Marco

2 de abril, tarde
Costas de Cartago, África

Cada paso que da la mula pienso que será el último. Es vieja y lenta. Está tan flaca que veo todas y cada una de sus costillas debajo del pellejo. De vez en cuando hace una pausa y las ruedas gimientes de nuestro carro se paran, y pienso que la mula no podrá dar un paso más. Pero entonces Espículo le susurra algo al oído, le da unas palmadas en el anca, y echa a andar de nuevo.

Doríforo, Nerón y yo vamos en el carro. Espículo camina junto a la mula, sujetando las riendas y animándola. Junto a nosotros hay un acantilado. Al fondo, después de una caída larga, muy larga, está el mar, que se estrella contra la costa rocosa. Me arde la nuca bajo el sol africano.

Doríforo levanta la vista de un rollo de papiro. Dice a Espículo:

—Agua.

—No —dice Espículo, volviendo la vista con su único ojo—. Necesitamos asegurarnos de que habrá suficiente también para el viaje de vuelta.

Doríforo jura por lo bajo.

Me alegro de que Espículo esté con nosotros. No sabía que venía hasta que abandonamos Sardinia. Me alegré mucho cuando Nerón me lo dijo, porque Espículo había empezado a enseñarme cosas que Nerón no podía: a dar puñetazos, a seguir las huellas de un jabalí, a cebar un anzuelo, qué nudo usar y por qué, a afilar una espada y a hacer fuego. Y es mucho más amable que Doríforo. No se enfada ni me grita. Su voz es tranquila (aunque es grande como un toro) y no le importa repetirme las cosas dos o tres veces.

El día que partimos de Sardinia, el cielo estaba gris y pensé que vendría una tormenta, pero no fue así. Todos los bandidos nos vieron salir. Mientras remábamos hacia alta mar, observamos que se iniciaba una pelea. Espículo dijo que era para ver quién le reemplazaba como líder. No nos quedamos para comprobar quién ganaba.

Fuimos con un bote de remos hasta un barco que estaba anclado en las aguas más profundas, que pertenecía a unos mercaderes que conocía Espículo. Decía que le debían un favor, de modo que nos llevarían a Cartago gratis. De camino hacia Cartago, Doríforo y Espículo hablaron de dinero. Nos estábamos quedando sin efectivo y se preguntaban de dónde sacaríamos más. Pero Nerón les dijo que no debían preocuparse por eso. Dijo que pronto seríamos ricos.

Cuando llegamos a Cartago, solo teníamos el dinero suficiente para comprar una mula, un carro, un odre de agua y tres rebanadas de pan rancio. Ni siquiera disponíamos de las monedas suficientes para pagar una noche en una posada, de modo que partimos de inmediato, siguiendo las instrucciones de Nerón. Llevamos horas en la carretera. Estoy sudoroso, cansado y hambriento. Y tengo mucha sed. Tengo más sed de la que nunca he tenido en toda mi vida. Quiero más agua, pero Espículo dice que debemos tener cuidado.

—¿Y si nos quedamos sin agua? —pregunto.

Nerón está sentado a mi lado en el carro. Intenta alborotarme el pelo, pero no acierta y por poco me saca un ojo.

—No será así, Marco —dice—. No será así.

Recuerdo lo que dijo Doríforo en Sardinia. Que Nerón estaba loco y que nos llevaría a todos a la muerte.

—¿Y cómo lo sabes? —le pregunto.

—Quizás una historia nos ayude —dice Espículo—. Para que el chico esté distraído.

Nerón asiente.

—Sí, es una idea magnífica. ¿Por qué no te cuento la historia del sitio adonde vamos? —Se rasca la barba cobriza, que ahora lleva ya muy larga—. ¿Por dónde empezar? Creo que ya te he hablado de la reina Dido.

—Sí —digo, asintiendo.

—Que la enterraron con un enorme tesoro, con oro, plata y joyas, todo ello sepultado en las costas de Cartago.

Sigo asintiendo con la cabeza y luego recuerdo que él no me ve, así que digo:

—Sí.

