Tito

13 de enero, anochecer
Palacio imperial, Roma

Encuentro a mi padre en palacio, sentado en un balcón, mirando hacia el sur. Al borde del valle que está debajo, corriendo de sur a este, lejos de palacio, está el acueducto. Tres niveles de arcos, repetidos de manera infinita. Es como si fuera una oruga gigante de ladrillos que va pisando con agilidad por encima de edificios enteros de insulae, luego campos verdes, y acaba por desaparecer en el horizonte. Justo debajo de nosotros, alzándose desde el fondo del valle, está el anfiteatro de mi padre, una colina de piedra y sombra, rodeada por andamios. Junto a este, más alta que cualquier edificio de Roma, se alza una estatua de bronce del dios Sol. El sonido fantasmal de los martillos golpeando los cinceles flota en el aire: pam, pam, pam.

Mi padre señala el proyecto inacabado.

—Pensaba que habrían avanzado más, a estas alturas.

—¿Sí?

Mi padre se echa atrás en la silla. Tiene una esclava a sus pies masajeándole los pies hinchados, gotosos. Es tan vieja como mi propio padre: con el pelo gris, los hombros marchitos. El bálsamo que le aplica es una pasta gris y pegajosa, una mezcla de lanolina, leche de mujer y plomo blanco. Me quema la nariz, aun desde la distancia.

—Sí —dice—. Esperaba que ya hubiesen acabado. ¿Era demasiado pedir?

—Pues sí.

El césar resopla.

—¿Qué le ha ocurrido a mi hijo el general? Solía decir: «Tito Flavio consigue que se hagan las cosas. Te lo hace en un santiamén».

Mi padre se considera un motivador de hombres. Adopta distintos enfoques, dependiendo del tema. A su hijo mayor le aplica a partes iguales el orgullo y la decepción. Históricamente, ha tenido bastante éxito, sobre todo cuando era un joven soldado que intentaba demostrar su valía. En esta ocasión, sin embargo, no lo conseguirá. El valle que tenemos debajo fue en tiempos el hogar del palacio dorado de Nerón, un complejo de mármol muy extenso que rodeaba un jardín y un lago hecho por el hombre. Después de las guerras civiles, mi padre quiso eliminar todo recuerdo de Nerón y de los ilustres Julio-Claudios, de modo que lo hizo derribar. En su lugar quiso que se construyera el mayor anfiteatro que haya existido jamás. El mensaje: Nerón construyó para sí mismo; Vespasiano construye para el pueblo. Es una tarea monumental y se está llevando a cabo a un ritmo razonable. Le digo todo esto a mi padre. También culpo a los ingenieros, que cambian continuamente los planos y el presupuesto.

Mi padre hace una mueca mientras la esclava le continúa masajeando los pies doloridos. Pregunta:

—¿Estará acabado a final de año? Nunca se sabe si será el último que viva…

—Tonterías —digo—. Te quedan muchos años.

—¿Ah, sí? —Frunce el ceño, irónico—. Si mis procuradores están siendo abatidos en la capital, y miembros de los Plautios, los amigos más íntimos de la familia, están desapareciendo… ¿Cuánto tiempo tardará en caer el propio césar?

Hoy parece que mi padre se propone centrarse más en la decepción que en el orgullo, en su interminable búsqueda de motivación para su hijo mayor. Intento mantener la calma.

—Haloto fue asesinado «ayer». Estarás de acuerdo en que hace falta más tiempo que una sola mañana para encontrar a su asesino. —Mantengo la voz baja, pero con un punto cortante—. No te preocupes, padre. Tú quédate aquí sentado en tu balcón, disfrutando de la vista; yo encontraré a los responsables de la muerte del eunuco. Y encontraré a Plautio.

—¿Ah, sí? Pues muy bien. —El tono de mi padre es sarcástico—. Me preocupaba que no fueras capaz de encontrar a Plautio, viendo que no has tenido el menor éxito hasta el momento.

Así es como gobierna mi padre. Está contigo hasta que…, de repente, sin venir a cuento, está contra ti y quedas enterrado bajo una montaña de amargos reproches.

—Exageras —digo—. Solo hace dos días que me han confirmado que Plautio ha desaparecido.

Mi padre da un manotazo en el aire.

