14
«18 de Mesidor, año III. Tras diecisiete meses y medio de interrupción, partí hacia Bourges para aprovechar los buenos días y observar los azimuts». Instalado en la plataforma de la espiga de la catedral, Delambre escribía en su viejo cuaderno. ¡Qué felicidad hojearlo! Allí estaban Saint-Denis, y Dunkerque, y Boiscommun. Luego dio con la última frase escrita y recordó una siniestra tarde de invierno en la rue de Paradis: «¿Quién sabe cuándo se reanudará la expedición? ¿O incluso si se reanudará alguna vez?».
Delambre volvió a escribir: «El intervalo entre el Loira y Bourges es muy difícil; sobre todo desde el incendio del campanario de Salbris, cuya aguja se levantaba muy por encima de la iglesia. Hoy ya sólo queda una torre desmochada. ¿Cómo reemplazarla?».
Los montantes de la escalera tintinearon contra los ladrillos. Delambre cerró su cuaderno; dentro de unos instantes, del oscuro agujero por donde se perdía la escalera, brotaría, jadeante, deslumbrado, aturdido como un buceador que llegara a la superficie, su ayudante. Quería la costumbre que se le permitiera al escalador recuperar el aliento antes de dirigirle la palabra.
Luego, Bellet —¡pues de él se trataba!— anunció que acababa de encontrar una partida de madera de construcción, y a un precio abordable. ¡Bellet! ¡Qué alegría había supuesto volver a verle! En cuanto Delambre supo que se reanudaban las operaciones, le había enviado inmediatamente un despacho, temiendo que su ayudante estuviera ya ocupado en otras tareas. A vuelta de correo, Bellet había respondido: «Como un viejo marino de las vueltas al mundo, estoy libre para reanudar el gran viaje». Había llegado la víspera.
¡Para Méchain tener a Tranchot, para Delambre disponer de Bellet! En medio de sus sinsabores, ambos astrónomos habían tenido, por lo menos, la suerte de encontrar dos colaboradores de aquel temple.
Eso pensaba, al menos, Delambre, sentado en un murete, a pocos pasos del pelícano de hierro, veleta plantada en lo alto de la espiga de la catedral, que él había tomado como señal. ¡Mar abierto! No teniendo más paisaje que el cielo y los pájaros, y acunado por los chirridos del pelícano, el astrónomo hubiera podido creerse en la cubierta de un navío.
A varios centenares de leguas, Méchain, por su parte, se encontraba realmente en cubierta de un navío. Navegaba en el velero que le devolvía a Francia, tras más de un año pasado en Italia. Tranchot iba con él.
Irritado por el continuo chirriar del aparejo, temiendo aquel regreso, demorándolo tanto como había podido, Méchain había obedecido finalmente las repetidas exhortaciones de la Comisión, cuya última carta parecía una verdadera conminación: «El ciudadano Méchain acudirá previamente a París, y sólo tras haber departido con él la Asamblea tomará una decisión definitiva». Era imposible evitarlo.
En cuanto desembarcaron en Marsella, se dispusieron a partir hacia París. Tranchot comenzó a buscar un coche; nadie aceptó ceder uno para tan largo trayecto. Tras haber recorrido las tabernas frecuentadas por cocheros independientes, halló uno dispuesto a intentar el viaje. Méchain, por su parte, aprovechó que estaba en tierra firme, al abrigo del oleaje, para escribir algunas cartas.
Marsella, el 8 de Thermidor del año III.
«Al ciudadano Delambre.
»He sabido con placer que os disponíais a proseguir la cadena de triángulos que habíais extendido ya, y con el mayor éxito, desde Dunkerque hasta Orleans; pero este placer se ve turbado por la pesadumbre de no haber podido encontrarme con vos.
»Espero de vuestra amistad que compenséis esta pérdida comunicándome los medios que empleáis, el método que utilizáis, el modo en que lleváis vuestros registros, para adaptarme a ellos.
»Sabed que no tengo ya coche y, además, la Comisión me priva de Tranchot. Nos llevábamos bien y, en todas las operaciones, me secundaba estupendamente. Sabed también que ya sólo tenemos un círculo; me he visto, en efecto, obligado a vender el otro a unos sabios italianos, pero he obtenido un buen precio.
»Os abrazo de todo corazón, querido colega, y, deseándoos buena salud, espero que no seáis detenido por obstáculo alguno. Mantenedme en vuestra amistad y contad con la sinceridad de mis sentimientos y la inviolabilidad del afecto que siento por vos.
