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—Viene del Instituto —anunció respetuosamente el encargado de correos. Instantáneamente la muchedumbre calló, se alargaron los pescuezos. ¡Pero cómo, la carta era para el «sacristán»! En el pueblo llamaban sacristán a Delambre porque pasaba la mayor parte del tiempo en la iglesia.

La carta era una convocatoria a una votación para, según decía, «cubrir el puesto que dejó vacante el ciudadano Lazare Carnot». «Pero si no ha dimitido», exclamó Delambre. Carnot, uno de los cinco «directores» que gobernaban el país, acababa de ser condenado a la deportación.

¡Ironías del destino! No era condenado a embarcarse hacia Cayena por haber sido uno de los miembros más influyentes del Comité de salvación pública durante todo el período del Terror, ni por haber firmado la acusación contra Danton, contra Camille Desmoulins y tantos otros, sino por haber participado en una «conspiración» monárquica. ¡Carnot monárquico! En realidad, no; pero como había sido un furioso jacobino —y nunca había sido monárquico—, se volvió más rabiosamente antijacobino que antimonárquico.

—¡Ya veis, en una sola noche vuestro colega se ha convertido en un mal matemático! —soltó Bellet. En pleno año 92, la extinta Academia, confrontada a presiones que exigían la exclusión de algunos de sus miembros convictos de monarquismo, se había negado obstinadamente. Comparada con esta independencia, la sumisión del Instituto frente al poder político parecía indigna; así pensaba Bellet.

De camino hacia París, Delambre se detuvo en Melun donde, en compañía de Laplace, fue a inspeccionar la base, tras haberle felicitado por la aparición de su Sistema del mundo, cuyo éxito había sido fulminante. Luego hizo un improvisado alto en Bruyères. ¡La sorprendida fue Julie! Pero Delambre lo fue más aún cuando vio a su anciana sirvienta muda. De asombro, y conmovida al verle allí, de pie en la cocina.

París. En la sala de Comisión de pesos y medidas, en el mapa colgado de la pared, el trazo que representaba los progresos de la operación se acercaba a Rodez por el norte, pero no parecía haberse movido al sur. Borda comunicó a Delambre la noticia: Lenoir se presentaba como candidato al puesto de Carnot. Un buen amigo cuyo trabajo era por fin recompensado, su arte reconocido por fin… Era difícil imaginar en qué estado se hallarían la física y la astronomía sin artistas de aquella calidad. ¿Y nuestro conocimiento del cielo sin el catalejo de Galileo? ¿Y la nueva química de Lavoisier sin las balanzas de precisión? ¿Y la medición del meridiano sin el círculo de Borda?

Digan lo que digan los teóricos, sin instrumentos no hay ciencia. Pensar, razonar, escribir está muy bien; ¡pero hay que pesar, es decir, medir! Delambre vio en ello una razón más para no faltar a la votación.

Cuando Delambre entregaba a Borda una carta de Méchain, se anunció la llegada del ministro de Asuntos Exteriores. Talleyrand, pues de él se trataba, entró apoyándose en su bastón. Acababa de hablar con Borda de su último proyecto: la convocatoria de una comisión internacional. Compuesta por los mejores sabios, tendría por objetivo proclamar los resultados de la medición del meridiano.

Eclipsándose oportunamente de la escena política, cuando mostrarse demasiado podía suponer perder la vida, el obispo había reaparecido inesperadamente cuando amainó la tormenta. Tras pasar todo el tiempo de la Revolución en el extranjero, estaba muy bien situado para asumir el ministerio de Asuntos Exteriores. El interés de Talleyrand por la uniformización de las medidas había sido siempre evidente. ¿Acaso no había sido el primero en depositar, ya en 1790, en la Constituyente, un proyecto para ello? Fue entonces cuando le conoció Borda. «Estar al principio y al final de las cosas, excelente modo de arraigarse en la Historia», pensó de él Delambre.

—¡Vendimiario! Es imposible. Los patrones no estarán listos en Vendimiario —maldijo Borda—. ¿Cómo queréis que los presentemos, en esa fecha, al Cuerpo legislativo?

—Cuanto más se corre más lejos se llega —respondió Talleyrand alejándose.

Borda, que tenía en las manos la carta de Méchain, comenzó su lectura. Tras algunos instantes, gritó irritado:

—¿Pero dónde está ese maldito Pradelles?