—Bueno, lo que no te he contado es que, cuando yo era emperador, vino a verme un caballero. Dijo que conocía la ubicación del tesoro de Dido. Pero necesitaba los recursos de un emperador para excavarlo. Había sido estudiante en Alejandría, como serás tú, cuando dio con su primera pista. Estaba en la gran biblioteca leyendo una obra teatral de Menandro, El hombre de Éfeso. El caballero decía que era su obra favorita y que se la sabía de memoria. Estaba por la mitad cuando se encontró con un texto que no pertenecía a la obra. «Las palabras estaban equivocadas —me dijo—, no era más que un galimatías.» Al principio se puso furioso porque el libro estaba estropeado. Pero luego aquella rareza le empezó a intrigar. Volvía a la biblioteca cada día después del colegio y miraba aquella maldita página, esperando que la respuesta al enigma saltara de ella y lo sacudiera por los hombros. Durante meses leyó y releyó la página. Entonces, un día, se le ocurrió que la respuesta podía estar en la versión correcta del texto. Así que buscó otro ejemplar de la obra y se puso a comparar los dos. En la versión correcta, el coro se preguntaba por el tesoro oculto de Dido. Ese pasaje no estaba en la versión alterada de la obra. El caballero pensó en todo eso, pensó durante años, hasta que se le ocurrió la idea: la página alterada es una clave. Estaba seguro de ello. De modo que empezó a descodificarla. Trabajó años y años en ella, primero por las noches, después de estudiar, y luego, cuando acabó sus estudios, en la oficina del magistrado. Al cabo de cinco años había descodificado la primera línea. Decía lo siguiente: «Sigue estas instrucciones hasta la tumba de Dido, reina de Cartago». Como puedes imaginar, eso no hizo más que espolear al hombre. Descodificar la clave entera significaba encontrar la tumba de Dido y la fortuna que estaba enterrada con ella. El hombre siguió viviendo su vida. Se casó, tuvo cinco hijos y se convirtió en un ciudadano prominente. Pero seguía obsesionado con descodificar aquella clave. Cada noche seguía intentándolo, trabajando una letra tras otra. Y después de veinticinco años, finalmente dio con la solución. O eso pensaba.

»El código cifrado se convertía en unas indicaciones desde Cartago a la costa. Se llevó a tres de sus hijos y juntos visitaron el lugar. Pensaba que la fortuna estaría escondida debajo de una montaña. Echó un vistazo al montículo de tierra y pensó: nunca lo conseguiré solo. Necesitaré la ayuda de un dios. De modo que alquiló un barco y navegó hasta donde me encontraba, lo más cercano a un dios en la Tierra. Me contó su historia y pensé: ¿por qué no? Era un capricho, uno de los caprichos de los que el césar dispone, que son infinitos. Le di todos los hombres y suministros que me pidió. Mes tras mes, fueron vaciando la montaña, palada a palada. Pero cuando el trabajo estuvo hecho del todo, vieron que no había ningún tesoro. No quedaba nada más que un agujero enorme en el suelo. Aquello fue demasiado para el caballero. Había pasado demasiados años incubando su obsesión para darse cuenta al final de que estaba equivocado. Además me debía mucho dinero…, porque la ayuda del césar nunca es gratis. De modo que el día que hice volver a mis hombres desde Cartago, se cortó las venas.

»Me enteré del fracaso del caballero cuando estaba en Grecia. Varios meses más tarde, cuando por fin pude volver a Roma, encontré un baúl con las pertenencias del caballero esperándome en mi dormitorio… No sus efectos personales (supongo que esos fueron a parar a su mujer), sino el baúl que contenía la obra de Menandro alterada y la clave del caballero. Yo tengo cierta habilidad para los enigmas (el césar tiene, en realidad, aptitud para la mayoría de las cosas), así que me senté y probé a descifrar la clave. Durante meses seguí intentándolo, teniendo la sensación de que faltaba algo… Y, efectivamente, faltaba algo. Ahora, Marco, es cierto que la Fortuna es veleidosa, pero esto es especialmente verdadero para los idiotas. El caballero había cometido un pequeño error que había arruinado toda la traducción, un pequeño error (faltaba una letra) y toda la empresa resultó fallida. El hombre se había dejado la «o» de «oeste», y ese pequeño y estúpido error le había enviado en la dirección equivocada desde el principio. No tenía posibilidad alguna de encontrar el tesoro. Pero nosotros sí.

»Antes de que me sacaran los ojos, pasé muchos meses aprendiéndome de memoria la clave y descodificando ese aspecto en concreto de la obra alterada, de modo que tengo memorizada toda la información que necesitamos. Sabía adónde ir en el momento en que desembarcamos en Cartago. Y ahí es adonde nos dirigimos.

