Tito

6 de abril, anochecer
Palacio Imperial, Roma

El vestíbulo de mármol hace eco cuando me acerco. Virgilio, inclinándose junto a la puerta, me saluda.

—Ya se ha bañado. Acaba de comer.

—¿Y Antonia? —pregunto.

—También está ahí —dice Virgilio—. Pero, aparte de ella y unos pocos esclavos, nadie ha hablado con él, como has ordenado.

—Un día muy raro —digo.

Virgilio asiente.

—¿Ha cancelado la fiesta tu padre?

—No —digo—. La mayor parte de la ciudad no sabe lo que ha sucedido. Los hombres del falso Nerón han sido ejecutados, como se planeaba. Mi padre quiere actuar como si nada hubiese ocurrido… —Al menos por ahora. Solo estábamos empezando a dejar atrás el asunto de la mano, que sucedió en enero—. Las celebraciones de esta noche se llevarán a cabo tal y como se planeó.

Sonriendo, Virgilio dice:

—¿Me voy a perder otra fiesta?

Ignoro la cuestión y abro la puerta.

Plautio, que llevaba meses desaparecido y ahora resulta que está milagrosamente vivo y bien, está de pie con los brazos levantados a la altura del hombro. Unos esclavos le rodean, colocándole la toga en torno al cuerpo antes regordete, ahora esbelto. Antonia está sentada al borde de la cama. A lo largo de los tres últimos meses he llegado a conocer su estado de ánimo. Cuando tiene la mandíbula torcida es que está enfadada; cuando abre mucho los ojos, es feliz; cuando su labio inferior sobresale, está triste. Por primera vez veo los tres gestos mezclados en su cara.

—Tito, viejo amigo —dice Plautio, feliz.

El polvo, la suciedad y las manchas de su propia mierda han desaparecido, así como aquel olor. Tiene la cara recién afeitada y su calva cabeza reluce como si fuera mármol lavado. Apesta a perfume floral.

—Bueno —digo—, has vuelto de entre los muertos.

—Como Orfeo, ¿verdad?

La mandíbula de Antonia se desliza un poco más hacia la derecha.

—Una comparación muy mala, diría yo.

Eurídice no tuvo tanta suerte como Orfeo, su amante. Ella se quedó en el Hades.

—Pareces de buen humor —le digo a Plautio.

—Por fin he vuelto a Roma. Pensaba que no la volvería a ver nunca. Ni a mi mujer.

Los esclavos acaban de vestir a Plautio. Yo los despido. Virgilio entra discretamente. Ocupa un lugar poco visible, pegado a la pared. Tras él, entrando en la habitación antes de que él se dé cuenta, va Cleopatra. Tiene la habilidad de vagar por palacio sin que nadie la moleste y encontrarme cuando le apetece. Salta encima de mí y se deja caer. Empieza a jadear, con la lengua colgando a un lado de su boca.

Le pregunto a Plautio:

—¿Qué pasó?

—¿No puede esperar eso, Tito? —Antonia parece molesta—. Acaba de volver del infierno.

—Querida —dice Plautio—, estoy bien. De verdad.

La cabeza de Antonia se agita en desacuerdo. Está muy enfadada. Por primera vez pienso: no quería que volviera su marido. Esta misma semana, una mañana que estábamos en la cama, hablaba del papeleo necesario. ¿Se consideraba acaso la próxima emperatriz de Roma?

Le pido a Antonia que me deje con Plautio y su ira se duplica, pero accede de mala gana.

En cuanto Antonia ha salido, digo:

—Empieza por el principio. Cuéntamelo todo.

—Todo lo puedo atribuir a la suerte —dice Plautio—. A mi mala, malísima suerte.

Empieza con lo que ya sé, su llegada a la penínsulaa, su estancia en Baiae, donde buscaba un hogar de verano. Explica cómo él y su liberto Jecundo visitaron un burdel, la Mirada Robada, el mismo día que llegaron a Misceno.

