22 de abril, primera
antorcha
Las alcantarillas, Roma
Me despierto al oír el sonido del agua que corre y notar la piedra apretada contra el lado izquierdo de mi cara, fría y mojada.
Abro los ojos y el mundo está oscuro; noto la cabeza embotada y gris. Tengo las muñecas atadas a la espalda.
Unas siluetas oscuras discuten a unos pasos de distancia.
—Ya lo sé, ya lo sé.
—Las órdenes son las órdenes.
El aire es húmedo y mohoso; apesta a orina antigua.
—Ya lo sé. Pero, aun así….
Estamos en algún lugar de las alcantarillas, en una de las partes donde un hombre puede ponerse en pie cómodamente. Cerca, una lámpara parpadea con un resplandor enfermizo.
¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? Deben de haber sido horas.
Una silueta oscura viene hacia mí. Es Fabio. Se arrodilla a mi lado.
—Lo siento, amigo mío.
Tengo la mente nublada por espesas telarañas. Intento decir algo ingenioso, pero lo único que puedo murmurar es:
—¿Por qué?
—No hables con ese hijo de puta. —Una segunda sombra se acerca. La puta en miniatura. Dice—: No desperdicies palabras con un cadáver.
La tercera y última sombra también se acerca. Es mi viejo amigo, el de la cicatriz. Lleva un cuchillo oxidado en la mano.
—Lo siento, Caleno —dice Fabio, mientras coge mi pelo y tira de él hacia atrás, de modo que mi barbilla queda levantada y el cuello expuesto; noto la nuez muy desnuda y solitaria, como si tuviera la polla al aire y a la venta en el foro—. Llegaste en mal momento, eso es lo que pasa. No se puede hacer nada. Los planes ya están hechos.
El hombre de la cicatriz se arrodilla y señala hacia su mejilla.
—Pensabas que te ibas a escapar después de esto, ¿verdad?
La puta se echa a reír.
Poco a poco, las ideas se me vuelven a aclarar; es la hora de morir con dignidad. Miro al hombre a los ojos y le digo:
—La verdad es que no he vuelto a pensar en ti ni una sola vez —casi contento con mis últimas palabras, añado—: cabrón.
Y cierro los ojos, esperando el acero que rebane mi cuello.
Tengo tiempo para un último pensamiento: no puedo creer haber vivido tanto. Diez años en las legiones, dos huyendo, ocho viviendo al día en Roma, haciendo recados para senadores y luego para la familia imperial. Tendría que haber encontrado mi fin mucho antes. He tenido mucha suerte al vivir tanto.
Pero la hoja no llega.
Tengo tiempo para un segundo pensamiento: me alegro de haber vivido lo suficiente para conocer a la Roja. Eso también ha sido una suerte, la mejor de todas. Pienso en cómo me habría acariciado ella la cicatriz, para darme suerte. Sonrío.
Sigo esperando, pero la hoja no llega. En lugar de notar que me abren el cuello, oigo un gañido y una serie de golpes secos; luego, la garra de hierro que me cogía del pelo desaparece y noto que mi cabeza rebota hacia atrás, hacia los ladrillos. Abro los ojos.
Detrás de mí, alguien me está desatando las muñecas.
—¿Estás bien?
Delante de mí, el hombre de la cicatriz está en el suelo, con una herida sangrienta, jadeando e intentando respirar. Otro hombre limpia su espada en la túnica del moribundo. La luz incide en el parche que lleva en el ojo: es el Toro, el liberto tuerto de Ulpio. Teseo.
El hombre que tengo detrás me ayuda a sentarme y va hacia Teseo. A la luz de la lámpara veo al chico patricio de Ulpio, Marco.
Un giro extraño de los acontecimientos, diría yo. Muy extraño.
El chico le dice a Teseo:
—La mujer ha huido.
Hay otro cuerpo tirado en el suelo: Fabio. Se está frotando la cabeza y murmurando tonterías.
