3
Cuanto más estrecho es el campanario, mejor señal constituye. El de la colegiata de Dammartin-en-Goële era de ese tipo. Al trepar por la escalera de caracol que no terminaba nunca, Delambre sintió que su cuerpo se retorcía. Recuperó el aliento diciéndose que le iba a ser necesario acostumbrarse a aquellas interminables ascensiones, luego siguió subiendo. De pronto fue un deslumbramiento, casi doloroso. Un océano de fuego le rodeaba, sol y trigo mezclados. Entornando los ojos, lanzó una mirada circular alrededor del campanil: trigo, trigo por todas partes. En algunos lugares, del suelo brotaban nubes. Era época de cosechas: las pajas aventadas formaban un halo que espesaba la atmósfera. Riqueza y monotonía, así era la llanura de Goële.
Azulado por la distancia, un círculo de colinas, de cerros, de torres, rodeaba el horizonte. Hubiérase dicho un inmenso anfiteatro cuyo centro fuese el campanario de la colegiata. Altozanos de Coupvray, de Caretin, de Chaumont; oteros de Écouen, de Montmélian; loma de Saint-Christophe, cerro de Sannois y el del Calvaire. Y a lo lejos, en el límite extremo hacia el sur, invisible para un ojo no avezado, una difusa eminencia: Montmartre. Más cercana, pero oculta, Ermenonville con, en el centro, la isla de Peupliers, la tumba de Rousseau donde, desde el comienzo de la Revolución, se apretujaba la gente.
—¿Y conocéis aquella torre, allí abajo?
Delambre se volvió con brusquedad; el carpintero que había llegado sin hacer ruido estaba de pie, a su espalda, señalando con el dedo.
Era la torre del monte Epikoy, que el astrónomo conocía muy bien. El carpintero pareció sorprendido.
—Soy de Amiens —le dijo Delambre—. ¿Quién no conocía, en Somme, la famosa torre donde había estado encerrada Juana de Arco?
Un campanario es, ante todo, campanas; aquéllas le parecieron gigantescas. Claro que Delambre nunca había tenido la oportunidad de acercarse a ellas, de tocarlas. Posando su mano en el bronce, creyó sentir ciertas vibraciones y se divirtió interpretándolas como restos de sonido, prisioneros del metal. Empujó la campana: permaneció inmóvil, ignorando su esfuerzo. Se disponía a insistir cuando sorprendió la mirada burlona del carpintero, de pie, en equilibrio sobre la viga maestra que cruzaba el campanil. La enorme pieza de roble era tan robusta y estaba tan bien empotrada en la piedra que nada parecía poder ponerla en peligro. Sólo ella sostenía el par de campanas. Pero el carpintero había saltado ya a una estrecha cornisa donde se le unió el astrónomo por una bamboleante escala de cuerda. Sin tener realmente vértigo, Delambre no se sentía cómodo: la humedad que había invadido su nuca no le engañaba. Comprobando cabrias y alfardas, el carpintero señaló una viga.
—Un par de siglos y sigue tan dura como madera de mástil. Aquí construiremos el andamio.
Delambre advirtió que decía andamio y no cadalso.
—Sólo el fuego podría con ella, y aun así… ¡Un fuego infernal!
Soltando una enorme risa que resonó en el campanario, el carpintero prosiguió su marcha por las chirriantes viguetas.
Delambre decidió alojarse en el Albergue de la Gran Cabeza, haciendo oídos sordos a las irónicas observaciones de Bellet, que vinculaba el nombre de la posada con su título de académico. La comida y la cama eran de buena calidad y las ventanas daban a la plaza. Al introducirle en su habitación, la sirvienta, con una vocecilla chillona, le enseñó el lugar donde, no hacía aún mucho tiempo, se exponía a los ajusticiados en horcas patibularias, con el rostro vuelto hacia el molino de justicia.
A aquella plaza llegaban, también, las noticias y, cada anochecer, eran allí detenidamente discutidas. Siempre había alguien que, tras haber pasado el día en Meaux o en Senlis, informaba a quienes se habían quedado en la aldea, a menos que fuese un viajero de camino entre Soissons y París. Los que llegaban de Bélgica o de las fronteras eran asaeteados a preguntas: hablaban de los combates. Se estaba en guerra contra el rey de Bohemia y Hungría.
