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«En el lugar que aquí se denomina alto de Châtillon hay una pequeña granja y un campo cultivado; el resto está todo cubierto de encinas bastante elevadas. A lo largo de este campo pasa el camino de Pithiviers a Châteauneuf. Entre este camino y el lindero del bosque, tras muchas tentativas, decidí hacer construir una señal de sesenta pies de altura. La construcción es muy onerosa y, en las circunstancias en que nos hallamos, puede provocar la alarma en los alrededores.

»El cuarto piso, de forma cuadrada, nos sirve de observatorio; está coronado por una pirámide parecida a nuestras señales ordinarias. Para ponernos a cubierto del viento y de la nieve la hemos hecho cubrir con tablas por los cuatro costados.

»El viento, que hace poca presa en nosotros, la hace tanto más en la señal cuanto que ésta le ofrece una superficie considerable. El carpintero, a quien no pudimos vigilar, no cumplió todas las condiciones acordadas. Descuidó, sobre todo, lo que debía asegurar la solidez. El menor soplo agita toda la estructura de modo que no sólo hace poco seguras las observaciones, sino que inquieta también a los observadores; nos cuidamos mucho pues de subir sólo con tiempo tranquilo y de bajar enseguida en cuanto se levanta viento. Pero hay que bajar también el instrumento, y la operación requiere un cuarto de hora más. Y los días son cortos, y el frío tan riguroso…

»Comienzan a caer copos de nieve».

En la posada de Châtillon, Delambre y Bellet pasaron su segunda Navidad. Sentados ante una chimenea profunda como una gruta, Bellet tosió y estornudó por décima vez.

—Bebed, no hay mejor remedio contra un mal aire.

Un anciano le tendió un vaso de matarratas y se sentó a su lado. Era el «Tío-Libertad». El nombre le venía de su función; era responsable del Árbol de la Libertad plantado en la plaza del pueblo. Jardinero y guardián, tenía que ocuparse de él y, al mismo tiempo, impedir que lo dañaran.

Se abrió la puerta y Bellet se estremeció. Un muñeco de nieve se sacudió en la entrada; era Delambre. Sin ni siquiera quitarse la pelliza, corrió hacia su ayudante:

—Se me acaba de ocurrir otro modo de actuar. En vez de hacer la misma medición cada uno a su vez, la haremos juntos.

Por toda respuesta, Bellet le tendió un vaso de matarratas.

—Vos estaréis en una lente y yo en la otra, prosiguió el astrónomo. ¡Iremos mucho más deprisa! —y vació su vaso.

Pasmado, el Tío-Libertad le apostrofó:

—¿Sois los sabios? —Su rostro se iluminó—. Léonne, otra jarra y unos vasos. Yo pago la ronda.

Delambre se negó con un ademán.

—¿Cómo, cómo? Hoy estoy de fiesta, el alcalde ha dicho que en París han votado que la escuela sea obligatoria… ¡y gratuita!

Sentado a una mesa cercana, un hombre de unos cuarenta años, bien vestido, seguía la conversación:

—No estoy de acuerdo en que sea obligatoria; es contrario a la libertad. Es como el ejército, vas si te presentas voluntario.

—¡Pero tú no eres voluntario, pardiez! —repuso el anciano y, acercándose a él—: ¿No te molestará que sea gratuita, buen hombre? Sin duda tú sabes leer —el tipo asintió—; pues bien, yo no —concluyó el viejo.

—¿Y de qué te habría servido? —soltó el ricachón con desprecio.

—Me habría servido para… para…

Léonne llegó a tiempo de impedir que el anciano se atragantara; dejando la jarra y los pocillos, murmuró:

—Me extrañaría que vuestra escuela fuese también para las chicas.

Delambre levantó la cabeza; la mujer se había marchado ya. Bebieron a la salud de la escuela ante la mirada huraña del ricachón, que pensaba ciertas cosas que no se atrevió a formular pero que otros, en su tiempo, se habían atrevido a escribir: «Me parece esencial que haya pobres ignorantes. No debemos instruir al peón sino al buen burgués». ¿Quién lo escribió? Voltaire, el Voltaire de las luces. ¡Nadie es perfecto!