»P. D. Cuando tengáis algún momento libre, me complacería mucho que me dijerais de qué forma habéis dado cuenta de las recaudaciones y los gastos de vuestras operaciones.
»Salud y fraternidad, Méchain».
¿Adónde enviar la carta? A estas horas, Delambre se había puesto ya, sin duda, en campaña. «Ahora me ha tomado ya adelanto, pensó Méchain. Y además tengo que pasar por París antes de reanudar las mediciones. ¡Cuánto tiempo perdido! ¡Y Tranchot sin volver! Al menos que no le haya pasado nada». A Méchain nunca le habían gustado las grandes ciudades, y París menos que cualquier otra. ¿No se decía, acaso, que a comienzos de Pradial se había producido una nueva insurrección?
Méchain se levantó con brusquedad.
Cinco libras al día. En la taberna, el cochero, tras haberse olido un buen negocio, se empeñaba en no bajar el precio. Tranchot, fingiendo que aceptaba, le dio la dirección de la posada y los nombres y funciones de Méchain. Luego cambió de opinión. Finalmente, tras algunas pintas y dos mozas, ¡alto ahí, ni para vos ni para mí: que sean cuatro libras diarias! Salimos mañana por la mañana.
Pues no. Méchain acababa de decidir lo contrario. Tomando de nuevo la carta que había escrito a Delambre, añadió: «Tened la bondad de enviar vuestra respuesta a Perpiñán, a lista de correos». Aquella misma noche el astrónomo y su adjunto se embarcaban en un pequeño navío hacia Port-Vendres. Cuando desembarcaban, Tranchot recordó de pronto:
—¿Y el cochero? Nos olvidamos de avisarle.
—Habrá encontrado otros clientes —le tranquilizó Méchain—, y además era demasiado caro. Sin perder más tiempo, se dirigieron a la montaña.
Fue enseguida terrible. Pic de Bugarach: la montaña es allí terrorífica, nada resiste su violencia. Había, según se decía, miles de personas que habían perecido allí. La pequeña caravana avanzaba. El hombre de cabeza, un joven montañés llamado Agoustenc, conocía bien el pico; avanzaba, seguido por cuatro porteadores, escaladores robustos, que se inclinaban bajo las cajas del círculo y los tablones de madera. Tras ellos, apoyándose en un bastón, Méchain. De vez en cuando, el sendero desaparecía, borrado por la roca. Era ocasión para una pausa. Agoustenc salía de exploración. Cuando encontraba el rastro del camino, algo más lejos, algo más arriba, levantaba la mano y la caravana proseguía.
Comenzó a soplar el viento y el paso se hizo tan estrecho, tan escarpados sus bordes, que tuvieron que ponerse a cuatro patas, obligados a agarrarse al boj y a las puntas rocosas y, de vez en cuando, a arrastrarse incluso. Trabajada por las lluvias, la tierra resbalaba bajo sus pies, provocando inquietantes desprendimientos. Un paso en falso, el segundo porteador resbala, intenta agarrarse, su fardo le arrastra. Es el accidente. Méchain no tiene tiempo de hacer ni un gesto: ante él, el porteador acaba de desaparecer. Por entre el silbido del viento, el ruido de la caída se amplifica, repetido por el eco.
El hombre se aplasta en el fondo del barranco, la caja se destroza, el círculo repetidor queda dañado, con las patas retorcidas, los catalejos ciegos, las lentes pulverizadas, las alidadas destrozadas, destruidos los mecanismos de precisión. Petrificado al borde del precipicio, Méchain ha imaginado, en un segundo, la escena. Luego cae el silencio. El astrónomo se inclina, escudriña con los ojos el vacío. Abajo, a pocos pasos, una mancha: el hombre está tendido como en una cuna, reposando en una maraña de ramas; pasmado de seguir vivo, mira a Méchain que le contempla así. Viéndose mutuamente estupefactos, sueltan la carcajada. Algo más abajo descubren la caja del círculo, detenida también por un matorral. Si hubiera sido creyente, Méchain habría… Pero no lo era, buena estrella, sólo buena estrella.
Ni el hombre ni el instrumento habían sufrido el menor daño. Antes de reanudar la marcha, el porteador milagrosamente salvado se volvió y se persignó. Los hombres volvieron a ponerse en marcha, no sin haber jurado que nunca autoridad alguna les obligaría a repetir semejante viaje.
