15
—¡Y ahora resulta que ya no somos iguales! —exclamó Bellet—. ¡Es una lástima, comenzaba a acostumbrarme!
Delambre descubrió la causa de la irritación de su ayudante: el artículo primero de la Declaración de los derechos del hombre no figuraba ya en la nueva Constitución.
Justo antes de desaparecer, como una mujer que muriese de parto, la Convención encontró fuerzas para alumbrar una Constitución. Durante su última sesión ofreció al país dos regalos: cambió el nombre de la «plaza de la Revolución» para llamarla «plaza de la Concordia» y creó el Instituto, no por una simple ley que pudiera ser revocada con el menor cambio político, sino con un artículo de la Constitución. Así, el nuevo organismo debería rendir cuentas, cada año, ante el propio Cuerpo legislativo, de los progresos de las ciencias y los trabajos de cada una de sus clases.
«Si dejáis a los sabios que componían la antigua Academia tiempo para retirarse al campo, tomar otras profesiones en la sociedad, entregarse a ocupaciones lucrativas, la organización de las ciencias se verá destruida y no bastará medio siglo para formar una nueva generación de sabios», había advertido Lavoisier. Al parecer le habían escuchado.
Habiendo sido el último miembro nombrado de la difunta Academia, Delambre sólo había participado en tres o cuatro sesiones. «Prácticamente no fui académico, seré totalmente miembro del instituto», se prometió. La muchedumbre le sumergió. Se había querido hacer un símbolo de aquella inauguración. Era la primera manifestación de tal importancia desde el comienzo de la Revolución. Eso era distinto de aquellas populosas y vulgares fiestas que monopolizaban la escena desde hacía años. ¡Las mujeres eran hermosas y los vestidos bonitos! Las modistas, oficialas, plumajeras, guarnecedoras y hormeras volvían a tener trabajo, las encajeras y peluqueras también. En resumen, por lo que al atavío se refiere, la situación era excelente.
La ceremonia se inició. Sin embargo pasaron dos o tres nubes por el sereno cielo de tan hermosa inauguración. Alguien observó, siniestra contabilidad, que la muerte de Bailly había dejado libres tres sillones, pues el difunto astrónomo era el único, con Fontenelle, que había sido, simultáneamente, miembro de las tres academias. En la sección de Ciencias morales se había admitido a los poderosos de entonces, que no eran los mismos de antes. En la sección de Ciencias triunfó la continuidad. Todos los antiguos académicos recuperaron su sillón. Añadid algunos nombres nuevos a la lista, ya larga, y tendréis: en Botánica, Lamarck y Jussieu; en Anatomía, Daubenton, Cuvier y Lacépède; Haüy en Mineralogía; Monge y Prony en Artes y oficios; Berthollet, Guyton de Morveau y Fourcroy en Química; Coulomb en Física; Parmentier en Economía rural. Y en Medicina, Cabanis y Pinel, claro.
¿Y Méchain? No le habían olvidado. Junto a Cassini y Lalande, se sentaría en la clase de Astronomía, mientras que, junto a Lagrange, Laplace, Legendre, Borda y Bossut, Delambre ocuparía su lugar en la de Matemáticas.
Que le consideraran un matemático —dando por sentado que nadie podía negar que era un astrónomo— hizo sentir a Delambre un gran orgullo. ¡La reina de las ciencias!
Le hablaban de la expedición y siempre aparecía la misma pregunta:
—¿Cuándo terminará?
Sólo eso parecía importar.
—Hace cuatro años que se inició el trabajo —respondió Delambre irritado—, me he entregado a él en cuerpo y alma, interrumpí mis más caras ocupaciones, nadie más que yo desea el final de la empresa. Sin las tormentas de la Revolución, ciertamente haría mucho tiempo que hubiera terminado… pero sin ella —añadió— tal vez nunca hubiera comenzado.
Unos rostros de circunstancias recibieron la última frase y, cambiando aparentemente de tema, observaron que una vez más Méchain estaba ausente. Comatoso en Cataluña, prisionero en España, relegado en Italia o clavado en la cumbre de un pico del Languedoc, siempre tenía una buena razón para estar ausente. Para todo el mundo, ambos astrónomos estaban indisolublemente ligados por la obra común. Aquello no dependía ya de ellos; ¿cuántas veces, aquella tarde, se oyó decir Méchain-Delambre, Delambre-Méchain, como si se tratara de un solo hombre?
