12 de enero,
amanecer
Mercado de esclavos, Roma
—¿Qué hiciste con los cuerpos?
Me llevo la mano a la nariz para bloquear el hedor. Los mercados de esclavos tienen un olor particular…, sobre todo a mierda, pero también el olor agusanado de la podredumbre de un campo de batalla dos días después del combate. Nerva se ha rociado entero con perfume y una nube de un no sé qué relamido le sigue adonde quiera que va. Huele mejor que el mercado, pero no mucho mejor. Me sorprende que no esté haciendo arcadas, con la nariz tan enorme que tiene.
—Los dejamos aquí —digo—. Aparte de la carretera, en los caminos del bosque, pero justo donde ocurrió.
Nerva dice:
—¿Y los otros dos salieron huyendo?
—Mmm. El centurión y el otro.
Caminamos uno junto al otro, entre filas de esclavos atados a postes. Todos ellos son hombres, desnudos excepto por un taparrabos y empolvados con cal.
—¿Ese? —Nerva señala a un etíope musculoso.
Me agacho y le digo al esclavo que abra la boca. Lo hace así, mostrándome unos dientes marrones y amarillos. Le abro bien el ojo derecho y lo miro. Tiene una mirada triste y vidriosa, como si estuviera borracho. Pero este chico, apostaría cualquier cosa, no ha bebido desde hace mucho tiempo. Nadie desperdicia una bebida con un hombre que ya no pertenece a este mundo.
Levanto la vista hacia Nerva y niego con la cabeza. Seguimos andando, levantando arena con nuestros pasos.
—¿Podrías identificar al centurión?
—Sí —digo—. Le hice un buen corte, justo debajo del ojo.
Nerva asiente.
—Ven a verme enseguida si encuentras al hombre. ¿De acuerdo? Te pagaré por la información. Como hago siempre.
—Si quieres —digo.
Señalo a un hombre que es todo piel y huesos, que tira de su cadena. Nerva parece dudar.
—Yo buscaba ayuda para defender a mi persona, Caleno. Alguien que intimide.
El esclavo es calvo, delgado y con la piel del color del cuero hervido. Pero es astuto, creo.
—A ver cómo lucha —digo.
Nerva frunce el ceño, pero confía en mi opinión, de modo que no me dice que no. No dice nada, cosa que significa: empieza con las diligencias correspondientes, por favor.
Doy dos pasos hacia delante y el esclavo se arroja hacia mí. La cadena le detiene justo antes de poder ponerme las manos en torno a la garganta. Agarra el aire como un perro salvaje. Es posible que esté loco, simplemente, y que no sea astuto. Levanto un puño por encima de mi cabeza. Mi intención es soltarle un buen puñetazo para ver cómo responde, pero el muy perro se tira al suelo y se acurruca haciéndose un ovillo.
Meneo la cabeza a Nerva. Seguimos avanzando.
—Viajasteis a Roma juntos —me dice él—, ¿cómo los dejaste?
—No hablamos mucho en el viaje de vuelta. Los llevé a su casa en el Aventino, tal y como estaba planeado.
—¿Y cómo estaban después?
—Al ciego no le intimidaba nada. No estoy seguro de que esté demasiado cuerdo. ¿Los demás? Se les había subido la sangre a la cabeza. Se notaba. Por lo demás, bien, dadas las circunstancias.
Nerva piensa un momento.
—¿Crees que hay algo más, aparte de lo que se ve a simple vista?
Me encojo de hombros.
—Yo no soy de Delfos. Lo único que digo es que parecían estar bien, durante todo el follón y después también.
Pasamos junto a un hombre sin pelo que tose hasta echar las tripas. Nerva se levanta la toga al pasar por encima de las piernas del hombre.
—¿Y por qué no vinieron a visitarme? ¿No comprendieron que yo te envié y que les estaba esperando después de que llegaran?
—Lo sabían. Pero… —paso por encima de las piernas de un hombre dormido o muerto—, si yo tuviera tanto dinero como ellos, esperaría que la gente viniera a verme a mí.
Nerva se acaricia la barbilla, pensativo.