La caravana llegó a la cumbre muy tarde. Dos sorpresas aguardaban a Méchain, buena la una, mala la otra. El paisaje se extendía hasta perderse de vista, decenas y decenas de leguas; era la buena noticia. Al oeste, la cadena de los Pirineos, interminable; al este, los montes de Corbières, la montaña Negra; y al sur, el mar. La mala noticia fue la increíble estrechez de la plataforma. Resultaba imposible plantar allí la tienda, apenas si había lugar para erigir la señal.
Era hora de bajar. Ningún porteador aceptó quedarse. Las cajas fueron cubiertas con la tela de la tienda, sobre la que se colocaron pesadas piedras. Méchain se sentía desgarrado; el círculo, su único círculo, sin el que nada era posible, iba a quedarse en plena montaña, sin vigilancia alguna… Nunca había cometido, aún, semejante imprudencia. ¿Pero cómo actuar de otro modo? ¿Bajando las cajas esa noche para volverlas a subir mañana? Los porteadores se habrían negado. ¿Quedarse, entonces, y pasar la noche allí? Lo pensó. Solo, sin la protección de una tienda, con frío y viento, a cinco mil pies de altura, era una pura locura; no sobreviviría. Un capitán que abandonara su navío en plena tormenta habría tenido en su mirada aquella suerte de angustia que llenaba los ojos de Méchain cuando decidió bajar. Advirtiendo el desconcierto del astrónomo, Agoustenc le dijo amistosamente:
—¡Habría que estar muy loco para trepar en plena noche y robar esto!
Los porteadores se echaron a reír:
—Claro que sí, habría que estar muy loco —exclamaron—. Y comenzó el descenso, igualmente peligroso.
Nunca nadie quiso pasar allí la noche, ni siquiera permanecer a solas durante el día. Cada anochecer, abandonando los instrumentos a la gracia de Dios, como solían decir, los dos guardianes bajaban al valle.
Méchain y sus ayudantes habían establecido sus cuarteles en la alquería de Pâtres, al pie de la roca. Aun siendo una de las granjas más elevadas de la región, necesitaban más de dos horas para llegar a la señal, lo que era una nadería comparado con el pico del Canigó que, por su parte, necesitaba nueve horas de ascenso. Tranchot realizó la agotadora escalada.
¡Tranchot! ¿De modo que no se había marchado a París? La razón argüida por la Comisión para recuperarlo era que, como ayudante de Méchain, estaba subempleado; un geógrafo de su competencia podría ser mucho más útil si se consagraba a otras tareas, tanto más cuanto que en París no había gustado el acto de desobediencia de Méchain, al reanudar sus mediciones sin haberse entrevistado con la Comisión.
Pero el astrónomo había insistido en conservar a su ayudante y Borda había intercedido en su favor. El incidente quedó olvidado y Tranchot pudo quedarse. De momento, se había marchado a reconocer las estaciones de las montañas del lado de Bellegarde.
—¿No me sitúas, ciudadano?
Tranchot, sorprendido, miró hacia todos lados. Ante él, en un bosquecillo, se hallaba un hombre que se adelantó:
—¿Realmente nunca me has visto? —insistió el hombre plantándose ante Tranchot—. Realmente no tienes el rencor fácil. Yo me acuerdo de ti y de tus gemelos. Soy uno de los que te capturó en la montaña, ¿me sitúas ahora?
Tranchot le reconoció: era uno de los migueletes que le habían atado, no lejos de allí, y llevado a Perpiñán. Haciendo un amplio gesto con la mano, que abarcaba la extensión del paisaje, dijo en tono algo melancólico:
—Esto está más tranquilo que entonces, ¿verdad? Te debo un trago —y lo arrastró hasta su casa, algo apartada de la aldea—. Tranchot permaneció allí dos días, el tiempo necesario para reconocer la señal de Camellas, precisamente la que no había podido concluir, dos años antes, por culpa de su anfitrión.
Como sucede a veces con los montañeses que hacen una pausa en su soledad, el hombre habló casi sin detenerse durante toda la comida. Habló de sus animales, de su montaña y de su guerra. Nada dijo de los combates pero, al levantarse, sacó de un viejo baúl un cartel cuidadosamente doblado que extendió sobre la mesa. Era un decreto del general Ricardos publicado cuando los españoles ocupaban la región. «Las querellas de soberanos terminan por medio de las tropas, se decía, pero nunca se permitió a los particulares usar sus armas en tales circunstancias. En consecuencia, cualquier habitante que, con el pretexto de servir como miguelete, sea sorprendido con las armas en la mano, será detenido y colgado inmediatamente».