Antes de abandonar París tenía que cumplir una promesa. Delambre llegó a la orilla izquierda por el Pont-Neuf, trepó por el cerro de Sainte-Geneviève, flanqueó el Panteón, lo dejó atrás, volvió sobre sus pasos, torciendo el pescuezo para ver si la torreta cuyos planos había hecho dos años antes había sido construida. Desde abajo le fue imposible distinguir nada. Penetrando en el edificio, no pudo evitar comprobar los pilares; los encontró en un estado lamentable. ¿Aguantarían hasta fin de siglo? Tanto más cuanto que el edificio era escenario de numerosas idas y venidas debidas a los frecuentes traslados de los huéspedes que habían perdido los favores de los poderosos del momento.
Volvió a salir, tomó la calleja que nacía en la cara sur del Panteón y se detuvo ante un edificio en cuyo frontón brillaba una placa nueva: Escuela normal superior. Extraño nombre, observó, pero tenía la ventaja de ser franco: la República Una e Indivisible quería dotarse de una, y sólo una, manera de enseñar: entre aquellas paredes se impartiría la «norma». Era preciso vincular a toda la generación por medio de principios comunes y una misma voluntad.
Mientras cada pueblo poseería su «pequeña escuela», en París florecería un montón de «grandes escuelas»: «Es preciso dar a todos, igualmente, la instrucción que es posible extender a todos, pero no negar a parte alguna de los ciudadanos la instrucción más elevada que es imposible hacer compartir a toda la masa de individuos. Establecer la una porque es útil a quienes la reciben, y la otra porque lo es a los mismos que no la reciben», había escrito Condorcet. Delambre recordó la cena de Navidad en la posada de Châtillon, donde aquel curilla —¿cómo se llamaba? Chambraud, Jean Chambraud— había hablado tanto del filósofo. El recuerdo le hizo sentir deseos de detenerse en Châtillon de camino hacia el sur.
«Traducir un problema a lenguaje algebraico es formar ecuaciones. El arte de verter los problemas en ecuaciones y elegir adecuadamente las incógnitas para llegar a las más elegantes soluciones depende de la habilidad del matemático. ¿Cómo designar esas cantidades desconocidas? Con letras del alfabeto, por ejemplo: “a”, “b”, “x”, “y”». La clase había empezado; al pie del anfiteatro, Laplace, erguido ante el entarimado, se dirigía a una multitud de alumnos silenciosos.
No eran ya adolescentes, sino hombres de edad madura. Se les notaba apasionados y serios, ingenuos y severos, dispuestos a maravillarse. Delambre adivinó que eran, en su mayoría, auténticos autodidactas surgidos de todos los rincones del país y que habían ejercido todos los oficios: artesanos, curas, pasantes, artistas. Acababan de ser elegidos por sus conciudadanos como los más aptos para educar a sus hijos y para establecer entre todos una igualdad de hecho, por la que esperaban hacer realidad la igualdad política reconocida por la ley. Y tanto más cuanto que la ley no garantizaba ya, ahora, esa igualdad.
«Uno de los más fecundos cotejos que se hayan realizado en las ciencias es la aplicación del álgebra a la teoría de las curvas. Así nació el análisis infinitesimal…», prosiguió Laplace. Calor húmedo, chirrido de plumas sobre el papel, ruido de hojas al volverse, aquel viejo olor, «el olor del saber». Como un relámpago, lo recordó todo; Delambre, el eterno estudiante que no abandonó su última aula hasta cumplidos ya los treinta. ¡Ah, el placer de aprender, de saber, de enseñar! Siempre había querido ser profesor. A los veinte años, matrimonio de conveniencia, creyó que sería la única actividad que iba a permitirle su probable ceguera. A los veinticinco, matrimonio por amor, estaba convencido de que no existía más hermosa profesión. A los treinta, seguía pensándolo. Sin duda le hubiera gustado enseñar en esos nuevos y prestigiosos establecimientos. No se lo habían propuesto. Fue a causa de la expedición, claro, se dijo para tranquilizarse. No es posible estar, al mismo tiempo, en los caminos y en las aulas. Las escuelas cerradas, la enseñanza y el sedentarismo, o el viaje y los infinitos espacios, abiertos a los cuatro vientos; ¡había que elegir! De todos modos, envidió a Lagrange y Laplace, a Haüy y Berthollet, a Vandermonde y Daubenton y Monge, abrumados por sus puestos de enseñanza.