El acontecimiento más discutido, el que había desencadenado más pasiones, emociones y querellas había sido la invasión de las Tullerías por la gente de los barrios. ¡El aposento del rey forzado! Habían compadecido a Luis XVI y al pequeño delfín. De aquella compasión quedaron excluidas las mujeres: ni una palabra para la madre, ni una palabra para la hija. Alguien había dicho que, por lo que le habían contado, todo había ocurrido sin malevolencia y no se había cometido devastación alguna. Un anciano respondió: «De todos modos…». Algunos, con aire grave, habían abundado en esa dirección pero otros le recordaron que, no hacía aún mucho tiempo, todos estaban de acuerdo en acabar con el castillo de Condé, que se hallaba a la entrada del pueblo. Alguien replicó que lo habían forzado sólo para quemar los derechos señoriales y que, de todos modos, «el rey no era la nobleza».
Algo había puesto en ebullición las imaginaciones: ¡el gorro frigio! Que Luis se lo hubiera puesto resultaba bastante bueno e imaginar «al esposo de la austriaca» así tocado había desencadenado las risas. Un hombrecillo cloqueaba: «¡Un gorro sobre una peluca!». Alguien, sin embargo, llegó a indignarse afirmando que al rey le había repugnado ponérselo. Un campesino, silencioso hasta entonces, se adelantó: «¿Repugnado? ¡También yo llevo uno, y con mucho orgullo!». Luego se escuchó la vocecilla chillona de la sirvienta del Albergue de la Gran Cabeza afirmando que sabía de buena tinta, por su prima, que estaba allí, que una mujer hermosa se había acercado al rey y le había lanzado: «¡Escuchadnos! ¡Estáis hecho para escucharnos!». Aquello llenó de pasmo a los oyentes y, en el silencio, alguien había murmurado: «Es cierto que está ahí para escucharnos».
Colocado entre el inicio de la aguja y el hueco de las campanas, el andamio ocupaba toda la superficie del campanario. Y ya es decir que era minúsculo…
—Aquí nadie vendrá a molestaros; la gente es demasiado gandula para subir tantos peldaños. Es el privilegio de la altura: estar solo… ¡en pleno pueblo!
Absorbido por la colocación del círculo de Borda, Delambre escuchaba sin prestarle mucha atención la cháchara del carpintero. Se encontraba bien. Dentro de un rato comenzaría el verdadero trabajo. Tras la agotadora exploración del lugar, tras las incesantes idas y venidas entre las estaciones, tras la construcción de los andamios, tras la larga instalación del material, tras la enojosa verificación de los aparatos, estaban por fin listos para la primera medida geodésica de la operación: el cálculo del primer ángulo.
El círculo de Borda se levantaba ante la abertura. Ambas lentes brillaban a la luz. Delambre se colocó detrás del instrumento y quitó los distintos sistemas de seguridad, devolviendo inmediatamente al instrumento el uso de sus articulaciones. Sintiendo en la palma de la mano el grano del metal, cerró la mano sobre la liberada lente y la dirigió hacia el norte. Con su dedo hizo girar, despacio, la pequeña rueda. Poco a poco, brotando de una lechosa nada, apareció la torreta de Clermont.
Bellet había seguido cada uno de sus movimientos; Delambre le cedió el lugar tras el instrumento. Apartando maquinalmente el mechón que caía sobre su frente, Bellet se inclinó y, tras haber mirado por el ocular, masculló algo como:
—Perfecto, perfecto… perfectamente claro.
Pronto la luz fue demasiado débil; Delambre inmovilizó la lente. ¿Cuántas mediciones como esa antes de llegar a Rodez? Bellet colocó las tapas en los oculares y cubrió el instrumento con un lienzo inmaculado. El carpintero, que desde hacía un rato miraba la inflamada abertura del campanario, señaló con el dedo el horizonte.
—Somos los últimos en ver la puesta de sol —afirmó con orgullo—. Se incorporó, de pronto, aguzando el oído: —¡Escuchad!
Un extraño silencio invadió el campanario. Bellet dejó de guardar las cosas. Delambre y el carpintero permanecieron inmóviles. Poco a poco, el astrónomo percibió una multitud de ruidos entremezclados. Como si llegaran a oleadas, como si batieran el campanario, los sonidos llegaban apagados, filtrados por la distancia, claros sin embargo: el rodar de una carreta, el relincho de un caballo, gritos infantiles, el chirriar de una reja, el martilleo de una maza. Aunque reconocibles, parecían irreales. El carpintero se inclinó; Delambre se puso a su lado. Abajo, en la plaza, unos personajes minúsculos se reunían en fluidos grupos al anochecer.
