28 de julio, primera
antorcha
Al sur del Palacio Imperial,
Roma
La entrada al palacio no parece una entrada en absoluto. Solo es un hueco oscuro entre ladrillos, escondida detrás de un árbol enorme y cubierta de hiedra. Nerón me dijo cómo encontrarla. «Sigue el acueducto hasta el palacio, dirigiéndote al sudeste. Cuando te acerques, quizás una docena de pasos o así, verás un lobo pintado en la pared. El pasadizo secreto está justo debajo, detrás de un roble antiguo».
Nerón tenía razón: podía verlo a duras penas a la luz de la luna.
«No te preocupes por los guardias —me dijo—. Solo los emperadores conocen ese pasadizo. Augusto lo construyó hace años. Métete por el hueco y encontrarás unas escaleras en el otro lado. Conducen a los niveles superiores del palacio, a mis habitaciones personales…, las habitaciones personales del emperador. En la parte de arriba de la escalera está mi dormitorio. La puerta te llevará a mi estudio. Lo que necesitas está ahí.»
El pasadizo es estrecho, apenas más ancho que mi mano; está oscuro como boca de lobo. No quiero entrar…, aunque Nerón me dijera que el palacio estaría vacío. Pero entonces pienso en Otón, en cómo me cogió la barbilla, en cómo me miró. Me empieza a picar toda la piel y pienso que iré a cualquier sitio con tal de que Otón no sea mi amo. Respiro hondo y me introduzco bien apretado por la grieta.
Dentro, como me había dicho Nerón, hay un tramo de escaleras de caracol. Las subo en la oscuridad total, pegándome a la pared para asegurarme de no caerme. Pronto noto la luz de la luna; cuando trepo más aún, puedo ver un tragaluz por encima de mi cabeza.
En la parte superior de las escaleras han tallado un agujero en la piedra del tamaño de una rueda de carreta. En el otro lado del agujero hay una tela. Nerón me había dicho que estaría ahí. «Desde tu perspectiva, parecerá un círculo de tela. Por el otro lado es un bonito tapiz.» Empujo la tela, apartando el tapiz del muro, y entro en la habitación.
La habitación es tan grande como el atrio de maese Creón, mucho más grande todavía. Por encima veo otro tragaluz y la luna, que lo ilumina todo, plateada y brillante. La cama es lo bastante grande para que quepa un cíclope. Toda la habitación está revuelta: las sillas del revés, las sábanas medio arrancadas de la cama.
Atravieso la habitación y abro la puerta. Afortunadamente hay otro tragaluz. En un extremo de esa habitación hay un escritorio cubierto de rollos de papiros y una balanza de bronce, con una silla de madera grande colocada contra esta. Frente al escritorio hay tres triclinios. Detrás del escritorio hay un mosaico en la pared, hecho de piedrecillas pequeñas, de un hombre joven que lleva a cuestas a un hombre más viejo. Detrás de ellos, arde una ciudad. Las piedras son de color morado, negro y blanco, a la luz de la luna.
Nerón me ha dicho que solo habría una carta en el cajón. Sin embargo, cuando abro ese cajón, hay más de una. No sé leer, de modo que no sé cuál debo coger. No sé qué hacer. Mi corazón empieza a latir deprisa, y no puedo contener el aliento. No debería coger todas las cartas, porque eso sería robar. Una vez más, cuando le dije a Nerón que no quería coger nada de palacio, él me dijo: «Esas cartas son mías, chico. No lo olvides. Todo lo que hay en ese palacio es mío por derecho. Piensa que estás haciendo un recado para el césar».
Todavía estoy intentando decidir qué hacer cuando oigo unas voces. El corazón me late mucho más deprisa aún…, tan fuerte que no puedo ni pensar. Las voces no vienen del dormitorio, sino de abajo, del salón que conduce al resto del palacio. Me meto todas las cartas en la túnica y corro hacia el dormitorio. Las voces suenan más fuertes todavía, y más aún, y luego el vestíbulo se ilumina con la luz de una lámpara.