—De acuerdo con mis informaciones, en la Montaña Negra —susurró Delambre, mientras Borda se plantaba ante el mapa de Francia de Cassini, intentando localizar la aldea donde, desde hacía meses, estaba inmovilizado Méchain.

—Va a hacer diez meses que no se mueve de ese agujero. ¿Pero qué estará haciendo?

Borda estaba muy preocupado. Ayer, sin ir más lejos, el Directorio le había pedido diligencia. ¿Cómo acelerar las operaciones sin que Méchain se enojara? Conocía su extremada susceptibilidad y su sensibilidad a flor de piel. Lo mejor hubiera sido intentar el viaje, pero era imposible:

—Acabo de recibir las pruebas de mis tablas trigonométricas decimales. ¡La corrección me llevará días y días! —y prosiguió para sí, como si quisiera convencerse de la imposibilidad del viaje—: Equivocarse en una cifra en las tablas numéricas supone equivocarse en todo. —Luego, reanudando la lectura—: ¡Barcelona! ¡Barcelona! ¿Pero qué le pasa para querer regresar allí?

—Tal vez una mujer… —sugirió irónicamente Delambre—. Soltaron la carcajada.

Dos semanas más tarde, Méchain, que seguía clavado en Pradelles, recibió una nota de Borda: «No me parece oportuno que reviséis, en modo alguno, vuestro trabajo de Barcelona; las observaciones que realizasteis son excelentes, y os desafiaría, a vos o a cualquier otro, a que las hicierais mejores, mejor elegidas y tan concluyentes. Pretendo incluso utilizarlas para mi trabajo sobre las refracciones, pues lo confirman perfectamente. Preocupaos sólo, querido amigo, de acabar vuestros triángulos hasta Rodez. Mientras, Delambre medirá la base de Melun y veremos si no sería conveniente que se reuniera, a continuación, con vos para la de Perpiñán, que podríais realizar juntos.

»Por lo demás, todo lo que hagáis estará bien hecho. Os aconsejo que no os preocupéis por nada. Si por casualidad vuestro trabajo no coincidiera, en parte, con el de Cassini, ¡qué vamos a hacerle! No fuisteis enviado para hallar lo mismo que vuestros predecesores, sino para encontrar la verdad, y ciertamente lo habréis hecho, porque vuestras observaciones son más escrupulosas… Adiós, querido amigo, cuidaos y mantenedme, como siempre, en vuestra amistad».

Aquella carta fue un bálsamo y una herida. ¡Borda era un verdadero amigo! «¿Pero qué significaba la descabellada idea de hacer que Delambre bajara a Perpiñán? ¿Y por qué encargarse juntos de una base que me fue confiada sólo a mí? ¿Acaso, en París, ya no confían en mí?». Se apresuró a apartar el horrible pensamiento. Aquello no le incitó, precisamente, a abandonar Pradelles.

Quería quedarse allí, solo con algunos amigos, el ciudadano Fabre, el viejo de la torre Saint-Vincent y Agoustenc, que no se separaba ya de él. Méchain no asistiría a la votación para elegir al sustituto de Carnot, Delambre sí.

Dirigiéndose al Instituto, Delambre se detuvo en el Luxembourg.

¿Estaba familiarizado el pueblo con las nuevas unidades? La comisión decidió construir pequeños edificios para indicar a la población la longitud del metro. Deseando que fueran lo bastante llamativos para despertar la curiosidad de los viandantes y bastante sólidos para resistir las intemperancias atmosféricas y los inevitables ataques de la malevolencia, se hicieron de mármol. Hubieran preferido el italiano, el de Carrara, pero, al no encontrarlo, recurrieron a la piedra nacional: un enorme bloque de Marly en el que se tallaron no menos de veinte piezas que se colocaron en los lugares más frecuentados de la capital.

En el jardín de las Tullerías; en Palais-Egalité, a la entrada; en el patio del palacio de justicia; en las puertas Antoine, Martin y Denis; en la Biblioteca Nacional; a las puertas de la Galería de los Cuadros; en correos; en el Pont-Neuf; en la plaza Maubert; en la plaza de Grève; en el bulevar des Italiens y, por fin, en el Luxembourg.

