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Pese a lo que Méchain y Tranchot le habían afirmado al oficial de Essonnes, la berlina verde no se había dirigido directamente a Dunkerque. En la primera parada, en Dammartin-en-Goële, Delambre había sabido que la colegiata del pueblo acababa de ser comprada por un particular que pensaba destruirla antes del invierno. Pero, siendo una de sus principales señales en la región parisina, el campanario de la colegiata era irremplazable. Cambiando inmediatamente de planes, decidió iniciar sus operaciones en los alrededores de París. Eso le permitiría recuperar algunos instrumentos que no estaban todavía terminados: el cuarto círculo de Borda que Lenoir, el artesano encargado de su fabricación, estaba perfeccionando, un reverbero y algunos espejos parabólicos. Bellet los esperaba con impaciencia: era el encargado del mantenimiento y la reparación de los instrumentos de astronomía y relojería.

Dejando Dunkerque para más tarde, el astrónomo y su ayudante comenzaron a recorrer la región parisina de norte a sur. En Montmartre, en vez del campanario abierto a los cuatro vientos que esperaban, encontraron sólo una torre desmochada desde la que era imposible hacer la menor observación. La de Montlhéry, en cambio, estaba sorprendentemente bien conservada, pero era demasiado grande e irregular para ser una buena señal. Delambre hizo construir una con la forma y las dimensiones deseadas. Fue destruida el mismo día. Al día siguiente, el procurador del municipio ordenó levantarla de nuevo a cargo del autor del delito, lo que no impidió que, unos días más tarde, fuese de nuevo derribada y hecha pedazos, esta vez por una mano anónima.

Al norte de París, el campanario de Saint-Martin du Tertre, aunque reconstruido cincuenta años antes, amenazaba ruina hasta el punto de que se habían bajado las campanas, salvo una que no podía sonar sin que se estremecieran el armazón y la albañilería. El estío avanzaba. En Jonquières, Delambre y Bellet festejaron el aniversario de la toma de la Bastilla. Durante la ceremonia un aldeano se acercó al astrónomo y le susurró que conocía a un testigo, vivo todavía, de la anterior expedición, la de Cassini de Thury. Delambre, excitado, le mandó a buscar inmediatamente. El anciano llegó y comenzó a contar. Había sido cincuenta años antes. Inagotable, no omitía precisión alguna, ningún detalle. Felices tiempos aquellos, cuando podía llevar solo pesadas piezas de madera hasta lo alto del molino que sirvió, entonces, de señal. El molino se había derrumbado, sólo quedaba un montón de piedras. ¡Medio siglo! Delambre, que tenía, por su parte, la relación que se hizo entonces, escuchaba arrobado. Pero aquellas palabras sólo produjeron en la multitud reunida parte del efecto deseado. Comenzaban a murmurar. Prescindiendo de ello, el astrónomo y su adjunto pusieron manos a la obra. Llegó la municipalidad en pleno, debidamente constituida, les comunicó las inquietudes de los habitantes con respecto a su actividad y les rogó que suspendieran las operaciones hasta que la administración departamental hubiera manifestado su acuerdo.

Delambre salió de inmediato hacia Beauvais, donde fue recibido el mismo día por el presidente del departamento del Oise que, afortunadamente, había sido miembro de la Asamblea nacional, e incluso su presidente, cuando ésta había dictado uno de los decretos referentes a la medición del meridiano. De regreso con una cálida recomendación de las autoridades del departamento, el astrónomo fue bien recibido y su estancia en Jonquières resultó muy agradable y estudiosa. Todo parecía arreglarse, tanto más cuanto el problema planteado por la estación de París acababa de encontrar solución. Tras haber inspeccionado la cúpula de los Inválidos, luego la del Panteón y otra vez la colina de Montmartre, Delambre había acabado encontrando en ésta un mirador que serviría.

Borda y Delambre caminaban a lo largo del Sena hacia el quai Conti. El primero estaba contándole al segundo una adivinanza que la señorita de Lespinasse solía plantear a su entorno.