Se sentaron a la mesa. La costumbre era que, la noche de Navidad, la cena se hacía en común. Una interminable mesa ocupaba la gran sala. El posadero se frotaba las manos, la posada estaba atestada: la tormenta de nieve había impedido a muchos viajeros proseguir su camino.

El ricachón era almidonero en Pithiviers; el cargamento de patatas que transportaba había quedado atrapado en un bache. Junto a él se hallaba un gracioso muchacho al que acompañaba otro, de más edad pero extrañamente ojo avizor. El más joven era cura, Jean Chambraud, el otro era su obispo, Torné, uno de los primeros eclesiásticos que había prestado juramento de fidelidad a la República.

A un extremo de la mesa, entre Chambraud y el almidonero, acababa de instalarse una hermosa mujer llegada, al caer la noche, con dos bribonzuelos que, por fortuna, se habían dormido ya. Se bebía un excelente vino de Mâçon y se comía un suculento pavo. Léonne se deslomaba para servir a todo el mundo.

Los dos eclesiásticos se dirigían a Culan, donde el obispo debía casar a su cura con una ciudadana del pueblo. No era la primera vez que Torné lo hacía: unas semanas antes había bendecido los esponsales del ciudadano Nicolas Moulin, cura de Verneuil, con una de sus feligresas. La hermosa mujer lanzó gritos de quebrantahuesos al escuchar aquellas monstruosidades: «¿Y el voto de castidad?», exclamó. El apuesto Chambraud le dirigió una mirada angélica y guardó silencio. Torné, más angélicamente aún, declaró con voz dulcísima: «No hay voto legítimo que sea contrario al voto de la naturaleza, querida ciudadana. Por mi parte, y debido a mi avanzada edad, tengo sesenta y siete años, lamento no poder dar ejemplo de esa hermosa reforma que autoriza el matrimonio de los sacerdotes».

Algo más tarde, Delambre supo que, un mes después de aquella cena, el obispo Torné se había casado con la señora Thérèse Collet d’Issoudun… de la que se divorció al cabo de dos años.

Cada rincón de la mesa tenía su propio tema de discusión; luego, de vez en cuando, por lo general a la llegada de un nuevo plato, las conversaciones se unificaban. A fuerza de perseverancia, el Tío-Libertad acabó logrando que la conversación tratara de la instrucción. El mejor informado era Chambraud. Parecía saberse de memoria el texto de Condorcet que había servido para la elaboración de la ley votada tres días antes. Lo citó en abundancia:

—Establecer entre todos los ciudadanos una igualdad de hecho… hacer realidad la igualdad política reconocida por la ley… —A medida que iba hablando, Chambraud se acaloraba—: La instrucción no debiera abandonar a los individuos cuando dejan la escuela; sería preciso que pudiese abarcar todas las edades.

El anciano, encantado, abría de par en par sus oídos.

—¡Ahora nos prometen escuelas para los viejos! —soltó el almidonero por encima del hombro de su vecina, que insistió—: Perdonadme, padre —hizo hincapié en el apelativo—, si nos pasamos la vida en la escuela, ¿cuándo tendremos tiempo de trabajar? —Y sumiéndose en su plato, siguió devorando el enorme muslo de pavo que le había tocado. Chambraud no hizo caso de la pregunta:

—Esta segunda instrucción, reservada para los adultos —aseguró—, es tanto más necesaria cuanto que la primera ha sido descuidada; debe dar a cada cual medios para satisfacer sus necesidades, asegurar su bienestar, conocer y ejercer sus derechos.

—Señor cura, estáis haciéndonos un verdadero sermón —exclamó la hermosa con los ojos brillantes.

Léonne, empapada, sacaba enormes bandejas que la mesa se apresuraba a vaciar. El posadero había hecho bien las cosas: un festín, que se apreciaba tanto más cuanto que fuera se oía silbar un espantoso cierzo. Alguien dijo que si el gobierno se metía en la instrucción, podía temerse que dictara el contenido de lo que debía enseñarse. Un hombrecillo, sentado frente a Delambre, y que hasta entonces había guardado silencio, estalló:

—Son los mismos que, durante siglos, encontraron natural que la Iglesia se ocupara de la escuela y que, hoy, cacarean como ocas exigiendo que «la instrucción sea independiente».