Fijado, a la altura de un hombre, en el muro de las dependencias del Petit Luxembourg, el metro de piedra. Pese al frío de aquel diciembre agonizante, había un grupito ante el edificio cuando Delambre llegó. El reflejo de todo el mundo era abrir las manos para tomar la medida y, luego, volverse como una sola pieza, con los hombros inmóviles y la nuca rígida, manteniendo los brazos abiertos. Unos refunfuñaban, otros sonreían. Quienes no se sentían satisfechos con aquella única estimación, abrían sus dedos tomando, palmo a palmo, del pulgar al meñique, la medida del edificio. Cuatro «palmos» solían bastar, pero para algunas «manazas» tres eran suficientes, y aquella damita, obligada a ponerse de puntillas, contó cinco. Unos se felicitaban, diciendo que era una buena medida, otros aseguraban que no era posible hacerlo peor.

Un niño, encaramado en los hombros de su padre, rabiaba al no poder quitarse los mitones; Delambre ayudó al chiquillo que, en cuanto se sintió liberado, se puso a imitar a los adultos. Haciendo resbalar su manita por el helado mármol, reía martilleando a taconazos el torso de su padre que se desplazó, cada vez más deprisa, de un extremo al otro del edificio. Delambre se alejó.

Abandonando la rue de Vaugirard, se dirigió hacia el Sena tomando la rue de los Fossoyeurs. Allí, a la altura del primer piso, colgaba un cartel: Pensión Vernet, se alquilan habitaciones. Delambre empujó la puerta. En medio de un minúsculo patio, los cinco tilos tiritaban al viento invernal. Arriba, una cortina cubría una ventana. Un reloj dio las seis, la votación iba a cerrarse. Delambre echó a correr sin pararse a comprobar que el trazado del meridiano de 1743 siguiera corriendo por el suelo de la exiglesia Saint-Sulpice, transformada en Templo de la Filosofía.

—Para cubrir el puesto que dejó vacante… —¡Ah, hermosa litote!, pensó Delambre—, dejó vacante en la primera sección de Matemáticas, el ciudadano Lenoir ha obtenido 191 votos, el ciudadano Bonaparte, Napoleón, elegido, 411 votos.

El general, que estaba convirtiéndose en el capricho de la capital, se adelantó, voluntariamente tímido, y dio las gracias a sus nuevos colegas.

—¡Una nueva batalla sin disparar un tiro! —exclamó un anciano miembro de la sección de las Artes—. ¡Tras el puente del Alma, el estrado del Instituto! —añadió otro, que pertenecía a la sección de Letras.

El general había puesto todas las bazas de su lado. Al regresar a París, aureolado por sus victorias en los Apeninos, se había hecho invisible y, por lo tanto, deseado; más que pavonearse en los ruidosos salones de la orilla izquierda, había ofrecido aquellas escasas presencias en el Instituto donde, estudioso oyente de severas sesiones, fingía estar interesado.

¿Podía aquello bastar para que le eligieran en la sección de Matemáticas? En las literarias podía pasar, ¡pero allí, entre los seis mejores matemáticos franceses! Bonaparte podía presumir de algunos títulos. ¿Acaso no había vuelto de Italia acompañado por una retahíla de sabios? ¿No se habían hecho amigos suyos Berthollet y Monge? ¿No había encargado a este último que llevara triunfalmente a París el tratado de paz de Campo Formio? Además de aquel tratado, Monge se había traído un manuscrito de Bonaparte que había contribuido mucho a su elección. ¿Un plan de batalla? ¿Un manifiesto político? En absoluto: ¡un teorema!

Un teorema recién descubierto por Lorenzo Mascheroni, una de las glorias matemáticas italianas, con quien, entre tres batallas y dos saqueos, el general había trabado amistad. El resultado era bastante sorprendente: constituía una pequeña revolución. Las matemáticas antiguas sólo admitían en sus demostraciones figuras que pudieran construirse con los dos instrumentos reyes de la geometría: la regla y el compás. Desde hacía dos mil años, pues, se estaban moviendo en un pequeño mundo de objetos nacidos de los exclusivos amores del uno y el otro. Más severo aún que el griego Euclides, el italiano Mascheroni demostró que las figuras construidas con la ayuda de la pareja podían serlo, también, utilizando sólo el compás.