—¡Bah, excusas, excusas! ¿Y lo de esa maldita mano? ¿Qué me respondes a eso? De momento me está causando más problemas que nada. La mano y esta maldita racha fría. La gente cree que los dioses están contra mí.

—¿Desde cuándo te preocupa lo que diga la gente?

La esclava deja suavemente el pie de mi padre en el taburete y empieza con el otro. Mi padre suspira aliviado.

—Sí que importa, Tito. Todo importa. —Su voz suena más calmada ahora que su dolor ha menguado. A menudo ocurre así: su frustración con los momentos altos y bajos del Gobierno coincide con el dolor de sus piernas—. Los presagios importan, ya sean reales o falsos, estén implicados los dioses o no. Si la gente cree que el poder cambiará de manos porque un perro arrastró la mano de algún pobre vagabundo al foro, serán indiferentes a la traición. O bien la esperarán. Y eso envalentonará a los ambiciosos. Lo mismo ocurre con mi procurador asesinado o con Plautio perdido en la bahía.

Yo había planeado contarle a mi padre lo del pergamino de Germánico encontrado en el cuerpo de Haloto, que Secundo está intentando traducir. Pero, de momento, es mejor que me lo guarde. Esperaré hasta tener algo concreto que decirle. No tiene sentido agravar la ansiedad de mi padre.

Mi padre señala su pie izquierdo: tiene la piel hinchada, con un tono de un morado veteado. Medio en broma, dice:

—Supongo que mi salud no ayuda, ¿verdad? No inspiro confianza. Ya no. Antes era temible, pero ahora soy apenas poco más que un tullido. Me apoyo en ti para proteger a nuestra familia y al partido. Estaríamos perdidos sin ti. —Me da palmaditas en la mano. Ahora su tono es conciliador—. Muévete rápido, Tito. Abre todas las cabezas que sea necesario. Pero averigua quién está maquinando contra nosotros. Desenmascáralos y llévalos a la justicia.

—Sí, padre —digo, como si no estuviera ya absolutamente claro.

Mi padre se acomoda un poco; hace una mueca.

—Hablando de inválidos, creo que estás invitado a cenar con Ulpio.

—Pues sí. ¿Por qué?

—¿Piensas asistir? —me pregunta.

—Pensaba que sería prudente, para saber más de ese rico provinciano.

—Prudente, sí —murmura mi padre—, pero pórtate con amabilidad, por favor. Nuestra familia debe mucho a los Ulpios.

—¿Cómo? Nunca había oído hablar de ese hombre. ¿Conoces a su familia? ¿De qué?

—Hay varias familias que hicieron una contribución especial a nuestra causa durante las guerras civiles. Los Ulpios están entre ellos. Y un miembro de la familia de los Ulpios sirvió en Judea, durante la rebelión. Ahora está destinado en las provincias. Deberías intentar recordar a los soldados que dieron su sangre por ti.

—Me había olvidado. Muy bien, pues seré cortés.

Ahora que ya hemos hablado de Haloto, espero que mi padre acabe por preguntarme por Marcelo. Él fue quien me envió, después de todo. Tendría que preguntarme.

Para llenar el vacío, digo:

—Cerialis ha escrito otra vez. Ha confirmado que el falso Nerón ha desaparecido. Cree que ha huido al este.

El césar asiente.

—Ya lo he oído. Una molestia más.

—Hacer que Cerialis persiga al falso Nerón puede tener sentido práctico, pero nos perjudicará políticamente. Le da más crédito a ese hombre.

—¿Y qué sugieres entonces?

—Pienso que podríamos hacer volver a Cerialis con los rebeldes que sí ha capturado. Dedícale honores, un desfile. Una exhibición de fuerza que recuerde al pueblo el poder del césar.

—Un triunfo no, supongo.

—No, no —digo—. Algo más pequeño. Pero los juegos serán importantes, y eso es lo que le preocupa al pueblo, después de todo.

Aunque odie admitirlo, cuando mi padre asiente y dice: «Sí, es buena idea», noto un burbujeo de orgullo filial en mi interior, un eco de mis días de niño, en los que buscaba constantemente la aprobación del general

La esclava que tenía a sus pies se levanta, recoge el bálsamo y la toalla, hace una reverencia y se va.

Mi padre vuelve a Plautio, un tema que ya habíamos tratado. Evita hablar de Marcelo.