Al dirigirse a la salida, e impulsado de nuevo por la curiosidad, Delambre entreabrió una puerta. Por sus grandes gestos reconoció, inmediatamente, a Monge dando su clase. ¿No se decía, acaso, que sus éxitos en geometría se debían a la increíble habilidad con la que, con sutiles movimientos de sus manos, sabía representar y posar en el espacio las superficies y los objetos más complejos de sus demostraciones?
«Otros hablan mejor que él, pero nadie es mejor profesor». No era ésta la opinión de todo el mundo. Desde hacía algún tiempo, Monge era objeto de una campaña de prensa: el hombre seguía siendo partidario de la Montaña en un tiempo en el que mejor era olvidarlo, y además persistía en la utilización de incalificables métodos pedagógicos. ¡Imaginadlo! Hacía trabajar a sus alumnos en grupos pequeños y, por añadidura, había organizado sesiones de debate con los maestros, según decía «para que la enseñanza no sea resultado del trabajo de un solo espíritu sino del trabajo simultáneo de mil doscientos o mil quinientos hombres».
¡Una clase, y de matemáticas además, puesta a discusión! Y todo mientras, en los cuarteles, se procuraba enseñar de nuevo a los soldados la obediencia y la disciplina…
Volviendo hacia su estación, Delambre se detuvo en Châtillon. Decidió pasar la noche en la posada. Léonne, la criada, seguía allí, trajinando como siempre, y ante la profunda chimenea, el Tío-Libertad, inmóvil en una silla, parecía dormitar. Pero enseguida reconoció a Delambre.
El astrónomo quiso saber noticias del árbol; el anciano rostro se arrugó un poco más.
—¡Los muy cerdos, lo cortaron! —se ruborizó—. Advertí a los gendarmes que podía suceder. Cierta mañana, encontré un rey de diamantes… —Ante la pasmada cara de Delambre, insistió—: Un naipe, un naipe de baraja… Lo habían clavado en el tronco con un punzón de carnicero. Y al día siguiente no había nada. ¡Ni tronco, ni árbol!
Léonne les llevó la botella de matarratas y, dirigiéndose al viejo:
—¡Cuéntale lo de Marchecourt!
—Ah, sí —dijo el anciano—. La pirámide, ¿lo recordáis? La de vuestro meridiano que fue destruida por los tipos de la sociedad popular para reparar el camino. Pues bien, este verano, el directorio del departamento les condenó a reconstruirla: ¡y les ha costado tres mil libras! Id a Marchecourt, ya veréis, el monumento está como nuevo… pero el camino está lleno de baches. ¿Verdad, Léonne?
Pero ella se había marchado ya.
Al día siguiente Delambre siguió su camino; tenía que encontrarse con Bellet en Creuse. Se sintió tentado a proseguir su viaje e ir, ¿por qué no?, a visitar a Méchain. Algo le contuvo: Rodez. Como si ir más allá de la ciudad fuera penetrar en «tierras» que no le pertenecían. Francia dividida en dos.
Méchain estaba pues en sus tierras cuando, cierto día, le comunicaron que su berlina le aguardaba en Perpiñán. Su vieja berlina estaba aún… ¿Cómo decirlo?, viva. ¡Parecía imposible! Cuando se embarcó hacia Italia tuvo que abandonarla, con la muerte en el alma, en manos de las autoridades españolas. Tras haberla repatriado triunfalmente, la administración del departamento acababa de comunicárselo a Méchain. Voló hacia Perpiñán.
Pero, no estando ya donde había estado, y sin estar todavía donde le habían dicho que estaría pronto, la berlina resultaba inalcanzable. ¿Pero dónde se hallaba? ¡En la iglesia Saint-Jacques, claro! ¿Una berlina en una iglesia? Bueno, era cosa de los tiempos.
