Caleno

15 de enero, primera antorcha
Exterior de la casa de Lucio Ulpio Trajano, Roma

El vino de Teseo ha sido lo mejor de la noche para mí. Después de que él y Marco se fueran, me he quedado en la calle, esperando tranquilamente a que terminase el aburrimiento. Pero no ha habido alivio alguno cuando la cena ha acabado por fin. Nerva me ha dicho que me quede.

—¿Qué quieres que vigile? —pregunto.

—Pues no lo sé —ha respondido—. Simplemente, vigila. Mañana me lo cuentas todo.

Y aquí me he quedado…, sentado fuera, con el frío que hace, durante lo que me han parecido horas, sin nada de lo que informar. De pronto, Apio, el esclavo rechoncho y pretencioso de Nerva, ha venido corriendo por la carretera. Me llamaba por mi nombre, gritando y susurrando a la vez, de esa manera que suele hacer la gente cuando quiere ser discreto y llamar la atención al mismo tiempo. No me ve hasta que me asomo al callejón.

—¿Qué quieres?

—Nerva te necesita. —Coge aire con grandes sorbos, uno tras otro. Nunca le había visto correr antes. Sea lo que sea lo que le ha traído aquí, debe de ser importante.

—¿Dónde?

—En palacio.

Le digo que vaya delante.

Cuando veo a Nerva esperando en la escalinata de palacio con un puñado de pretorianos, me aterroriza que me pida entrar dentro. Nunca he estado dentro de palacio, ni a menos de cien metros de él. El hogar de Nerva es lo más cerca que he estado del turbio mundo patricio. Y el palacio es harina de otro costal. Sin mencionar que está lleno de Flavios, hombres contra los que luché en Cremona antes de desertar y huir al norte. Un miembro de la plebe hedua y desertor deshonrado no debería entrar en palacio.

Nerva no me dice hola ni me da las gracias por venir. Dice:

—Ven. —Se da la vuelta y entra en el palacio. Yo hago una pausa en el umbral, con los ojos de media docena de pretorianos clavados en mi persona.

Nerva se vuelve, molesto.

—Date prisa. —Sigue andando.

Y yo, que los dioses me ayuden, le sigo.

Dentro el aire es distinto. Copos de oro bailotean en el aire, entrando a remolinos en mis pulmones con cada aliento. Es tan espeso que creo que me voy a atragantar, toser y asfixiarme hasta morir. Entonces veo el techo. En mi alojamiento, tengo que agacharme cuando voy andando por el interior. Aquí, en cambio, es…, no sé qué altura tiene. He estado en baños y templos con techos así antes, pero esto es distinto. Hace que me sienta diminuto, infinitamente pequeño, como si fuera la persona más pequeña que jamás ha entrado entre los muros del palacio y el emperador tuviera que crucificarme para purificar su hogar de mármol. Solo entonces, cuando esté bien arriba en la cruz, podrá quitarme, rascándome, todo el oro que se me ha metido en los pulmones.

—Alto —dice Nerva—. No hagas eso. Es una impertinencia. Deja quietos las manos y los ojos. Y no te quedes atrás.

Subimos unas escaleras. Arriba, Nerva se detiene. Susurra para que no puedan oírle los guardias:

—Traduce de una manera que me favorezca. ¿Comprendido?

Empieza a caminar de nuevo, sin esperar a oír que no he entendido lo que quiere decir.

Entramos en una sala con media docena de pretorianos, dos mujeres acurrucadas en un reclinatorio y un cuerpo muerto y sin vida junto a la puerta. Hay otro detrás de una cama… ¡Una cama! Eso significa que estoy en el dormitorio de algún miembro de la familia imperial. Si los rayos de Júpiter pudieran freírme en el acto, les daría la bienvenida con los brazos abiertos.

—¿Es él?

Tito, el hijo mayor del emperador, prefecto de la Guardia Pretoriana, saqueador de ciudades, azote de Jerusalén…, me está mirando.

—Sí —dice Nerva—. Se han comunicado antes.