—¡Escapé de ellos dos veces! —Y al decirlo, sin darse cuenta, el antiguo miguelete se frotó el pescuezo—. Luego me mantuve tranquilo hasta que atacaron Bellegarde, quiero decir Mediodía-Libre. ¡Nunca me acostumbraré! —rabiaba—. Cuando atacamos el fuerte y lo recuperamos, me encargué de llevar a los prisioneros hasta Perpiñán. Entre ellos había un «somatén»; no un español, ni un emigrado, un habitante del otro lado de la montaña. ¡A tres leguas de distancia era otro país! Nos hicimos como amigos; un día me contó lo que había ocurrido cuando tomaron el fuerte a los franceses. Al parecer, su jefe, el general Ricardos, el que quería colgar a los migueletes, reunió a los soldados. Hay que respetar la desgracia, les había dicho. Prohíbo que se insulte a los prisioneros o se les golpee; a los que desobedezcan se les dará de palos, ¡seis bastonazos al menos! Luego había dicho que, si el honor no era bastante, era preciso que los soldados pensaran en que la guerra podía cambiar, y también ellos podían caer prisioneros, a su vez.
Fuera, la puerta del cercado golpeaba. El antiguo miguelete se levantó, se puso en los hombros una manta y salió murmurando:
—Es muy cierto que debemos respetar la desgracia.
¡Noventa y ocho por ciento! La cotización del papel moneda había caído en un abismo. E incluso a ese infamante precio lo rechazaban. Si más bajo hubiera caído, también lo habrían desdeñado. Todos los fondos —sueldos y fondos propios de la expedición— destinados a Méchain y Tranchot, al igual que a Delambre y Bellet, les eran enviados en «papel-basura», como lo llamaban en las montañas. Si no había metálico, no había víveres, no había techo. ¡En efectivo o ni un vaso de agua! Por fortuna, el astrónomo había conservado cierta cantidad: unos restos ahorrados de la suma que Prieur había desbloqueado en su favor, cuando permanecía aún prisionero en España. Se agotó muy pronto.
Una sola jornada de un guardián costaba cien francos; y además el astrónomo sólo podía procurárselos por la fuerza. ¡Al igual que las bestias y los coches! ¡Nadie quería alquilarlos! Fue necesario recurrir a la requisa. Para el ejército tiene un pase, se murmuraba; pero ahora tenemos que alimentar a sabios que miden qué sé yo… Cuanto más tiempo pasaba, menos equipaje llevaba Méchain; el círculo, algunos instrumentos, un fanal, una tienda: lo estrictamente necesario. La experiencia de Bugarach le había servido. Méchain ordenó construir dos cajas pequeñas en las que se distribuyeron todas las piezas del círculo. A veces a lomo de mulas, por lo general en las espaldas de los hombres, eran sacudidas por los más abruptos senderos que llevaban a las cimas más inaccesibles.
¿Y qué encontraban al llegar arriba? ¡Nubes! Nubes envolviendo una de las estaciones y que permanecían allí durante todo el día; luego, cuando la primera iba descubriéndose, la de enfrente se zambullía en la niebla y la rabia les llenaba el corazón.
Cierta noche, mientras Méchain dormía en la alquería, despertó sobresaltado. Tenía la impresión de que el techo volaba, de que los muros iban a derrumbarse. «¡Dios mío, qué tormenta!». El granero, batido por el huracán, parecía dispuesto a zozobrar y, sin embargo, estaba muy bien protegido en una hondonada, al pie de la montaña. ¿Qué ocurriría allí arriba? Méchain permaneció despierto, acechando el alba.
«Ha ocurrido lo que temía, la tormenta se ha llevado la señal. ¿Cómo no desalentarse?», escribió al día siguiente Méchain a Delambre.
«Ignoro, por otra parte, por qué fatalidad no recibo la mayoría de las cartas de mi esposa. Eso me produce la más viva inquietud. Desde hace cuatro años paso todos los días sumido en la más cruel ansiedad que si estuviera entre los horrores que se cometieron en nuestra patria; no puedo pues describiros mi estado. Las jeremiadas no nos harán el trabajo, pero ignoro cómo saldremos de ésta».
Iniciada en la alquería de Pâtres, al día siguiente de la tormenta, Méchain prosiguió la carta destinada a Delambre en Estagel, en casa de su amigo Aragó. Allí recibió esta nota: «No dudéis, querido colega, escribía Delambre, del placer que será siempre para mí comunicaros todo lo que haga, pero permitidme que os pida también vuestras opiniones y que saque enseñanzas de vuestras operaciones». Méchain desplegó febrilmente sus manuscritos; todo estaba allí: distribución e informe de las observaciones, presentación de los cálculos en los registros, etc.; todo perfectamente claro, explicado con detalle e ilustrado con croquis.