Empujando el portalón, se dio literalmente de narices contra un enorme muro, una muralla más bien, hecha de pacas de paja amontonadas de cualquier modo, hasta los más altos contrafuertes. La nave estaba atestada: la iglesia acababa de ser transformada en almacén de pienso del ejército de los Pirineos Orientales. Méchain, plantado en la puerta, fue empujado por un grupo de soldados. Ante su aspecto atónito, uno de ellos gritó:
—Pero bueno, ¿no te gusta el pesebre? Ya había una vaca y el niño Jesús, faltaba el burro.
Y se alejó, seguido por las carcajadas de sus compañeros. Decididamente, la paja perseguía al astrónomo. Hacer con ella una yacija en las más perdidas alquerías podía pasar, pero allí, en plena ciudad…
Méchain no encontró la berlina «en», sino «al lado de» la iglesia, tapada con una lona, en un cobertizo vecino, aguardando que alguien la devolviera al servicio. Tenía derecho a esperarlo, dado el perfecto estado en que se hallaba. Ruedas, puertas, ejes, todo parecía funcionar de maravilla. Hasta la pintura había resistido el paso del tiempo. El color se había pastelizado un poco, como el de las telas de su compatriota Latour. Las autoridades españolas habían cumplido.
Méchain trepó al habitáculo e inició una afectuosa inspección, desprendiendo la mesa plegable antes de fijarla en el suelo, acariciando el terciopelo que forraba las paredes. Hizo ademán de sacudir el polvo del tejido. Allí, en las hornacinas, tal vez hubiera olvidado…, las registró una tras otra, la del termómetro, la del reloj, la del higrómetro de cabello… Estaban vacías. Luego, recordando el armario de los documentos, levantó la mano, palpó la cavidad abierta en el techo y encontró, estupefacto, un mapa, el del Montserrat, aún con las anotaciones que él mismo había hecho. Se instaló en su lugar favorito, la banqueta trasera del lado derecho.
«De todos modos sería bueno disponer de un lugar para mí, pensó Méchain, aunque sea el interior de una berlina, como los niños tienen sus cabañas. Y cuando el entorno se hiciera demasiado difícil, me refugiaría allí». Nunca la misma posada, nunca la misma gente, nunca la misma cama; a la larga, era para perder la cabeza. Méchain pensó que la berlina podría satisfacer aquella necesidad de continuidad, aquella sed de permanencia. Pensó conservarla, pero…
Añadiendo al precio —exorbitante— de la compra de un caballo al coste de la cotidiana ración de heno, sin mencionar la dificultad de obtenerlo y el tiempo consagrado al animal… Tristemente, Méchain decidió que era más prudente prescindir de ella.
Se encontró con Aragó en la sala grande del ayuntamiento. Al contarle el asunto, no pudo evitar su extrañeza ante el hecho de que, tras todos los trastornos que habían agitado la región, la berlina hubiera llegado en perfecto estado.
—Es la administración —respondió Aragó—. Constancia y perseverancia; como, para ella, todo es abstracto, todo tiene, a su modo de ver, igual importancia. Sobrevive a todos los regímenes. ¿Que decapitan al subjefe de un servicio? Las hojas caen y las ramas se rompen, pero las raíces permanecen.
Y le contó la historia de la lotería del rey. En tiempos de Robespierre, la Comisión de las artes había gastado mucha energía para resolver un espinoso problema de lotería. Luis XVI tenía suerte en los juegos. Antes de ser encarcelado había comprado un billete de lotería emitido por una institución benéfica. Pasó el tiempo, se efectuó el sorteo y Luis fue uno de los afortunados. Le enviaron los premios, pero no estaba ya allí para recibirlos. La Comisión de las artes se encargó de ellos. Tras haberlos clasificado y etiquetado debidamente, y al no saber a quién entregárselos, decidió conservarlos por si…
—¡Por si debían ser restaurados! —bromeó Méchain.
Aragó propuso guardar, mientras, la berlina en Estagel. Sólo Borda podía decidir cómo resolver el asunto; Méchain aprovechó la carta que le dirigió a este respecto para hacerle otras preguntas: ¿qué hacer con los instrumentos que ya no necesitaba? ¿Qué hacer con el dinero italiano? Méchain llamaba dinero italiano al de la venta del círculo a los astrónomos italianos, durante su estancia en Génova.