Teseo se sienta encima de Fabio, en su cintura. Coge a Fabio por la túnica y lo levanta, poniendo su único ojo al nivel de los dos. Dice:
—¿Para quién trabaja Montano?
Fabio tiene la cara tan blanca como una nube. Mira a su alrededor, intentando orientarse. (Seguramente le han dado un golpe fuerte en la cabeza.) Sus ojos se clavan en su colega…, que todavía intenta respirar, aunque ya con un pie en el Elíseo.
Teseo sacude con furia a Fabio.
—¿Quién?
—Míralo —digo.
Intento ponerme de pie, pero, cuando estoy a medio levantar, me mareo con una fuerza diez veces mayor: todo me da vueltas y caigo hacia atrás en el suelo. Esperan hasta que estoy listo para hablar. Al cabo de un momento, hago una señal a Fabio con la cabeza y digo:
—Estoy aturdido. Espera un momento.
Ellos me entienden: el chico me ayuda a ponerme de pie mientras Teseo arrastra a Fabio a la pared y lo apoya contra esta. El chico me tiende un odre con vino. Me arrodillo junto a Fabio y le ayudo a dar un sorbo. Cuando ha terminado dice: aaah, y se limpia la boca.
—Siempre has sido decente, Caleno —dice Fabio—. Siempre decente.
—Yo habría dicho lo mismo de ti —digo—. Hasta hoy.
Fabio sonríe. Levanta la vista hacia Teseo y el chico, que se inclinan hacia nosotros.
—¿Y ahora qué?
Teseo dice:
—De entrada, puedes decirnos para quién trabaja Montano.
Fabio frunce el ceño.
—¿O si no…?
Teseo se encoge de hombros.
Fabio frunce el ceño otra vez.
—¿Y cómo sé que no ocurrirá de todos modos? —Me mira a mí—. Ayúdame, viejo amigo, Caleno. Yo compartiré lo que sé, pero no quiero que hoy sea mi último día. Necesito que me lo asegures.
Miro a los otros dos. Es el chico, no Teseo, quien asiente.
—Te dejaremos vivir, pero debes abandonar Roma. Aléjate hasta el verano.
Fabio me mira para corroborarlo. Yo le digo:
—Tienes mi palabra, Fabio. Dinos lo que sabes y puedes irte libremente. Incluso te ayudaré a escapar, si estos chicos cambian de idea.
Fabio se echa a reír y bebe otro sorbo de vino.
—Qué día infernal. —Se limpia la boca—. ¿Por dónde empiezo? Antes que nada, deberías saber que Montano no es un ladrón… Bueno, supongo que sí lo es, pero es algo más. Es un hombre de Minerva, un empresario. Había muchos soldados sin trabajo después de las guerras civiles cuando perdió el hombre al que respaldaban. Yo entre ellos. Montano vio una oportunidad en eso; nos dio una buena ocupación. Trabajamos sobre todo para los comerciantes, para librar a un hombre de su competencia, para encender fuegos, romper brazos, ese tipo de cosas. Pero también trabajamos para senadores y caballeros. Tengo unos cuantos nombres para ti. —Fabio toma otro sorbo de vino—. Pero el que sospecho que buscas es el del senador Marcelo.
—¿Y por qué piensas que vamos detrás del senador Marcelo? —pregunta el chico.
Fabio dice:
—Porque durante meses toda la ciudad ha hablado de un crimen terrible y sangriento junto al Tíber. Me he imaginado que ibais detrás de eso.
—¿Así que tú estuviste implicado en el crimen? —pregunta el chico.
Fabio levanta las manos para mostrar su inocencia.
—Ahora no pongas ningún cuchillo en mis manos. Lo único que hice fue entregar al hombre. Montano me dijo: «Consígueme a este y al otro», así que fuimos y cogimos a ese hombre. Ni nos bebimos su sangre, ni nos comimos sus tripas, ni hicimos nada de eso.