—Me preocupaba haber ido allí —dice—, porque me considero un hombre moral, Tito, un auténtico romano. Pero ahora, después de todo lo que he sufrido, ya no me importa nada. —Lanza un suspiro reparador y luego continúa—: Me reuní con Jecundo en el pórtico a la mañana siguiente, con los martillos del alcohol golpeándome las sienes. Después de preguntarme educadamente por mis aventuras, me habló de que había pasado la noche con esa mujer, la Roja. Parece que estuvieron sentados hablando durante horas. Dijo que la mujer tenía cierto encanto, y Jecundo no está desprovisto de encanto tampoco. Después de emborracharse bien, ella confió en él y le contó la historia del caballero que había sido raptado y del posible intento de envenenar al césar, la historia que te conté en mi carta. Sin embargo, él no creía que fuera verdad. Pensaba que la puta era la típica hembra que exagera algún temor que tiene. Pero yo no podía dejar aquello al azar. Me preocupo demasiado por ti y por tu padre.

Plautio me mira como un cachorro obediente.

Continúa.

—Sabía que teníamos que encontrarla de nuevo y que nos contara todo lo que pudiéramos sacarle. Pero nuestra búsqueda tenía que esperar a después de los baños, porque necesitaba estar sobrio. Sin embargo, cuando volvimos a la Mirada Robada, ella ya no estaba. Nos costó más de dos semanas dar con ella en el mercado. Comprensiblemente, estaba asustada. Pero accedió a reunirse con nosotros al día siguiente y llevarnos al hogar del caballero.

»Ella vivía en Misceno, en el extremo sur. Como yo tenía que atender algunos asuntos aquella mañana y no quería que cambiase de opinión, envié a Jecundo temprano para que se asegurase de que ella cumplía su palabra. Cuando llegué al apartamento, Jecundo estaba muerto, y la puta, desaparecida. Se sabía que Jecundo era un empleado mío. Pensé: si el asesino no tiene reparo alguno en matar al liberto de un senador, ¿qué le puede impedir matar al propio senador? Me refugié en el lugar menos llamativo que se me ocurrió: la Mirada Robada. Me quedé cuatro días en el burdel, viviendo a base de pan rancio y pescado aceitoso. Hasta que un día el propietario, un chulo gordo del tamaño de una carreta de bueyes, de repente me exigió el pago. Por lo visto era el único vendedor de toda Italia que no se contentaba con la palabra de un senador. Envié a uno de sus chicos a la casa en la que me alojaba, para que trajera a uno de mis esclavos y mi dinero. Todavía estaba esperando su vuelta cuando dos matones enormes entraron en mi habitación. —Plautio tiembla—. Después de unos golpes rápidos, me pusieron un saco por encima de la cabeza, me ataron los brazos a la espalda y me arrastraron por la calle y me arrojaron sobre el lomo de un caballo. Viajamos, pero no fuimos muy lejos.

»Cambiaron el saco por una venda y me metieron en una jaula de madera. Apestaba a amoniaco y me ardía la nariz hasta que, al segundo día, dejé de notarlo del todo. Creo que estaba en una especie de desván encima de un batán. No fue muy romano por mi parte, pero es que estaba muy asustado. Tiritaba, gritando y pidiendo ayuda. Oía a mis captores. Les oía reír y beber y jugar a los dados. Les oía conspirar. Me tuvieron allí dos días. Al tercer día, me sacaron de la jaula y me desataron. Me sentaron en una silla, todavía con la venda en los ojos. Me dijeron que «el Jefe» deseaba hablar conmigo. Allí me quedé sentado, no sé cuánto rato. No venía nadie. Al final me atreví a echar un vistazo. Me levanté un poco la venda y vi que no había nadie a mi alrededor. Estaba sentado en una silla en una habitación vacía. La puerta estaba abierta. Conté hasta diez y eché a correr.

»La puerta llevaba a un balcón y a unas escaleras, que bajé. Me encontré en el muelle, con los barcos amarrados a la piedra, uno tras otro. A mi derecha, un grupo de hombres se estaban acercando. ¿Eran los que me habían cogido? No estaba seguro. A mi izquierda, otro grupo de hombres hablaban entre ellos. Yo no sabía quién era mi amigo o mi enemigo, así que corrí hacia delante, atravesé una pasarela y me metí en el primer barco que vi.

