Caleno

4 de abril, tarde
Baños de Nerón, Roma

La mano de un hombre como una zarpa de oso me da en la espalda. Levanto la vista y, a través de la neblina de los baños, veo a Fabio. No le había visto desde que tomamos una copa de vino juntos, unos meses atrás, y me rogó que me uniera a Montano. Va desnudo y sonríe. Los rizos de su barba están cargados de sudor.

—Caleno, perro… —me dice, mientras se sienta a mi lado. Su corpachón golpea contra la piedra.

Las tuberías escupen aire caliente, el edificio entero jadea.

—Fabio —digo—, ¿dónde está tu bastón?

Él resopla.

—No lo necesito para los que son como tú. —Se pasa la mano por la cabeza, pegándose el largo pelo al cráneo—. ¿No vas a la caza?

—Prefiero los baños como este —digo—. Tranquilos.

Normalmente, a esta hora, la sala estaría llena. Hoy, sin embargo, por la caza, no habrá más de una docena de personas.

Él dice:

—Te has perdido al nuevo chico de tu patrón.

Me encojo de hombros.

—Una vez que has visto a un hombre matar un león, ya no necesitas verlo otra vez.

—Quizá —responde—. Pero ¿no te habría gustado ver al rinoceronte? Yo habría pagado para verlo.

—Estuve allí. Fue un buen tiro.

—El chico al que he contratado habla de él todo el tiempo —me dice Fabio—. Cree que ese hombre es el fantasma de Aquiles, que ha vuelto de entre los muertos. Dice que por eso la hija del césar se le ofrece cada noche. No puedes decir que no a un semidiós.

—Si mi madre fuera una diosa —digo—, no pasaría ni una sola noche encadenado.

Fabio se echa a reír.

—Ni yo tampoco, ni yo tampoco. —Se vuelve a mirarme. Su voz suena grave de pronto—. Debe de ser difícil ser el favorito de un hombre como Nerva. Y que luego se deshaga de ti, después de encontrar un tesoro como ese.

—No tiene nada que ver conmigo —digo—. Me va bien.

—Bueno, pues si necesitas ganar algo más, siempre hay trabajo.

Fabio se echa atrás, relajándose, apoyado contra la piedra. Cierra los ojos.

Algo me irrita, como una mosca que camina por mi nuca.

—¿Y tú por qué no estás en la caza, Fabio?

—Ah, yo prefiero también los baños cuando están tranquilos.

—Qué mentira más grande, amigo mío. Cuantas menos pollas cuelgan, menos motivos tienes para venir.

Abre un ojo y me mira. Suspira, cierra otra vez el ojo y se relaja, apoyado contra la piedra. Ha tomado una decisión.

—Pues mira —dice—, es lo que le dije a Montano: si necesitas más hombres, voy a buscar a Caleno. Es rápido de ingenio y de espada.

—¿Y qué necesita Montano? —pregunto—. ¿Ingenio o espada?

—Habrá mucho trabajo próximamente, Caleno. Un trabajo para el que tú y yo estamos preparados.

—¿Qué ha pasado con tu bastón?

—Tendré que afilarlo, supongo… —Fabio se endereza y una vez más se pasa las manos por la cabeza, alisándose el cabello—. Seamos sinceros, ¿de acuerdo? Tú y yo podríamos ganarnos la vida como jornaleros, en los muelles o en un almacén. Pero somos veteranos. No estamos acostumbrados a acarrear cosas arriba y abajo, después de todos aquellos años trabajando para el Imperio. Tenemos demasiado orgullo. No es culpa nuestra haber estado en el lado perdedor de una guerra civil. ¿Verdad? Así que nos ganamos la vida de otra manera.

—¿Qué está ocurriendo? —le pregunto.

—¿Crees que sé algo? Estamos en la Teta del Imperio. Siempre hay algo enconado, como una llaga abierta. Y cuando estalla, los hombres como tú y como yo tenemos trabajo.

Unos cuantos meses atrás, después de que Tito matara a aquellos chicos en Baiae y de todo el asunto del lobo en el foro, y luego con aquel cuerpo en el Tíber, mutilado por algún culto extraño, parecía que la ciudad iba a estallar de repente. Pero las últimas semanas la cosa ha estado tranquila. Se lo digo a Fabio.

