Marco

11 de enero, tarde
Hogar de Próculo Creón, Roma

Estoy de pie con Elsie en la cocina; ella tira tres huevos, todos a la vez; se aplastan en el suelo.

—¡Uf! —dice, en voz lo suficientemente alta como para que todo el mundo la oiga en la habitación de al lado—. Marco, tendrás que ir al mercado a comprar más.

Me lleva a una puerta lateral y luego por el callejón. Solo cuando apoya una rodilla en el suelo y me mira a los ojos noto que está llorando. Solo un par de lágrimas, no como cuando lloro yo, pero nunca la había visto derramar ni una sola.

—No quiero irme —digo. Me echo a llorar también.

—¿Por qué? ¿Para poder seguir acarreando cacharros con orines cada día?

—No quiero dejarte…

—Oh, Marco… —Elsie me acerca a su cuerpo y me aprieta mucho, hasta que no puedo respirar. Luego me coge por los hombros y me echa un poco atrás, para poder mirarme a los ojos. Otra lágrima corre por su mejilla. Dice:

—¿Te acuerdas de lo que te ha dicho Elsie? ¿Sí? ¿De que los caldeos dijeron que estabas destinado a grandes cosas?

Asiento.

—Bueno, pues así es como va a ocurrir. ¿Vale? Las grandes cosas vendrán, pero tú no puedes ignorar la suerte. Si te quedas aquí, un día el amo te pegará demasiado, o te venderá a alguien peor. El prisionero, ese hombre que te lleva consigo, ha sido bueno contigo. Te está enseñando cosas que nunca aprenderías de otra manera. Quédate con él todo el tiempo que puedas, aprende todo lo que puedas, y vendrán grandes cosas. ¿Me has entendido?

Asiento.

—Ve con él y no vuelvas nunca. ¿Vale? Recuerda a la vieja Elsie, piensa en mí cada día, si quieres. Pero no vuelvas por mí. ¿Me lo prometes?

Asiento.

—Bien.

Elsie me abraza una última vez y luego me manda fuera, por el callejón. Miro atrás antes de dar la vuelta a la esquina. Ella me dice adiós. Yo me seco las lágrimas y me voy.

Bajo por la colina Caelia hacia el Tíber. Las calles están vacías, ni una sola persona a la vista. Está tan tranquilo que oigo que el agua del acueducto llena cada fuente a medida que paso andando. Nunca he visto así la ciudad: desierta y tranquila como un templo. Antes odiaba el ruido y a la gente; pensaba que me habría gustado ser la única persona en toda la calle. Pero no es así. Es raro, como si alguien me estuviera esperando justo al doblar la esquina.

Mi plan es cortar entre el Aventino y el Circo Máximo. Pero cuando doy la vuelta a una esquina, saliendo de un callejón a una calle más ancha, un grupo de hombres me bloquea el paso. Hay unos veinte o treinta. Hablan despreocupadamente, como si estuvieran esperando algo, pero la mayoría de ellos llevan espadas, lanzas o hachas. Unos pocos se vuelven a mirarme; sin embargo, viendo que solo soy un niño esclavo que va a hacer un recado, vuelven a lo que estuvieran haciendo.

Para evitarlos voy hacia el norte, hacia el Palatino. Quizá pueda abrirme camino entre el palacio y el foro. Voy andando más deprisa, casi corriendo, porque ahora tengo que tomar una ruta más larga. No quiero perderme a Nerón. Doy la vuelta a una esquina y choco contra un hombre. Mi cara golpea la plata dura y me caigo hacia atrás en los adoquines.

Todo son zumbidos y chasquidos.

Levanto la vista y veo al soldado que está delante de mí. El sol brilla a su espalda, de modo que su cara está en las sombras. Me protejo de la luz con una mano para bloquear los rayos.

¿Adónde vas?, me pregunto.

El soldado da un paso hacia mí; a la sombra del edificio finalmente veo su rostro. Es el Zorro.

Me doy la vuelta de cara, me pongo de rodillas y estoy a punto de salir corriendo lo más rápido que puedo cuando noto que una mano me coge del pelo y me tira al suelo. Los pies me quedan colgando y noto el pelo como si estuviera ardiendo.

—Vosotros tres os creéis muy listos, ¿verdad? —me chilla al oído; la saliva salpica toda esa parte de mi cara—. No voy a dejar que todo mi trabajo se pierda. ¿Me oyes, chico? Vas a llevarme con él. ¿Entendido?

