Domitila

5 de abril, mañana
Mercado de ganado, Roma

El liberto agita la mano a la estatua de Hércules que tiene detrás.

—¿No ves el problema, Augusta?

Dos esclavos están en el podio, flanqueando la estatua; ninguno es más alto que donde quedan los pezones de piedra del semidiós. Sujetan una toga púrpura que cualquier hombre se podría envolver tres veces en torno al cuerpo, pero que a la estatua no le basta.

—¿No le queda bien?

Los cerdos encerrados cerca chillan como si los estuvieran matando. Una vaca, conducida por un chico, pasa a nuestro lado.

El liberto sonríe y asiente violentamente con la cabeza.

—Sí, exactamente, Augusta.

Capto la sonrisa de Vespasia por el rabillo del ojo.

—Por favor, no me llames Augusta.

Vespasia me susurra al oído:

—No le disuadas, hermana. Cree que eres una diosa.

Yo digo:

—¿Y por qué requieres mi ayuda?

La sonrisa del liberto se evapora, su labio inferior sobresale como una herida abierta. Dice:

—Tú ayudaste a organizar el triunfo del césar y del general Tito…, quiero decir del prefecto Tito. Fue una ocasión excelente, recuerdo. Muy bien recibida. —El liberto ve mi impaciencia y se apresura—. Y…, y… habrá que coser una toga nueva para Hércules. He pensado que querrías emplear a los mismos sastres que hicieron la que se usó antes.

A petición de mi padre, Vespasia y yo, junto con otras esposas de senadores notables, estamos inspeccionando la ruta de la parada de mañana. Tiras de lana roja atadas cada cincuenta metros o así, a estatuas, fuentes y puestos de venta, marcan el camino. Hemos seguido la ruta desde el campo de Marte, a través de las murallas de la ciudad y hacia el mercado de ganado. Desde aquí bajará hacia el foro y el circo; luego girará de nuevo hacia la Capitolina. Esta noche, cuando se ponga el sol, centenares de esclavos barrerán bien el camino y lo dejarán limpio. Hoy, nuestra tarea principal consiste en comprobar los adornos y eliminar cualquier posible adefesio. La petición de este liberto, sin embargo, es demasiado concreta. Muchas de las estatuas importantes en la ruta del desfile, como Hércules, irán adornadas con túnicas, para dar vida a los dioses, pero los detalles no son de mi incumbencia. Me pregunto si este liberto no ha ido demasiado lejos. ¿Las bravuconadas del bátavo habrán dado a las clases inferiores una impresión errónea de mí?

Afortunadamente, antes de que pueda responder, Yocasta se interpone entre el liberto y yo. Dice:

—Señora, yo encontraré una solución. Por favor, continúa.

Vespasia me coge por el brazo.

—Ven, hermana. Todo el mundo nos espera.

Me hace girar hacia el grupo de mujeres y secretarios imperiales que esperan pacientemente.

Hace ocho años, después de que Jerusalén cayera finalmente, mi padre concedió un triunfo a Tito y a sí mismo. Mi madre había muerto, y mi padre y Tito estaban ocupados con asuntos de Estado, de modo que me correspondió a mí asegurarme de que el día fuera un éxito. El último triunfo se había celebrado casi hacía treinta años, cuando reinaba Claudio, después de su invasión de Britania. Dado el tiempo transcurrido, tuvimos ciertas dificultades para encontrar a los implicados. Al final dimos con un eunuco de palacio que se llamaba Posides. Era bastante viejo, estaba casi sordo y, por motivos que nunca supe, me llamaba rey Juba. Pero conocía los detalles de la procesión, del primero al último.

Aquel día, como ocurrirá mañana, el desfile empezó en el campo de Marte. Por la mañana, antes de que saliera el sol, las tropas se alinearon según su rango. Mi padre y Tito, llevando guirnaldas de laurel y túnicas púrpura con estrellas doradas, surgieron del templo de Isis, donde habían dormido aquella noche. Después de montarse en un carro, dirigieron a las tropas atravesando toda Roma hasta el templo de Júpiter, en la cima de la Capitolina. Por delante de ellos iban carros llenos con el botín de Judea: baúles de oro, bandejas de plata, joyas, hombres, mujeres y niños. A la cabeza de la procesión iba una menorah de oro macizo capturada en su gran templo; sus siete brazos reflejaban la luz del sol y en ellos se veía un resplandor que iba dando la vuelta, a un lado y otro, como una estrella parpadeante, a medida que el carro avanzaba traqueteante por la carretera de adoquines negros. Pétalos de flores, rosa, rojos y blancos, flotaban en el aire. (Parecía bonito, pero la verdad es que esa magia no me impresionaba. Yo sabía los esfuerzos y el dinero que le había costado a mi padre buscar y repartir esos pétalos. Habría sido mucho más fácil tirar las monedas directamente.) Los soldados iban marchando detrás de Tito y del carro de mi padre, a miles, riendo y respondiendo preguntas de la multitud. Vespasia y yo esperábamos a los pies del templo de Júpiter. Mi padre y Tito subieron los escalones del templo, se volvieron hacia la multitud y les llovieron los vítores. Era la primera vez que la ciudad se sentía segura después de las guerras civiles, la primera vez que mi padre se sentía el césar. Fue un buen día.