—Como pavos —rectificó secamente el almidonero.

—¿Que como pavos? —preguntó pasmado el hombrecillo. El almidonero, dándole un codazo a su vecina, repuso:

—¡El que cacarea como una oca!

El Tío-Libertad saltó de su silla:

—¡No, ciudadano, no! Grazna como una oca, cacarea como una gallina, cloquea como un pavo —y volvió a sentarse mirando orgullosamente a los presentes. Una carcajada recibió sus precisiones. Y entonces reapareció Chambraud llevando en sus manos el opúsculo de Condorcet, que fue leyendo en voz alta mientras se movía entre las sillas:

—Puesto que la primera condición de cualquier instrucción es enseñar sólo verdades, los establecimientos deben ser tan independientes como sea posible de cualquier autoridad. —En su ciego andar, el cura estuvo a punto de derribar a Léonne, la mesa lanzó un grito horrorizado: ¡eran los postres! Chambraud, sin darse cuenta de nada, prosiguió—: Ningún poder debe tener autoridad, ni siquiera crédito para impedir el desarrollo de verdades nuevas, tampoco podrá impedir la enseñanza de teorías contrarias a su política o sus intereses particulares.

Dejó el libro abierto sobre la mesa. Una mancha desfiguró las guardas: el pavo era grasiento.

Como sucede a veces, todas las conversaciones se interrumpieron simultáneamente, salvo una: el ricachón hablando con su vecina. Y en el silencio, poco antes de la medianoche, eso es lo que oyeron los comensales:

—En un tonel con una capacidad de media cola de Borgoña, pongo cincuenta libras de habichuelas y lentejas estropeadas mezclándolas con quince libras de arroz averiado, unas doce libras de patatas y de cinco a seis libras de raspadura de brionia.

La hermosa escuchaba, encantada; el ricachón no pudo terminar de darle, y a toda la mesa de paso, la receta del almidón.

—¡Pero todo está podrido! —le interrumpió el anciano fingiéndose asqueado—. ¡Y con ese revoltillo endureces los cuellos de los presentes!

El otro, sin desconcertarse, se levantó, solemne:

—No de los presentes. Proveo al ejército y a algunos diputados de la Convención; y al propio Robespierre, ciudadano.

De pronto, Léonne golpeó una gran sartén, era medianoche. Todo el mundo se besó.

Algo más tarde, cuando todos habían ido a acostarse, en la sala sólo quedaban el Tío-Libertad, con los nervios de punta, y Bellet, adormilado ante la chimenea.

—Ya sólo quedan tibios —vituperó el anciano—, los mejores se fueron en el 92; apuesto a que no regresarán todos. ¡Y los demás, los proveedores del ejército, se hacen de oro a espaldas de los voluntarios! —Incorporándose, apretó con afecto el brazo de Bellet—: Ya ves, pequeño, la Revolución debería tomar ejemplo de la naturaleza: hibernar, ¿comprendes? Detenerse con el invierno, recomenzar con el buen tiempo; más fuerte, más vigorosa aún. —Se envolvió en una gigantesca capa, desapareciendo en ella—: Sin duda habéis visto mucho país, vosotros dos. Dime —se acercó a Bellet—, ¿es grande Francia?

Bellet, aunque dormido, se oyó responder:

—Bastante, bastante todavía.

No lejos de Châtillon había un burgo llamado Marchecourt. Compuesta por una veintena de miembros, la Sociedad popular estaba dirigida por el ciudadano Gasnier, el excura de la parroquia; podía presumir de ser una de las sociedades más activas del Loiret.

En el camino de Malesherbes a Pithiviers se levantaba un pequeño monumento en el que se había grabado una inscripción. Visto como un indicador feudal, el monumento recordaba a los aldeanos los odiados peajes donde, en cada puente, en cada barrera de población, en cada encrucijada de caminos, el viajero se veía obligado a pagar la tasa al señor.

Durante la reunión del 17 de diciembre, Gasnier había tomado la palabra: «Ciudadanos, hermanos míos, existe todavía en territorio de nuestro municipio un odioso signo del despotismo, me refiero a la pirámide de piedra llamada Meridiano, levantada antaño por los antiguos señores como señal de su grandeza. Solicito que la Sociedad popular decrete que la pirámide sea demolida inmediatamente y transportada al interior del municipio para el acondicionamiento de las calles de Marchecourt». Se procedió a la votación. Unos días más tarde, las calles de Marchecourt se hallaban en mucho mejor estado.