—Bien. Haz que me cuente lo que ha ocurrido. —Tito señala detrás de mí.

Me vuelvo y veo al bátavo sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Justo delante de él hay un cuerpo muerto, boca abajo, con la sangre encharcada bajo su pecho y su vientre. Es curioso, pero el bátavo parece relajado, como si acabara de sentarse a cenar.

Un pretoriano le da una patada al bátavo. El esclavo mira al soldado, tomándole las medidas, como si estuviera a punto de cortarle el cuello. Pero luego se limita a fruncir el ceño y se pone de pie, despacio.

Tito llama a las dos mujeres. Cuando se acercan, veo que una de ellas es Domitila, la hija del césar, a la que he visto en el circo, desde lejos. Reconozco ese pelo como la almendra, su porte.

—Pregúntale —me dice Nerva—. Pregúntale qué le ha ocurrido a ese hombre.

Pregunto al bátavo.

Responde en forzado cananefate:

—Yo matar.

Traduzco, diciéndolo lo bastante fuerte para que todo el mundo lo oiga.

—Dice que le ha matado él.

La hija del césar dice:

—Me ha salvado la vida.

—Pregúntale por qué está aquí —dice Tito. Parece cansado y muy enfadado y dispuesto a echar la culpa en cualquier sitio, excepto a los pies del muerto que yace boca abajo en el mármol.

Le pregunto al bátavo. Él señala con la cabeza a Domitila.

—Bella. Mucho. —Se señala a sí mismo—. Yo quiere.

La multitud se calla, esperando mi traducción. Nerva adopta una actitud como si yo estuviera sujetando a su madre encima de un precipicio. Mientras, el bátavo mira a Domitila como un cachorrillo triste. Noto por primera vez que la estola verde de ella está desgarrada, en el hombro y en el dobladillo; su manto a juego está hecho trizas encima del hombre muerto.

—Dice que ha oído un grito.

Nerva exhala.

—¿Y qué ha pasado? ¿Ha venido corriendo desde casa de Nerva? —Tito no se cree una palabra—. ¿Desde el Quirinal hasta el Palatino?

—Se ha escabullido —digo—. Ha salido a dar un paseo. Nunca había visto el palacio antes. Es un esclavo nuevo en la ciudad.

Tito me mira con suspicacia.

—¿Y todo esto te lo ha dicho con cuatro palabras?

Está claro que nada se escapa al hijo del césar.

Tres sonoros golpes resuenan entre las paredes; la habitación se queda en silencio. Entran diez lictores vestidos con togas, blancas como la nieve germana, llevando unas varillas de madera en los hombros. Sé quién viene justo detrás de ellos, de modo que caigo de rodillas e inclino la cabeza hasta el suelo decorado con mosaico. Cuando veo las botas del emperador, cierro los ojos esperando que todo pase.

—Alto. Por favor, levantaos. Es demasiado tarde para tanta reverencia.

Oigo el roce de la gente que se levanta, pero yo me quedo pegado al mármol: no pienso levantarme sin que me lo digan en persona.

La gente empieza a hablar.

—Querida, ¿estás bien?

—Sí, padre. Estoy bien.

—¿Qué ha ocurrido?

—Yocasta y yo hemos vuelto al palacio; había un hombre aquí, ese hombre. Creemos que mató a las dos esclavas y a un soldado, y luego esperaba a que volviéramos nosotras. Cuando hemos llegado, ha golpeado a Yocasta, tirándola al suelo, y luego me ha cogido por el pelo, me ha desgarrado el vestido y estaba a punto de matarme… o algo peor. Pero entonces ha aparecido este hombre. Este esclavo. Me ha salvado la vida.

Sigo con los ojos bien cerrados.

—Y tú, mi amigo alto y de ojos azules… ¿Quién es tu dueño?

—Soy yo, césar.

—Bien, Nerva, te debo un gran favor. Recibirás un generoso presente.

—Padre, la historia no es tan sencilla. Este esclavo no ha aparecido sin más y…

—Tito, déjalo ya. Tu escepticismo suele ser muy apreciado; sin embargo, cuando los dioses mandan a un hombre a salvar a la hija del emperador, no nos corresponde examinar los detalles.