Me deja caer y me doy un golpe contra el suelo. Entonces noto que su bota me golpea el estómago y me doblo en dos como una ramita rota. Respiro con dificultad, intentando recuperar el aliento.

Él me coge por la túnica justo por debajo de la barbilla, me tira de nuevo y luego me sujeta contra una pared de ladrillo. Sus ojillos negros parecen furiosos. Noto algo frío debajo del ojo, luego me arde…

Me ha cortado la mejilla con un cuchillo.

—¿Quieres perder los ojos, como él?

Su hoja refleja una luz blanca cegadora.

—¿Dónde está, chico? Dímelo…

Noto que me estoy cerrando en banda, como hago siempre… Mi pecho se pone tenso, la cabeza me da vueltas. Una voz, la voz de Nerón, me dice: «Sigue viviendo».

—Vale —digo.

—Vale ¿qué?

—Que te puedo… llevar con él.

—¿Dónde está?

Piensa, piensa, piensa.

—No lo sé…

¡Piensa!

—Pero han dejado un mensaje para mí. En el foro.

—¿Qué tipo de mensaje?

—Te lo enseñaré.

—Si me mientes, te cortaré el cuello.

Nos dirigimos hacia el foro e intento pensar en algo, cualquier cosa, para librarme. Pero no puedo. El Zorro me sujeta por la túnica y lleva el cuchillo en la mano, por si intento algo.

Salimos de un callejón y vamos hacia el foro. Está tan vacío y quieto como el resto de la ciudad, excepto que ahora, en la distancia, se oye chillar a la gente.

El Zorro me sacude por el cuello.

—¿Dónde?

—Ahí —digo, señalando el templo de Júpiter, en lo alto de la colina capitolina.

No estoy seguro de dónde he sacado la idea del mensaje. Quiero seguir viviendo, y lo mejor que se me ha ocurrido es que el Zorro piense que vamos hacia Nerón. No quiero llevarle allí directamente, porque entonces ya no me necesitaría. He dicho que había un mensaje para mí en el foro, así que tengo que encontrar un mensaje. Siempre hay pintadas en Roma. Siempre. Por todas partes. Pintura roja garabateada sobre piedras, diciendo lo que se le ocurre a cada persona. Incluso en templos como el de Júpiter. Los ediles envían esclavos a limpiarlo, pero es imposible ponerse al día, siempre aparecen más. Me imagino que una pintada podría ser el mensaje.

Cruzamos el foro hasta el Capitolino y empezamos a subir la empinada pendiente. Cuanto más subimos, la vista de la ciudad se va haciendo más amplia. De algún lugar del Palatino, desde detrás de los muros del palacio, sale un remolino de humo negro que sube en espiral arriba, arriba, hacia el cielo azul.

Llegamos al templo y el Zorro dice:

—¿Dónde está? El mensaje.

No veo ninguna frase.

—Al otro lado.

Damos la vuelta por la parte lateral del templo, siguiendo un sendero de piedra. Al dar la vuelta a la esquina más alejada del edificio veo pintura roja.

—Ahí —digo, señalando.

Nos acercamos. En grandes letras color granate, dice:

NERÓN ES UN CABRÓN

El Zorro me coge, me da la vuelta y me estrella contra la pared.

—¿Te estás quedando conmigo, chico? —Sujeta el cuchillo debajo de mi barbilla—. ¿Por qué no cortarte el cuello ahora mismo?

—Está en clave —digo, sorprendido por mi propia idea.

—¿Qué clave?

—Me dice adónde se supone que tengo que ir ahora.

—¿Y qué significa?

—Cabrón significa… la vía Apia.

El Zorro entrecierra los ojos.

—Chulo significa…, habría significado la vía Flaminia.

No quiero mencionar el río, donde «realmente» hemos quedado para irnos.

—¿Y estará ahí? ¿Nerón estará ahí?

Quiere creerme.

—Creo que sí. Sí.

Volvemos al foro por el mismo camino. Oímos parloteos enfadados en los callejones de alrededor. Entonces, en la esquina izquierda de la plaza, aparece un grupo de hombres, sobre todo soldados, pero también hombres con sus túnicas que llevan espadas y lanzas, así como seis esclavos que acarrean una litera. Reconozco a uno de los hombres junto a la litera. Icelo. En el otro extremo del foro, saliendo de los callejones, hay soldados (más que el otro grupo) y hombres que llevan petos de cuero y porras de madera. Detrás de aquella multitud va un solo hombre montado en un caballo. Lo conozco también. Es Otón.

Quedamos atrapados en medio. El Zorro mira a un lado y a otro, sin saber qué hacer.