Teseo se ajusta un poco el parche.
—Pero ¿a quién entregasteis? ¿Quién fue asesinado?
Fabio dice:
—Se llamaba Vetio, un caballero de la bahía.
—¿Estás seguro? —pregunta el chico—. ¿Estabas allí cuando Marcelo contrató a Montano?
Fabio niega con la cabeza.
—No, claro que no estaba. Pero estoy seguro. Unas pocas semanas antes de que cogiéramos al hombre, en diciembre, fuimos a ver a Marcelo, Montano y yo. Marcelo nos tendió una bolsa de monedas del tamaño de mi culo y dijo: «Dadle esto a Vetio. Él sabrá para qué es». Hicimos lo que nos pidió y no oímos nada más durante semanas. Entonces un día Montano vino al Cerdo Moteado y dijo que teníamos que ir al sur y coger a Vetio. Así que fuimos, atrapamos al hombre y lo llevamos al norte. Lo tuvimos allí casi una semana. Luego se lo entregamos en un almacén junto al Tíber. Era en lo más oscuro de la noche, frío como una teta tracia. Montano llamó a una puerta; salieron tres tipos con mantos rojos y máscaras doradas. Me dio escalofríos. Montano los siguió al interior, arrastrando con él a Vetio; nos dejó a los demás en la entrada. Y eso fue todo. Lo siguiente que oímos es que habían encontrado un cuerpo ensangrentado junto al Tíber, justo en el lugar donde lo habíamos dejado. Montano no nos contó nada más y nosotros no le preguntamos.
—¿Y lo de la mano? —pregunta Marco—. ¿Fue Marcelo también?
Fabio niega con la cabeza.
—No, no. Ahí las cosas se pusieron un poco…, cómo lo diría…, se retorcieron un poco. —Toma otro sorbo de vino—. Unos pocos meses antes, Montano cogió un nuevo cliente. Un senador o algo…, o al menos pensábamos que era un senador; pagaba bastante bien…, pero nunca conocimos al tipo. Envía a gente, en lugar de acudir él mismo, con instrucciones y dinero. A una chica, normalmente.
—¿La chica de hoy? —pregunto—. ¿La que tiene una sola ceja y estaba con Montano?
—Esa misma. —Fabio toma un poco más de vino. Mueve el cuerpo cambiando el peso y hace una mueca—. Hicimos unos cuantos trabajos para ese senador. Robamos una urna, dimos una paliza a un esclavo…, cosas de poca importancia. Ese día, la chica, que se llama Livia, apareció en el Cerdo Moteado con un perro y un anillo de oro macizo. Dijo que el perro estaba entrenado. Lo único que teníamos que hacer era conseguir la mano de un hombre adulto, ponerle el anillo en el dedo y luego la mano en la boca del perro, un día determinado, a una hora determinada. Después, dejarlo ir.
—¿Y de quién era la mano? —pregunta el chico.
—Pues no recuerdo exactamente de quién era —responde Fabio—. De algún desgraciado hijo de puta que no devolvió a Montano el dinero que le había prestado. Lo matamos el día antes, le cortamos la mano y arrojamos el resto del cuerpo al Tíber. Le pusimos bastantes piedras en los bolsillos: llegará a mitad de camino de Ostia antes de salir a la superficie.
Marco dice:
—¿Y para qué más os contrató después ese misterioso senador?
—Pues nos ha tenido muy ocupados. La misma tarde que soltamos al perro en el foro, Livia volvió a venir a ver a Montano y nos pidió que secuestrásemos a dos personas en la bahía: una puta y un senador.
—Plautio —digo yo.
—Pues sí —asiente Fabio.
—¿Solo secuestrarlos? —pregunta Teseo.
Fabio levanta de nuevo las manos para protestar por su inocencia.
