15 de enero, primera
antorcha
Hogar de Lucio Ulpio Trajano,
Roma
Cuando Tito da su respuesta, una respuesta prolija llena de estoicismos poco imaginativos (o, para ser más específicos, senequismos, así de poco inventivas son las ideas del hombre), Doríforo se inclina hacia mi oído y susurra:
—Epafrodito se ha bebido el veneno.
Lo llama veneno, pero no estoy seguro de que se ajuste a esa definición. El veneno mata. Lo que se ha bebido Epafrodito le hará dormir un breve tiempo, nada más. Por el momento, Espículo está fuera dándole el mismo preparado a los esclavos de Epafrodito.
Lépida está aquí, por primera vez en una década me encuentro en la misma habitación que mi antigua amante. Me he preguntado durante años si me tomó por idiota, si estuvo de alguna manera implicada en mi caída, si sedujo al césar y le convenció de que no era más que una víctima de Torco, no una adepta. Yo había planeado averiguar la verdad, y lo haré. Pero no esta noche. Quizás el viento haya abandonado mis velas después de esperar tanto para llevar a Haloto ante la justicia. O quizá mis sentimientos por esa mujer aún sigan haciendo que me resista a moverme con rapidez. Sea como sea, esta noche ella escapará a mis maquinaciones. Marcelo también estará fuera de mi alcance de momento, pues ha declinado mi invitación a cenar. Espículo, nuestra conciencia colectiva, se niega a moverse contra él sin certeza. No importa. Esta noche tengo a Epafrodito. Si Apolo lo permite, me dirá todo lo que necesito saber.
Marco ha estado callado y enfurruñado toda la cena. Acabamos de recibir la noticia justo antes de navegar hacia Roma: la mujer esclava, Elsie, puede estar en Sicilia. Es imposible saberlo con total seguridad; creo que Marco finalmente tendrá que ser quien vaya a verlo por sí mismo. Pero le he dicho que no podemos ir hasta que acabemos aquí, hasta que Torco sea desenmascarado y destruido. Marco se ha puesto furioso. No paraba de renegar.
—Hemos esperado seis años, ¿qué importancia puede tener un mes más? —insistía yo, pero creo que quien le ha convencido al final ha sido Espículo.
Marco sospecha a menudo que le manipulo, que no soy honrado. Sin embargo, está claro que Espículo no ha dicho jamás algo que no crea que es cierto. Marco confía en él.
Marco ha accedido a esperar, pero se ha mostrado especialmente combativo desde que llegamos a Roma. El incidente en el camino de Ostia a Roma es un ejemplo, aunque después de nuestras experiencias juntos, todos odiamos a los soldados y su crueldad arbitraria y su tendencia a oprimir a los débiles. Lo más probable es que hubiésemos intervenido en favor de aquella pobre mujer que iba a rastras detrás del caballo de un centurión, aunque Marco no hubiese estado ansioso por luchar.
Espículo sigue echándome la culpa a mí.
—Él intenta cumplir tus expectativas. Piensa que quieres que sea el chico salvaje que lucha contra los legionarios por las calles; de modo que eso es lo que hace, aunque no está en su naturaleza. Tú agitaste la mano y le dijiste que ya no era un esclavo, sino un patricio, valiente y noble. Está confuso y enfadado; intenta impresionarte constantemente.
No estoy de acuerdo, desde luego. (Nada de todo esto es culpa mía. Yo salvé al muchacho de una vida de servidumbre, por Júpiter.) Busco a Doríforo para que me apoye, pero él no me ayuda nada.
—Necesita follar —dice—. Cuando tienes su edad, es el remedio de todos los males, es la forma de soltar la abeja que está en la jarra y de que cese por fin el incesante y furioso zumbido.
Después de cenar, cuando los invitados ya se están yendo, me despido. Me voy a mi habitación a descansar los ojos, mientras Espículo y Marco siguen a Epafrodito por las oscuras calles de la ciudad. Si todo va según el plan, los irán vigilando hasta que Epafrodito y su séquito caigan al suelo.