Catorce días más tarde exactamente, justo el tiempo de ir y volver, recibió la respuesta de Borda: «Creo que debo poneros al corriente del espíritu actual de la comisión, comenzaba Borda. Ya sabéis que, antaño, decidíamos con mucha rapidez sobre todos los problemas. Ahora es distinto. Actuamos con circunspección, si así puede decirse, o nos mostramos, más bien, bastante indecisos. Por lo tanto, no debéis aguardar decisiones por nuestra parte, y tanto Delambre como vos no tenéis más opción que decidir lo que mejor os parezca. Por otra parte, podéis estar seguro de que apoyaremos todo lo que hayáis hecho.
»Con respecto a la berlina, pues vendedla o entregadla al departamento, como gustéis. ¿Me decís que no os he dado mi opinión? Voy a dárosla: reflexionad durante una hora, o un día, sobre lo que conviene hacer: la decisión que hayáis tomado es, precisamente, la que yo os aconsejo que toméis. Y si, luego, tenéis la bondad de comunicármela, sabré entonces qué opinión os habré dado al respecto.
»Segunda pregunta: ¿adónde enviar los instrumentos que ya no necesitáis? Respuesta: Creo que lo mejor sería dejarlo todo en lugar seguro, porque enviarlo os costaría cierto dinero. Ya sabremos, cuando los necesitemos, encontrarlos donde los hayáis dejado.
»Tercera pregunta: ¿a quién debéis enviar el precio de los instrumentos que cedisteis a los italianos? Respondo que no debéis todavía desprenderos de esta suma y que debe estudiarse si sería posible cederos el dinero y, al mismo tiempo, hacer que el gobierno pagara el instrumento, aunque supusiera disminuir paralelamente el dinero que se os envíe a continuación.
»Vayamos a lo que me decís de las operaciones de Delambre. Aquí, voy a enfadarme con vos por las buenas. ¿De dónde habéis sacado que sus observaciones, tanto astronómicas como terrestres, son mejores que las vuestras? ¿Y por qué despreciar vuestro trabajo —o mejor dicho, el de la comisión que lo avala— cuando a todo el mundo le parece bueno?
»Sigamos con la regañina: no veo por qué no queréis hacer las observaciones en Evaux con Delambre.
»Ahora mi cólera se ha apaciguado; le abrazo tiernamente y le aseguro que mi anciano corazón, aunque enfriado por la edad y los achaques, marchitado por todo lo que he visto hace seis años, siente mucho afecto por vos. Para concluir, algunas excusas con respecto a ciertas cartas vuestras que quedaron sin respuesta. Ya sabéis, querido amigo, que tengo el defecto de no escribir. Debéis saber también que, siendo viejo y mucho más, incluso, de cuanto lo era cuando salisteis de París, no puedo esperar corregirme».
»Aparentemente tienen tantos problemas en París como yo aquí», concluyó Méchain satisfecho por el descubrimiento. Instantes más tarde entró Aragó acompañado por un oficial español. ¡Era González!
—¡Dios! —exclamó González corriendo hacia Méchain.
—¡Déu! —rectificó éste estrechando la mano del capitán.
Aquella misma tarde ambos salían a caballo hacia el pico de Mazamet.
Firmada la paz, González había sido enviado por su gobierno para estudiar las condiciones de una reanudación de la cooperación entre ambos países; hablaban de ello al salir de la población.
En cuanto llegaron al campo, Méchain puso su animal al galope. Viéndole tan cómodo en su montura, González no pudo ocultar su sorpresa. Que no quedara rastro alguno del accidente —salvo la cicatriz por encima del párpado— le dejaba estupefacto. La última imagen que tenía de Méchain era la de un tullido clavado en un sillón, en el huerto de los Salvá.
Redujeron el paso para iniciar el ascenso. Méchain escuchaba con avidez lo que González le explicaba sobre su accidente. Era la primera vez que hablaba de ello con alguien. Supo así que, durante su coma, el general Ricardos había permitido que un médico francés prisionero le visitara y que éste, para prevenir un enorme coágulo que estaba obstruyendo su cerebro, le había propinado un montón de sangrías. Se había producido, a continuación, una espantosa efusión de sangre por la oreja derecha. Se aseguraba que esto le había salvado. Méchain no recordaba nada. Escuchando un relato que nadie le había hecho hasta entonces, sintió un gran frío en la nuca.