—No tenemos nada que ver con eso de que haya tenido que remar en un barco tres meses. Livia quería que lo cogiéramos, lo tuviéramos en nuestro poder un tiempo y le diéramos cierta información. De modo que eso fue lo que hicimos.
—¿Qué quieres decir con eso de «darle información»? —pregunta Teseo.
—Lo encerramos en una habitación y nos pusimos a hablar fuera, al lado de la puerta. Se suponía que teníamos que decir todo el rato «Cecina», «Ulpio», «el chaquetero» y «el ciego». Cosas así todo el rato. Como si fueran esos los que nos dieran órdenes. Luego teníamos que dejarlo escapar… Y eso fue lo que hicimos. Se lo pusimos fácil. Dejamos la puerta abierta de par en par. Pero, en lugar de correr a Roma y contarle a todo el mundo lo que había oído, encontró un trabajo remando en un barco. —Fabio menea la cabeza—. Ese tipo no es de lo más listo que corre por ahí.
—Así que ese colega tuyo… —señalo al hombre, ahora muerto, que lleva la cicatriz que yo mismo le hice—, con el que me encontré, ¿llevaba a una mujer hacia el norte?
Fabio asiente.
—Eso me dijeron. Eso es lo que él le dijo a Montano después de que tú intentaras huir.
—¿Y tú por qué no estabas allí?
—Estaba con Plautio en Misceno.
—¿Y nunca te preguntaste por qué te estaban pidiendo que hicieras todas esas cosas? —pregunta Marco.
Fabio se indigna.
—Tú has heredado mucho dinero, se nota por tu aspecto. No tienes ni idea de lo que es trabajar. Los pobres no podemos elegir… Y pregúntale a él —dice, señalándome a mí—, no se lo preguntes a un hombre como Montano. «¿Por qué estás haciendo tal y cual cosa?»
—¿Y quién intentó matar a la hija del césar? —pregunta Teseo, con los brazos cruzados, frotándose la barbilla—. ¿Marcelo o ese misterioso senador?
Fabio se encoge de hombros.
—No puedo decirlo a ciencia cierta. Montano no me lo cuenta todo. Pero sé que el hombre que lo hizo era uno de los de Montano. Pobre cabrón. La había jodido, perdió los veinte mil de Montano cuando le robaron en el camino, de vuelta de Rávena. Montano dijo: «Mata a la viuda y la deuda está olvidada». Era un trabajo imposible, pero no podía hacer otra cosa. A Montano no se le puede decir que no…
Fabio bebe un poco más de vino.
Yo digo:
—Hace unas pocas semanas dijiste que dentro de poco habría mucho trabajo. ¿Te acuerdas? ¿A qué te referías?
—A nada en particular. Simplemente oigo cosas, de segunda mano. Y Montano estaba comprando armas para los chicos, corazas y espadas. Sospeché que las cosas iban a tomar ese cariz. Te he dicho todo lo que sé.
Las preguntas cesan y Fabio dice:
—Si eso es todo, me pondré en camino.
Teseo y Marco asienten. Fabio se pone de pie y dice:
—Adiós, Caleno. Espero que no me guardes rencor…
Niego con la cabeza.
—Págame una copa la próxima vez que nos veamos.
Él sonríe y luego desaparece en el recodo.
Cuando estamos solos, Teseo me pregunta:
—¿Y por qué quiere matarte Montano?
Me encojo de hombros.
—Es difícil saberlo.
Aunque estos chicos han sido muy amables al salvarme la vida, existe la posibilidad de que sus intereses y los de Domitila sean distintos. Tengo que informar de lo que sé a ella; solo a ella. Así que les pagaré una copa. Pero, en cuanto a información, no pienso decirles esta boca es mía.
Teseo frunce el ceño. Sus sentimientos están heridos; pensaba que éramos amigos.
Marco se hace cargo.
