12

Entró el gendarme y su sable chocó contra el peldaño. Estaba amaneciendo y la mayoría de las mujeres dormían. El guardia, como de costumbre, hizo rechinar las rejas. Las mujeres se incorporaron al unísono. El guardia mostró una hoja de papel y se aclaró la garganta antes de comenzar a desgranar la larga lista de nombres. Thérèse reconoció el suyo pese al marcado acento del oeste que destrozaba las sílabas. Quedó petrificada: fuego y hielo, esperanza y espanto. Su voz se bloqueó, no pudo responder a la llamada. El gendarme se agitó, la vecina de Thérèse le apretó el brazo, el guardia escrutó los rostros, repitiendo el nombre. Thérèse se había sobrepuesto; con voz firme, dijo:

—Sí, aquí estoy.

El gendarme se la llevó.

Cuando entró en la estancia, el secretario de la sección del Observatorio acababa de redactar el acta; muy visible, sobre la mesa, un decreto del Comité de seguridad general. Tras haberse tomado el tiempo de releer, corrigiendo, aquí y allá, algunas faltas de ortografía, lanzó una ojeada a Thérèse que aguardaba de pie y le indicó una silla. Ella se sentó. Él inició la lectura.

«—El Comité, tras haber examinado la carta que motivó el arresto de la ciudadana Méchain, domiciliada en el Observatorio:

»—considerando que de los documentos resulta que el ciudadano Méchain, su marido, encargado por la Convención de hacer, donde lo crea necesario, las investigaciones tendentes a la perfección de los pesos y medidas, se trasladó a los Pirineos y, de allí, a España para proseguir sus investigaciones;

»—que tras haber concluido sus operaciones, deseando regresar a la República, se lo impidió el general del ejército español que le asignó como residencia Cataluña;

»—que sus cartas escritas desde entonces prueban que ha realizado gestiones, tanto ante la Convención nacional como ante los ministros de la República y la corte de España, para regresar a Francia;

»—considerando que la citada ciudadana Méchain no puede ser considerada, desde este punto de vista, como sospechosa, indica que sea puesta inmediatamente en libertad».

Thérèse, con su pequeño paquete en la mano, se encontró ante la puerta del local de la sección. Se alejó enseguida, ascendiendo maquinalmente hacia el Observatorio. ¡Todo había sido tan rápido! Ayer aún estaba en Port-Libre… y ahora era libre, caminando lentamente por aquella calle que tan bien conocía. Pensó en los niños y, luego, en Méchain. De modo que estaba retenido en España. ¿Qué significaba que «le impedían regresar»? ¿Estaba en prisión, como ella lo había estado, o era retenido por su honor pero con libertad de movimientos? ¿Qué le reprochaban allí?

Tras haber recuperado a sus hijos, iría a que se lo aclarasen en la Agencia temporal, luego visitaría al tal Prieur, que parecía mangonearlo todo. Y le hubiera gustado comunicar a Delambre la noticia de su liberación. Pero, verosímilmente, no estaba ya en París; tres días antes, la había visitado en la cárcel, anunciándole su inminente partida hacia Bruyères. Luego lo olvidó todo, abandonándose al placer de andar por el bulevar, saciándose con la visión de los árboles del Luxembourg que brillaban bajo el sol. ¡Hacía tan buen tiempo!, no era tan frecuente, en París, un 24 de marzo. Se detuvo para ajustarse el zapato, puso la rodilla en tierra. Un hombre la adelantó, caminando con pasos rápidos pero torpes. No se fijó en él. ¿Cómo reconocer a Condorcet en aquel tipo imponente que llevaba gorro rojo, pantalón de felpa y un chaleco rayado bajo la gastada carmañola? ¡El filósofo abandonaba París llevando el uniforme de los sans-culotte!

Mientras, a pocos pasos de allí, una siniestra carreta dejaba el palacio-prisión del Luxembourg llevando en sus redes, con las manos atadas, al hombre a quien toda Europa llamaba «el Orador del género humano», Anacarsis Cloots, el amigo de Condorcet.

Antes de que el filósofo cruzara la barrera del Maine, aquel exbarón prusiano, convertido en sans-culotte, era guillotinado por haber amado París más que cualquier otra ciudad, Francia más que cualquier otra nación y la Revolución más que cualquier otra cosa. Nacido un 24 de marzo en la lejana Prusia, moría un 24 de marzo en una ensangrentada plaza de su país de adopción. ¿Cómo no desesperar?