«¡Si al menos hubiera hecho antes la petición!, se lamentó Méchain. Tendré que volver a empezarlo todo. Las informaciones que me dais son, para mí, lecciones muy instructivas que intentaré aprovechar, le respondió a su colega. Ciertamente, sólo puedo lamentar que las circunstancias, y mi escasa inteligencia, no me hayan permitido realizar un trabajo tan bien concertado como el vuestro. Pero ahora, guiado por vos, intentaré adoptar una marcha más segura».
La puerta se abrió; entró un chiquillo llevando una taza de leche. Diez años, vivaracho, con el pelo enmarañado.
—¿Cómo te llamas?
—François-Augustin.
Méchain dio un respingo. ¡Augustin! Como su hijo menor. ¡Cuatro años sin verle! ¿Imaginarlo? ¡Es tan difícil imaginar a un niño cuando entra en la adolescencia! Sin duda se habría convertido en un apuesto muchacho; eso le decía Thérèse en la única carta que de ella había recibido. «Reservado y tímido», aclaraba. No como ese que, con la excusa de ordenar la mesa para dejar su taza, se había puesto ya a husmear.
Creyendo que así se libraría con mayor rapidez de él, Méchain abrió la caja del círculo. ¡Qué imprudencia! El chiquillo, maravillado, contemplaba aquellas piezas. Ardía en deseos de tocarlas pero, sin embargo, no intentó nada. Era tan evidente que Méchain, cayendo en el juego, sacó las piezas y explicó brevemente para qué servían, antes de dejarlas una a una en la cama. Manipuló algunos mecanismos para ser más convincente y, muy pronto, la totalidad del círculo de Borda yacía despiezado sobre el cobertor. El niño miró a Méchain como rogándole que montara el instrumento. Este, inflexible, se negó.
—¡No te he pedido nada! —replicó el niño.
—Bla, bla, bla, ¿crees que no te he comprendido?
François señaló, de pronto, el cobertor con el dedo; ya tenía su venganza: dos manchas de grasa caída del instrumento.
—No se lo diré a mi madre.
Tras un guiño cómplice, comenzó a interrogar a Méchain. Muy pronto, éste se vio arrastrado por un torrente de preguntas; cada una de ellas abría la puerta a una serie más. El niño demostraba tal exigencia que, esta vez, su interlocutor respondió con seriedad. ¡Pobre de él si hubiera obrado de otro modo!
Al día siguiente, el muchacho regresó; ya al pie de la escalera, Méchain le había oído recitar una especie de cantinela que proseguía cuando entró en la habitación. Pero la recitaba tan deprisa que era imposible comprender una sola palabra. François redujo el ritmo y Méchain escuchó la lista de los ochenta y seis departamentos y sus capitales, lista que todos los alumnos debían aprender de memoria. Cuando el niño hubo terminado, puso en las narices del astrónomo una incomprensible ensalada de color. Méchain apartó la hoja y, como sucede cuando nos alejamos de una vidriera, el dibujo adquirió sentido. Cada mancha de un color distinto representaba un departamento. Al pie de la página, en el azul del mar, una caligrafía infantil había escrito: la República Una e Indivisible. Méchain devolvió el papel y el niño prosiguió su letanía. ¡Qué molesto era!
Se hicieron buenos amigos. Cada día, al salir de la escuela, el niño iba a visitar al astrónomo. François tenía dos objetos favoritos, la pluma y la honda; utilizaba con facilidad la primera y manejaba la segunda con destreza, sobre todo desde que casi había acabado con un somatén durante una incursión de las tropas españolas. Fue durante la guerra, los ataques españoles se sucedían. Algunos soldados alejados del grueso de la tropa acababan de ser descubiertos por la pandilla de muchachos del pueblo. Sin decírselo a nadie, los mozalbetes habían atacado, hiriendo a dos soldados. De regreso al pueblo, los chiquillos fueron tratados como héroes, tras haber recibido un severo correctivo.
Eso por lo que se refiere a la honda. Lo de la pluma era menos heroico, pero más duradero. François adoraba la escuela. Leer y escribir se habían convertido en una pasión.