Duermo una hora, más o menos. Entonces Doríforo me sacude suavemente por el hombro y susurra:
—Han vuelto.
Cojo mi bastón con una mano y me apoyo en el brazo de Doríforo con la otra. Juntos vamos andando hasta los establos.
Me saludan unos gritos ahogados. Nuestro huésped, supongo, está amordazado, y el brebaje para dormir ya ha perdido su efecto.
Doríforo me guía. Me quedo de pie frente a Epafrodito. Hemos hecho esto las veces suficientes para que Doríforo sepa cómo proceder.
Le pregunto:
—Si le quitamos el trapo de la boca, ¿accederá a no gritar?
—Ha asentido —susurra Doríforo.
—Quítale la mordaza —digo.
El sonido de una boca y una lengua seca que palpa a su alrededor me dice que ya se la han quitado.
Como he hecho antes, me inclino hacia delante y me quito la venda de los ojos.
—¿Me reconoces? —pregunto.
Silencio.
—Han pasado muchos años. Ahora tengo la barba más larga, con algunas canas. Y no tengo ojos.
Silencio.
—Vamos, debes de saber quién soy.
—No es posible —susurra nuestro prisionero.
—¿No? ¿Por qué? ¿Porque me cortaste el cuello?
Silencio.
—Conspiraste para derrocarme, para que me arrancaran los ojos —le digo— . ¿Por qué? Yo fui bueno contigo.
—¿Nerón? —Hay una larga pausa, una eternidad de silencio. Luego—: Yo…
De nuevo, no sabe qué decir.
—Venga, dilo. He esperado más de una década a que me respondieras. Haloto dice que estuvisteis juntos en esto. ¿Acaso lo niegas?
—¿Cómo? ¡No! Haloto está loco. Él y los otros…
—¿Qué otros?
—Nerón, yo…, yo…
A Espículo, le digo:
—Primero el brazo.
Oigo un chasquido sordo, como una ramita que se rompe bajo una manta. Epafrodito chilla de dolor.
Cuando ha dejado de chillar, a través de sus hondos jadeos, dice:
—¡No! Te lo contaré todo. Yo no te traicioné nunca. Nunca rompí mi juramento. Soy leal. Siempre te fui leal. Fue Haloto. No pude hacer nada.
—Habla —digo—. Te estoy escuchando.
—Es porque le cogí…
Respira con fuerza varias veces, intentando tranquilizarse antes de contarme la historia que llevo años esperando oír.
—Era en marzo, antes de que las legiones empezaran a rebelarse. Entré en una habitación de palacio donde no debía. Resultó que en ella estaban Haloto y tu mujer. Estaban haciendo el amor.
Lanzo un resoplido.
—Era un eunuco.
—Sí, lo era, pero hay distintos tipos. Su verga estaba intacta.
Yo le hago señas de que continúe.
—Haloto y tu mujer estaban abrazados, la estola de ella levantada… Haloto me vio. Me vieron los dos. Yo salí corriendo y no dije una palabra. No quería provocar la ira de Haloto. O la de tu mujer. Yo tenía un rango superior al de Haloto, pero ya sabes la reputación que tenía. Se dice que ayudó a envenenar a tu tío, Claudio César. ¿Qué podía hacerme a mí? Pensé que, si no decía nada, me dejaría en paz. Un plan algo infantil, pero no se me ocurrió otro mejor. Él esperó dos semanas antes de venir a verme. Fue después de las carreras, antes de la cena, durante esas horas tranquilas en las cuales medio palacio está durmiendo la siesta. Me dijo que apreciaba mi tacto. Que quería llevarme a su secta, como muestra de gratitud. Me dijo que me cambiaría la vida. Yo estaba contento de no tener que enfrentarme a él. Y, la verdad, para mí una secta es igual que otra. Así pues, accedí. Haloto me dijo que estuviera preparado la noche de los Idus. Era mayo. Cuando llegó el día, cuatro hombres vinieron a verme en lo más oscuro de la noche. Llevaban unos mantos rojos y unas máscaras doradas. Me vendaron los ojos y me llevaron al Tíber. Sabía que era el Tíber porque oía los barcos que se movían con la marea. Entonces bajamos unos escalones, hasta meternos en el corazón de la tierra. Me quitaron la venda y me vi rodeado por unos sacerdotes fantasmales, con máscaras doradas. Arrastraron a un hombre ante mí. Iba desnudo y tenía la boca cosida. Oí la voz de Haloto en mi oído: «Córtale el cuello o no saldrás de aquí esta noche». No tenía ningún lugar adonde ir, ninguna salida.