Algunos días antes, Condorcet intentaba responder a esta pregunta: «Nuestras esperanzas sobre el estado por venir de la especie humana pueden reducirse a tres puntos importantes: la destrucción de la desigualdad entre las naciones, los progresos de la igualdad en un mismo pueblo y, finalmente, el perfeccionamiento real del hombre».

Pero ¿por qué había abandonado su refugio de la rue de los Fossoyeurs el filósofo mimado por la señora Vernet? Había pasado allí, a fin de cuentas, un invierno bastante bueno y el peligro parecía haberse alejado. Además, estaban las deliciosas visitas de Sophie y, a veces, de Eliza.

Trabajando todo el día en su habitación que daba a un patio adornado con cinco espléndidos tilos, veía caer suavemente la noche por el tragaluz que daba al cielo; luego, después de la cena, se dirigía al salón donde se iniciaban unas veladas, gozosas o tranquilas, silenciosas o ardientes. A veces, la señora Vernet invitaba a «extraños», Cabanis y Pinel. El uno hablaba del dolor de los cuerpos; el otro contaba el inhumano sufrimiento que martirizaba, día tras día, a sus pacientes de Bicêtre, y de su impotencia para apaciguarlo. Pero por lo general sólo estaba el pequeño círculo de los huéspedes, Marcoz, la señora Vernet y el ciudadano Sarret, que era un amigo de la patrona. Sarret se había ofrecido para pasar a limpio el trabajo realizado por Condorcet durante el día y hacía de él una lectura que el filósofo comentaba para sus compañeros.

Condorcet, sediento de informaciones, aguardaba siempre con impaciencia el regreso de Marcoz, que le contaba las noticias de la Convención, las buenas y las menos buenas. Por ejemplo, la noche del 4 de febrero supo que la Asamblea acababa de abolir la esclavitud. Se volvió loco de alegría, feliz como un niño, olvidando de pronto todos los agravios:

—Maravillosa Convención, ¡eso lo compensa todo!

Había subido a su habitación y vuelto a bajar con un viejo texto que había sacado de uno de sus baúles. Lo había leído: Acepto que hay profundos políticos que pretenden que los 22 millones de blancos o casi blancos que alimenta Francia no pueden ser felices a menos que 300.000 o 400.000 expiren bajo los golpes del látigo, a dos mil leguas de distancia. Añaden que éste es el único medio de tener azúcar, índigo, etc., a buen precio. De este modo, cuando Luis X [le Hutin] concedió la libertad a los siervos de sus dominios, se afirmó que, puesto que serían libres de trabajar o no hacer nada, todas las tierras quedarían en barbecho. Los mismos políticos dicen ahora que la esclavitud de los negros no es tan enojosa como se afirma, que es algo bastante agradable para un africano ser arrancado de su país, amontonado en un bajel, donde se siente tan bien que se ven obligados a no permitirle movimiento alguno, por miedo a que se dé muerte, ser luego puesto a la venta como una bestia de carga y condenado, él y su descendencia, al trabajo, a la humillación y a los golpes con el nervio de buey. ¡Pues bien, los blancos no tienen derecho alguno a hacer tanto bien a los negros y eso basta!

Marcoz y Sarret se morían de risa. La señora Vernet había servido licores y se acostaron bastante tarde. Aquella noche, en la rue de los Fossoyeurs, la Libertad fue de ébano.

Animado por aquellas noticias, Condorcet se había puesto a redactar diversas memorias sobre la instrucción, sobre la guerra, sobre los más vastos temas, y Marcoz las había transmitido anónimamente al Comité de salvación pública. Era, para Condorcet, un modo de contribuir a los éxitos de la República.

Luego, cuando supo la ejecución de sus amigos, con lágrimas en los ojos, había dejado escapar:

—Lamentablemente, todos los humanos necesitan clemencia.

Se había dirigido a su habitación donde, con rabia, había escrito durante toda la noche, a vuelapluma. «Toda sociedad que no es ilustrada por los filósofos es engañada por los charlatanes. Todos siguen la misma marcha, todos quieren ser los favoritos del pueblo, para convertirse en sus tiranos… Es criminal creer que la salvación pública pueda ordenar una injusticia… El principio de actuar sólo con el pueblo y por el pueblo, dirigiéndolo, es el único que, en tiempos de revolución popular, puede salvar las leyes». Durante dos días no bajó al salón. Habían respetado su soledad.

