15 de marzo,
amanecer
Tres millas tierra adentro, costa
noroeste de Sardinia
Espículo me lleva al cubículo donde me tuvieron la primera noche en la isla, aquel al que los bandidos llaman «Cárcel». Oigo que el comerciante Ulpio va moviéndose a un lado y otro, por la arena.
—¿Bueno? —dice.
—He negociado tu liberación —le digo—. ¿Mantendrás tu parte del trato?
—Te deberé mi vida —dice Ulpio, el comerciante.
—Algunos hombres tienen mala memoria.
—Eso es cierto —admite—. Pero, en mi caso, hay algo más que pagar la deuda, sin más. Soy comerciante, como sabes, y mi objetivo es el beneficio. Soy muy quisquilloso a la hora de elegir socios. Durante veinte años, he señalado a algunos hombres en particular y he dicho: «tú tienes lo que hay que tener. Vas a medrar. Quiero hacer negocios contigo». Y eso es lo que he hecho contigo. He pasado más de tres años en esta celda. Tú has pasado solo unas horas. Dos días en el campamento y ya parece que lo diriges tú. Eres tan listo como Minerva y con los mismos recursos. Me ligo a ti por mi propio bien. No puedo ni imaginar lo que serás capaz de conseguir en Roma.
—¿Y tu hermano? El que todavía vive —pregunta Espículo—. El soldado. ¿Representará su papel?
—Es siete años menor que yo. Hará lo que le diga. Y comprenderá las ventajas.
—¿Y el parecido? —pregunta Espículo—. ¿Se parece a tu hermano? ¿Al que murió?
Noto que clava sus ojos en mí.
—Se aproxima bastante. Sus heridas llenarán los huecos.
Buenas respuestas, todas ellas. Respuestas que me ofrecen consuelo; respuestas con las que puedo seguir avanzando.
Ha sido una auténtica suerte dar con este mercader. De origen provinciano, con un hermano perdido…, hay muchas posibilidades, huecos muy útiles para que los llene un lisiado. Y está bien haber organizado ya mi historia antes de partir para Cartago. Si tengo razón, si vamos a descubrir realmente una fortuna, el mundo querrá conocer mi nombre.
—Que salga.
Cuando Espículo abre la celda del comerciante, una voz hosca grazna:
—¿Y yo qué?
—¿Sí, Casio? —pregunto—. ¿Tú qué?
—¿Cuánto tiempo voy a seguir siendo prisionero? Te he dado las respuestas que querías. Soy inocente.
—Has respondido a mis preguntas —digo—, y te agradezco tu ayuda, Casio. Pero si te liberase, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que intentaras sacar provecho de la información de que estoy vivo? Estás desesperado por volver a Roma, y ese sería tu billete de ida.
—¿Así que debo permanecer prisionero? —Casio está muy abatido—. ¿Durante el resto de mi vida?
—Estás vivo, Casio —digo—. Es un don muy generoso. Pero eres demasiado idiota para darte cuenta.
Casio se echa a llorar.
Ulpio, el comerciante, está ahora a mi lado; le oigo quitarse el polvo de la túnica.
—¿Preparado para seguir? —pregunto.
—Tú delante, hermano.