¡La escuela! Lo que habían hecho la Legislativa y la Convención antes de Thermidor, estaban, poco a poco, deshaciéndolo. Aquella ley de instrucción que declaraba la escuela gratuita y obligatoria era cada vez más maltratada. En cada municipio de Francia se debía abrir una «escuela primaria», la escuela de los niños. En realidad se abría una sola para tres o cuatro municipios. El Estado debía pagar a los maestros, y dejó de hacerlo. ¡Les tocó a los padres, a los municipios eventualmente, pagarlos! Y la escuela, prevista para ser cercana y gratuita, se puso entonces por las nubes, por su situación y su precio. No había ya bastantes plazas para todos los niños, en especial para las niñas.
Puesto que una de sus pequeñas compañeras no fue admitida en la escuela de Estagel, François había decidido enseñarle personalmente a leer y escribir. Concienzudo, el muchacho se transformaba, durante una hora al día, en un maestro escuchado… y eficaz.
Papá Aragó no dejaba de maldecir esos retrocesos. Más partidario de la Montaña que girondino, habiendo visto complacido la desaparición del Terror del Comité de salvación pública, contemplaba, en cambio, con rabia cómo crecían las exacciones de los revanchistas. Cierta noche, regresó apaciguado con un gran libro en la mano. Era el Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, de Condorcet. Durante la cena, le contó a Méchain cómo había conseguido el libro. Le debía a Romme haberlo recibido. Pocas semanas antes de ser excluido de la Convención y condenado a muerte, Romme había hecho que se votara el envío a todos los departamentos de la última obra de Condorcet. La Asamblea, reunidas todas las opiniones, había aplaudido la proposición. ¡Tres mil ejemplares mandados, por todo el territorio, a los alcaldes, a los maestros de escuela, a los magistrados, a los jefes de batallón!
Tal vez esta noche, reunidos alrededor del fuego, pues helaba en todas partes, en Dunkerque y en Marsella, en Brest y en Rodez, algunos hombres y mujeres escuchaban estas pocas frases pronunciándolas con acento de Bretaña o del norte, con acento de Marsella o el de Auvernia: «Este es el objetivo de la obra que he emprendido y cuyo resultado será mostrar, por el razonamiento y por los hechos, que la Naturaleza no ha puesto término alguno al perfeccionamiento de las facultades humanas, que la perfectibilidad del hombre es realmente indefinida, que los progresos de esa perfectibilidad, independientes ya de cualquier poder que quisiera detenerlos, no tienen más término que la duración del globo donde la naturaleza nos ha puesto».
Allí, en Estagel, en la gran cocina de los Aragó, los niños se habían dormido; salvo François, el mayor, que luchando contra el sueño escuchaba tanto como podía unas frases cuyo sentido no comprendía bien pero que, por el modo en que las pronunciaba su padre, le parecieron de gran importancia. Cierto es que, en boca de Aragó, sazonadas por su modo de pronunciar las palabras, adquirían un sabor que las convertían en promesa de felicidad.
La fuerza de convicción de ese texto, la intransigente esperanza que lo animaba, aquella voz clamando que la perfectibilidad del hombre no tenía límite… Méchain se sintió conmovido. Tanto más cuanto que, favorable a una especie de deber de reserva de los sabios, se había en su tiempo enojado por el modo en que Condorcet se zambullía, en cuerpo y alma, en los asuntos de su tiempo.
Fueron a acostarse. ¡Méchain se sentía tan bien en esa cálida familia! Al dormirse, sintió un enloquecido deseo de estar con los suyos.
Méchain se disponía a abandonar Estagel para reunirse con Tranchot, en las montañas, cuando François, por última vez, entró en la habitación del astrónomo. ¡Divina sorpresa! En medio de la habitación se hallaba el círculo de Borda, completamente montado, dispuesto para funcionar.
Méchain terminó así su larga carta, iniciada semanas antes en Bugarach: «Sabréis perdonar el desorden que advertiréis en esta carta; es, con mucho, demasiado larga para lo que en ella encontraréis de interesante. Mi principal objetivo era reiniciar la correspondencia con vos, mi querido colega. Sólo a mí podrá serme útil. Que os sea al menos agradable. Deseo ardientemente que tengáis la bondad de perder en ella algún instante».
Así comenzó una asidua correspondencia entre ambos astrónomos. Más de un centenar de cartas por uno y otro lado. ¡Pero cuántas dificultades para localizarse! Parecían dos ciegos empecinados en alcanzarse a través de las tinieblas. Una misiva llegaba a Evaux cuando su destinatario no estaba ya allí, habiendo partido hacia Dun, pero, remitida a Dun, llegaba justo después de que se hubiera marchado. Un pliego regresaba, varios meses más tarde, a su punto de partida: devuelto al remitente. ¿Adónde enviar la carta? Depende: «Podéis escribirme a París, rue del Paradis, o a Bruyères vía Arpajon, departamento de Seine-et-Oise, o a Bourges, a lista de correos, será más corto y seguro». ¿Cómo extrañarse de que semejante misiva se perdiera para siempre o de que otra, perseverante sin embargo, persiguiese a su destinatario sin nunca conseguir alcanzarle? Sin mencionar otra que, envejeciendo a pie de obra por haberse adelantado en exceso a su destinatario, le ofrecía sólo viejas noticias cuando, meses más tarde, llegaba a sus manos.