El Tío-Libertad se lo contó a Delambre, que corrió a Marchecourt. En lugar de la pirámide sólo encontró algunos restos pero, buscando bien, exhumó una placa de mármol blanco en el que se había grabado: «Meridiano del Observatorio establecido por Cassini en 1748». Se la llevó.

Atrapados durante una semana en la posada, en una deprimente inactividad, el astrónomo y su ayudante habían visto cómo los huéspedes se marchaban uno tras otro. Liberada su carreta, el almidonero había regresado a Pithiviers; luego le tocó el turno a Torné y Chambraud, impaciente por reunirse con su prometida. Sólo la mujer hermosa se había quedado, con sus dos retoños que, como por desgracia no dormían continuamente, pronto hicieron la atmósfera insoportable. Aquel episodio confirmó a Delambre en su pasión por el celibato.

La tormenta se había calmado, pero el cielo seguía cargado. Expulsadas por una empecinada brisa del este, las nubes habían acabado alejándose. La tormenta había aplastado el paisaje bajo una capa de nieve; en la lejanía emergía un pico sombrío presa también del hielo: el campanario de Pithiviers hacia el que Bellet enfocaba el catalejo inferior. Delambre, con el ojo pegado a la lente superior, aguardaba a que su ayudante hubiese terminado. Por primera vez efectuaban simultáneamente sus observaciones.

De acuerdo con las previsiones del astrónomo, el trabajo fue dos veces más rápido. El frío era intenso; Bellet llevaba guantes con los dedos cortados; Delambre, con las manos desnudas, se frotaba con regularidad los dedos. Irritado por lo que parecía convertirse en una manía, Bellet le apostrofó:

—¡Haced como yo, poneos guantes!

—¿De qué serviría? Es la punta lo que se hiela.

Entonces Bellet sacó solemnemente de su bolsillo diez minúsculos trozos de lana negra y los insertó en la punta de cada uno de sus dedos. Le quedaba aún el pulgar de la mano izquierda por envolver cuando les llamaron. Al pie de la torre, una silueta en la que creyeron reconocer al Tío-Libertad les mostraba algo. Delambre asió la escalera mascullando:

—Al parecer viene de París —anunció el Tío-Libertad tendiendo un sobre al astrónomo. Antes de que éste tuviera tiempo de descifrar el membrete, el viejo había sacado de su zurrón un cartel y lo desplegó—: ¿Podríais leérmelo? ¡Es una lata tener que pegar pasquines que no puedo leer!

El cartel anunciaba: «Considerando que durante los periodos de carestía, el uso de patatas está exclusivamente destinado al hombre, el Comité de salvación pública decreta: Artículo I. Queda prohibido a cualquier almidonero convertir las patatas en fécula. Artículo II. Quienes contravengan…». El rostro del anciano se iluminó y soltó tal carcajada que apenas pudo doblar el cartel.

—¡Qué cara va a poner el almidonero de Pithiviers! —exclamó alejándose envuelto en su gran capa.

Delambre abrió la carta, comenzó a leer y palideció. «El Comité de salvación pública, considerando qué importante es para el espíritu público que quienes se encarguen del gobierno sólo deleguen funciones o den misiones a hombres dignos de confianza por sus virtudes republicanas y odio hacia los reyes, decreta que Borda, Lavoisier, Laplace, Coulomb y Delambre dejen a partir de hoy de ser miembros de la Comisión de pesos y medidas y entreguen de inmediato los instrumentos, cálculos, notas y memorias que están en sus manos». Iba firmado por Prieur de la Côte-d’Or, Barère, Robespierre, Couthon, Saint-Just, Collot d’Herbois. Delambre quedó plantado al pie de la torre, Bellet le hacía alegres ademanes incitándole a subir.