»Me escondí en la bodega del barco, entre ánforas de aceite, sentado en medio palmo de agua. Planeaba esperar allí hasta que se hiciera de noche y luego volver a Baiae, pero el barco levó anclas aquella misma tarde. ¿Qué habrías hecho tú, Tito? ¿Habría tenido algún plan el gran general? Yo no lo tenía. No tenía monedas ni pertenencias. Me quedé en la bodega, pensando que podría escabullirme y bajar a tierra cuando parase el barco, donde quiera que fuese. Pero me encontraron al día siguiente. Un marinero bajó a comprobar si las ánforas tenían grietas. Dio un salto enorme cuando me vio. Me llevaron a cubierta y ante el capitán le expliqué quién era yo y que les pagaría una bonita recompensa si me devolvían a Roma…, porque no tenía ningún interés en volver a Miseno y a mis captores. Bueno, pues, ¿sabes lo que me dijo ese villano de capitán como respuesta? «Conque eres un senador, ¿eh? Los polizones siempre son senadores que se han olvidado la bolsa.» Y entonces, Tito…, me encadenó a un remo y me obligó a remar.

»Fueron los días más oscuros de toda mi vida. Solo fueron unos pocos meses, pero me parecieron una eternidad. No creí que pudiera escapar nunca. De sol a sol, iba remando. Me sangraban las manos, se me formaban ampollas y me volvían a sangrar. Me ardía la piel por el resplandor del sol invernal, hasta que se me ponía al rojo vivo. Mi boca era un desierto; notaba la lengua de cuatro veces su tamaño normal. Con la poca agua que me daban no hacía nada. Se me clavaban astillas de madera en el culo y en la parte posterior de los muslos.

»Había dos hombres, uno frente a mí, otro detrás, que cantaban todo el día. Eran todo piel y huesos, de modo que los llamé así, a uno Piel y a otro Huesos. No sé en qué lengua bárbara cantaban, pero era espantoso. No entendía ni una palabra, excepto que, al final del coro, chillaban siempre: «¡otra vez!», en latín. Pasaban los días y yo no hacía caso, pero de repente explotaba con ira y les decía que se callaran. Ellos se reían y el guardián, un hombrecillo gordo con un látigo que iba andando de un lado a otro de la galera todo el día, lo hacía restallar por encima de nuestras cabezas y nos gritaba que nos calláramos. Pensaba que yo me divertía tanto como Piel y Huesos.

»Al principio fuimos hacia el oeste. Nadie me dijo adónde nos dirigíamos. Simplemente, lo sé por que navegamos apartándonos de la salida del sol. Llegamos a un puerto bárbaro y yermo y vaciamos todo el cargamento de ánforas, antes de llenarlo con más. Luego navegamos hacia el este. Estaba seguro de que íbamos navegando a lo largo de la costa oeste de la península. Fue una tortura saber que mi salvación estaba ahí, al alcance de la mano. Pasamos por el estrecho de Mesina, Sicilia a nuestra derecha, tierra firme a nuestra izquierda. Yo lloraba, pensando que sería la última vez que pondría los ojos en la tierra donde nací. Pero dimos la vuelta y seguimos la costa norte.

»Reconocí Brindisi mientras navegábamos hacia el puerto. Yo había viajado hacia ese mismo puerto cinco meses antes. En cuanto llegamos al muelle, descargamos las últimas ánforas que nos quedaban. Vi que el capitán hablaba con unos soldados en el muelle, y cinco de nosotros fuimos desencadenados. Íbamos a ayudar al guardián a cargar ánforas para el campo legionario, que estaba acantonado justo en los límites exteriores de la ciudad. Sabía que aquella era mi única esperanza de escapar de una vida de esclavitud, de modo que esperé a que se presentara la oportunidad. No comprendo por qué los esclavos no huyen siempre cuando tienen ocasión. Pero supongo que los esclavos son esclavos. Y si los cogen, los crucifican. Mientras que yo soy un senador secuestrado ilegalmente. Corría un riesgo, pero si conseguía escapar, no me enfrentaría a ningún castigo.

»Llegamos al campamento después de oscurecer. El guardián, antiguo soldado, nostálgico de los «buenos tiempos», decidió emborracharse. Después de entregar las ánforas, nos enviaron a dormir en las tiendas de los esclavos. Cuando todo el mundo dormía, me escapé. Seguí a mi nariz hasta una tienda con comida. (Llevaba tres meses muriéndome de hambre sin indulgencia alguna.) Me harté de pan y de cerdo asado, y luego me llevé el resto envuelto en un trozo de tela para el viaje a Roma. También encontré un odre con agua. Fui de tienda en tienda intentando encontrar algo de ropa que ponerme para mi camino hasta Roma, para no parecer el típico esclavo fugitivo. Pero entonces oí la voz del guardián, que gritaba mi nombre (me llamaba Cochinillo, por mi peso cuando me cogieron. Siguió haciéndolo, aunque ya había perdido ese peso). Supongo que fue a comprobar los esclavos y vio que yo faltaba.