En la cuenta del general debía abonarse, también, su amor por la astronomía. Amar las estrellas —y a las mujeres— no basta para descubrirlas. Propagar un resultado producido por otro no te convierte en autor de ese resultado. Ser amigo íntimo de múltiples sabios, aunque sean los más grandes, no supone, forzosamente, serlo uno mismo.

Un artillero puede siempre presumir de ser algo geómetra, algo mecánico; ¿acaso la trayectoria de una bala no está sujeta a ecuación? Es cierto, ¿pero cuáles eran los títulos científicos de Bonaparte? Ejem… Bueno… Ah, sí, recupero la memoria.

Durante una sesión que precedió, muy oportunamente, a la elección, el general había añadido un inolvidable resultado al gran libro de las matemáticas. Ante sus colegas, había determinado el centro de un círculo dado, sólo con la ayuda de un compás. Todo fueron alabanzas y cumplidos. El propio Simon Laplace, apresurándose a estrechar la mano blanqueada por la tiza, había exclamado:

—De vos, general, esperábamos cualquier cosa salvo lecciones de geometría.

Tras tales hazañas, ¿cómo podía, el pobre Lenoir, tener la menor oportunidad de conseguir el sillón de la sección de Matemáticas?

Méchain estaba muy lejos de la mundana agitación del Instituto. Bugarach, siempre Bugarach. ¿Por qué elegiría la maldita cumbre? ¡Estúpida pregunta! ¿Tenía otra opción? No había cima de recambio, Méchain lo sabía. Condenado a Bugarach, unido a él como en una pesadilla… Desde hacía semanas nadie custodiaba ya la señal: faltaban hombres y también los fondos que hubieran podido convencerles.

El astrónomo recuperó su bastón y, una vez más, se lanzó al asalto de la gran roca, acompañado por Agoustenc, que le ayudaba cada vez con más frecuencia cuando Tranchot partía, a caballo, semanas enteras, recorriendo la región en busca de emplazamientos para las futuras estaciones.

El ascenso no fue más duro, ni menos, que de costumbre. Sin embargo, Méchain tuvo que detenerse a medio camino, petrificado por un agudo dolor en el brazo y la cabeza. Cuando Agoustenc insistió en quedarse a su lado, le ordenó que prosiguiera. Con la muerte en el alma, el joven abandonó al astrónomo, su maestro casi. Méchain se durmió. ¡Le despiertan ya! Creía haber dormido sólo un instante. Agoustenc, de regreso, es cierto, antes de lo previsto, estaba allí, de pie, pálido, pese al aire libre y la carrera. Al modo de los montañeses, con sequedad, sin palabras inútiles, contó. Méchain había tomado ya su bastón y se lanzaba hacia la cumbre. Era inútil, lo sabía. Agoustenc se lo dijo. Ascendió de todos modos impulsado por el perverso deseo de ver, con sus propios ojos, precisamente lo que tanto temía descubrir.

—¡Esta vez no ha sido la tormenta! —rugió al descubrir la magnitud de la catástrofe.

No, evidentemente, no; Agoustenc no sabía qué responder. El huracán había dejado sus huellas. Por todas partes, tras su paso, se habían descubierto los relieves de su terrible banquete. Pero aquello era distinto: salvo la base de la señal, fijada en el suelo sobre la minúscula plataforma, no quedaba nada. Todo estaba limpio, como tras un festín de aquellos peces del Amazonas de los que Jussieu había hablado en sus libros y que sólo dejaban los huesos de sus víctimas.

—¡Ni siquiera los clavos! Se lo han llevado todo —susurró Méchain—. Es malevolencia, pura malevolencia.

—¡No, es un robo! —afirmó Agoustenc.

—Y vos decíais que había que estar loco para venir a robar aquí.

—Las cosas han cambiado. Cuando la miseria es excesiva, se merodea… Además, era buena madera; arderá bien. —Estas palabras, dichas tranquilamente, como un entendido, por Agoustenc, hubieran podido considerarse una provocación, pero Méchain no escuchaba—. ¡No podemos hacer que los gendarmes vigilen todas nuestras señales!

A su regreso a la alquería de Pâtres, Méchain no volvió a asomar la nariz, encerrándose cada vez más en sí mismo. ¿Reconstruir las señales? ¿Para qué? Serían destruidas de nuevo.

