaborador español, tuvo que abandonamos para ir a perseguir un corsario que, en la noche de 19 al 20, capturó un navío español, justo ante el fuerte de Montjuïc, donde yo estaba realizando mis mediciones de latitud. Acababa yo de llegar…».
Como hacía cada anochecer, a esa hora del día que denominan allí las tardes, Méchain instaló los instrumentos en la terraza del fuerte. Se accedía a ella por unas trampillas. Había hecho construir allí una pequeña cabaña de madera, apoyada a una de las esquinas de la torre, de modo que había fijado el péndulo en el propio muro del edificio. El pie de los círculos descansaba sobre pesadas losas de piedra y cuando las ventanas de la cabaña estaban abiertas y las trampillas levantadas, se veía todo el meridiano, desde el horizonte marino hasta las montañas de la costa norte.
El edificio se levantaba en la cima de una colina que domina el puerto de Barcelona. Para llegar a él había que atravesar uno de los barrios más peligrosos de la ciudad: un dédalo de callejas pegadas al puerto. Quien no era marino, ni militar, ni bribón sólo se aventuraba por ellas por su cuenta y riesgo. Jamás el astrónomo habría penetrado allí si González —¡un capitán de la marina real!— no le hubiera acompañado.
El fuerte lanzaba sus puestos avanzados justo sobre el mar y, desde la terraza, se veía el agua como desde lo alto de un mástil; el Mediterráneo por todos lados.
Al sur, invisibles, a mitad de camino de las costas africanas, las islas Baleares y, más lejos aún, en su prolongación, Argel. Méchain miró mucho rato hacia el infinito del mar. ¡Si su proyecto tuviera éxito! Acariciaba, en efecto, la insensata intención de proseguir la medición del meridiano hasta las islas Baleares. Y hasta el África más tarde, ¿por qué no? La mar infinita alienta a soñar: y si la óptica y la técnica hacían nuevos progresos y si estábamos en paz con el bey de Argel y si… Grandiosa obra: ¡medir el meridiano de Dunkerque a Argel! No dijo de ello nada a nadie, dejando que la idea madurara.
De momento, todo le llamaba hacia el norte. Cada noche, cuando guardaba el círculo y, a simple vista, miraba por centésima vez Alfa de la Osa Menor, la estrella Polar, se lanzaba a pensar: he aquí el punto fijo del firmamento, el caballo de cabeza, uncido a la lanza del Carro, que me indica obstinadamente el norte, obstinadamente Rodez. Y el astrónomo acaba identificando aquel Carro, la constelación de la Osa Menor, con su propia berlina cobriza, y la berlina de reflejos verdes de Delambre con el otro Carro, el más grande, la constelación de la Osa Mayor. A su alrededor, en el cielo puro, rodeando la Polar e impidiéndole cualquier huida hacia el sur, el Dragón con su amenazadora cabeza dejaba resbalar su interminable cola que le aprisionaría hasta la consumación de los tiempos. Méchain se estremeció pese a su gruesa pelliza. Frescas noches de Barcelona: estaban en invierno aunque, durante el día, casi se acababa por olvidarlo.
Tranchot tenía en la mano un pequeño fanal para iluminar el nivel mientras Méchain precisaba la medida. Al pie de la torre, los viandantes podían distinguir, débilmente iluminadas, dos activas sombras.
Más abajo aún, el barrio se desenfrenaba. De los tugurios y tabernas atestados de marineros procedentes de los cuatro puntos cardinales, levantinos, griegos, ingleses, portugueses, se escapaban clamores que perforaban la noche con sus vaharadas entrecortadas por los sones de las palmas excitadas. Canciones obscenas y roncos gritos de reyerta llegaban apagados, como liberados de su carga de violencia, y las endechas lánguidas de los marinos, tan distintas de los cánticos escuchados en la cumbre del Montserrat, inundaban la terraza donde Méchain proseguía su trabajo. Centenares de mediciones: Alfa del Dragón, Beta del Toro y de Pólux…
El sol caía hacia el horizonte. Acompañado por Tranchot y González, Méchain acababa de llegar a la terraza. Los tres hombres estaban instalándose cuando resonaron varias detonaciones que parecían proceder de mar abierta.
