23 de abril,
mediodía
Palacio Imperial, Roma
Esperamos toda la tarde a Caleno. Ni rastro de él.
—Yo pensaba que tu hombre era fiable —dice Tito.
Lo considera una victoria, aunque nos suponga un perjuicio. Piensa que mi implicación en asuntos de Estado no es pertinente. Es peor que mi padre.
—Caleno es fiable —digo—. Le habrá pasado algo.
—Era un borracho, hermana. Yo mismo olí el vino en su aliento. Tiene buenas intenciones, pero será mejor dejarlo en sus cantinas, ¿no? Los asuntos de Estado tienen preferencia sobre tu pequeño proyecto.
—Vendrá —digo—. Si no, es que le ha pasado algo.
—¿Algo? —Tito levanta una ceja, su voz es condescendiente y petulante. Lo odio cuando adopta ese aire de suficiencia—. Tú continúa vigilando, mientras él se pudre en una cantina. Mencionó a Ulpio cuando habló con Yocasta. Iré a ver a Ulpio yo mismo. Al final, tendrá que contarme su implicación. Conseguiré las respuestas que necesito.
Cleopatra está enroscada a mis pies. Levanta la cabeza, dándose cuenta de que Tito se va. Este le dice que se quede y, como ella aprende rápido, vuelve a echarse y se duerme.
Tito se va y yo voy andando de un lado a otro.
Al cabo de una hora, voy a la puerta principal para preguntar a los guardias si, por algún motivo, le han negado la entrada a Caleno. Cleopatra, que me ha cogido bastante cariño estos últimos meses, me sigue. De camino, doy con Nerva y su esclavo Apio.
—Senador Nerva —le digo.
Nerva inclina la cabeza levemente, respetuoso.
—Domitila.
Cleopatra menea el rabo con fuerza y mete su cabeza entre las rodillas de Nerva.
—Me alegro de verte —digo—. Conoces a Julio Caleno, ¿verdad?
Haciendo lo posible por ignorar a Cleopatra, Nerva asiente.
—Por supuesto.
—Le esperaba aquí en palacio esta mañana. Pero no ha venido.
—¿Ah, le esperabas? —Nerva parece confundido un momento; luego asiente—. Ah, sí. He oído que hace recados para ti. Esto no es muy propio de Caleno. Es un hombre fiable. Excepto, por supuesto, cuando se entrega a la bebida. —Inclina la cabeza ligeramente; el movimiento es frío, predador—. Ha llevado una vida difícil. De vez en cuando busca consuelo en una copa. Muchos hombres de la guerra civil son así, como bien sabes.
Noto por primera vez una mancha oscura en su túnica color bermellón, apenas visible bajo su manto, un poco por encima de su cadera derecha. Parece una herida.
—¿Estás bien? —le pregunto.
—¿Ah, esto? —dice, inspeccionando su cadera—. El sacrificio de esta mañana. Solo he podido limpiar el cuchillo con mi túnica.
Cleopatra (agitando todavía el rabo) se sienta y emite un ruido. Es un saludo, más que un ladrido.
Yo digo:
—Parece que sois viejos amigos, ¿verdad?
—No estoy seguro de por qué hace eso —responde Nerva—. Nunca la había visto antes.
Asiento, ausente. Mi cabeza vuelve a Caleno.
—Perdóname —digo.
—Buenos días —dice Nerva, y se aleja por el vestíbulo de mármol.
Tito vuelve por la tarde. Está furioso.
—Tendría que haberle matado.
Va y viene sin parar, mientras yo sigo sentada.
—¿A quién? —pregunto.
—A Ulpio. La impertinencia de ese hombre es asombrosa.
—Cuéntame lo que ha pasado.
—Ese maldito esclavo suyo, el persa, ha sido el que ha hablado sobre todo. Ulpio susurraba al oído del esclavo y luego el esclavo me contaba lo que había dicho Ulpio, como si este no hablase latín o griego. Tendría que haberle hecho que lo arrestaran. Qué arrogante.
—Déjame que lo intente yo —digo.
Tito menea la cabeza.
—¿Qué podrías hacer tú?
—Resulta que le gusto. Por intentarlo no perdemos nada.
Tito se encoge de hombros.
—Bien. Pero si puedes conseguir alguna información de ese excéntrico, es que eres mejor hombre que yo.
El persa me escolta hasta el jardín donde Ulpio está bebiendo vino dulce. No parece que mi visita le sorprenda. Incluso tiene una copa de vino para mí.
Después de un intercambio de cortesías, Ulpio dice:
—Tu hermano es insoportable. La capital ha amargado al gran general.
—Es mi hermano —digo, con amabilidad—. Y necesitamos tu ayuda.
—¿Mi ayuda? ¿Y por qué? ¿Ayuda con qué?
—Dejémonos de fingir, Ulpio. Tengo a un hombre, Caleno, que trabaja para mí. Mencionó tu nombre en relación con Valeriano y la demanda que se presentó contra Plautio.
Se muestra apático.
—¿Y?
—Esa demanda contra Plautio está destinada a socavar la autoridad de mi padre y de la familia imperial. Posiblemente, también a derrocar al emperador.
—¿Y cómo sabes que yo no estoy implicado? —me pregunta. Sonríe con esa sonrisa suya tan extraña y excéntrica—. ¿Cómo sabes que no tengo designios sobre el trono?
Considero su pregunta. No lo había pensado antes.
—Mi padre dice que nos ayudaste durante las guerras civiles.
—Sí, pero un hombre puede cambiar de opinión.
Su tono, en general, continúa siendo indiferente, pero hay cierta corriente subterránea de travesura; disfruta desviando mi atención.
—Sí —digo—, pero tú no deseas el trono. Creo que te aburriría. Quizá no el poder mismo, sino todo lo que va con él, la política y las peleas. Tal vez tengas ambiciones; puede que tengas objetivos personales aquí en la capital, pero el trono no es uno de ellos.
Él lanza un sonido complacido.
—Tienes el doble de encanto que tu hermano. —Piensa un momento y luego dice—: Y supongo que nosotros también estamos en un callejón sin salida… Bien, ayudaré.
—¿Lo harás?
—Sí. Ven esta noche —dice—. Debo hablar con mis colegas. Y lo que tengo que decirte… es más fácil de comprender por la noche, lejos de la luz del día.
—¿Puedo traer a Tito?
Él suspira.
—Si no queda más remedio…