Así sucedió cada noche de aquel mes de julio, hasta el día en que un ruido insólito llamó la atención del astrónomo y su ayudante. ¡El redoble de un tambor! Bellet se apresura, la plaza está de bote en bote. «Venid a verlo», grita excitado, haciendo temblar el andamio con su agitación.
—¡Guardadlo todo! Y bajad a ver lo que ocurre en vez de permanecer ahí, plantado ante el aparato.
Bellet bajaba ya por la escala. Pasar súbitamente del silencio y la oscuridad de la nave vacía a la luminosidad y el tumulto reinantes en el exterior le aturdió por unos instantes. Crepitó el redoble de los tambores seguido, inmediatamente, por la explosión metálica de las trompetas. El cortejo llegaba a la plaza.
Cuatro hombres avanzaban a paso lento, llevando en sus brazos tendidos una enseña de grueso paño puesta entre dos enormes palos. Torpemente escritas: Libertad, Igualdad… Devorada por los pliegues de la tela, la tercera palabra era ilegible.
Detrás seguían él alcalde y los representantes de la población: calzones de paño de los burgueses, zuecos de los campesinos, bata de cáñamo de los artesanos, zapatos de cuero de los mercaderes. Avanzaban si decir una sola palabra y no podían evitar dirigir un ademán, pronto reprimido, a su familia agrupada para verles pasar.
Nadie sonrió cuando, para subir al estrado levantado junto al Árbol de la Libertad, el alcalde tuvo que hacer dos intentos. Con gesto rápido, se arregló la arrugada banda y miró a la muchedumbre: «¡CIUDADANOS! LA PATRIA ESTÁ EN PELIGRO».
Retumbando en un silencio catedralicio, la frase produjo un efecto inmediato. Un largo estremecimiento se propagó como una onda de choque. Bellet sintió que brotaba en él una emoción nunca vivida aún, hecha de fuerza y de tristeza. En la impresionante inmovilidad de la muchedumbre había algo animal, primitivo. «¡En peligro!». La fórmula hábilmente elegida por quienes, en la Legislativa, habían redactado el discurso despertó, como efecto inmediato, en cada uno de los oyentes, una sensación de urgencia. Cada hombre, cada mujer la escuchaba como una petición de ayuda: era preciso socorrer a la Nación.
Sacando de su bolsillo una proclama, el alcalde comenzó a leer:
—Numerosas tropas avanzan hacia nuestras fronteras.
Todos los que sienten horror por la libertad se arman contra nuestra Constitución, ¡CIUDADANOS, LA PATRIA ESTÁ EN PELIGRO! Que quienes deseen obtener el honor de marchar los primeros para defender lo que les es más caro, recuerden siempre que son franceses y libres. Que sus conciudadanos mantengan en sus hogares la seguridad de las personas y las propiedades. Que los magistrados del pueblo velen atentamente. Que todos, con tranquilo valor, atributo de la verdadera fuerza, aguarden para actuar la señal de la ley, y la patria se habrá salvado.
Secándose la frente, el alcalde se relajó como si, tras haber hecho compartir a sus conciudadanos el contenido de la proclama, se sintiera liberado de un terrible secreto. Barriendo el espacio con un amplio gesto de su mano, anunció orgullosamente: «En estos mismos momentos, esta proclama se lee en todos los municipios de Francia».
Una inmensa ovación recibió la noticia. La tensión acumulada se descargó de pronto: todo el mundo comenzó a hablar. Saber que, en aquellos instantes, en Marcilly, en Plailly, en Juilly, en el Mesnil, en Ermenonville, los habitantes estaban reunidos en la plaza, escuchando la misma llamada; sentir aquella gran tela tejida por todo el territorio, les produjo una embriaguez que ruborizó los rostros e hizo brillar las miradas: una embriaguez trágica que decía: «¡Libertad o muerte!».
El mesonero puso una mesa y una silla en el estrado. Un funcionario municipal ocupó el lugar del alcalde.
—Se abre el registro de alistamiento —anunció colocando un gran libro sobre la mesa—. Que quienes deseen presentarse voluntarios vengan a inscribirse. No hay obligación de uniforme; todos pueden ir al combate con su ropa de trabajo.
Un hombre se había colocado ya ante el estrado. Aguardaba tranquilamente, quería ser el primero en alistarse, el primero en partir.