Tras haber sido decretada su acusación, durante el verano, se había lanzado con indignación a un alegato para explicar su acción de los últimos meses. Sophie, que no solía hacerlo, intervino:

—¿Qué valen esos pocos meses comparados con los siglos por venir? ¿Qué te importan ese puñado de acusadores y las peripecias que agitan esa asamblea? ¡Olvídalos! Si debes escribir, que sea para todos. —Vaciló—: «Que sea para las generaciones futuras, para el género humano, como diría nuestro amigo Cloots».

—¿Recuerdas que te llama la Venus liceísta? —le preguntó Condorcet.

Sophie había sonreído. Aquella misma noche, Condorcet abandonó su escrito de circunstancias para lanzarse de cabeza a la redacción del Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Había trabajado en él cada día, apaciblemente.

Cierta mañana, la señora Vernet le entregó una carta de su mujer: «Seis meses de ausencia, escribía Sophie, van a situarte en las filas de los emigrados. Acaban de dictarse decretos contra las mujeres de los ausentes, prohibiéndoles conservar cualquier propiedad. No podré pues disponer de nuestro peculio, ni siquiera de lo que me dejó mi madre.

»Para que nuestra hija no pierda lo poco que tiene, me es preciso hacer reclamaciones. Es imposible expresarte lo que va a costarme este sacrificio. Esta separación aparente, mientras que mi afecto por ti y los vínculos que nos unen son indisolubles, es para mí el colmo de la desgracia. Me atrevo a pensar que no necesitas mi palabra para estar seguro de que el resto de mi vida explicará el sentido de esta acción y que, juntos de nuevo, nada cambiará en nuestra existencia recíproca. Seguiré llevando un apellido siempre más querido y más honroso para mí».

¿Pero cuál era aquella gestión cuyo nombre no podía escribir la mano de Sophie, cuyo sentido no podía compartir su corazón? Condorcet lo comprendió de pronto: ¡una demanda de divorcio! ¡Era imposible! ¡Se sintió desgarrado! Sophie se alejaba cuando más iba a necesitarla, cuando tantas cosas de importancia se habían derrumbado. Naturalmente, lo hacía para preservar los intereses de la pequeña Eliza. Pronto se llamaría Sophie Grouchy, como cuando era soltera, como antes de conocerle. Siempre esa historia del apellido, se burló Condorcet y, cínicamente, se dijo que la calle Le-Cul-de-Sac-Taitbout se llamaba ahora callejón Brutus y que, sin embargo, nada había cambiado. ¿Conservaría Eliza, por lo menos, el apellido Condorcet?

¿Cuáles eran las razones de Sophie? Puesto que el filósofo había sido declarado proscrito, todos sus bienes habían sido confiscados de inmediato, se habían sellado sus posesiones, sus haberes habían sido congelados. Sophie había tenido que ponerse a trabajar. Sabía pintar; abrió un taller en el entresuelo de una tienda de lencería de la rue Saint-Honoré, a pocos pasos de la panadería donde se alojaba Robespierre. Pasaba allí sus jornadas, del amanecer a la noche, y emprendía, al anochecer, el largo camino hacia aquel lejano Auteuil. Mujer de condenado, la capital le estaba prohibida por la noche. Y por la mañana, para cruzar en sentido contrario la barrera donde pululaban los guardias, se mezclaba con la muchedumbre que se apretujaba para ir a ver la guillotina. ¿Cómo continuar así?

Acababa de ser votada una ley que permitía al cónyuge de un condenado recuperar sus propios bienes si se divorciaba. ¡Ésa era la puerta de salida!

Por mucho que la señora Vernet dijera que se trataba sólo de una formalidad, que Sophie se había visto obligada, que era lo único que podía hacerse para preservar los intereses de Eliza, que sólo la época era responsable, que el gobierno no era eterno y que, cuando cayera, el divorcio sería anulado, que todo volvería a ser como antes. Por mucho que la señora Vernet dijera… Ser filósofo, comprender el mundo, de acuerdo. Por mucho que Condorcet lo intentara, esta vez no lo lograba. De hecho, comprendía la actitud de Sophie, pero no la aceptaba.