—¿Y qué hay de Plautio, pues?

—Sigue desaparecido —le informo yo.

—Sí, claro. ¿Has recibido más informes? ¿Qué planes tienes?

—Pues no estoy seguro.

Por una vez, en lugar de quejarse simplemente, mi padre me ofrece un consejo.

—¿Y el caballero al que mencionaba Plautio en su carta? ¿Sabes algo de él?

—¿Vetio? Pues no —digo—. Todavía no. Lo único que tengo es el nombre. Es difícil hacer averiguaciones sin más información.

Mi padre se queda pensativo y dice:

—Pregúntale al tesorero. Que meta a su gente en esto.

Asiento.

—Sí, buena idea.

—Y ve a visitar otra vez a la mujer de Plautio. Lee las cartas que haya enviado. Debe de haber algo en ellas… ¿Y a quién tienes en el sur ahora, haciendo averiguaciones?

—Domiciano continúa investigando.

Mi padre hace una mueca, como si hubiera mordido un higo pocho.

—No sé por qué le has encargado ese trabajo. Está por encima de sus capacidades.

—Subestimas a tu hijo menor —digo—. Es muy competente. Lo único que necesita es experiencia. Y por eso deberías nombrarle cónsul sustituto este año.

Mi padre se echa a reír. Una vez más un tono sarcástico tiñe su voz.

—¿Cómo? No lo dirás en serio…

—Sí. Necesita experiencia en la administración. Necesita aprender a dirigir.

—¿Por qué? ¿Qué importa la experiencia que tenga el chico? Tú lo dirigirás todo cuando yo no esté. Y tendrás un hijo.

—De eso no puedes estar seguro.

Nuestras voces se han alzado de nuevo. Ya hemos tenido esta discusión antes, pero cada vez la emoción nos puede.

Mi padre dice:

—Estoy seguro de que Domiciano sería un emperador desastroso.

—No, con el entrenamiento adecuado.

—Pues lo pensaré —dice mi padre para poner fin a la discusión.

Nos quedamos en silencio un momento. Al final mi padre pregunta por Marcelo.

—¿Y cómo ha ido? La propuesta…

—Bien.

—¿Ha aceptado?

—Sí, aunque no quiera admitirlo. Se propone hacernos esperar. Le he dado hasta esta noche para que nos responda.

Mi padre asiente.

—Bien. Lo has hecho bien. —Mi padre me mira y ve algo. Asco, quizá. Me da palmaditas en la mano—. No será un marido tan malo —dice—. Los ha habido peores.

Pienso en la chiquilla del estudio de Marcelo, desnuda, magullada, relegada a un rincón. Pienso en los labios finos del hombre, como de serpiente.

—Quizá.

Visito a Antonia, la mujer de Lucio Plautio, por la tarde. Le pido que me lleve a la biblioteca y me enseñe sus cartas.

En lugar de dejarme a solas para que las lea, Antonia se sienta en el brazo de mi butaca, con su brazo suave y cálido apoyado en el mío. De vez en cuando se inclina a leer por encima de mi hombro, inclinando el torso, de modo que su pecho toca mi hombro. Los esclavos se retiran poco a poco de la sala, notando que su presencia no es deseada. Veo que me estoy saltando palabras al leer.

Fue Antonia la que me sedujo, hace muchos años. Los dos estábamos alojados con el gobernador de Siria. Yo estaba allí para reclutar más tropas para la guerra. Plautio se había ido al sur por un motivo que no recuerdo. La tercera noche, después de días de lo que me había parecido un coqueteo inofensivo, volví a mi habitación después de cenar y me la encontré metida en mi cama, desnuda como el día que nació. No la había tocado nadie desde hacía meses, me dijo después, mientras saboreábamos una copa de vino a la luz de la lámpara. Era muy infeliz, se sentía muy sola, y nada llenaba el vacío mejor que un general recién llegado de la guerra. Pasamos todas las noches juntos durante el mes siguiente. Luego yo volví a la guerra y nunca volvimos a hablar de aquello. ¿Esperará ella retomar las cosas donde las dejamos? Robarle la mujer a un hombre es poco ético, y más aún cuando el hombre está desaparecido y posiblemente muerto.