—¿Y ese? —pregunta, señalando a un hombre que está sentado en el suelo, apoyado contra la estaca a la que está encadenado, abrazándose las rodillas. Parece alto, alto y fuerte.
—Quizá —digo.
A medida que nos acercamos veo un tatuaje en su brazo, de tinta azul con una cicatriz que corre justo por en medio. Si no hubiera visto ninguno antes, no sabría lo que es, pero estoy seguro de que el tatuaje, antes de que una hoja lo partiera por la mitad, era un escudo de batalla germano al que lamían dos olas azules.
—Creo que tienes suerte.
—Oh —dice Nerva.
Hablo en voz baja para que los comerciantes no me oigan.
—Es un bátavo.
La cara de Nerva no cambia. Sería un buen jugador de dados.
—¿Aquí?
Los esclavos que pueden alcanzar un buen precio normalmente aparecen en las subastas, o bien están en casa de patricios ricos que se sabe que van a gastar. Es raro encontrar un espécimen como este en el mercado.
—No creo que sepan lo que tienen. El tatuaje está estropeado por la cicatriz. Tú querías a alguien que intimidara. No encontrarás para eso a nadie mejor que un bátavo.
—¿Y recibirá órdenes? —susurra Nerva—. He oído que pueden ser difíciles.
Me encojo de hombros, para hacerle saber que no tengo la menor idea.
Nerva le dice al esclavo:
—¿Hablas latín?
El esclavo levanta la vista a Nerva. Sus ojos son más azules que el Tirreno.
—No —dice el esclavo.
Lo dice en latín. Vuelve a mirar hacia delante.
—Levántate —dice Nerva.
Los ojos del bátavo lentamente se desplazan hacia arriba para valorar a Nerva; luego vuelven a bajar, imperturbables. No se mueve.
Nerva me lleva a un lado.
—Es salvaje. Podría resultar difícil.
Me encojo de hombros.
—Solo el precio de reventa…
—¿Puedes ayudarme tú?
—Yo no soy entrenador de esclavos. No sabría ni por dónde empezar. —Miro por encima de mi hombro al bátavo. Nerva hace lo mismo—. Es poco probable que pudieras dominarlo a la fuerza. Ni en mil años. Pero tú eres listo, ¿verdad? ¿No podrías ser más listo que él?
Nerva, que siempre es un buen comerciante, dice:
—Consígueme un buen precio.
Los comerciantes acceden cuando se les ofrece una buena cantidad, considerando el rendimiento. Una vez que Nerva paga, me agacho para que mi cara quede al nivel del bátavo. Mi heduo es diferente de su cato, como la noche y el día, realmente, pero también sé un poco de cananefate. Viendo que son vecinos de los bátavos, tendría que poder comprenderme. Así que pregunto al bátavo si vendrá, como un buen chico, o si va a oponer resistencia.
Me responde. Su acento me suena muy espeso, pero entiendo lo fundamental. Dice:
—¿Cómo te toma normalmente tu amo romano —y señala a Nerva—, por el culo o por la cara?
Yo niego con la cabeza hacia Nerva. Él hace señas de que necesitamos ayuda y cuatro empleados rodean al bátavo. Me imagino que lo cogerán, le darán una paliza hasta dejarlo molido y lo arrastrarán hasta la casa de Nerva. Pero el chico parece que tiene «algo» de sentido común. Ve a los ayudantes y se queda echado en la tierra sin más, con los brazos y las piernas bien abiertos. Al cabo de un momento rascándose el culo, perplejos, los ayudantes sueltan la cadena que le ata al poste, cada uno de ellos le coge por un brazo o una pierna, levantan al bátavo por el aire y lo sacan.
10 de enero (desde Capri)
Querida Domitila (en Roma):
Capri es muy bonito, hermana. Ojalá hubieras venido. Era la evasión que había esperado. Julia y el joven Vip han sido un encanto. (Afortunadamente, Julia no ha heredado el carácter agrio de su padre. Sabe disfrutar de un descanso.) Hemos pasado el tiempo leyendo y dando largos paseos al sol. Uno de los esclavos de palacio nos ha enseñado la isla. Nos llevó al sitio donde Augusto escribió su última voluntad y testamento, y donde Tiberio César realizó aquellos malignos actos que provocaron la eterna vergüenza de su madre. Quizá nos diera demasiados detalles para los oídos de una joven, pero es viejo, y no quería hacer ningún daño. De todos modos, no creo que ellos entendieran ni la mitad de lo que dijo.