A veces, cuando la noche había caído, la sombra de una campesina se deslizaba por la rue de los Fossoyeurs, con un cesto lleno de provisiones en los brazos. Sophie, desafiando el frío, la noche y todos los peligros, iba a besar a su viejo filósofo o le hacía llegar una nota: «He comprado lentejas y habas para ti; bastará para vivir un mes. Te estoy haciendo un buen chaleco, evita la humedad y cuídate para esa niña que habla de ti sin cesar». No se había presentado desde hacía una semana. ¡Y ayer, esa carta suya! «Yo te conjuro, tranquiliza tu cabeza. Estás seguro en casa de la señora Vernet, me arrojo a tus pies para que no abandones ese refugio». Sólo ella había presentido lo que iba a ocurrir. Ni Pinel, ni Cabanis, ni siquiera la buena señora Vernet habían sospechado nada. Aquel mismo día, el filósofo dio la última puntada al Bosquejo. La obra estaba terminada por fin; era, para él, la más importante que había escrito; su testamento para las generaciones futuras, como Sophie quería. Era ahora libre de hacer lo que quisiera. Y entonces había tomado su decisión.

La carta de Sophie estaba aún sobre la mesa; el manuscrito del Bosquejo también. Los guardó. Las pizarras brillaron, la habitación se iluminó con el sol naciente. Se levantó, se quitó el ropón de noche, lo colgó de una percha. De una maleta que estaba bajo la cama tomó alguna ropa, pantalón de felpa y chaleco rayado. Se puso por encima una desgastada carmañola y acabó encasquetándose un gran gorro de algodón rojo. Por muy ancho que fuera, aún le estaba pequeño. Sin sonreír, se miró al espejo. Un hermoso reloj de plata con buscas de oro que marcaba las horas, los minutos, los segundos, el día del mes y las semanas, colgaba del espejo; lo tomó, se lo puso en la abertura de su chaleco. De un cajón, uno tras otro, tomó un portaminas, un par de tijeras, una navaja de afeitar con mango de marfil, un cuchillo con mango de asta; se lo metió todo en el bolsillo.

Una última mirada: la habitación estaba ordenada, los papeles clasificados, la cama hecha. Puesto de relieve sobre la mesilla de noche, un retrato de Eliza. Colgado del pestillo, su viejo bastón de endrino; lo tomó, apretó el pomo de acero del que su piel conocía la menor estría. Acercándose a un anaquel, tomó un libro y lo colocó entre su ropa. Antes de salir, cambió de idea, volvió sobre sus pasos, se sacó del bolsillo la petaca que Marcoz le había regalado y la dejó sobre la cama. Cerró luego suavemente la puerta a sus espaldas.

—¿Tan pronto y ya levantado? ¿Pero qué os pasa?

Puesto que Condorcet solía trabajar en la cama hasta mediodía, la señora Vernet, sorprendida, se volvió.

—¿Dios mío, qué hacéis disfrazado de este modo? —le miró sin poder creerlo, añadiendo en tono de reproche—: ¡Y con ropa que le va pequeña!

—Mi colega Cassini, que no me quería demasiado, no dejaba de repetir que yo había cambiado mi vestido de académico por el de jefe de los sans-culottes. He decidido darle la razón.

Condorcet miró por la ventana. Tras los cristales, los grandes tilos del patio resplandecían a la hermosa luz de la mañana.

—De acuerdo con el nuevo calendario, estamos en Germinal, ¿no es cierto? Es el comienzo de la primavera.

Permaneció largo rato silencioso. La señora Vernet había vuelto a preparar el desayuno. Estaba tensa. Sentirlo de pie a su espalda, torpe, disfrazado como un mal actor de comedia, le destrozaba el corazón. Temía lo que él iba a decirle.

Condorcet habló suavemente:

—He terminado lo que debía hacer. Hace tanto tiempo que no he paseado por el campo. ¡Sentir la tierra bajo mis pies! Ahora es cuando la naturaleza renace… Pensaba también: «Ya no puedo soportar seguir encerrado en una habitación, sobresaltándome con el menor ruido, encogido como un animal en su cubil». Dijo tan sólo: —Voy a marcharme.

—¿No estáis bien aquí? —le preguntó ella con ingenuidad—. Chantaje de niño.

—Permanecer aquí por más tiempo significa perderos sin salvarme. ¿Pero no me comprendéis? La Convención me ha puesto fuera de la ley.