—Justo después del accidente —dijo González— todo el mundo estaba tan convencido de que no sobreviviríais que se limitaron a envolveros en una piel de cordero desollado para manteneros caliente.
Méchain sintió náuseas. Fue necesario detenerse. Se imaginaba desnudo, con el cuerpo dislocado, su sangre y la del animal mezclándose, y aquel pellejo muerto que le había envuelto durante días y días. Debió contenerse para no vomitar. González se preocupó preguntándole si estaba ya del todo recuperado. Méchain tardó en responder suavemente:
—Ya veis, el tiempo lo ha hecho mejor que el arte.
Espoleando su montura, salió al trote a pesar de la pendiente.
Llegados a la cumbre, levantaron una pequeña pirámide de piedra seca a guisa de señal, exploraron el lugar y se marcharon. A mitad de la ladera, oyeron que les llamaban. Unos soldados les dirigían gestos agresivos ordenándoles que se detuvieran. ¿Fue el recuerdo de Tranchot, atado por los migueletes, o la evidente dificultad que tendría para explicar la presencia de un capitán español tan lejos de la frontera? Méchain le hizo una seña a González y ambos hombres se lanzaron al galope. Persiguiéndolos, los soldados dispararon varios tiros. Méchain y González lograron escapar. Para el capitán, la experiencia resultó concluyente. Como Méchain cuatro años antes, declaró que aguardaría a que los tiempos «fueran más tranquilos». Méchain sonrió.
De este modo el pico de Mazamet vio cómo se le escapaba, tristemente, el honor de figurar en la lista de las estaciones del meridiano y la cooperación franco-española para la elaboración del metro-patrón se interrumpió.
Pero el asunto tuvo consecuencias. Los soldados, al descubrir la pirámide de piedra seca, decidieron, con razón, que era una señal. ¿A quién se dirigía, de qué advertía? Inquietantes preguntas. Había motivo de preocupación: en el cercano Vallespir, los emigrados seguían agitándose y los monárquicos intentaban, por todo el sur, provocar nuevas Vendées. El asunto llegó hasta el estado mayor, se metió en ello el servicio de información y los aldeanos, interrogados, hablaron de un oficial español. Alertada Perpiñán, las cosas estuvieron a punto de convertirse en un incidente, hasta que Aragó, avisado, logró deshinchar la cosa.
La información se convirtió en un rumor que llegó hasta un suboficial acantonado al pie del pico. Tras haber realizado su propia investigación, éste estuvo seguro de no engañarse y pidió de inmediato una autorización que le fue concedida.
Méchain y Tranchot se habían alojado en una posada de Tuchan, en Corbières. Era la hora de la comida, la sala estaba de bote en bote. Aquella noche había una sesión de lotería. Acompañado por un soldado, el suboficial abrió la puerta y avanzó por entre las mesas, escudriñando el rostro de los comensales. Sólo podía tratarse de aquellos dos hombres, allí, sentados junto a la columna. Quitándose el gorro, se presentó:
—Etienne Charpy, cabo del tercer batallón. ¿Sois el ciudadano Méchain, verdad? ¿Y vos el ciudadano Tranchot?
Era el agrimensor, acompañado por su inseparable amigo Gustave, el artillero. Etienne explicó cómo les había encontrado pero, sobre todo, explicó con todo detalle su encuentro con Delambre, en Saint-Denis, la lección de geodesia, el círculo de Borda, la cadena de agrimensor. Méchain le interrumpió:
—La geodesia se ha desarrollado a partir de los métodos de agrimensura que era muy normal que reencontrarais. ¿Acaso, hasta cierto punto, los agrimensores no son nuestros antepasados?
Etienne se sintió agradecido a aquel hombre que le decía lo que nadie le había dicho. Méchain le rogó que prosiguiera. Etienne contó todo lo que había pasado por su cabeza con respecto a los triángulos. Luego habló de las batallas, sobre todo de Valmy. Gustave tomó la palabra por primera vez:
—Como ya le dije a vuestro colega, yo nací en Valmy.
Tras una seña de Etienne, Gustave dejó su frase en suspense. Luego el agrimensor contó su sorpresa, el descubrimiento de la berlina en la carretera de Dunkerque.