»Estaba en una tienda llena de baúles. Oía que registraban las demás tiendas. Habría preferido morir a volver al barco a remar durante el resto de mis días. De modo que vacié uno de los baúles, trasladé el contenido de oro y plata a la tienda, para que no resultase muy visible, me metí en el baúl y cerré la tapa. Desgraciadamente, el cerrojo saltó y me quedé encerrado dentro. Pero tenía agua y comida, así que no me moriría de hambre…, al menos, no durante unos días. Ya viste la caja. Era lo bastante grande y entraba luz por el agujero de la cerradura y por las grietas entre las tablas de madera. Y supongo que lo había pasado tan mal en mi breve vida como galeote que disfruté de aquella tranquilidad.

»Oí que el guardián entraba en la tienda llamándome, maldiciendo al Cochinillo. Pero pronto se fue. A la mañana siguiente noté que levantaban el baúl y lo colocaban en un carro; durante dos días, fue traqueteando y moviéndose, mientras viajábamos. La caja era tan pequeña y el calor tan asfixiante que me quité toda la ropa, como si estuviera en los baños. Después de un día de descanso, el carro se volvió a mover otra vez. Pero esta vez se encontraba rodeado de hombres y mujeres que chillaban. Gritaban tanto que pensé que iban a llevar el baúl a una batalla. Pensaba que me había equivocado en lo de desembarcar en Brindisi y que no habíamos vuelto al oeste de Roma, sino que nos habíamos adentrado en el norte y que las tribus montañesas de los Alpes nos atacaban. Y entonces se abrió la caja y una luz brillante y cegadora me abrumó. Y, bueno, ya viste lo que hice. Eché a correr.

Virgilio tiene una expresión incrédula pintada en el rostro. Cree que la historia es imposible. Yo también lo creo. Pero Plautio tiene la piel quemada y las manos llenas de callos como un esclavo, no como un senador.

Plautio dice:

—Lo siento, Tito. Te he decepcionado. Te escribí y te dije que podías contar conmigo. Pero… —Levanta las manos vacías—. No tengo nada que enseñarte a cambio de mis esfuerzos.

—No importa, Plautio. Menos mal que estás vivo.

Sigue un momento de silencio, mientras nosotros vamos digiriendo su extraña historia. Luego Virgilio pregunta:

—¿Dices que cuando te tuvieron preso en Miseno oíste hablar a tus captores?

—Conspirar —digo—. La palabra que has usado es conspirar.

—Sí —dice Plautio—. Oí que hablaban de todo tipo de cosas. No estoy seguro de si tiene mucho sentido nada de aquello. No recuerdo ningún nombre concreto.

—¿Hay algo —le pregunto—, algo que oyeras que pudiera llevar a identificar a algún hombre?

Plautio piensa.

—Les oí referirse a dos hombres distintos, una y otra vez. Nunca los nombraban, pero sí que los describían. Y era difícil no notarlo, porque hablaban muy a menudo de ellos. A uno lo llamaban el Chaquetero. ¿Te dice algo eso?

Intercambio una mirada con Virgilio. Su mano instintivamente se desplaza a la empuñadura de su espada. Yo digo:

—Sí, Plautio, sí que me dice algo. Es el nombre con el que todo el mundo en la ciudad llama a Cecina. ¿Cómo es que tú no lo sabías?

Plautio dice, incómodo:

—Lo siento, Tito. Pero he pasado muchos años en las provincias…

Virgilio le dice:

—Has mencionado a dos hombres. ¿Quién era el otro?

—No usaban ningún nombre para el otro. —Plautio se relaja un poco—. Se referían a un hombre que no es senador, que yo sepa…

Virgilio y yo nos inclinamos hacia Plautio, expectantes, intentando entender lo que está a punto de sugerir.

—Hablaban de un hombre ciego…, asquerosamente rico, según ellos. Así que entenderéis mi confusión. En Roma no hay ningún senador rico que sea ciego.

—Ahora sí, Plautio —digo—. Ahora sí que hay uno.

El emperador destronado
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