El viejo Borda tenía razón cuando les había puesto en guardia: todos los que habían firmado la carta en favor de Lavoisier eran destituidos, salvo Haüy, de quien sin duda se habían olvidado. Delambre había aceptado sus responsabilidades, no lamentaba nada. Esperaba, es cierto, ser sancionado, pero no tan severamente, no tan rápidamente. Que le interrumpieran en mitad de sus mediciones, antes incluso de que la campaña de invierno hubiese terminado, le puso furioso.

Cuando pasó de nuevo, el Tío-Libertad percibió dos siluetas oscuras, aureoladas de púrpura, agitándose lentamente en lo alto de la torre. El astrónomo y su ayudante guardaban con tristeza sus instrumentos.

Delambre se volvió con tanta brusquedad hacia Bellet que hizo temblar el armazón:

—Tengo que haceros una proposición. No estáis obligado a aceptarla. Hemos hecho ya la mayor parte del trabajo, todas las señales hasta Bourges han sido erigidas. ¡Sería criminal y estúpido abandonar ahora! No os obligo en absoluto a acompañarme, pero yo continúo. Me haré el muerto, como si no hubiera recibido nada, llego hasta Bourges y, luego, se lo devuelvo todo: los instrumentos, los cálculos, las notas, las memorias, ¡todo!

Bellet no respondió. Delambre volvió a meter la nariz en la caja de los instrumentos y siguió guardándolos. Hubo un silencio; Bellet estornudó.

—¡Maldito resfriado!

Luego se puso a toser y, en medio del acceso, Delambre escuchó:

—Bueno, ¿cuándo salimos hacia Bourges?

Ambos hombres se arrojaron el uno en brazos del otro.

Bellet puso de pronto fin al abrazo; tomó la carta y comenzó a leerla enfebrecido; su rostro se iluminó. Se plantó ante Delambre y martilleó: «Decreta que Borda, Lavoisier, Laplace, Coulomb, Delambre dejen, etc.», poniendo el papel en las narices de Delambre, que no comprendía en absoluto lo que le pasaba.

—¡No mencionan a Méchain! —dijo Bellet con desenvoltura.

—¡Es cierto! —asintió Delambre tras haberlo comprobado—. ¿Y eso qué importa?

—Si no mencionan a Méchain significa que no está destituido. Y si no está destituido puede continuar, puesto que no ha muerto.

En secreto, como habían decidido, prosiguieron con su trabajo hasta la catedral de Orleans, antes de regresar a París.

Triste regreso durante el que el astrónomo y su ayudante no se dirigieron la palabra. Bellet, desamparado, se preguntaba qué iba a hacer ahora. Para terminar así, mejor habría sido enrolarse en Dammartin. Y Delambre que, por aquel entonces, proclamaba: «¡Si Dunkerque cae, proseguiremos! Si Perpiñán cae…».

Los pensamientos de Delambre no eran más alegres que los de su ayudante; sin cesar de rumiar sobre los últimos acontecimientos, intentaba comprender por qué las cosas se habían precipitado tanto. «Al confiarme una operación tan difícil en un periodo tan turbulento, no me pedían sin duda que abandonara mis campanarios y dejara mis señales para ir a presumir en los clubes, ni a exhibir mis sentimientos republicanos y mi odio por los reyes, en vez de hacer mis cálculos. Primero, el metro provisional; luego el decreto de destitución bajo el que la primera firma es la de Prieur. O quieren cambiar radicalmente el plan de la operación o pretenden interrumpirlo de modo definitivo», concluyó el astrónomo huraño.

La berlina se detuvo ante la posta de viajeros. Bellet bajó para tomar una diligencia que le llevaría al pueblo de su familia. Tras haber dejado el equipaje en tierra, se acercó a la portezuela; Delambre, que fingía hurgar en una enorme cartera, levantó la cabeza. Ambos hombres se miraron. Bellet le guiñó un ojo y dio una brutal palmada a la grupa del caballo, que arrancó bruscamente.

Rue Paradis. ¡Por fin en casa! El astrónomo subió los peldaños de cuatro en cuatro… para encontrar su puerta cerrada con unos sellos. Corrió al local de la sección. Qué alivio al saber que los sellos se habían puesto como medida conservatoria. ¡Su prolongada ausencia preocupaba! Ninguna relación pues con la destitución, que se apresuró a mantener secreta. Por el contrario, el astrónomo exhibió los decretos de la Constituyente, luego los de la Legislativa y, por fin, los de la Convención como prueba de su misión. Más tarde, presentó a la pasmada gente de la sección un enorme legajo que contenía todos los certificados de los municipios de los lugares donde se había alojado desde su última salida de París.