—¡Madre de Dios! —gritó González que se había apoderado de un catalejo. Una goleta que enarbolaba pabellón español era atacada con dureza por un pequeño corsario que aparecía y desaparecía con la movilidad de un delfín, y que parecía terriblemente armado. González dirigió el catalejo hacia el puerto: ¡ni un solo navío de guerra atracado! Rabiando de impotencia, abandonó a los franceses sin despedirse de ellos.
Relámpago que precedía al trueno, un enorme fulgor inflamó el mar seguido por una terrible explosión. La goleta se había hundido. Las noticias llegaban ya: se trataba de una goleta que arribaba de América, cargada, según decían, de piastras y lingotes de oro. Algunos aseguraban que el corsario era moro, otros afirmaban que era francés. Méchain y Tranchot guardaron rápidamente sus instrumentos y se eclipsaron sin llamar demasiado la atención.
Ya en el albergue, Méchain decidió escribir a Delambre; le contó lo que acababa de ver y concluyó así su carta: «Desde hace algún tiempo los franceses no están cómodos aquí, y la estancia resulta penosa para ellos, o poco agradable al menos. Me proponía regresar a Francia el próximo mes, pero ha sido nombrado un nuevo comandante general y aguardo con impaciencia su llegada. Según lo que nos diga y dependiendo de lo que pueda dejarnos hacer, decidiremos nuestra partida. Pero ya veis que es muy incierta.
»Os ruego, querido colega, que tengáis la bondad de facilitarme algunos detalles sobre el modo como construís vuestras señales, y la forma que les dais; me sería necesario para concertar nuestros modos de operar».
Otra noche, cuando acababa de abandonar el fuerte tras una larga jornada de observaciones y, con lentos pasos, a lo largo del puerto, regresaba al albergue, se sintió atraído por algo que no conseguía precisar. Levantó la cabeza.
Pasmados, los soldados de guardia ante el fuerte de Montjuïc vieron al astrónomo francés subir de nuevo a lo alto de su observatorio con tanta rapidez como había bajado.
¡Qué hermoso era! Con su núcleo tan claramente dibujado, su estrecha cola y su cabellera que se adivinaba perfecta por entre la nebulosidad circundante. Se disponía a llegar más allá de Ksi del Dragón. Era el primer cometa que descubría a simple vista, por casualidad.
No podía impedirse pensar: ¡qué extraños planetas son los cometas! Se nos muestran unos instantes para ocultarse, luego, durante siglos. Al día siguiente, el cielo estaba despejado, la cabellera visible. El cometa pasó al norte de Céfea. Pasó luego junto a Beta de Casiopea. Tres días más tarde, ya sólo se distinguía de la cola un pálido trazo que parecía roído por el azur, mientras el núcleo, como una bola de metal, dibujaba su trayectoria en el cielo con una precisión inquietante para cualquiera que no fuese astrónomo. Por la mañana, devorado por densas nubes, había desaparecido. Méchain sólo volvió a encontrarlo dos días más tarde, en los aledaños de Gamma de Aries. Luego, el cielo volvió a estar sereno; pero el cometa se mantuvo tan cerca de la Luna que su luminosidad se vio debilitada. Por un momento, se vio a ambos astros moviéndose al unísono, luego, a medida que iban alejándose el uno del otro, el cometa recobró sus colores, sobre todo cuando pasó junto a Pi de Piscis.
La claridad de la Luna iba en aumento noche tras noche, y el cometa se debilitaba a ojos vista. Pronto, Méchain no pudo juzgar su apariencia. Se alejaba: primero fue Cappa de la Ballena, más tarde Sigma de Orión, más tarde aún Mu del Erídano, luego…; luego, nada. Había desaparecido sumido en la distancia sideral.
¡Sus primeros amores!
Méchain se había sentido astrónomo de nuevo; anotó con la más extremada precisión las posiciones del astro. ¿No era acaso el mejor observador de cometas? Pero, en ese terreno, tenía un rival: miss Caroline.