Desde su observatorio, el astrónomo había visto el cortejo llegando a la plaza; cuando el alcalde comenzó a hablar, Delambre no había podido resistirlo. Estaba entre la muchedumbre cuando el consejero municipal hizo la llamada al alistamiento. El astrónomo buscó a su ayudante con la mirada y, al no verlo, salió en su busca. Tras haber dado muchas vueltas, acabó distinguiéndole.
Inclinado sobre el registro de alistamientos, Bellet, con la pluma en la mano, se disponía a firmar. Delambre dio un salto deteniendo con brutalidad su gesto.
—¿Pero qué estáis haciendo, Bellet? ¡Os habéis vuelto loco! Aguardad, no firméis… no de momento. Os lo ruego.
Llevándoselo aparte, mientras le apretaba con fuerza un brazo, le dijo suavemente:
—Comprendo lo que sentís. Pensáis que es más importante ir a combatir. Evidentemente, ¿cómo podemos permanecer en nuestros campanarios cuando la patria está en peligro? Pensáis que…
—Pienso que, si somos invadidos, no habrá ya nada que medir. Pienso que si los ingleses toman Dunkerque, vuestra expedición se ha jodido.
—¿Mi expedición?
—No he querido decir eso…
—Recordad las palabras de Condorcet: ¡A todos los tiempos, a todos los pueblos! La medida es universal, no puede depender de los acontecimientos.
—Y, sin embargo, depende de ellos; lo queráis o no —replicó Bellet—. Ambos hombres estaban frente a frente.
—Si Dunkerque cae, si Perpiñán cae, proseguiremos —aulló Delambre—. Es preciso proseguir.
Estaban ya en agosto. En la plaza de Dammartin había muchos menos hombres, también en el albergue. Cierta mañana, cansado de esperar que las brumas del calor se disiparan, pues le impedían percibir la señal de Montmartre que tanto le había costado elegir, Delambre se decidió: puesto que Montmartre se empecinaba en ser invisible de día, lo observarían por la noche. Bellet partiría aquel mismo día para encender, por la noche, un reverbero especialmente concebido para ello, mientras Delambre, en su puesto del campanario, procedería a la medición.
—Estamos de acuerdo —precisó el astrónomo—, vos encenderéis el reverbero dos horas después de la puesta del sol. No antes. Si todo va bien, debería de verlo en torno a la graduación…
El final de la frase se perdió en un espantoso estruendo. Bajo sus pies, la castigadera, dándole de lleno al badajo, había iniciado el repique de campanas y producido la exasperación de Delambre, que comenzaba a no poder soportarlo más.
Bellet estaba cargando los reverberos en la berlina cuando le llamó la atención un grupo que se había formado en la plaza. Con el torso desnudo bajo el delantal de cuero, un hombre, subido a un banco, arengaba a los aldeanos con potente voz:
—A mí las amenazas me hacen el efecto contrario. Al parecer, si arañamos las Tullerías o acariciamos con demasiada fuerza la cocorota del rey, los austríacos, los prusianos… —Buscó las palabras—: ¿Cómo lo han escrito? —le preguntó al joven con unas finas gafas que se hallaba a su lado.
De su bolsa de buhonero, éste sacó un periódico:
—Han escrito…, buscó la frase…; ¡ah, sí!, han escrito «se tomarán una venganza por siempre memorable».
—Eso es —prosiguió el arengador—; para siempre memorable.
Encaramándose, a su vez, al banco, el buhonero desplegó el periódico y leyó en voz alta:
—Dicen que los habitantes de las ciudades, los burgos y los pueblos deben someterse de inmediato a las tropas austríacas y prusianas; que quienes intenten defenderse sufrirán una venganza ejemplar, que las casas serán demolidas e incendiadas, que París será entregado a una ejecución militar y a una subversión total.
El hombre del delantal de cuero estalló:
—¿Habéis oído? ¡Cuanto más lo oigo, más rabioso me pongo!
Bellet casi le arrancó el diario de las manos. Era la Chronique de Paris. Un gran titular cruzaba la primera plana:
«ULTIMÁTUM DEL JEFE DE LOS EJÉRCITOS PRUSIANOS.
¡Las increíbles amenazas de Brunswick!».