La estremecida pluma de Méchain, mojada en una tinta casi helada, anunciaba: «He aquí de nuevo a vuestro importuno astrónomo, cuyas cartas y peticiones son más frecuentes que la aparición de los cometas. Domingo, varios pies de nieve. Si el tiempo no mejora, cederé pronto terreno al hielo, a la escarcha y a los lobos, que son cada vez menos raros, sin contar con los osos, uno de los cuales, cerca de aquí, ha devorado cinco o seis corderos».
Delambre, con los pies metidos en una jofaina de agua hirviente y el escritorio apoyado en las rodillas, respondía: «¡Vuestras montañas son demasiado altas, las nuestras no lo son bastante! Pero debo admitir que siempre hemos estado entre rosas si comparamos nuestra posición con la vuestra». Y se lanzaba a una descripción de la última estación: «Tenía para seis horas de labor y sólo pude hacerla en diez días. Decidí pues alojarme en una vaquería vecina. Digo vecina porque sólo estaba a una hora y media. Durante los diez días que duró el trabajo no pude desnudarme; dormía sobre algunas pacas de heno. Comiendo lo que podía encontrar. Fui allí, sucesivamente, abrasado por el sol, enfriado por el viento, empapado por la lluvia. Por cierto, ¿no os resentís ya de vuestro cruel accidente?».
«¿Noticias de mi brazo? Ha mejorado mucho, respondía Méchain un mes más tarde. Queda todavía la cabeza por sanar, y lo procuro. Pues sí, querido colega, si alguien piensa que tengo la misantropía de Rousseau, tal vez no se equivoque. Por desgracia, sólo en eso me parezco a él. Es una enfermedad de la que intentaré librarme».
Es preciso, a toda costa, que cambie de ideas, que vuelva a estar con su familia, se convenció Delambre, tomando de inmediato una hoja de papel: «He pensado que, tras una ausencia de cuatro años y medio, os será más agradable observar en París, en el seno de vuestra familia, que en esa pequeña población que nada tiene de agradable». Puesto que Méchain se negaba, Delambre insistió: «Yo estoy solo, vos estáis en una posición familiar distinta. Se os deben todas las preferencias por todo tipo de razones, sin ni siquiera hablar de vuestra antigüedad y vuestros largos trabajos». Una notita a pie de página lo reavivaba todo e inflamaba de nuevo la cabeza de Méchain: «¿Tenéis la esperanza de llegar este año a Rodez? ¿Cuáles son vuestros proyectos? Eso es lo que más deseo saber de vos».
¡Estaban muy lejos de haber terminado! Pero, como niños, jugaban: vos haríais esto, y yo aquello; y sería así y asá; y vos vendríais hasta uno de los dos campanarios que están más acá de Rodez, mientras yo iría… He aquí el plan que os propongo, haced en él los cambios que os convengan. Méchain hacía algunos cambios y Delambre…
Pronto la correspondencia se enriqueció. El nuevo reparto epistolar fue triangular. Uno de los lados siguió siendo idéntico pero móvil: Delambre-Méchain; un punto fijo en París, aunque cambiando de inquilino. Una vez era Borda; otra, Thérèse; otra, Lalande. De ese modo, el trío que asumía en París la permanencia se había transformado: Condorcet y Lavoisier habían sido reemplazados por Lalande y Thérèse. Pues Thérèse se encargaba cada vez más a menudo del contacto entre su marido y la Comisión.
Méchain había recuperado su ardor de antaño. Varios días después de haber salido, regresaba agotado, con su equipo de porteadores. La madre les había oído; los hombres no se habían quitado todavía la ropa cuando servía ya la sopa en grandes platos hondos puestos sobre la desnuda madera de la mesa. Comieron sin decir palabra. Luego, la mujer pasó un trapo húmedo, frotó la madera; los platos quedaron listos para la próxima comida.