—Con respecto a un espíritu, se podría reconocerle un atributo que sólo se concede a Dios: es infinito y está presente, si no en todas partes, al menos en todo. Justo y sutil, fuerte y agudo, claro y preciso, tiene la facultad y la gracia del de Voltaire, la pimienta del de Fontenelle, la sal del de Pascal, la profundidad del de Newton. ¿De quién se trata?

—¡Condorcet!

—Eso es. ¿Cómo lo habéis adivinado?

—Muy sencillo: como Voltaire, es un filósofo que no se hace un nudo en la lengua, y como él… se ha ganado un buen montón de enemigos. Como Fontenelle, es académico y, por añadidura, secretario perpetuo de la digna institución. Como d’Alembert, participó en la Enciclopedia, de la que reescribió la totalidad de las matemáticas.

—Eso parece una esquela necrológica —observó Borda.

—Usted ha planteado el acertijo. ¿Sabe cuántos artículos de matemáticas hay en la Enciclopedia?

—No.

—Yo tampoco. ¡Prosigamos! Como Pascal, es matemático pero… intenta, más que él, aplicar la teoría de las probabilidades a los testimonios, las votaciones, las distintas decisiones humanas.

—Decidme, ¿la apuesta de Pascal no era, también, una especie de cálculo de probabilidades?

—¡Dios no juega a los dados! Ni tampoco Newton que, si mal no recuerdo, es la última pieza de vuestra adivinanza.

Habían llegado ante el hotel des Monnaies, donde vivía Condorcet.

—Con el pretexto de medir algunos grados de meridiano, esos académicos lograron que el ministro les concediera cien mil escudos para los gastos de la operación; un pastel que se repartirán como buenos hermanos.

—Ya veis, no todo el mundo está de acuerdo con la expedición —exclamó Condorcet, encantado—. Lo prefiero; tras la unanimidad se oculta siempre la tiranía.

Cuando, acompañado por Borda, Delambre había entrado en el salón de los Condorcet, una hermosa mujer estaba leyendo un artículo de Marat, aparecido en L’Ami du peuple. Con su habitual ardor, el autor denunciaba también «la manía de los sistemas de cálculo que lleva a los físicos a reducir a un solo agente todos los fenómenos de la naturaleza».

—No es extraño —dijo un hombre de acento prusiano—, Marat nunca estuvo a favor de la unidad. Es coherente, se opone a ella incluso en física.

—Marat está contra la unidad, Condorcet contra la unanimidad. Y yo contra la uniformidad —soltó un joven de maravilloso acento americano.

Era Thomas Payne, héroe de la guerra de la Independencia; el prusiano era un rico barón que lo había abandonado todo, incluso el nombre, para lanzarse a la Revolución.

—Ahora se hace llamar Anacarsis —le indicó Borda a Delambre, que acudía por primera vez—. Y la mujer hermosa es nuestra anfitriona, Sophie.

Condorcet estaba a su lado, llevando en brazos a una encantadora chiquilla, Eliza, que lanzó un beso colectivo antes de que su padre se la llevara, riendo. Delambre les vio partir, divertido al sorprender a su colega en el papel de padre y de marido.

Todo lo que Europa tenía de inteligencia y arte se reunía en el salón de Sophie Condorcet: el economista Adam Smith, el narrador alemán Jacob Grimm, el poeta francés André Chenier, el erudito monarca de Dinamarca, gran discípulo de Rousseau; el médico Cabanis, su joven colega Pinel, que se ocupaba de los locos. Y muchos más.

Condorcet tardó algún tiempo en advertir la presencia de Delambre; puesto que las cosas funcionaban a la pata la llana, los invitados no eran presentados al llegar. El filósofo pidió silencio para presentar el astrónomo a sus invitados. Este fue, inmediatamente, objeto de numerosas preguntas: ¿por qué habían elegido un meridiano? ¿Por qué aquél y no otro? ¿Por qué Dunkerque y por qué Barcelona? Una minúscula damita preguntó: ¿por qué la cuarenta millonésima parte y no, qué sé yo, la tres mil cuatrocientas doceava, por ejemplo?