—Ahora trabajas para Domitila. En ella reside tu lealtad. Eso está bien. —Me pone la mano en el hombro, como si fuera un amigo a quien no ve desde hace tiempo—. Hay algo en marcha, algo dirigido al césar y su familia. Cuando sepas que estamos en el mismo bando, ven con nosotros. Ambos tenemos información que el otro no tiene.
Y se alejan despreocupadamente.
Salgo de la alcantarilla aturdido, sorprendido de estar vivo todavía. No es seguro ir a mi casa, así que me dirijo a casa de la Roja. Pago al hombre que está en la puerta y él me lleva a su habitación. Doy unos golpecitos en la puerta y me asomo. Está dormida, así que me meto en la habitación y me echo a su lado.
Ella se empieza a remover y digo:
—No busco nada más que un sitio donde descansar. Mi casa no es segura.
Ella no dice nada, pero me echa la pierna por encima del muslo. Cuando aprieta su cara contra mi hombro, sé que le hace feliz que esté aquí. Su aliento me calienta la mejilla, que, como todo lo demás, tengo muy fría, por la alcantarilla.
El pecho me late con tanta fuerza que voy a despertar a todo el mundo.
Ella me besa, solo un toque ligero en los labios. Es distinto del beso que me ha dado antes, más suave, más dulce. Sigue otro. No me muevo, no quiero estropear el momento. Contengo el aliento, casi hasta notar que me desvanezco. Ella me besa por tercera vez, luego una cuarta. Soy como una estatua, tengo miedo de moverme. Y no lo hago, hasta que, como mujer práctica que es, la Roja me levanta la túnica y me agarra el miembro.
Hacemos el amor silenciosamente. Cuando termino, ella me deja en su interior, besándome.
Me duermo pensando: es el mejor día de mi vida, aunque haya tenido un cuchillo en la garganta durante la mayor parte del tiempo.
Al día siguiente es casi la hora segunda cuando me dirijo hacia palacio, con una sonrisa radiante en la cara. De camino veo a Garbanzo, un viejo amigo de las legiones: lleva ese nombre por una verruga del tamaño de un garbanzo que tiene en la nariz.
—¡Hola, Caleno! —dice por encima del estruendo del mercado de ganado.
Va a estrecharme la mano, pero yo lo atraigo hacia mí y lo abrazo.
Él me mira de refilón.
—¡Estás loco! ¿Tienes tiempo para tomar una copa?
—Pues sí, claro.
Momentos después estamos bajo el toldo de un puesto del mercado, inclinados encima de la mesa.
Garbanzo me dice:
—Qué tío con suerte, ese Plautio. ¿No?
Me había olvidado: se suponía que el día anterior se tenía que tomar una decisión, mientras yo estaba indispuesto.
—¿Entonces han fallado a su favor?
—Por los pelos —dice—, dos votos a uno.
Eso me anima. Es bueno para Domitila.
—Un resultado justo —digo.
—¿Justo? —Garbanzo niega con la cabeza—. La justicia de los ricos, diría yo. Un hombre pobre se habría quedado encadenado. No importa cómo hubiese llegado allí.
—Otro motivo por el cual es mejor ser rico.
Garbanzo asiente.
Más tarde, cuando nos despedimos, veo al esclavo de Nerva, Apio, el rey del pórtico, abriéndose camino por la calle hacia nosotros.
—¡Hola! —chillo por encima del escándalo de la multitud—. ¡Apio!
Él se acerca, precavido.
—No te había visto desde hacía tiempo. Pensaba que estabas muerto.
—Estos días he estado trabajando para los de palacio.
—¿Ah, sí? —Apio está vagamente impresionado. Mira a Garbanzo, preguntándose si también será de palacio. Me dice—: ¿Me has llamado para presumir, entonces?
—No —digo—. Nerva me debe dinero.
Apio finge sorpresa, levanta las cejas.
—Y quieres que te pague yo, ¿verdad?