—Os ha puesto fuera de la ley. Pero no tiene poder para poneros fuera de la humanidad. ¡Quedaos, os lo suplico!

Condorcet se sentó, aparentemente vencido por la decisión de su anfitriona. Se quitó el gorro y bebió lentamente la taza que le tendía. Luego, buscó en su bolsillo con aquel gesto que tan a menudo le había visto hacer ella y, fingiendo sorpresa:

—¡Mi tabaco!, lo habré olvidado en la habitación. —Fingió levantarse para ir a buscarlo—. Bebed, yo iré a buscarlo.

La mujer se dirigió hacia la puerta, vaciló, miró a Condorcet con confianza; él le devolvió la sonrisa.

Los pasos de la señora Vernet sonaron por las escaleras. Cuando regresó, con la petaca en las manos, Condorcet ya no estaba allí.

Cuando supo la noticia, Marcoz palideció, sabiendo la suerte que se reservaba a los proscritos capturados. Pero si Condorcet hubiera sido detenido, se habría sabido de inmediato en la Asamblea. Seguía libre pues. Por lo que a Sophie se refiere, decidió no salir de Auteuil. Allí le anunciarían, oficialmente, el eventual arresto. Era preciso aguardar.

Tras la comida, Marcoz, la señora Vernet y Sarret se encontraron en la habitación. Impulsados por la costumbre, sin decir palabra, uno tras otro habían subido la escalera y empujado suavemente la puerta. Ya sólo eran tres. Y sólo entonces sintieron realmente su ausencia.

Siendo el primero en llegar a la habitación, Sarret había descubierto el sobre dirigido a la señora Vernet, al que se le unía un manuscrito: «A MI NIÑA, ELIZA CONDORCET. Consejos a mi hija cuando tenga quince años». La señora Vernet se puso las gafas, pero todo se había enturbiado ya. Sarret tomó el testamento de sus manos.

«Si mi hija está destinada a perderlo todo, ruego a su segunda madre que escuche los últimos deseos de un padre inocente y desgraciado. Recomiendo que le hable a menudo de nos, que mantenga el recuerdo que ella conserva, que le haga leer, cuando llegue el tiempo, nuestras instrucciones en los propios originales.»

Cuando oyó esas palabras, «su segunda madre», la señora Vernet se había derrumbado. Sarret la había tomado en sus brazos y ella se había abandonado. Él la besó. A través de las lágrimas, ella miró a Marcoz como pidiendo excusas y le anunció:

—El señor Sarret y yo estamos casados desde hace varios meses; no sé por qué decidimos mantenerlo en secreto.

Intentó sonreír. Marcoz se levantó, la besó y estrechó afectuosamente la mano de Sarret.

Pasaron la noche ordenando los manuscritos. La señora Vernet se había adormecido. Levantando la cabeza, le sorprendió el silencio. Marcoz y Sarret dormían, uno en un sillón, el otro en la cama. Se quitó las gafas, miró hacia el tragaluz. Nacía el día.

Mientras, a pocas leguas de París, en una hornacina tallada en la roca de una cantera, Condorcet dormía con el gorro ante los ojos y la cabeza apoyada en el libro. Como los insomnes o los fugitivos inquietos, sólo había conciliado el sueño muy tarde, cuando finalizaba la noche, cuando el sopor anestesió todas sus angustias. ¡Gélida noche de marzo!

Condorcet despertó brutalmente con el ruido de las voces procedentes de la carretera cercana. De día ya, por fin de día… Eran los obreros que volvían al trabajo. Intentando no ser descubierto, Condorcet se apresuró a abandonar el lugar. En su precipitación, chocó con una piedra y cayó. Un mal dolor le atravesó la pierna y su pantalón se tiñó de rojo. Se hizo un rápido vendaje, recogió sus cosas esparcidas por la ladera. Por fortuna el reloj no había sufrido. Dejó la cantera sin haber sido descubierto y llegó como pudo a la carretera. Cojeando mucho, apoyándose en el bastón, avanzó. El sol había caldeado el aire, la naturaleza estaba dispuesta a rebrotar y, en el cielo, dibujando sencillas figuras, había incluso pájaros. ¡La felicidad! Todo hubiera sido perfecto, incluso su pierna, de no ser por el hambre que le corroía.