Se levantaron los sellos antes de que anocheciera. Al día siguiente, Delambre hizo saber a sus amigos que había regresado a la capital. Laplace se disponía a salir hacia Melun, donde tenía una casa; Coulomb se había marchado ya a Blois, donde pronto se le reuniría Borda.

Un año y medio después de la partida de las pimpantes berlinas en el patio de las Tullerías, el cuadro era el siguiente: Lavoisier encarcelado, Condorcet huido, Borda y Delambre destituidos, y Méchain, medio tullido, bloqueado en España.

Delambre intentó saber noticias de Condorcet. Le aseguraron que había abandonado París. Era falso.

El nuevo poder de la Montaña no deseaba en absoluto tocar las cabezas girondinas; sólo pedía que desaparecieran y abandonaran discretamente la escena política. No fue, en absoluto, lo que ocurrió. Los jefes girondinos, al regresar a sus departamentos, iniciaron una rebelión, predicando la revuelta contra París, contra la Montaña y los sans-culottes. Por lo que se refiere a Condorcet, que no había callado bajo Luis XVI, tampoco lo hizo bajo Robespierre. Tomando la pluma, redactó un libelo y lo envió a sus colegas de la Convención: «Ciudadanos, colegas míos, he huido de la tiranía bajo la que seguís gimiendo: si la Convención sólo hubiera querido interrogarme, le habría respondido. Pregunto por qué todos los que, en 1791, se batieron para abolir la monarquía son hoy, casi exclusivamente, perseguidos. Pregunto por qué se ha apartado con tanto cuidado a aquellos cuyas luces e imperturbable republicanismo opondrían la más fuerte resistencia al restablecimiento de la monarquía». No satisfecho con enviar el libelo a sus colegas, el filósofo lo hizo circular ampliamente. La Convención no tardó en decretar su acusación.

¿Dónde ocultarse? Su pequeño círculo de amigos se reunió. Además de Julie, estaban Cabanis, afamado médico, y uno de sus jóvenes colegas, Pinel. Este comenzaba a dar que hablar por haberse atrevido a quitarles las cadenas a los locos que se pudrían en Bicêtre, donde acababa de ser nombrado médico jefe. Condorcet había aprobado calurosamente la medida. A fuerza de noches en blanco, el grupito acabó encontrando un escondrijo en pleno París, un lugar, aseguraban, donde nadie iría a buscarle.

Entre el Luxembourg y Saint-Sulpice hay una estrecha calleja en una manzana de casas, la ruede los Fossoyeurs. En esta calle, una casa de tres pisos y, en el balcón del primero, un cartel: PENSIÓN VERNET, se alquilan habitaciones. Estaba cayendo la tarde cuando un huésped subió por las escaleras que llevaban a la pensión. Era el ciudadano Marcoz, diputado en la Convención donde ocupaba los bancos de la Montaña. Profesor de matemáticas en el instituto de Chambéry, representaba el departamento del Mont-Blanc en la Asamblea.

Apenas había cerrado la puerta de entrada cuando una damita, plantada en el pasillo, le llamó:

—¡Ciudadano Marcoz!

—Sí, ciudadana Vernet…

Ella se turbó, pareció renunciar y, de pronto, se lanzó anunciándole que alguien le esperaba en el salón. Marcoz entró en la estancia. De pie en mitad de la habitación, con el cuerpo algo inclinado, mirando al suelo en actitud de profunda meditación, estaba Condorcet. El filósofo levantó la cabeza:

—Os esperaba —le dijo a su colega de la Asamblea.

—Ahora ya sabéis que vive aquí. Si le detienen vos le habréis denunciado —amenazó la señora Vernet disponiéndose a salir. Condorcet la detuvo con un gesto:

—Bien sabéis que no tengo nada que ocultaros. ¡Quedaos! —Luego, dirigiéndose a Marcoz—: Parecéis sorprendido; ¿sabéis que hace casi dos meses que vivimos bajo el mismo techo?

—¡Pero es terriblemente peligroso!