Me levanto de repente. Al moverme tan rápido, Antonia casi se cae. Se pone de pie de un salto.

Empiezo a guardar las cartas.

—Haré que mi personal revise todo esto.

Violenta, Antonia mira al suelo.

—Muy bien. Llamo a alguien para que te acompañe a la salida.

Un esclavo anuncia mi presencia.

—Amo, el prefecto Tito ha venido a verte.

El tesorero, Epafrodito, levanta la vista desde su escritorio repleto de cosas.

Una cinta de incienso se alza en medio de la oscuridad.

El liberto se pone en pie. Es como una lanza: alto, delgado, sin curva alguna. Como siempre, está inmerso en lo negro: ojos negros, pelo negro, túnica negra; su perilla como una daga es lo único que destaca: aunque es negra, está espolvoreada de blanco. Dice:

—Prefecto Tito… Señor. —Se limpia las manos en los muslos y agita la derecha señalando la silla que está frente a su escritorio—. Por favor.

Me muevo despacio, examinando la habitación. Observo los rollos de papiro, los libros de contabilidad y los escribientes que trabajan en la pared más alejada y que deslizan sus sillas hacia atrás y se van, silenciosamente. Veo también el mosaico que hay detrás del escritorio del tesorero, que representa a Ulises atado al mástil de su embarcación, sonriendo.

Epafrodito ve que miro por encima de su hombro. Se vuelve a mirar también él. Dice:

—He pasado casi diez años en esta sala. A menudo me olvido de que está ahí.

—Parece feliz —digo.

—¿Sí? —Epafrodito frunce el ceño—. A mí me parecía que estaba loco. Al menos, temporalmente. Si no lo hubieran atado al mástil, la llamada de las sirenas habría enviado a su barco hacia las rocas.

—Supongo que eso es verdad —digo—. Pero ¿no se disfruta mucho más de la vida cuando es otra persona la que lleva el timón del barco?

El liberto se sonroja ligeramente, molesto al ver que yo he traído la filosofía a su sala llena de números.

Cambio de tema.

—Tú eres el hombre que sabe dónde está el dinero.

No es una pregunta, pero él asiente.

—Hay un hombre del que me gustaría saber más —digo—. Un caballero pompeyano llamado Vetio.

—¿Tienes más información? ¿Otro nombre, quizá?

—No.

—Suponiendo que pudiera encontrar a ese hombre —dice el tesorero—, ¿qué quieres saber de él?

—Todo lo que me puedas decir. Cuándo se hizo caballero, qué hace. Cualquier cosa que me puedas proporcionar.

Los labios de Epafrodito se mueven, como si estuviera susurrando sumas.

—Bueno, no sé nada de ese hombre, nada que se me ocurra en este momento.

—Bien. Infórmame después de haber hecho las investigaciones necesarias.

—Por supuesto, Tito.

Hay un momento de silencio y mi mente divaga. Pienso en el hombre de Tracia que asegura que es Nerón, y los seguidores que ha reunido. Como me encuentro sentado ante uno de los antiguos favoritos de Nerón, se me ocurren de repente algunas preguntas. Le digo:

—¿Qué opinas del último hombre que asegura que es el tirano?

—Creo que es un impostor —dice Epafrodito, abruptamente.

Sopeso sus palabras un momento y luego digo:

—Tienes una curiosa biografía. Ningún hombre, al menos que yo sepa, ha cortado la garganta del jefe del Estado y luego ha continuado trabajando para él, de un día para otro, como si nada hubiese ocurrido.

Sus ojos parecen inquietos.

—¿Me vas a despedir? ¿He hecho algo que pudiera ofender a tu padre?

Niego con la cabeza.

—No, no he dicho eso. Simplemente, siento curiosidad. Otro Nerón dando vueltas por Tracia ha hecho que divague un poco.

Veo que hay vino en una mesa auxiliar. Voy a buscarlo y sirvo dos copas, a partes iguales vino y agua de mar. Él me mira intranquilo. Le tiendo una copa y vuelvo a sentarme. No se me da bien que la gente esté a gusto conmigo. Pero el vino funciona bien… ¿Por qué probar algo distinto?

—Estuve en Judea después de las guerras civiles —digo—, cuando mi padre volvió a Roma y le nombraron césar. Por aquel entonces me llamaron a la capital, y los que habían sido perdonados ya habían vuelto al trabajo. Compláceme y explícame un poco cómo ocurrió todo.