Delambre hizo un ademán para contener la avalancha. Buscando desesperadamente a Borda, le descubrió aparte, complaciéndose visiblemente con la escena. Tras pedir su ayuda con la mirada, vio cómo su compañero se dirigía ostensiblemente hacia el bufete, con una sonrisa maliciosa.

Delambre respondió pues a las preguntas sin la ayuda de Borda. Explicó que se había elegido aquel meridiano porque era el que pasaba por París y, por esta razón, había sido ya objeto de varias medidas. La última, que se remontaba a medio siglo atrás, la había efectuado Cassini de Thury.

—Pensamos inspirarnos mucho en ese trabajo y utilizar sus resultados —precisó Delambre—. Aunque ya en el pueblo de Jonquières, un molino que él utilizó como señal resulta inutilizable para nuestras propias medidas. Por lo que se refiere a Dunkerque y Barcelona, estas ciudades se han elegido porque, hallándose junto al meridiano y estando ambas al nivel del mar, los cálculos se verán así facilitados.

Sophie se acercó para servirle una copa de vino; Delambre se levantó esperando poder degustarlo con tranquilidad. Pero le recordaron la pregunta sobre la cuarenta millonésima parte.

—La antigüedad adoraba los juegos, hasta el punto de que del lado de Asuán, en el Nilo, la unidad de longitud se denominaba «estadio». Eratóstenes midió la distancia entre Asuán y Alejandría y, de ese modo, dedujo la longitud de la circunferencia de la Tierra: 250.000 estadios, lo que supone, aproximadamente, cuarenta millones de medias toesas del Perú —soltó Delambre justo antes de vaciar su copa de un trago.

—Deseáis que la nueva unidad de medida sea universal y la determináis sin la cooperación de los demás países, ¡eso resulta contradictorio! —observó alguien.

Condorcet intervino:

—Francia ha hecho lo que estaba en sus manos para que otras naciones se le unieran. La Asamblea constituyente dictó un decreto en el que «se suplicaba al rey que escribiera a su majestad británica» para que algunos sabios de la Sociedad Real de Londres acompañaran a sus homólogos franceses. Luis XVI escribió, los ingleses pusieron mala cara. Desde la toma de la Bastilla, Londres, Berlín, Viena y Moscú tratan a París como si estuviese apestada. Pero Europa no podrá impedir que Francia realice sus sueños. Y, puesto que los gobiernos no son los pueblos, hemos decidido prescindir de ellos. —De memoria, Condorcet comenzó a recitar el decreto de la Asamblea—: No hemos creído que fuese necesario aguardar el concurso de las demás naciones, ni para decidir sobre la elección de la unidad de medida, ni para iniciar las operaciones. En efecto, tras haber excluido de esta elección cualquier determinación arbitraria, y habiendo admitido sólo elementos que pertenecen por igual a todas las naciones, nada existe pues que pueda dar el más leve pretexto al reproche de haber querido afirmar una suerte de preeminencia.

»En una palabra, si la memoria de esos trabajos llegara a desaparecer, si sólo se conservaran los resultados, no presentarían nada que pudiera servir para dar a conocer qué nación concibió esa idea, que nación llevó a cabo su ejecución».

Cloots, que había borrado las fronteras incluso de su propio espíritu, estaba en el colmo de la felicidad; estrechó en sus brazos a Condorcet. Delambre salió al balcón; a sus pies corría el Sena. Borda apareció de pronto a su lado:

—¡Lo hallé! —Delambre le miró sorprendido—: El metro, lo llamaremos el METRO.

Y desapareció con la misma brusquedad. Le sorprendió que Borda hubiera elegido un origen latino; ambos sentían pasión por la lengua griega, una sola cosa les separaba sin embargo: Borda prefería La Ilíada y Delambre La Odisea. Las luces de las Tullerías danzaban en las calmas aguas del Sena. Mañana salía de París hacia Dammartin-en-Goële.