—¿Queréis decir que es terriblemente peligroso vivir bajo el mismo techo que vos, Marcoz?

—No bromeéis. Os buscan. Ayer mismo…

—Lo sé; soy un malvado, un infame, un «académico» —recitó Condorcet riéndose—. Y parece también, según dice Robespierre, que me imagino que debo dar leyes a la República con el pretexto de que me he sentado junto a ciertos sabios.

Marcoz no se reía.

—Si os descubrieran, ¿sabéis lo que…?

—¡La muerte! —le interrumpió Condorcet—. He tomado mis precauciones —dijo tranquilamente tendiendo su mano—. En su anular brillaba un anillo de oro cuyo engaste abrió; en su interior había una pequeña bola de veneno.

—¡Dios mío! —exclamó la señora Vernet.

—Rolland se suicidó al pie de una encina, junto a Rouen —prosiguió Condorcet—. Petiot se dio muerte en una cantera cerca de Burdeos. —Luego, como si hablara consigo mismo—: ¡Deseé tanto esta Revolución y permitiré que me guillotine! —estaba pálido. ¡Morir bajo la República y por ella!—. ¡Este gobierno no es revolucionario! —gritó—. Oídme bien, Marcoz; «revolucionario» es una palabra que sólo debe aplicarse a los movimientos cuyo objetivo es la libertad; los demás lo usurpan.

Condorcet hizo un esfuerzo para recuperar el tono de la conversación; acercándose a un cuadro que colgaba de la pared:

—¿Verdad que las marinas del señor Vernet son magníficas? ¿Sabéis que nuestra patrona tiene en su familia más pintores que reyes hay en la de los Borbones?

Se veía muy bien que a Marcoz no le interesaban las marinas del señor Vernet. Se acercó a Condorcet:

—Podéis confiar por entero en mí; nunca revelaré vuestro escondrijo.

—Gracias, Marcoz, sois un hombre de honor. Vais a correr grandes riesgos. Si soy descubierto seréis denunciado como «indulgente» o detenido por girondino.

—¡Yo girondino! —se rio Marcoz.

—¡Bien han dicho que yo era monárquico! —repuso Condorcet.

En la cocina, descuidando la preparación de la comida para los demás huéspedes, la señora Vernet confeccionaba una colación para los dos hombres. Volviendo al salón, con una bandeja en la mano, oyó que Marcoz decía:

—Lo sabíais, Condorcet; había dos políticas. Proseguir la Revolución y extender sus beneficios o desear que los acaudalados fueseis sus únicos beneficiarios. Había que cortar por lo sano.

—Pero no cabezas —soltó Condorcet.

—No he dejado de oponerme a ello —afirmó Marcoz abrumado—. Cada cabeza cortada ha multiplicado los enemigos de la Revolución más que los batallones de curas y de monárquicos. ¿Pero cómo, cómo impedir que venzan los opresores sin atentar contra la libertad? Ni siquiera vos habéis encontrado una respuesta.

—No hemos sabido, en efecto —reconoció sordamente Condorcet—. Las generaciones futuras tendrán que resolver esta cuestión. ¡Algo debe quedarles por descubrir! Pero no será fácil. Nuestros enemigos tienen sobre nosotros una enorme ventaja: para ellos las cosas son sencillas; están contra la libertad, por lo tanto eliminan a quienes quieren liberarse. Es lógico. Para nosotros… —dejó la frase suspendida en el aire.

Condorcet registró sus bolsillos y, no hallando lo que buscaba, le preguntó a Marcoz si tenía tabaco. Éste le tendió una petaca de cuero. Cuando Condorcet quiso devolvérsela, Marcoz se negó alegando que, aquel mismo día, había tomado la decisión de dejar aquel vicio.

—El vino de Saboya me basta, pero no me queda ya tiempo para beberlo. ¿Y vos —le preguntó a Condorcet—, qué hacéis con vuestras jornadas?

—Escribo, escribo; recupero el tiempo perdido —el filósofo se levantó y, acercándose a una marina colgada de la pared, la miró mucho rato; representaba la inmensa superficie del mar y, en una esquina, una mancha rojiza, una minúscula vela hinchada por el viento—. Y, además, sueño —dejó escapar.