Tal como predecías, he tenido tiempo para reflexionar; en realidad, no he hecho nada en estas tres últimas semanas. He pensado a menudo en lo que ha hecho Tito, examinándolo desde todas las perspectivas. Cuando nos separamos, tú estabas segura de que al final le perdonaría. Dijiste que vería su acto como algo necesario, hecho para proteger a la familia. Dale tiempo, dijiste.
Lo siento, hermana, pero no puedo perdonar a Tito. Mi marido no era culpable de otra cosa que de contar una broma que no tenía gracia. No tenía intención alguna de adoptar el título de «césar». Esa era la broma. Era perezoso, egoísta y poco inteligente. No deseaba el principado, ni tampoco le cuadraba. Nuestro hermano mató a mi marido por un chiste que salió mal.
Yo no amaba a Asinio. Era mezquino, una cualidad que hace que resulte difícil amar a alguien. Y no creo que le gustaran las mujeres. Me poseyó una sola vez, nuestra noche de bodas, pero fue algo mecánico. Después ni siquiera se dignaba mirarme. Prefería a los jovencitos guapos que le hacían compañía, y no se puso celoso cuando yo busqué el amor fuera de nuestro matrimonio. En realidad, éramos como dos desconocidos.
No amaba a Asinio, es verdad, pero no puedo perdonar a Tito. Ha sido algo vergonzoso, de lo que nunca me recuperaré, en realidad. Mi propio hermano ha matado a mi marido. No le hizo arrestar, no le sometió a juicio. No investigó las acusaciones que había contra él ni interrogó a los que se suponía que estaban implicados. ¿Por qué iba a hacer tal cosa? El único objetivo de nuestro hermano es el poder… o al menos el artificio de este. ¿No resulta lógico que Domiciano haya resultado tal y como es?
He estado pensando en nuestros hermanos. Lo diferentes que son y cómo ha sucedido eso; por qué nuestro padre favorece a uno y rechaza al otro, por qué uno le sucederá como emperador, mientras que el otro ya está olvidado. He concluido que los hermanos, como todo el mundo, deben labrarse su propio lugar en el mundo, pero han de hacerlo de tal manera que no interfiera con el de sus propios hermanos. Tito fue el que llegó primero. Tiene ciertas cualidades propias: confianza, atrevimiento, fuerza. Domiciano llegó diez años más tarde. Tomó lo que tenía disponible: astucia, cinismo, irresponsabilidad.
Pasa lo mismo con las hermanas. ¿No te parece? Tú llegaste primero. Tomaste el decoro, la inteligencia, el coraje. Cuando me llegó el turno a mí, cogí lo único que estaba disponible: la vitalidad, el ingenio, el atractivo.
Prueba de mi teoría son las rivalidades que vemos a menudo entre hermanos. Tú y yo hemos estado en desacuerdo a lo largo de los años, aunque nos amamos la una a la otra. Tito y Domiciano siempre se han peleado también, aunque, dados los diez años que los separan, siempre ha sido menos una pelea que un niño que arremete contra un hombre.
Si hubiera sido Domiciano el que mató a mi marido, yo estaría furiosa, pero lo entendería. El mundo ha dictado sus términos a Domiciano; él creció dentro de un molde. Tito, sin embargo, eligió ser el hombre que es. Eligió ser el perro de presa de nuestro padre. Él quiere que el Imperio tiemble a su paso. Eligió ser como es. No puedo perdonarle.
Me quedaré en Campania hasta que cambie el tiempo. Las chicas pueden quedarse conmigo. Como te he dicho, son una agradable distracción.
Por favor, envíame noticias desde Roma. Echo de menos la ciudad, la política y…, sí, también el cotilleo.
Con todo mi amor,
VESPASIA