Bellet intentó leer con calma: someterse de inmediato… venganza ejemplar… casas demolidas e incendiadas… París entregado a una ejecución militar y a una subversión total. Agarró el periódico como si quisiera romperlo. Si somos vencidos, Francia será destruida, pensó con rabia. Conocía el poderío de los ejércitos extranjeros. Sabía también que la mayoría de los oficiales franceses habían desertado, que los soldados carecían de armas, de municiones. Conservaba todavía en su memoria las palabras del funcionario municipal: todos pueden ir al combate con su ropa de trabajo. ¡Lo que significaba que ni siquiera tenían uniformes! Viendo a los voluntarios que habían partido, el resultado de la guerra no era dudoso: ninguno de ellos había empuñado nunca un sable o disparado un cañonazo, e iban a enfrentarse con soldados profesionales. Al pensar que todo aquello en lo que había creído y esperado podía quedar aniquilado, Bellet sintió que el corazón se le oprimía. Lágrimas de impotencia acudieron a sus ojos.
Mientras se alejaba, escuchó de nuevo al hombre arengando a la muchedumbre:
—¿Y sabéis quién es el jefe de los emigrados que se alían con Brunswick? —Bellet se dio la vuelta—. ¡Louis Joseph, el actual príncipe de Condé! —gritó el hombre remachando sus palabras—. ¡El propio conde Dammartin, de nuestro pueblo!
Todos conocían al conde. No hacía demasiado tiempo, apenas cuatro años, reinaba sobre el paraje y cuando, dirigiéndose a su castillo, la carroza cruzaba la aldea, las espaldas se doblaban y todos se quitaban el sombrero. Se alzaron gritos de furor. De furor, de rabia, de despecho y de vergüenza. El propio nombre de Dammartin estaba vinculado a Condé desde hacía siglos, el oprobio caería sobre el pueblo y sus habitantes.
Eran necesarias cinco horas para llegar a París. Cuando Bellet subía a su berlina, oyó una voz que le interpelaba:
—¿Vais a París? —le preguntó un hombre al que había visto, algunas veces, en el albergue.
—Debo estar en Montmartre antes de que anochezca.
—Se dice que los barrios se dirigirán en cortejo a las Tunerías para decirle cuatro palabras al rey. Quisiera estar allí, pero me sería muy penoso ir a pie.
El hombre se sentó junto a Bellet. El coche arrancó. Una mujer corrió hacia ellos.
—Toma esto, Louis —gritó tendiéndole al pasajero una hogaza de pan—. Al parecer, en París no tienen comida.
El hombre se asomó y tomó la hogaza.
—No te preocupes, mañana estaré de regreso. —Luego, dirigiéndose a Bellet—: Ella es Louise y yo Louis: estábamos hechos el uno para el otro. ¿Qué voy a hacer ahora con semejante nombre? No voy a cambiarlo porque el rey se llame del mismo modo. ¿Cuál es vuestro oficio?
—Soy ingeniero.
—Pues yo talabartero —permaneció pensativo unos instantes y, luego—: Una albarda resistente, una silla o un arnés fuertes… lo nuestro son las bestias de tiro y tardarán en desaparecer. En Senlis había tres guarnicioneros, ahora sólo queda uno. Se creían la flor y nata; lo suyo eran los caballos de lujo.
Le interrumpió una especie de chasquido acompasado. Por un campo, junto a la carretera, avanzaba una extraña máquina, envuelta en una nube de pajas. Era una especie de molino accionada por una única bestia. Bellet detuvo la berlina.
El armatoste estaba lleno de pequeñas hojas cortantes, colocadas en dos grandes cilindros que giraban a toda velocidad. Un chiquillo conducía la bestia mientras, por detrás, un hombre alimentaba una artesa, metiendo regularmente enormes gavillas de paja. Bellet nunca había visto algo semejante. El ruido era intenso. Bajo aquel sol de plomo, el hombre parecía un maniquí de mimbre, con el cuerpo cubierto de paja, restos de rastrojos y vello del pecho entremezclados. Arrastrada hacia los cilindros, la gavilla fue devorada por aquellas mandíbulas e inmediatamente desmenuzada. Por debajo, un chorro de granos cayó, crepitando, en un molino que iba pulverizándolos.
—Es una trilladora —explicó Louis cuando Bellet volvió a la berlina—. Le tendió la hogaza, ya empezada. —Es algo nuevo, al parecer viene de Inglaterra. La máquina trabaja sobre una antigua tierra de los Condé.
Al oír de nuevo aquel nombre, el furor de Bellet renació. Rabiaba por haber escuchado a Delambre y no haberse alistado.