En la gran sala, aquella mañana, descuidado, sin afeitar, pelaba lentamente legumbres sumido en sus pensamientos. La madre, así llamada, le vigilaba por el rabillo del ojo. Se le acercó tomando, dulcemente, el cuchillo de sus manos.

—No eres muy rápido. Dámelo… si quieres que comamos esta noche.

Méchain se levantó y salió sin decir palabra. Una fina lluvia aceitaba el paisaje. Se quedó allí, como petrificado, sentado en una piedra a la entrada de la alquería. La madre dejó pasar unos instantes. Silenciosa, con un pañolón en los hombros, volvió a su lado. Él no la oyó llegar, parecía brotada de la lluvia.

—¡Vamos, entra! Cogerás frío. —No se movió—. ¡Mírame!

Por corrección, pero le costó, levantó los ojos y el rostro chorreante.

Moviendo la cabeza como cuando descubría que uno de sus animales estaba enfermo, ella le tendió el gorro olvidado en la estancia:

—¡Tú no estás bien! Vuelve a tu casa hasta que se te pase. No estás solo; tienes una mujer e hijos, y luego ya volverás con el buen tiempo.

—¡Regresar a París! ¿Ahora? ¿Antes de haber terminado? —Movió la cabeza como para apartar aquella idea.

—Tranchot podría sustituirte, es fuerte.

—¡Tranchot! —saltó Méchain—. Me han confiado una misión. Me la confiaron a mí, no a mi ayudante. Nadie hará las mediciones por mí; nadie dirá en París «Méchain no ha terminado su trabajo, Méchain ha abandonado». ¡Nadie!

La madre le miró con severidad. No acababa de comprender de qué iba aquello, pero sintió que debía terminar con ello, sacudir al hombre. Su rostro se endureció.

—A mí tus mediciones me importan un bledo, pequeño. Lo decía por tu bien.

—Perdonadme, madre. Soy un verdadero salvaje.

—¡Déjalo!

Él la acompañó al aprisco; regresaron juntos.

Por la noche, ante la chimenea, cuando la madre hubo limpiado la gran mesa, puso en ella su escribanía y sacó una hoja. Levantando la pluma, vaciló… Lalande. ¿A quién confiarse, si no? «Sí, amigo mío, comenzó a escribir, cuando descubrí el desaguisado, mis señales destruidas, toda mi obra desaparecida, y que tanto trabajo nos había costado, sí, mi valor se esfumó. ¿Qué puedo deciros de esa apatía que se apodera de mí y me hiela cuando estoy reposando o sumido en mí mismo y que acaba con las pocas facultades que yo tenía? El desaliento y el asco me han herido extremadamente. Era necesaria, lo reconozco, más fuerza de la que tengo, y sin duda más facultades». Levantando la cabeza, encontró la mirada cómplice de la madre y buscó en su tranquila energía un nuevo valor. «Pero me sobrepondré, prosiguió, si me encargan que continúe. En cuanto haya recibido la orden, levantaré de nuevo las señales de la Montaña Negra, las de los tres Puentes. Y avanzaremos sin duda con celeridad bastante para alcanzar, en otoño, al ciudadano Delambre, que se acercará a nosotros con la rapidez del águila…». Sólo por el hecho de haberlo escrito recuperó el valor que le había abandonado. Se sintió, de pronto, cálido y vivo en su interior. ¡Ah, qué bueno era aquello! Volver a vivir y que todo recuperara su sentido. Ponerse en camino de inmediato… Pronto, terminar la carta y prepararse: todo volverá a comenzar mañana, cuando amanezca.

Días más tarde, si alguien se hubiera aventurado por las cumbres habría podido ver una extraña escena: la señal reconstruida, erguida, sólida, perfecta en su integridad. A pocos pasos de allí, calentándose como podían junto a una pequeña hoguera, dos hombres. En el montón de ropa que debía protegerles del frío habría podido descubrir un uniforme. Eran, efectivamente, un hombre y un sargento de la gendarmería nacional, solicitados por las autoridades del distrito. Y el hombre decía al sargento:

—Nunca había hecho esto todavía. ¡Custodiar cuatro tablas perdidas en plena montaña!

Y el sargento repuso:

—¡Bah, eso o cualquier otra cosa! —Luego, incorporándose—: Es la ley del servicio.