Nerón

8 de octubre, lo más profundo de la noche
Prisión IV de la ciudad, Roma

Hará un frío tremendo en el Eliseo el día que yo le de al hombre que me sacó los ojos la mitad del tesoro de Dido. No me pasé años obsesionado por la clave, consumido por el misterio, noche tras noche, para que otro hombre se aprovechara de ello al final. Y, de todos modos, ni siquiera estoy seguro de haber averiguado el código. La epifanía me llegó solo unas semanas antes del golpe, de modo que no tuve tiempo de confirmar si mis conclusiones eran correctas. Y no estoy seguro de cómo se ha corrido la voz. Supongo que yo mismo presumí de ello cuando estaba medio borracho, y ahora Terencio cree que es un hecho incontrovertible. Afortunadamente, semanas antes de mi caída, atacado por el delirio, consigné los detalles a mi memoria y quemé el cifrado y todo el trabajo que hice para descodificarlo. Así que Terencio me necesita. Doríforo cree que él es nuestra única posibilidad de escapar de esta prisión y de Roma. Pero yo no estoy de acuerdo. No tenemos por qué rendirnos a él. Todavía no. Y, de todos modos, una muerte dolorosa sería preferible a convertir a ese hijo de puta en un hombre rico.

Las historias continúan dando vueltas, como los gorriones. Un rumor nuevo y particularmente dañino está empezando a arraigar. Ahora algunos aseguran que la noche que me apresaron hui de la ciudad y me refugié en la villa de Faón con un puñado de amigos. (Qué conveniente que el dueño de la mencionada villa esté muerto.) Allí, tras decidir que todo estaba perdido, pero sin ser capaz de reunir el coraje suficiente para empuñar la espada, hice que un amigo me cortara el cuello. Epafrodito.

Mi antiguo liberto, desde entonces, ha pasado a encabezar las listas de popularidad. Ningún amigo mío permitiría que su nombre se usara de semejante manera. Ningún amigo mío permitiría que circularan esas mentiras sin ser contestadas.

Doríforo dice que el hombre está escondido. Teme las represalias, como las que ha sufrido Faón, por el daño que hizo cuando yo gobernaba.

Cuando me lo dijo, me puse furioso. Sé que las mentiras son parte esencial de la política romana. No pueden sorprendernos este tipo de rumores. Así que ¿por qué entonces entré en erupción, como el monte Etna, cuando oí estas cosas en particular? ¿Será porque la historia tiene, en el fondo, algún viso de verdad? Es cierto que me llevé una hoja afilada al cuello y pensé en la muerte, pero al final la retiré. ¿Soy acaso, como el Nerón de la villa de Faón, un cobarde?

He pensado en esta cuestión toda la noche y he llegado a la conclusión siguiente: no, yo no soy un cobarde; sencillamente, lo que pasa es que no soy tan romano como sería de desear. Mi temperamento ha sido siempre más griego que romano. Para mí la muerte no lo es todo; creo que es estúpido renunciar a la vida innecesariamente. No se me pone dura cuando oigo las historias de valentía romana que cuentan a todos los niños. Historias como la del soldado que viajó a Cartago para morir torturado solo porque lo había prometido. Siempre he pensado: vete, idiota.

No tengo miedo a la muerte. Es que mis prioridades son distintas. Primero busco venganza. Eso, al menos, sí que es muy romano por mi parte.

Galba está a una semana de distancia. Doríforo y yo hemos urdido un plan, una forma de escapar, pero es demasiado pronto para llevarlo a cabo. Y todavía estoy demasiado débil para viajar. ¿Podremos esperar hasta que Galba llegue a Roma? Terencio quiere el tesoro de Dido, así que me mantendrá con vida, por el momento. ¿O estoy equivocado y los ejecutores de Galba llegarán pronto a mi puerta?

El tiempo lo dirá.

El emperador destronado
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