—¿Vos tampoco habéis partido con los voluntarios? —preguntó bruscamente—. Louis respondió, agachando la cabeza:
—Lo hubiera hecho de buena gana, pero tengo tres retoños y la mujer no quiso. ¿Y tú?
—Lo mismo —balbuceó Bellet.
Se encendió un fulgor en los ojos de Louis.
—¿Tu mujer tampoco quiso?
—En cierto modo —respondió Bellet sonriendo.
La oscuridad había invadido el campanario. Acodado en la abertura, Delambre miró hacia París; una noche sin luna cubría la capital. Era la hora.
Dirigiendo la lente hacia Montmartre, donde debía hallarse el reverbero encendido por Bellet, observó. ¡Nada! No había luz alguna. Sorprendido, verificó el instrumento, determinó otra vez la dirección de la lente: todo estaba en orden. Sin duda algo había retrasado a Bellet, tal vez había necesitado más tiempo del previsto para instalar el material…
Durante la noche, Delambre regresó varias veces al instrumento sin resultado alguno. ¡Ni rastro del reverbero! Irritado, con un brusco gesto barrió el horizonte; un brillo gigantesco invadió el ocular. El astrónomo nunca había visto algo semejante. La luz era real y brotaba del centro de París. Delambre permaneció mucho rato con el ojo pegado al instrumento. Luego, renunciando a comprender, fue a acostarse.
El estruendo era tal que acabó despertándole. Delambre rezongó, se dio la vuelta, intentó apagar el ruido de las voces metiendo la cabeza bajo la almohada. Vencido, abrió los ojos. Pese a las cortinas, el sol penetraba en la alcoba. Se levantó, corrió la cortina y levantó el batiente de la ventana.
Unos cincuenta aldeanos se habían reunido en torno a la valija postal; otros comenzaban a llegar por las callejas, todos estaban muy excitados. Un hombre pasó bajo la ventana y le gritó a Delambre:
—¡Las Tullerías! Los suizos han disparado. Hay miles de muertos. Se dice que el rey está prisionero en el Temple. Las Tullerías han ardido toda la noche.
Delambre cerró la ventana y corrió la cortina. Volviendo a la cama, murmuró con los ojos entornados: «Espero que no haya sido Bellet el que haya pegado fuego».
Al día siguiente, aunque le habían asegurado que decenas de coches estaban retenidos en las barreras de París, al astrónomo comenzó a preocuparle la ausencia de su ayudante. Pasando ante la colegiata sin ni siquiera levantar la cabeza, entró en su habitación para leer La Chronique de Paris. En primera plana, según su costumbre, publicaba el informe de las sesiones de la Asamblea, redactado por Condorcet.
«Noche del 9 al 10 de agosto.
»Durante la noche se da la alarma. La Asamblea se reúne a medianoche. Escucha a varios peticionarios de las secciones de París declarando que la agitación del pueblo procede de que ven a la corte en estado de contrarrevolución. Un oficial municipal anuncia que el rey, la reina y la familia solicitan presentarse. Entra el rey, seguido por su esposa, su hijo, su hija y madame Elisabeth. Se coloca junto al presidente Verginaud y dice: “He venido hasta aquí para evitar un gran crimen y me creo en seguridad entre vosotros”.
»El señor Carnot pregunta cómo lo hará la Asamblea para deliberar, puesto que la Constitución dice que la Asamblea no es deliberante cuando el rey está presente. Se decide que el rey y su familia aguarden en una logia separada de la sala por una reja: la logia que suele ocupar el logógrafo. De pronto se oyen cañonazos en la dirección del castillo.
»El rey advierte que ha dado orden a los suizos de no disparar. Los cañonazos aumentan; les acompañan muchos disparos de fusil. El rey, su familia y los diputados escuchan en silencio. Un orador solicita que la Asamblea ponga bajo la protección de la ley las propiedades y a las personas. La moción es aplaudida y decretada. Un opinante solicita de todos sus colegas el juramento: ¡Viva la libertad! ¡Viva la igualdad! Todos los diputados se levantan y pronuncian el juramento con los brazos levantados al cielo. Se anuncia que han forzado el castillo».
Delambre volvió febrilmente la página y se arrojó sobre el siguiente artículo, que relataba lo que había ocurrido en el castillo.