En un extremo, los esclavos bajan la litera y abren las cortinas. Icelo mete la cabeza y luego ayuda a salir a un hombre. Debe de ser el hombre más viejo que he visto en mi vida. Cuando está fuera, veo que su espalda está curvada como una hoz, tiene la cara gris y arrugada; la cabeza calva y cubierta de manchas oscuras.

La multitud del otro lado del foro ve que el hombre viejo sale de la litera y se ponen muy nerviosos. Algunos de ellos gritan «Galba» y «asesino» y «mentiroso». Empiezan a golpear con sus armas en el suelo y a dirigirse hacia el grupo de Icelo.

El Zorro ve que el grupo de mayor tamaño va hacia nosotros. Me empuja hacia delante, apartándome de ambos grupos; sin embargo, un tercer grupo, más soldados y otros hombres que llevan cosas afiladas, rastrillos, lanzas y hachas, sale del lugar adonde íbamos.

—Maldita sea —dice el Zorro.

Se vuelve hacia la izquierda y nos dirigimos hacia el grupo de menor tamaño, hacia Icelo. Mientras caminamos, noto que el grupo que viene detrás de nosotros se acerca: el sonido de sus armas, acero golpeando contra acero, se vuelve más intenso.

El viejo camina hacia nosotros.

—¡Insolencia! —grita. Apenas oigo su voz entre el estruendo y el golpeteo que suena detrás de mí—. Seréis castigados por esto. ¡Severamente castigados!

El Zorro sigue empujándome. Intenta apartarnos de Icelo, pero el liberto nos acaba viendo. Sus ojos se abren mucho.

—¡Tú! —dice Icelo. Echa a correr hacia nosotros—. ¡Alto!

La multitud que viene detrás de mí chilla mucho más ahora. Siguen gritando: «asesino», «usurpador» o «impostor». Otros chillan: «Otón césar, Otón emperador», una y otra vez.

Icelo corre directo hacia nosotros. El Zorro empieza a sacar su daga, pero no lo consigue antes de que Icelo lo inmovilice… ¡Pum! Y los tres caemos al suelo. Me incorporo y los veo luchando por el cuchillo del Zorro, rodando por el suelo. Detrás de ellos, el caos: hombres y soldados, luchando y apuñalándose los unos a los otros, chillando y gruñendo más fuerte que el entrechocar de las espadas y los escudos y otras armas.

El Tíber está al otro lado de la multitud. También Nerón y el barco que me sacará de Roma están allí. Sé lo que tengo que hacer. Estoy temblando y noto que me fallan las piernas, pero me pongo de pie y corro tan deprisa como puedo hacia la multitud. Me caigo casi al momento, cuando el culo o la cadera de un hombre me golpean y me tiran. De camino al suelo, veo que alguien levanta un hacha. Caigo de rodillas y me agacho, esperando que me corten la cabeza…, pero el hacha no llega nunca. Abro los ojos y veo el relampagueo del metal y las salpicaduras de sangre, así como a los hombres cayendo a mi alrededor.

Me levanto y sigo avanzando de nuevo hacia la multitud. La gente está demasiado ocupada luchando para preocuparse de si un niño esclavo va abriéndose paso entre la batalla.

En medio de la pelea, un grupo de soldados están de pie en círculo con las espaldas juntas, enfrentándose a la multitud. Tras ellos hay otro soldado de rodillas, inclinado sobre algo, cortando con su espada. Sigo avanzando. Por encima del hombro, miro hacia atrás y veo que el soldado que estaba de rodillas se pone de pie, con la espada en una mano y la cabeza del viejo en la otra. El viejo no tenía pelo, así que el soldado sujeta la cabeza cortada por una oreja. La levanta y aúlla como un lobo. Los hombres gritan: «¡Otón césar!».

Sigo con la cabeza baja y abriéndome paso entre la gente. No miro atrás.

Encuentro la barcaza cuando los últimos rayos del sol ya están desapareciendo. Nerón y Doríforo están en el barco. Paso corriendo por la pasarela y caigo en cubierta, exhausto.

—Justo —dice Doríforo—. Muy justo.

—Marco —dice Nerón. Se inclina y busca con las manos por donde le suena mi agitada respiración. Se arrodilla y me pone una mano en el hombro—. Estoy seguro de que no ha sido fácil llegar hasta este barco. Ya me lo contarás más tarde. Primero, te buscaremos un poco de comida y de vino. ¿De acuerdo? Te necesitamos con buena salud. Nos espera un largo viaje.

El emperador destronado
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