—¿Por qué no? —digo—. Tú llevas por ahí siempre la bolsa de tu amo. —Como necesito que esté de mi parte, añado—: Y tú siempre has sido justo, Apio. —Me vuelvo hacia Garbanzo—. ¿No te lo decía acaso? ¿Que ese hombre de Nerva, Apio, es uno de los más justos de Roma?
Garbanzo no duda ni un segundo.
—¿Este es el hombre? No me lo imaginaba tan alto.
No habrán sido muchos los cumplidos que le han dedicado a Apio en toda su vida. Asiente, se inclina hacia mí y dice:
—Escucha, ven esta tarde y habla con Nerva. Siempre está de buen humor después del baño. Si te lo debe, sin duda te lo pagará.
Doy una palmada en la espalda a Apio.
—¿Lo ves? ¡Uno de los más justos!
Apio desaparece entre la multitud. Doy las gracias a Garbanzo por pensar tan deprisa. Él le quita importancia.
—No ha sido nada.
Ante las puertas de palacio, les digo a los guardias:
—Fénix.
Es la contraseña que me dio Domitila. Uno de ellos dice:
—Espera aquí.
Vuelve con la chica pelirroja de Domitila, Yocasta.
—La señora Domitila ha ido a visitar a una amiga esta mañana.
—Bueno, pues tengo noticias —digo.
Ella dice:
—¿Y?
—Concierne a Valeriano y a ese hispano tan rico del que todo el mundo habla, Ulpio. Es una buena historia.
—Bueno, cuéntamela y yo se la contaré a mi señora.
—Preferiría contársela a ella directamente.
Ella sonríe. La chica es bastante fea, pero tiene una bonita sonrisa.
—Bien —dice—. Vuelve a palacio esta tarde. La señora ya habrá regresado.
—Espera. —Me coge el brazo. Saca un collar fino de oro y una bolsa de terciopelo pequeña—. La señora confía en que no la defraudarás. Me ha pedido que te dé este collar como prenda de su aprecio.
Cojo el collar y paso el pulgar por los intrincados hilos de oro. Parece bordado, pero con metal, en lugar de hilo. He visto antes collares como este, pero siempre de lejos; nunca he tenido uno así entre mis manos.
—Y con esto… —me tiende la bolsita de terciopelo— deberías tener bastante para alquilar un alojamiento propio. La señora no quiere que uno de sus guardaespaldas comparta un apartamento con un montón de gentuza.
No estoy seguro de haberla oído bien.
—¿Guardaespaldas?
—Ah, ¿no te lo ha dicho todavía? Ahora eres el guardaespaldas personal de Domitila. Prefiere a un hombre en el que pueda confiar. No serás un pretoriano… A la señora no le importa lo que ocurrió en tu pasado, pero está claro que no puedes volver a ser soldado. De todos modos, ser guardaespaldas de la hija mayor del césar es algo muy valioso.
No puedo creer este giro de la fortuna. No puedo creerlo. Me tiemblan las manos y abro la boca como un pez. Pienso: «Serénate, Caleno».
Me pongo firme.
—Volveré esta tarde.
Voy directamente a ver a Nerva desde palacio. De repente, estoy bien de dinero, pero todo ayuda, por poco que sea. Y la fortuna está de mi lado hoy. ¿Por qué no aprovecharla?
Apio me saluda en la puerta. El cumplido que le he hecho por la mañana ya ha perdido su eficacia. Parece confuso ante mi presencia.
—Ah, Caleno —dice—. Claro. Ven.
Encontramos a Nerva solo en su estudio, detrás de un gran escritorio. Es tan bajo que sus hombros apenas sobresalen de la madera.
—Vienes a pedirme más dinero, ¿verdad? —pregunta.
Tomo asiento frente a él.
—Solo lo que me debes.
Nerva frunce el ceño.
—Ya veo. ¿Y cuánto es?
—Diez sestercios.