Están a punto de entrar…
Me tiro al suelo. Afortunadamente, no sé cómo, me encuentro detrás de uno de los reclinatorios. Veo las botas cuando entran ellos, pero ellos no me ven a mí. Despacio, me voy deslizando poco a poco por el mármol hasta que me encuentro debajo del reclinatorio. Tengo que moverme muy despacio, para que el papiro no cruja entre mi pecho y el suelo. Levanto las piernas para que mi piel sudorosa no se pegue a las baldosas y chasquee.
—¿Has dejado la puerta abierta?
—¿Cuál?
—La del dormitorio… Ve a mirar.
Hay cuatro pies. Dos van al dormitorio. Vuelven un momento más tarde.
—Vacío.
Los otros pies desaparecen detrás del escritorio.
—¿Qué pasa, Terencio? —pregunta el hombre que está detrás del escritorio—. ¿Crees que registrar un dormitorio es algo demasiado bajo para ti?
—No he dicho eso.
—No has tenido que hacerlo. Es tu actitud, esa expresión abatida que tienes. ¿Se te ha subido a la cabeza lo de sacarle los ojos al emperador? No te olvides de que solo eres un centurión, y que lo hiciste siguiendo mis órdenes.
—Sí, y tú lo hiciste siguiendo las órdenes de otro.
—No se me ordenó que hiciera nada. Soy el prefecto de la Guardia Pretoriana. Se me pidió que participara. Me lo pidieron mis colegas, no mis superiores.
—Por supuesto, son tus «colegas». ¿Y dónde están esos colegas tuyos, ahora que el plan se ha ido a la mierda?
Oigo al hombre que está en el escritorio echarse atrás en su silla. Dice:
—Ha habido un tropiezo o dos, eso lo reconozco. Pero hemos protegido nuestras apuestas.
—Si tú lo dices.
—Nerón está vivo. Eso vale algo. El Jorobado pagará por Nerón, y nos recompensará por nuestros desvelos.
—¿Y no te preocupa enfrentarte a tus colegas?
—Nos ocuparemos de eso cuando surja. Mientras tanto, enviaré otra carta a Galba.
—¿Otra? ¿Qué sentido tiene? O bien tus cartas no le llegan, o bien se contenta con esperar hasta llegar a Roma. Has puesto demasiada fe en ese liberto suyo, Icelo. Está bloqueando tus cartas, a la espera de ver cómo puede aprovecharse de lo que sabe.
—Esta vez voy a enviar un mensajero. Alguien en quien puedo confiar para que entregue el mensaje… ¿Qué es eso que estás toqueteando? ¿No será otra vez esa figurita?
—¿Y si lo fuera, qué? Es mi pequeña recompensa por hacerte el trabajo sucio. El amuleto de la suerte del césar… ¡Mierda!
Algo cae al suelo y repiquetea. Veo que resbala por el mármol, una cosa pequeña, hecha de piedra negra. Una estatuilla, creo.
El hombre que está de pie se agacha a recogerla. Yo me quedo quieto como un muerto. Afortunadamente está de cara al escritorio, lejos de mí, de modo que no me ve debajo del triclinio. Me quedo tan quieto que ni siquiera respiro. Cuando él se arrodilla y estira la mano buscando la figurilla, su cabeza baja hasta el nivel del suelo, de modo que veo un lado de su rostro. Es el Zorro. No sé por qué, pero, aunque no pensaba que pudiera pasar, mi corazón late más rápido aún, un martilleo intenso, tan fuerte que creo que se me va a salir del pecho y a reventar por las orejas.
—Por los dioses, Terencio. Deja eso.
El Zorro se levanta sin verme. Mi corazón no deja de martillear.
Oigo que se abre el cajón del escritorio.
—¿Dónde están mis cartas? Han desaparecido.
—No puede ser —dice el Zorro.
—Pensabas que lo de la puerta era una manía mía —dice el hombre que está detrás del escritorio—, ¡por la orina de Júpiter! —Cierra de golpe el cajón—. El ladrón no habrá ido muy lejos.
Las patas de la silla rechinan por el suelo.
—Esas cartas… Tenemos que encontrarlas.
El hombre del escritorio sale corriendo de la habitación. Veo que las otras piernas, las del Zorro, le siguen. Cuando se han ido los dos, me levanto y corro.