«El despertar del pueblo ha sido terrible y, por una vez, podemos decir sin que se nos acuse de exagerar, que se ha levantado por entero. Aquello no era una revuelta que algunos disparos de fusil pudieran domeñar, sino una insurrección general, un suplemento real de revolución al que nada podía resistir.
»A las 9h, todos los que están en condiciones de llevar un arma se dirigen a las Tullerías. Los ciudadanos dicen en voz muy alta que desean la deposición del rey; nadie manifiesta la intención de hacerle daño. Los granaderos de dos batallones monárquicos bien conocidos habían comunicado a sus cañoneros que les fusilarían si se negaban a disparar contra el pueblo. Esos mismos granaderos habían incitado a los suizos y les habían dicho que dispararan contra todo lo que se moviera.
»En efecto, apenas llegado el rey a la Asamblea comienza la carnicería. Los suizos disparan por las ventanas e incluso por los tragaluces. Los ciudadanos, desarmados o mal armados, huyen. Los valientes marselleses y bresteses se unen, los parisinos les secundan; proceden, sobre todo, de Saint-Antoine y de Saint-Marceau. Un terrible fuego responde al que se recibe. Se ha visto a algunos guardias nacionales corriendo tras las balas de cañón disparadas desde las Tullerías para devolverlas a su vez. Al pasar ante el Carrousel, el cortejo recibe una terrible descarga. Los guardias del rey, emboscados en barracones, disparan fuego graneado que produce un centenar de muertos en el pueblo. Un grupo de marselleses se lanza hacia adelante y, por las aberturas, tiran saquetes que hacen estallar los barracones. Inmediatamente el fuego prende y provoca una gran humareda.
»Finalmente, los suizos, vencidos, deponen las armas, pero gran número de federados, de marselleses, de ciudadanos de París han perdido la vida. La desesperación llega al colmo y, a excepción de algunos suizos, a los que se ha conseguido librar del furor ocultándolos, todos han perecido. Muchos han sido conducidos ante la casa común donde han recibido la muerte.
»El Carrousel ha ardido toda la noche y sin la acción de los guardias nacionales el fuego se habría extendido a todo el castillo. Algo más tarde, las Tullerías han sido inundadas. Los muebles han sido llevados a las secciones. Los ladrones han sido castigados con la muerte pero, en la confusión, algunos inocentes han pagado por los culpables. Se han salvado varios efectos valiosos. Debemos citar aquí el desinterés del señor Collard de Troné, artillero de los Petits-Pères, nacido en Caen. Tras haber encontrado 1.500 luises en el escritorio de la reina, los ha depositado en la Municipalidad. Ha encontrado, al mismo tiempo, dos cartas dirigidas a la reina que publicaremos próximamente.
»Las estatuas de Luis XVI, Luis XV e, incluso, la de Enrique II han sido derribadas. Tres ciudadanos han muerto aplastados por el busto de Luis XV».
Delambre se levantó con la cabeza hirviendo, paseó por la habitación, aliviado y ansioso al mismo tiempo. Aliviado como es posible estarlo cuando, tras haberse incubado mucho tiempo, la tempestad estalla por fin. Ansioso porque no podía imaginar que estallara con tanta violencia. Tomó otra vez el periódico: «El anteojo mural de la escuela militar, colocado en el observatorio del astrónomo de Lalande, ha sido gravemente dañado por hombres que habían entrado buscando armas». Algo más adelante, unas líneas llamaron su atención: «Hermoso apartamento de dos piezas, muy bien amueblado, soberbia vista sobre el río; adecuado para un hombre solo y su criado; también puede convenir a un diputado. Dirigirse, en el quai de la Messagerie, esquina de Arche-Marion, junto al Pont Néuf, al señor Gifon quincallero, n.º 11». «No soy diputado pero de buena gana lo cambiaría por el mío de la rue du Paradis. El Sena, dos habitaciones, un hombre solo; si mis emolumentos aumentan, pensó Delambre, vivir junto al río, ante el quai Conti, frente por frente con Condorcet…». Se durmió.
Retenido por mucho tiempo en las barreras de París, Bellet sólo regresó dos días más tarde. Puesto que la estación de Montmartre resultaba impracticable, Delambre la sustituyó por la cúpula del Panteón.
La berlina verde se disponía a abandonar Dammartin-en-Goële cuando Bellet vio que una mujer vestida de negro cruzaba la calle. Era Louise. Había esperado en vano a su marido: Louis, el talabartero, era uno de los miles de muertos de la noche del 10 de agosto.