—Vos tenéis la segunda, ¿verdad? —preguntó, Etienne.
—La tenía, la vendimos; la mía era cobriza —respondió Méchain.
Al astrónomo le desconcertó oír a aquel desconocido hablando de cosas que tanto le afectaban. Le hizo mil preguntas sobre Delambre. Aquel soldado era el único hombre que había hablado con ambos desde su partida. ¡Un ayudante de agrimensor como único vínculo vivo entre dos civiles astrónomos! Méchain sonrió. Etienne preguntó si la base de Melun había sido ya medida.
—Ninguna de las dos bases ha sido medida aún —respondió conmovido por la alegría que invadió el rostro de Etienne—. Es que le prometí al ciudadano Delambre hacer con él la medición de Melun —reveló éste.
—Pues bien, si lo deseáis, vendréis también con nosotros para hacer la de Perpiñán, ¿no es cierto, Tranchot?
Tranchot asintió. El agrimensor preguntó dónde estaba Delambre y Méchain escribió la dirección en un pedazo de periódico. Limpiaron las mesas, la lotería iba a comenzar.
Todo el mundo compró su cartón. Un soberbio sombrero presidía la mesa central; el que llevaba el juego metió la mano, agitando mucho el brazo como si hurgara en las tripas de un ave. Sacó el puño lleno de trocitos de hueso, tomó uno y comenzó a bramar:
—¿Cuál es? ¿Cuál es? ¿Cuál es? —tirándolo al aire, donde giró de modo extraño antes de que él la atrapara y, golpeando con fuerza, la colocase en la palma de su otra mano. Leyó de una ojeada el número grabado en el hueso y, cerrando su mano como una chapaleta, impuso un instantáneo silencio. Su boca se redondeó interminablemente y de pronto escupió—: Diesi nueve, diesi nueve, diesi nueve.
Oleadas de «¡ah!» y de «¡oh!» recorrieron la sala. Los jugadores que tenían el número ganador colocaron sobre el «19» una habichuela. El jaleo cesó, los rostros se hicieron de nuevo atentos. El que llevaba el juego inició una pirueta, un paso de baile, y se detuvo ante una pareja de patos mudos, indicándoselos a la concurrencia. Junto a los patos había varios conejos, una caja en la que se apretujaban algunos pichones, una garrafa de vino y una retahíla de premios de menor importancia. Es decir, el lujo y la francachela en aquel período de carestía. Como un tiovivo bien engrasado, el ciclo volvió a empezar, sólo cambiaban las cifras. «¡65…! ¡18…!». Tranchot, Gustave, Etienne y Méchain se apartaron un poco. Habían comprado cartones y seguían el desarrollo del juego sin dejar de hablar.
Primero el éste, fue al principio, en 92; luego el norte, Dunkerque; poco después, el oeste, Vendée y el país de los chuanes; ahora, el sur y los Pirineos.
—Lo hemos hecho todo —le decía Etienne a Tranchot—. También vos habéis viajado. En cierto modo, habéis atravesado Francia de punta a cabo. Nosotros, por así decirlo, le hemos dado la vuelta. Sí, casi la vuelta, resulta chusco a fin de cuentas. —Se detuvo en seco; luego, satisfecho de haber encontrado lo que quería expresar, soltó—: Para vos, el diámetro; y para nosotros la circunferencia.
Gustave miró a su amigo con admiración, pero Etienne prosiguió:
—Y ahora fijaros bien, quieren mandarnos a Italia. Eso sí que es cerrar el círculo. ¡A Italia! ¿Para qué? Los italianos no nos han hecho nada; no me gusta. Me presenté voluntario para defender la República, no para hacer conquistas.
—No había aún República cuando partimos —rectificó Gustave.
—¡Como si la hubiera! En cualquier caso, no para hacer conquistas. —Etienne pronunció la palabra con sordo furor. Señalando a un cabo sentado a una mesa vecina—: ¿Veis a ese tipo?, estaba en Bellegarde… —le interrumpió la voz del que llevaba el juego: «¡42!»—. Era uno de sus números. Puso con violencia una habichuela sobre su cartón.