Él bebe un poco de vino y se relaja ligeramente.

—Ocurrió en junio —dice—. La muerte de Nerón…, quiero decir, la muerte del tirano. Su suicidio. —Da otro sorbo. El vino le da confianza y su voz se hace más firme—. No mucho después, el Senado declaró emperador a Galba. Por aquel entonces, estaba en Hispania.

Asiento. Todo esto está bien documentado, pero hay que ir poniendo los cimientos.

—A Galba le costó mucho tiempo llegar a Roma —dice—. Conquistaba ciudades a medida que avanzaba y… —pensó bien sus palabras— daba ejemplo con aquellos que tardaban en declararle su apoyo…

Lo que quiere decir es que el Jorobado, con cualquier pretexto que se le ocurría, mataba a una enorme cantidad de hombres cuya lealtad era sospechosa. Cuando el poder cambia de manos, siempre se derrama una cierta cantidad de sangre. Galba, sin embargo, fue indiscriminado.

—Galba no llegó a Roma hasta octubre, después de los Idus. Los meses anteriores resultaron peligrosos. El prefecto del pretorio, Nimfidio Sabino, tomó el control de la ciudad. Sitió el palacio e intimidó al pueblo. El Senado envió emisarios para que se reunieran con Galba en Narbona, rogándole que se apresurase. El otro prefecto, Tigelino, se ocultó. Yo hice lo mismo. Pensaba que solo era cuestión de tiempo que me mandaran ejecutar. Así que me fui a mi villa, al sur de la ciudad. Me quedé allí varias semanas. Nimfidio estaba como loco… Recordarás lo que le ocurrió.

—Sí —digo—. No se olvida una cosa como esa.

—Cuando Galba finalmente llegó a Roma, puso precio a mi cabeza, cincuenta mil sestercios. Pero tenían que capturarme vivo. Los soldados me encontraron y me arrastraron a palacio. —El tesorero se ríe un poco, una risa incrédula—. Pensaba que estaba listo. Pero no, él quería felicitarme por matar a Nerón…, aunque fuera a petición del tirano. Me convirtió en su huésped de honor en la cena de aquella noche… y durante semanas después. Cada noche tenía que contar la historia, cómo ocurrió, lo que dijo Nerón.

Hacer que Epafrodito repitiera, una y otra vez, la historia del suicidio de Nerón, que necesitó la ayuda de su liberto, porque él no tenía el coraje suficiente, resultó útil políticamente. Pero aquellas primeras semanas después de la muerte de Nerón fueron cruciales. Estaba claro que Galba no hizo lo suficiente. Si lo hubiera hecho, quizá no habría tantos falsos Nerones en el Imperio.

—La época de Galba como emperador fue… —Epafrodito elige de nuevo sus palabras con cuidado— desafortunada. El diezmo, los tumultos, su elección de heredero... No duró ni hasta enero del año siguiente. Pero por entonces, de nuevo, ya me había instalado a mí en palacio, aunque me pasó de secretario de peticiones a tesorero: un ascenso por haber matado al tirano. Los emperadores que siguieron a Galba me dejaron donde estaba.

—Qué telas teje la fortuna… —digo.

—Sí, tuve suerte —responde—, no lo niego.

Me inclino hacia él, conspirativo.

—¿Cómo fue, lo de cortar el cuello del emperador?

La espalda de Epafrodito se tensa; sus ojos se apartan, nerviosamente.

—Traicionero —dice, fríamente.

Su respuesta está ensayada, es la que ha venido dando durante años. Ahora que la he oído, no estoy seguro de que pudiera haber dado otra. (Está hablando con el hijo del césar, después de todo.) No me gusta hacer preguntas que solo tienen una posible respuesta. Me hacen quedar como un retrasado.

Me pongo de pie para irme.

—Averigua lo que puedas de Vetio. Y hazlo lo antes posible.

Antes de volverme, me fijo en la sonrisa de Ulises por última vez. Pienso: yo no estoy sonriendo, eso es obvio. Lo bueno es que soy yo el que pilota el barco. Pero la verdad es que este barco (el Imperio) es tan vasto y amorfo que a menudo se pilota a sí mismo.

El emperador destronado
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