«Año 1786. El 17 de enero el señor Méchain descubre un cometa en Acuario, mientras que, el 1 de agosto, miss Caroline Herschel observa un pequeño cometa en el Boyero y en Hércules. Este último astro, no siendo visible a simple vista, se nos habría indudablemente escapado sin el valor y el cuidado de esta nueva observadora». A partir de aquella fecha, entre Caroline y Pierre existía una suerte de emulación. En 1789, la inglesa prevalece sobre el francés: ella descubre dos y él sólo uno. En 90, la partida se vuelve muy disputada: el 7 de enero, Caroline detecta uno en Pegaso; el 9, le toca a Méchain descubrir otro en Piscis; es el octavo de los suyos. En 92, justo antes de iniciar la expedición, empate: descubrieron ambos tres cometas. Tal vez algún día conozca a esa inglesa, cuando la guerra haya acabado. En Greenwich…
Al día siguiente, invitado por el doctor Salva, un astrónomo aficionado que sentía afecto por él, Méchain salió de Barcelona. Tranchot iba también. Era el 25 de febrero, al caer la noche se iniciaba el eclipse de Luna.
Era una gran propiedad, próxima al Montserrat; el doctor y su mujer, María, les recibieron. Enérgica y pequeña dama morena, de sencillos modales, hablaba casi sin acento un francés impecable. Méchain le besó la mano; ella apreció el gesto:
—Ya veo que en Francia no se han perdido aún los buenos modales. ¿Cómo se llaman ahora ustedes? ¿Ciutadanos?
—Ciudadanos —rectificó Tranchot.
—Ciudadano Tranchot, ciudadano Méchain. Suena bien, a fe mía.
Salva quiso mostrarles inmediatamente su nueva adquisición: una bomba hidráulica.
—¡Diez vueltas por hora! ¡Una pequeña maravilla!
María le disuadió de ello.
Unas horas más tarde los instrumentos habían sido instalados en pleno jardín y María se mantenía junto a Méchain. A un extremo de la propiedad, en un palomar preparado al efecto, Salva efectuaba las mismas observaciones con su propio material. María hacía muchas preguntas sobre astronomía.
—Todo es preciso, regular, matemático —concluyó Méchain—. La tarea de los astrónomos es detectar las regularidades, deducir las trayectorias, calcular las órbitas de los astros observados.
—Conocer el futuro, pues —interrumpió María.
Nunca había pensado de este modo en su trabajo. Reflexionó:
—Si ningún cataclismo acaba corrompiendo el orden del mundo, en efecto, eso es lo que intentamos: conocer el futuro del universo.
El cielo se ennegreció: el eclipse había comenzado. Estaban muy cerca; hablando en la oscuridad, ella adivinaba sus gestos, él la sentía atenta.
—Si la Tierra se encuentra entre la Luna y el Sol, forma una pantalla y la Luna se hace invisible; eso es lo que denominamos un eclipse de Luna. Cuando es la Luna la que se encuentra entre la Tierra y el Sol, éste desaparece de nuestra mirada; se trata entonces de un eclipse de Sol. Los eclipses totales de Sol son muy cortos, nunca más de dos minutos. Son muy raros. El último se produjo en 1724.
—¿Cuándo se producirá el próximo?
—¡Es la segunda vez que me hacen esta pregunta! —exclamó Méchain—. La primera vez fue en las Tullerías.
No pudo ver los ojos de María. Todo lo que venía de Francia, de París en especial, la entusiasmaba.
—¡Cuente, por favor!
—La Comisión estaba al completo, colocada en dos hileras. Hacía un cuarto de hora que aguardábamos. De pronto, apareció el rey. Nadie le había oído entrar. Yo nunca le había visto. Se parecía al retrato de la gran sala de la Academia, algo más gordo, algo más viejo tal vez. Se dirigió, primero, a Cassini, un sabio al que conocía personalmente: «¿Cómo es eso, señor Cassini? Me dicen que vais a repetir la medición del meridiano, que vuestro abuelo hizo ya antes que vos. ¿Acaso pretendéis hacerlo mejor que él?». «Ciertamente, no alardearía de hacerlo mejor si no tuviera sobre él una gran ventaja», repuso Cassini. «Los instrumentos que utilizó mi abuelo sólo daban la medida de los ángulos con quince segundos de aproximación. El señor Caballero de Borda, aquí presente, ha puesto a punto un círculo que tiene una precisión de un segundo. Todo el mérito será suyo, sire.