Seca ya la mesa, Méchain se instaló. Los porteadores se inmovilizaron ante la chimenea. La madre tendió la ropa en un hilo que pasaba sobre sus cabezas; luego, interrumpiéndose, lanzó una ojeada al conjunto de la estancia, a los hombres y las cosas. Satisfecha, se acercó al astrónomo, empujando una lámpara hacia la hoja en la que había comenzado ya a escribir: «Estoy desesperado, querido Delambre, por haber diferido hasta ahora el envío de mis mediciones de Barcelona. Mis únicas excusas son la pesadumbre y la devoradora inquietud que me atormentan, desde hace mucho tiempo, a este respecto. Adiós, mi querido colega, mantenedme en vuestra amistad».
La berlina de reflejos verdes corría a través de los bosques; de hecho, su color se adivinaba más que distinguirse. Bellet conducía; Delambre, instalado en el interior, releía la carta de Méchain: le inquietaba. «Considero vuestras mediciones de Barcelona como las más precisas y perfectas que puedan desearse. Nunca habría podido presumir de hacerlo mejor, ni siquiera tan bien». Eso era lo que iba a responderle esa misma noche.
El coche se había detenido en medio de un prado. Delambre preparaba una hoguera. El caballo pacía dócilmente. El pelaje de un gris nivoso, las crines y el extremo de las patas, caoba; peinado y cepillado, parecía vestido de gala. Robusto, no muy nervioso y nunca caprichoso, era un animal de aguante. Bellet le hizo doblar una pata y pareció preocupado por el estado de la pezuña.
Delambre se instaló para escribir. «Me atrevo a invitaros, querido colega, a que os tranquilicéis sobre vuestras observaciones. No os lo digo sólo a vos. En mi precedente viaje a París, lo repetí varias veces a la Comisión y a la Junta de Longitudes». Conociendo la inagotable sed de absoluto de su colega, intentó apaciguarle: «Quienes conozcan un poco las dificultades que hemos padecido nos tendrán en cuenta el grado de exactitud al que hemos llegado y no buscarán tres pies al gato por unos pequeños errores que las circunstancias no permiten evitar». El caballo relinchó suavemente, Delambre levantó la cabeza; su mirada se detuvo en la berlina. «Nuestro coche no aguantará, sin duda, hasta Rodez. Parece dispuesto a expirar. Nuestras señales se levantan desde Dunkerque hasta Morlat. ¿Cuándo podrán unirse a las vuestras? Será un día señalado en la vida de ambos».
En Dun, Bellet llevó el caballo a casa del herrero. Alto, enteco, con unos frondosos bigotes de puntas enrojecidas, un gorro de lana sobre los largos mechones de unos cabellos que le llegaban al cuello, al hombre le llamaban «el Amoroso». Debía su apodo a su extraño modo de hablar a los caballos. Mientras preparaba sus instrumentos, el Amoroso había dicho algunas palabras al animal, como para conocerle. Tras haber puesto los hierros al fuego, había comenzado a explicarle:
—Esto son unas tenazas, esto un rascador y esto un mazo. Con el pujavante, voy a cortarte las uñas. ¿Te molestan las uñas, no es cierto? Ahora voy a aliviarte. No tengas miedo, Amoroso, sólo es cuerno, no sentirás nada.
Cuando, con unas largas tenazas, retiró el metal al rojo vivo y lo aproximó al casco, no dejó de hablar. Su voz se había hecho más suave, más acariciadora. Entre el calor y el olor a quemado, ajustó la herradura, ya con sus claveras, y sólo calló un instante cuando, tras haberse metido un puñado de clavos en la boca, comenzó a fijar la herradura. Terminado el último clavo, acarició al caballo.
—Bueno, Amoroso, no te he hecho daño ¿verdad? ¿Sí, un poco? Pues has sido muy valiente, y ahora vas a galopar como un jovenzuelo —canturreó metiendo un terrón de azúcar en la boca del caballo.
Hacía un tiempo soberbio cuando salieron de Dun. Habían realizado sin problemas las mediciones. Con el casco reparado, el caballo gris trotaba. Demasiado deprisa, pensó Delambre que iba en el asiento delantero junto a Bellet. Ambos hombres cantaban a pleno pulmón, cambiando las palabras de una melodía popular:
Infeliz solterón
que prefieres la nulidad
al goce de ser esposo y padre
encanto de la sociedad (bis).
Cuando llegue el declive,
lleno de achaques,
fruto de los excesos y las voluptuosidades…
De pronto se oyó un siniestro chasquido y la berlina se bamboleó.
Instantes más tarde, sentados al borde del camino, el astrónomo y su ayudante contemplaban con tristeza su berlina volcada en la cuneta.