«¡42…! ¡17…! ¡20!». Méchain ya no escuchaba la conversación. Perdido en sus pensamientos, había volado muy lejos de la posada; los números gritados a intervalos regulares, el ruido de la sala que oscilaba entre los gritos y el silencio… Se recordó en la plataforma del fuerte de Montjuïc, abajo, a sus pies, el mar invisible y el rumor de las olas. Por encima, un cielo de ensueño, todas las estrellas y las constelaciones, tan hermosas como en un libro infantil. Justo sobre su cabeza, la estrella Polar y la Osa Menor, perfectamente dibujada, indicando con obstinación el norte, y a su alrededor el Dragón. La voz del que llevaba el juego se confundió con la suya propia anunciando el resultado de una medición: 42 grados… 17 minutos… 20 segundos. De pronto se acordó del Home-Mort, la leyenda que le había contado González. Se acordaba de frases enteras: Home-Mort, el hombre muerto por haber callado… Uno de los picos representa el error, el otro la verdad, pero no se sabe cuál. ¡Cuál! Cuál. Alrededor de Méchain aullaban; algunos daban palmadas, otros golpeaban la mesa con los pocillos: puesto que el que llevaba el juego había dejado caer uno de los huesecillos, la mayoría de los jugadores exigía que se anulara la partida, tanto más cuanto que era la última. Volvieron a empezar.
El director del juego recogía sus cestos, la sala iba vaciándose poco a poco. Gustave se levantó:
—Eso no es todo. Tenemos que volver, Etienne. Mañana debemos arreglar el campamento, ¿recuerdas, al menos, que nos marchamos?
—¿Qué mierda voy a hacer yo en Italia? ¡No iré, no iré! Ya no es lo mismo, ya no es la misma guerra, ¿comprendes?
El cabo se volvió hacia ellos. Varios clientes creyeron que se trataba de un pequeño escándalo provocado por un par de soldados borrachos.
—¿Qué voy a comprender? ¿Que mientras combatíamos, los demás compraron las tierras? Sabes que es cierto. No teníamos nada, seguimos sin tener nada. De modo que vuelve a tu pueblo si quieres. ¿Qué vas a hacer allí? ¡Jugar a la lotería! Yo hace tanto tiempo que me fui que no tengo ya casa. No soy de parte alguna, ¡ni siquiera de Valmy! —añadió, procurando sonreír. Mostró sus manos abrasadas—: Y además, ser artillero es un buen oficio. No veo por qué… Le he tomado gusto a los viajes, y además… ¡Mierda! —soltó alejándose.
Cuando se hubo marchado, Etienne le dijo a Tranchot:
—Es mi amigo. Digo yo que si la Revolución ha convertido a un tipo como él, un auténtico voluntario, en un soldado mercenario, es que no ha funcionado bien.
Se dio de pronto la vuelta, arrugando entre sus dedos el pedazo de papel que Méchain le había dado. El astrónomo no estaba ya allí. Etienne le preguntó a Tranchot:
—¿Es cierto que la base de Melun no ha sido comenzada todavía?
Méchain había oído lo que Gustave había dicho, luego había salido con él. «Por muy diferente que el artillero pueda ser de mí, somos semejantes, pensó. Hemos abandonado a los nuestros y no queremos ya regresar, no podemos ya regresar. No hay allí lugar para nosotros».
En la sala de la posada, el cabo se levantó. Era un verdadero gigante, no parecía tener prisa por marcharse. De una de sus manos colgaba el par de patos ganados al juego —¡el premio gordo!—, con la otra se apoyaba en una enorme muleta que suplía su pierna, cortada a ras de ingle.
Semanas más tarde, Tranchot, leyendo como solía L’Echo des Pyrénées, descubrió en primera plana la proclama, íntegramente reproducida, del general en jefe del ejército de Italia: «Soldados, estáis desnudos, mal alimentados, el gobierno os debe mucho y no puedo daros nada. Vuestra paciencia, el valor que demostráis en medio de estos roquedales, son admirables. Pero no os procura gloria alguna; ningún brillo os ilumina. Quiero conduciros a las llanuras más fértiles del mundo. Ricas provincias, grandes ciudades caerán en nuestro poder; encontraréis allí honor, gloria y riquezas». El texto estaba firmado: Bonaparte. Cuartel general. Niza, 7 de Germinal del año IV.
Tranchot pensó en Gustave.