»Borda estaba al lado de Cassini. Luis XVI se dirigió a él: “Felicidades, señor caballero. Espero que me expliquéis el funcionamiento cuando haya regresado a mi taller de Versalles”.
»Junto a Borda estaba Condorcet, luego Lavoisier y yo. El rey se detuvo ante mí: “Habéis elegido como especialidad la observación de los cometas, me dijo, y la de los eclipses de Luna. ¿Sabéis cuándo se producirá el próximo?”. “Dentro de un año y medio, si mis cálculos son exactos, sire. El 25 de febrero de 1793”. “¿Y el próximo eclipse de Sol?” —me preguntó—. “En 2026, sire, respondí”. “No debemos pedir lo imposible. ¡Vaya por el eclipse de Luna! Lo veremos juntos. Sin duda vuestra expedición habrá terminado por aquel entonces, ¿verdad?”».
Con la reaparición de la Luna, Méchain pudo ver de nuevo a María; estaba sentada en la hierba. Sus miradas se encontraron, se sentó a su lado y prosiguió su relato:
—Entró un oficial, jadeante, y comenzó a hablar en voz baja con el rey, que pareció de pronto muy preocupado. Permaneció unos instantes silencioso y luego, bruscamente, se acercó a nosotros: «Lo lamento, señores; me veo obligado a interrumpir nuestra entrevista. Deseémonos buena suerte y que cada cual llegue con la mayor rapidez al final de su viaje».
Méchain se levantó:
—Cinco horas más tarde, Luis XVI abandonaba París. Fue lo que se ha llamado la fuga de Varènnes.
—Y esta noche no ha acudido a la cita que os había dado —advirtió María.
—Los eclipses de Luna no son tan frecuentes, pero la decapitación de un rey lo es menos aún —repuso tristemente Méchain.
La voz de Salva, que volvía de su palomar, resonó en la noche:
—¿Sabéis —le dijo a Tranchot— que conocí ayer, en Barcelona, a uno de vuestros más eminentes médicos? El doctor Thierry, de la Facultad de medicina de París, regresa de Madrid, donde ha realizado un largo estudio que se titula «Ya no hay Pirineos, hijo». Expone con precisión, según me han dicho, las diferencias entre los cólicos de Madrid y lo que se han observado en otros muchos lugares de la Tierra.
—¿Y ha encontrado alguna diferencia significativa? —preguntó con ingenuidad Méchain, mientras un esquelético creciente brillaba en el cielo. El eclipse había durado dos horas.
Despertaron tarde. Salva les llevó enseguida hacia la bomba hidráulica de la que les había hablado la víspera. La enorme máquina rutilante estaba instalada junto a un granero. Puesto que no sentía atracción alguna por aquellas «novedades», que le parecían peligrosas, María les dejó.
—María está por el progreso en política, pero en contra cuando se trata de la técnica —observó Salva.
—Con mi marido sucede lo mismo, pero en sentido inverso —replicó ella.
Por lo general, un par de caballos hacían funcionar la bomba. Aquella mañana estaban trabajando en el campo contiguo. Muriéndose de ganas de hacer funcionar la máquina, a pesar de todo, Salva convenció a Tranchot de que le ayudara, mientras Méchain, desde el interior del granero, acechaba la llegada del agua a la canalización.
Todos se dirigieron a sus lugares. Méchain escuchaba los esfuerzos de sus amigos accionando la bomba. Brotó el agua. Fuera sonaron unos aullidos, Méchain acudió. La máquina se había embalado: salva y Tranchot, arrastrados por la gran rueda de la bomba, estaban a punto de ser aplastados contra el pretil. Ambos hombres se agarraban como podían a la inmensa palanca cuya correa iba tensándose. Méchain se apresuró. Cuando llegó a la altura de la rueda, la tensión de la correa resultaba ya demasiado fuerte, sus compañeros la soltaron. Méchain apenas tuvo tiempo de ver como una lengua de fuego caía sobre él, la lengua de un cometa que le abrasara. Se derrumbó alcanzado de lleno.
Cayendo al suelo en extraña posición, Méchain yacía sin conocimiento, con el rostro y el torso ensangrentados, con el brazo derecho descoyuntado. Salva hizo el primer diagnóstico: una ínfima posibilidad de supervivencia. Detrás del cuerpo, en un insoportable silencio, la palanca seguía girando.