Epafrodito se pone a sollozar.
—Hicimos cosas terribles. No fue un simple crimen. Fue un sacrificio humano a un dios demoníaco. Nos bebimos la sangre del hombre y nos comimos su lengua. Que los dioses me ayuden, pero lo hice. Cuando acabó la ceremonia, Haloto me dijo que ahora estaba ligado a él y a su culto. Si le decía a alguien lo que había visto que hacía con tu mujer, presentaría testigos del sacrificio humano que había realizado. Durante tres meses no pude dormir. Estaba fuera de mí. Y luego, una noche, Haloto vino a verme de nuevo. Me dijo que al cabo de dos semanas tenía que dejar la llave de tu habitación en la biblioteca, dentro de un pergamino.
—Ah, ya veo. O sea, ¿que dejaste la llave, la noche que te lo pidió, condenando a tu patrón, tu emperador, tu dios, un hombre que jamás te había causado ningún daño?
—¿Que nunca me habías hecho daño? Hiciste que me apalearan tres veces aquel año, por causas sin importancia. Me quitaste a mi mujer para divertirte. Sí que me hiciste daño, césar. Y a menudo. —Está furioso, aunque sigue llorando. Su voz suena exhausta—. Pero yo nunca rompí mi juramento. No te traicioné.
Doríforo pregunta:
—¿Qué ocurrió a continuación?
—Dejé la llave porque no tenía más remedio. Pero juro que nunca quise hacerte daño. Haloto decía que solo le estaba ayudando a desfalcar dinero. Todo el mundo te robaba, y a ti no te importaba. Tus cofres eran infinitos. Los dioses no se quedan sin dinero. Dijo que necesitaba acceso a determinados libros contables. Yo no tenía ni idea de que dejar la llave conduciría a lo que condujo. De modo que la dejé, como me dijo Haloto. Aquella noche, cuando me desperté, oí el ruido del caos. Miré por los salones y vi a hombres luchando. Incluso vi a un secretario imperial muerto. Corrí y me escondí. Solo después, cuando salí de mi escondite, me enteré de que todo el mundo (o al menos la mitad) pensaba que yo te había ayudado a suicidarte. Pero esa historia me salvó la vida. Galba no solo me mantuvo con vida, sino que me hizo tesorero precisamente por eso. Yo no podía llevarle la contraria. No podía hacer nada.
—Pobre hombre —digo sarcásticamente—. Cuántas cosas que escapaban a tu control.
—Pero, césar, nunca más he tenido relación alguna con Torco desde tu caída. No soy creyente. Ellos lo saben. Me han dejado en paz. Por favor, por favor, perdóname la vida.
Noto varios ojos clavados en mí, no solo los de nuestro prisionero, sino los de Espículo, Doríforo y Marco. Todo el mundo quiere saber si este hombre vivirá o morirá. Sé que Espículo está en contra de matarlo. Y no estoy seguro de cómo le sentaría la misericordia a Marco. Su ira estaba dirigida a Haloto y al Sacerdote Negro; los hombres responsables de la muerte de su amigo Orestes ante sus propios ojos.
Meneo la cabeza, no a nuestro cautivo, sino para mí mismo. Hubo un tiempo, no hace mucho, en que ese traidor habría respirado su último aliento en el mismo momento de acabar su historia. Pero ahora… La venganza sangrienta se había ido quedando agria; los planes cambian, la venganza, en sus partes constitutivas, fluye y refluye.
—Por ahora te tendremos prisionero, viejo amigo, para comprobar la veracidad de tu historia. Pensaré en un buen castigo para ti.