Frunce el ceño de nuevo. Desenrolla un papiro y empieza a leerlo. Quizá me pague, pero primero me hará esperar.
Oigo ruidos detrás de mí: unos pies que andan por el mármol, alguien que se aclara la garganta. Nerva levanta la vista. Su rostro cambia, solo ligeramente, pero incluso el cambio más pequeño en esa cara pétrea es un acontecimiento. Me vuelvo para ver quién es.
Apio está de pie en el atrio, en el umbral del despacho, con la cabeza gacha, leyendo una tablilla de cera. Junto a él hay una chica…, la chica con una sola ceja, aquella a la que seguí al Cerdo Moteado y que se reunió con Montano. Nuestros ojos se encuentran. Si me ha reconocido, no lo demuestra. Disimulo lo mejor que puedo y luego me vuelvo a mirar a Nerva.
Cuando me vuelvo, el cambio en la cara de Nerva ha desaparecido. Vuelve a ser el Nerva impasible de siempre. Con calma, dice:
—Ahora no, Apio.
Lucho contra la necesidad de volverme y ver cómo se aleja la chica.
Nerva dice:
—Está bien, Caleno. Te pagaré lo que te debo.
Se pone de pie, se dirige a un armario pequeño que hay detrás del escritorio y abre un cajón. Está de espaldas a mí y trastea con el cajón un momento. Se vuelve con una bolsa llena de monedas y cuenta diez sestercios encima de su escritorio.
Nerva es rico como Midas, pero siempre se resiste a desprenderse de sus monedas. La chica, esa cara que él ha puesto… Noto que me invade la desconfianza. Debería irme. Ahora mismo. Pero las monedas, mis monedas, están encima del escritorio.
—Aquí lo tienes. Como te prometí.
Coge el montoncito de monedas y da un paso hacia mí, pero dos monedas se le caen de las manos. Deja el resto encima del escritorio y luego hace una señal hacia las monedas caídas.
—Rápido, Caleno. Antes de que las vuelva a coger.
Me inclino a recoger las monedas. Por el rabillo del ojo veo que Nerva da un paso para acercarse a mí. Cuando levanto la cabeza Nerva está ahí, muy cerca de mí.
Y entonces noto un pinchazo en el cuello…
El dolor crece, de una picadura de abeja a un horror. Me llevo la mano al cuello y cuando la retiro, está manchada de rojo.
La habitación se mueve…
Caigo al suelo.
Nerva está delante de mí. Me devuelve la mirada, horrorizada.
—Qué lástima —dice, mientras se limpia la sangre en la túnica; una mancha oscura se extiende en la tela color bermellón, justo por debajo de sus costillas.
Algo líquido me cae de la boca. Sangre. Mi sangre.
—Lo siento, Caleno —dice—, pero no puedo permitir que interfieras y estropees muchos años de cuidadosa planificación. Ahora estoy bien situado. No dejaré que un soldado cualquiera enamorado como un colegial se interponga en mi camino.
Nerva se agacha. Me toca el bolsillo y saca la bolsa de dinero. Estoy demasiado débil para detenerlo. Dentro de la bolsa encuentra el collar de oro. Lo levanta para verlo bien a la luz.
—Mmm.
Se guarda el collar y se levanta.
—Y siento que no estés por aquí para ver cómo lo consigo. Marcelo y su culto pasarán…
Me late el cuello, intento respirar… Lo único que quiero es respirar, pero no puedo, es como si intentara sacar aire de una piedra.
—… pero yo seré una constante en Roma, como la Capitolina, como el Aventino.
Salta por encima de mí y llama, tranquilo:
—¡Apio!
El latido ardiente de mi cuello cede. La habitación se diluye. Cierro los ojos. Me hundo en una ola de calor.
La Roja. Pienso en la Roja.
Oigo decir a Nerva:
—Limpia esto.
El mundo se me escapa entre los dedos…