Aquel pueblo, abajo, era Clamart-le-Vignoble.

Condorcet pidió una tortilla en una pequeña posada.

—¿De cuántos huevos? —le preguntó el mesonero.

—De doce huevos —le respondió el filósofo.

—¡Doce! ¿Tienes con qué pagar?

Mostró su dinero. La exclamación del mesonero llamó la atención de Nicolas Fleury que, en la mesa contigua, bebía con otro consumidor.

El plato estuvo pronto vacío; Condorcet, saciado, miró con ansia el tabaco que había en la mesa de Nicolas. Sacó el libro y comenzó a leer. Nicolas le interpeló:

—No te había visto nunca. ¿Eres de por aquí?

Condorcet tardó en contestar. Nicolas estaba ya de pie, junto a su mesa. El filósofo no llevaba encima el certificado de residencia, ni el certificado de civismo, ni la tarjeta de sección; ni siquiera llevaba la escarapela tricolor.

—Tu pasaporte —le pidió Nicolas.

—No tengo. Lo… lo he perdido al caer —dijo enseñando su pierna herida.

—¿Cómo te llamas?

—Pierre Simon, nacido en Ribemont, cerca de Saint-Quentin. Soy criado sin empleo.

—¿Y qué haces por aquí?

—Recorro la campiña para encontrar trabajo en el salitre… o cualquier otra cosa.

—¡En el salitre! ¡Enséñame las manos!

Condorcet tendió sus manos. Manos blancas y finas, más acostumbradas a sujetar la pluma que a manejar el pico. ¡A Nicolas Fleury no se la juegan! Sabe reconocer a los interfectos. Este no parece muy feroz… dejarlo en paz… podría ser un espía. ¿Con esa herida?

—Vas a seguirme… ¿ciudadano?

La interrogación no era una casualidad. Condorcet miró a Nicolas para indicarle que su trampa había fallado y respondió en tono firme:

—Simon, Pierre Simon.

Se levantó con dificultades. Mientras permanecía sentado, su pierna se había anquilosado. El esfuerzo que hizo para levantarse despertó la punzada. El hombre que estaba con Nicolas y que, hasta entonces, había permanecido al margen, le preguntó adónde iba. Nicolas anunció que llevaba al sospechoso a Bourg-l’Egalité. Condorcet no pudo evitar una sonrisa: ¡los nombres, siempre los nombres! Repitió para sí el nuevo nombre de Bourg-la-Reine y pensó que tal vez muriera con un nombre que no era el suyo: Simon se llamaba su antiguo criado. Recordó que su hermoso reloj de plata con buscas de oro que marcaba las horas, los minutos, los segundos y el día de la semana tenía grabadas sus iniciales; ¡un enigma para quien lo encontrara! Interpretaron su sonrisa como una mueca de dolor.

—Déjale ya, Nicolas —propuso el hombre—. Ya ves que el pobre tipo está herido. No parece muy peligroso.

—Si no es peligroso, le soltarán mañana. Tampoco será tan malo —afirmó Nicolas ofreciendo su brazo a Condorcet.

Cojeando uno, caminando el otro con paso decidido, salieron de la posada. En la mesa, un pedazo de pan, unas gotas de vino en el fondo de un vaso y algunos restos de tortilla salpicando el plato que se llevó el posadero. En el banco, el libro abierto. Poesía, de Lucrecio; al hojearlo, el hombre advirtió que no estaba escrito en francés. Algunas palabras se parecían a las oraciones de su infancia. ¡Latín! ¡Poesía! El hombre permaneció pensativo. El ruido de las ruedas de una carreta le arrancó de sus pensamientos.

Un carro lleno de banastos y cuévanos de vendimiar pasó ante la posada. Condorcet iba sentado en la parte trasera, con la pierna apoyada en un banasto.

El hombre salió precipitadamente y corrió tras el vehículo. Lo alcanzó.

—¡Ciudadano Simon, tu libro!

Condorcet, sorprendido, tomó el libro y, con la mano del anillo asesino, apretó aquellas páginas en las que, dos milenios antes, el poeta escribía ya que el hombre, a pesar de todo, debía «intentar vivir». La carreta no había dejado de avanzar. El mesonero permaneció en el camino, distanciado. Cambió de opinión, dio algunos pasos, apresurándose, alcanzó de nuevo la carreta y, sin decir palabra, tendió su petaca.