—Sí, padre.

—¿Y qué es esto? ¿Otro cadáver?

Al cabo de un momento de silencio, noto el aliento cálido de Nerva en mi oído.

—Levántate, Caleno. Me estás poniendo en evidencia.

Me pongo de pie. El césar, el hijo del césar y la hija del césar me miran. Él me mira como si hubiera estornudado en su desayuno. Dice:

—Te han salido los dientes hace mucho tiempo ya, para no saber lo que significa «levantarse», ¿no te parece?

Miro a mi alrededor para ver a quién habla. Cuando me doy cuenta de que soy yo, no es que me mee encima exactamente, pero noto que el miedo me encoge la polla.

El césar le dice a Nerva:

—¿Este también es tuyo?

—Sí, césar.

—Bueno, espero que no lo necesites para hablar. Si no, habrás desperdiciado tu dinero. Sea cual sea el precio que le pagas.

De vuelta a casa de Nerva, las calles están vacías, excepto por unos cuantos carros que hacen sus entregas. Voy junto a Nerva. El bátavo camina detrás de nosotros con Apio.

—Bueno —dice Nerva—, ¿qué ha dicho en realidad?

—No querrás saberlo.

—Puedo suponerlo. Ayer vi cómo la miraba.

Me vuelvo a mirar al bátavo. Veo un trocito de tela verde en su mano. Dioses, este hombre está más loco que un saco de anguilas. Ha cogido un trocito del manto de Domitila como trofeo.

A mi lado, Nerva se acaricia una barba que no tiene.

—Si va a resultar tan difícil, también podría sacar dinero de él en la caza, o incluso en los juegos de gladiadores.

—¿Dejarás que alguien tan caro como él muera en la arena?

—¿Por qué no? El precio que pagué fue bueno. Estoy seguro de que me daría buenos ingresos, antes de perder.

—¿Y si al césar le ha gustado?

—Ni siquiera puedes mirar al césar, ¿y ahora eres experto en lo que prefiere? —dice Nerva—. Has hecho bastante el idiota, ¿no?

—Nunca había conocido a ningún emperador. Ni había estado en palacio.

—Antes fue general. Y sí que has conocido a algunos generales. O has hecho algo más que temblar en su presencia.

—Sí, pero ahora es emperador, tocado por los dioses.

Nerva me mira un momento. Luego se echa a reír.

—Las clases bajas son fascinantes, ¿verdad?

De repente, Nerva suspira, como si se le acabara de ocurrir algo. Se para y se vuelve a mirarme.

—Aprecio tu ayuda de hoy, Caleno —dice—. De verdad. Pero no estoy seguro de si tendré mucho trabajo para ti en el futuro.

—¿Cómo? —digo, desconcertado—. ¿Por qué?

—Ya te lo he dicho antes, Caleno. Tu valor para mí está en tu anonimato. Pero acabas de entrar en palacio y conocer a la familia del césar. Esa fea cara tuya ahora ya es conocida.

El corazón se me sube a la garganta: Nerva es mi única fuente de ingresos. Si ya no me quiere, no estoy seguro de cómo me voy a ganar la vida.

Él vuelve a suspirar. Finge que está a punto de tomar una decisión dura, pero sé que en lugar de corazón tiene un trozo de hielo.

—Aprecio todo lo que has hecho, Caleno. De verdad. Pero ¿qué quieres que haga? Te contraté para acechar entre las sombras y recoger información. No puedes acechar entre las sombras si eres famoso. Pero no te preocupes, que no te echaré a la calle de inmediato. Habrá una transición. Necesito ayuda para dominar a este. —Señala al bátavo.

Niego con la cabeza. No puedo creerlo. La mala suerte me persigue siempre, no sé cómo.

Nerva vuelve a echar a andar. Como un esclavo, porque necesito sus monedas mientras me las ofrezca, me apresuro a seguirle.

El emperador destronado
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