—¿Así que serás rico? —pregunto.

—Seremos —contesta Nerón. Esta vez sí que encuentra mi pelo y lo alborota—. Seremos ricos.

Espículo tira de las riendas de la mula y nos paramos. Mira el papiro que sujeta y luego echa un vistazo a la costa.

—Debería de ser aquí.

La costa tiene el mismo aspecto que ha tenido todo el día: un gran acantilado que acaba en el agua. No hay ciudad ni nada parecido desde hace millas.

Doríforo empieza a maldecir.

—Vamos a morir pobres y hambrientos —suelta—, junto a la maldita orilla del mar.

—¿Qué pasa? —pregunta Nerón—. ¿Qué problema hay?

Espículo empieza a recorrer la costa, mirando a su alrededor atentamente.

—¿Qué problema hay? —Doríforo está furioso. Salta de la carreta—. Que vamos a morir pobres. O sedientos. Ese es el problema.

Espículo mira por encima del borde del acantilado. Arroja una piedra y un momento después oímos un «chof» cuando cae en el mar.

—Cálmate, Doríforo —dice Nerón—. Cálmate. ¿Podrá explicarme alguien dónde estamos? ¿Dónde está el tesoro?

Doríforo se pone a maldecir y a dar patadas a la arena. Coge una piedra y la tira.

Espículo empieza a quitarse la ropa. Doríforo deja de lanzar tacos y mira a Espículo.

—¿Qué pasa? —pregunta Nerón.

Una vez que Espículo se ha quedado desnudo, se dirige hacia el acantilado, se coloca con los dedos de los pies sobresaliendo del borde y se tira de cabeza. Desaparece de la vista.

—¿Qué está ocurriendo, por el amor de Júpiter? —pregunta Nerón.

—Espículo ha saltado —digo.

—Bien —contesta Nerón—. Me encanta que alguien esté intentando algo más que maldecir.

Doríforo y yo nos acercamos al borde; miramos hacia abajo. No vemos a Espículo, solo vemos el mar.

Al cabo de un rato, demasiado para que cualquier hombre haya podido aguantar la respiración, le pregunto a Nerón si estará muerto. Nerón dice:

—Espero que no.

Y entonces oímos una gran salpicadura abajo. Miramos por encima del borde y vemos que Espículo nada hacia la costa y sube por el acantilado con mucho cuidado. Cuando está por encima del borde y vemos que lleva las manos vacías, Doríforo empieza a soltar tacos otra vez.

—¿Así que ha vuelto sin nada? —pregunta Nerón.

Doríforo sigue maldiciendo. Tiene la cara tan roja como la capa de un legionario.

De rodillas todavía, Espículo dice:

—No exactamente. —Señala el collar que lleva puesto, un collar que antes no llevaba. Es de oro con unas esmeraldas verdes gordísimas, tres, que cuelgan como peras maduras.

Doríforo abre mucho los ojos y luego chilla:

—¡Eeeh!

Nerón sigue preguntando qué ha pasado.

Cuando Doríforo se calma, Espículo explica que ha encontrado una cueva bajo el agua.

—¿Y qué hay en ella? —pregunta Doríforo—. ¿Hay algo más que el collar?

—Más oro y joyas de los que he visto en toda mi vida.

Doríforo empieza a soltar tacos de nuevo, pero esta vez ríe entre maldición y maldición.

Volvemos a la ciudad riendo todo el camino. Cambiamos una de las tres esmeraldas por monedas a un joyero local. Compramos un bote de remos, muchas cuerdas largas, cuatro caballos y pagamos una semana en una posada. No le contamos a nadie lo que hemos encontrado. Espículo dice que es demasiado peligroso, que, si alguien lo supiera, nos robarían.

Aquella noche, Nerón dice:

—Mañana iremos a por más. Mucho más. Espículo, ¿podrías volver a entrar en la cueva con una soga?

Espículo asiente.

—Bien. Cuando hayas asegurado todos los baúles, haremos que los caballos los saquen tirando.

—Llevará muchos días —dice Espículo.

—Quizá —responde Nerón—. Pero podemos dejar parte del tesoro donde está, si es necesario. Ha permanecido allí mil años. Estoy seguro de que podría quedarse un poco más. De todos modos, seremos los hombres más ricos del Imperio.

El emperador destronado
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