En esta ocasión, sin embargo, mi padre ha negado un triunfo a Cerialis. «No sería apropiado —ha dicho—. La victoria ha sido contra una banda de criminales, no un ejército.» De modo que, en lugar de un triunfo, Cerialis va a recibir una ovación. Las diferencias son pocas, pero significativas. Cerialis viajará a pie, no en carro; llevará mirto, no laureles; sus oficiales le seguirán, mientras que los soldados rasos se quedarán en el campamento. Y mi padre ha acortado la ruta considerablemente: «No perdamos todo el día celebrando al hijo de otro hombre».

Todo esto me parece divertido y ligeramente patético. Mi padre y Tito suelen confundir la política con el orgullo. Dicen: «No se puede salir del lugar que te corresponde», como si los cielos pudieran enviar lluvia sobre la capital si Cerialis fuera en carro mañana, en lugar de ir a pie. En realidad, ven una jerarquía, con ellos en la parte superior. Y el mundo debe conformarse con el espacio inferior. Eso no es política. No es diferente de un perro que gruñe protegiendo su comida.

Entramos en el foro por la tarde. A los pies de la colina Capitolina hay un estrado no terminado aún. Se sierra frenéticamente; el sonido resuena por toda la plaza, como si unos gigantes roncaran en el interior de los templos circundantes.

Julia señala el par de tronos de marfil que hay en el centro del estrado.

—¿Quién se sentará ahí? ¿El general Cerialis?

Vespasia responde:

—¿Permitirá tu padre que otro tenga precedencia? Jamás. Ni en mil años.

Julia y la joven Vip, hija del primo de Sabino, miran a Vespasia un momento y luego dirigen su atención al estrado. Veo que Vespasia me mira. «Son jóvenes. No envenenes su mente.»

Veo el arrepentimiento en la cara de Vespasia antes de decir:

—Esos asientos son para el emperador y para Tito. Como cabeza del Estado, su responsabilidad es supervisar la ovación.

—Ah, sí, claro —dice Vip, feliz de poder contribuir, aunque no lo entienda.

—Señora —Yocasta está detrás de mí, susurrándome al oído—, Julio Caleno quiere hablar un momento contigo.

—¿Está aquí? ¿Dónde?

Yocasta señala en dirección a los escalones del juzgado, al otro lado de la plaza, donde el canoso exsoldado espera pacientemente.

—¿Otro admirador? —me pregunta Vespasia, sonriendo. Es una broma bátava. Me habría hecho un comentario mucho más mordaz, creo, si no la hubiera reprendido unos momentos antes.

—Perdonadme —digo.

Atravieso el foro. Caleno empieza a arrodillarse cuando me acerco.

—No tenemos que pasar por todo esto otra vez, ¿verdad, Caleno?

Caleno se incorpora.

—Buenas tardes, señora. Sí, lo siento, señora.

Es un tipo interesante. Antiguo soldado, vive de las dádivas de Nerva. Supongo que cayó en desgracia de alguna manera hasta tener que ganarse la vida así. O quizá simplemente estuvo en el lado equivocado, en la guerra civil. Pero hay algo en sus oscuros ojos, aunque tenga esa grotesca cicatriz que le recorre la cara… Confío en él.

—¿Cómo me has encontrado aquí? —pregunto.

—Por casualidad, señora. He reconocido a tu chica. —Hace una señal con la cabeza hacia Yocasta—. Sabía que no estaría muy lejos de ti. He pensado que podría hablar contigo fuera de palacio.

—Te pone nervioso, ¿verdad? El palacio.

—Sí. —Su voz suena sincera.

—¿Y eso por qué? Habrás visto muchas batallas, en tus tiempos.

Él entrecierra los ojos, pensando en la respuesta.

—En combate, sabes quién está contigo y quién está contra ti.

—Una astuta observación. Te aseguro, Caleno, que si mantienes tu lealtad hacia mí, te garantizo que tendrás al menos a una amiga en palacio.

Él asiente.

—Sí, señora.

—Bueno, no me tengas más en ascuas. Me has mandado llamar. Creo que habrás hablado con… —Bajo la voz—. Con él.

—Sí, señora.

—¿Y bien?

—Hice lo que me pediste. Le dije que te estaba poniendo en evidencia y que querías que parase.

—¿Y lo entendió?

—Sí.

Nunca he visto a un hombre con tan pocas palabras. Solo dice una frase cada vez.

—¿Y qué?

—Pues que lo dejará.

Eso debería bastar para satisfacerme, pero la verdad es que quiero saber más.

—¿Y te dijo algo más?

Caleno duda. No quiere salirse de su lugar.

—Habla con libertad, Caleno. Por favor. No me enfadaré, me digas lo que me digas.

Caleno se aclara la garganta.

—Dice que lo siente. Él… te ruega que le perdones. Dice… que te ama.

Mis mejillas instantáneamente se ponen a arder, violentas. Detrás de mí, Yocasta da un respingo, conmocionada, lógicamente.

—Gracias, Caleno. Aprecio tu diligencia y... tu tacto. —Agito la mano hacia Yocasta.

Ella se adelanta con una bolsa de monedas. Pone tres monedas en la mano de Caleno. ¿Cuántos tragos de vino se comprará con ellas?, me pregunto.

Digo:

—Eres un buen hombre, Caleno. Quizá te vuelva a llamar, si surge la necesidad.

Caleno me da las gracias tartamudeando mientras me alejo y admira las monedas con la cabeza gacha.

Yocasta y yo le vemos irse. Ella dice:

—Has hecho un amigo para siempre, señora.

—Sí —digo yo—. Eso creo.

El emperador destronado
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