Él levanta las manos como para demostrar su inocencia.

—Lo único que sé es que Montano dice que necesitamos a un hombre que sepa usar la espada, por si es necesario. ¡Mierda, Caleno! ¿Crees que yo quiero algo más que eso? Pero, de todos modos, no importa. Esto es Roma: todo extremos, buenos y malos. Tenemos agua fresca todos los días, lugares como este —levanta los brazos, para indicar la enormidad de la sala—, pero siempre hay brutalidad al doblar la esquina. ¿Cómo lo llamaría nuestro antiguo capitán? «La maquinaria del Imperio.» No puedo explicar eso, joder. —Se levanta—. Los hombres como tú y yo lo único que podemos hacer es coger el dinero que nos ofrecen y esperar encontrarnos en el lado bueno, cuando todo haya concluido. Si quieres el trabajo, ya sabes dónde encontrarnos.

Fabio desaparece entre el vapor; sus pies sudorosos chasquean en las losas de piedra con cada paso.

Fuera, después de la oscuridad de los baños, la luz del sol resulta cegadora. Cierro los ojos y espero un momento. Entonces, mientras bajo los escalones, veo una litera en la calle, con la seda blanca ondeando al viento. Cuatro soldados la rodean. Una chica pelirroja, muy pecosa, viene hacia mí. Su rostro me resulta familiar, pero no puedo situarlo. Hasta que dice que a su señora le gustaría hablar conmigo y señala hacia la litera. Entonces me doy cuenta de que es la chica de la emperatriz.

Voy hacia la litera con las piernas temblorosas. Me siento como si un millón de ojos estuvieran fijos en mí, aunque, en realidad, nadie me presta atención.

La chica aparta la cortina. No veo a la hija del césar porque ya estoy arrodillado, con la cabeza inclinada. Solo veo unas piedras negras y gordas.

—¿Me conoces, ciudadano? —me pregunta ella.

—Sí, señora.

—Nos vimos una vez. ¿Lo recuerdas?

—Sí, señora.

—Entonces me pareciste un súbdito leal del césar. ¿Lo sigues siendo?

—Lo soy.

Sigo mirando la carretera.

—¿Cómo te llamas?

—Caleno. Julio Caleno.

—Caleno. Buen nombre…

La hija del césar ha dicho mi nombre.

—Por favor, deja de mirar al suelo, Caleno. Me gustaría ver tu cara mientras hablamos.

Levanto la vista hacia la hija del césar. Está echada de lado, apoyada en un codo. Lleva un manto verde envuelto en torno a la cabeza, como si fuera una capucha. Por debajo, un pelo color almendra, ondulado, los ojos del mismo tono y una piel blanca como el mármol. Oro reluciente cuelga en torno a su cuello como un dogal de fantasía.

—¿Eres un veterano? —me pregunta.

—Sí, señora.

—Eso me imaginaba. Lo pareces. ¿Y cómo es que trabajas para Nerva?

Quiere decir: «¿Por qué eres pobre? ¿Dónde está ese terreno propio que cultiva todo soldado?». ¿Qué le digo? Había una guerra civil. Yo luché contra tu padre. Soy un desertor y un cobarde. Y ahora estoy aquí.

—La fortuna me abandonó, señora.

La hija del césar me mira un momento.

—Bueno —dice—, esperemos que vuelva a ti algún día.

Inclino la cabeza en señal de agradecimiento.

Ella me dice:

—Necesito que entregues un mensaje de mi parte.

—¿A Nerva? Quizá no sea el hombre adecuado. Últimamente ya no gozo de su favor.

—No, no, al bátavo.

—¿Y qué quieres que le diga, señora?

—Dile que deje de llevar esa máscara verde y que pare de saludarme en la caza.

—Es un bruto, señora. No habla mi lengua y…

—Solo te pido que hagas lo que puedas, Caleno. Y sé que lo harás. —Me tiende una moneda de plata—. ¿Puedo confiar en que manejes esto con la mayor discreción?

—Sí, por supuesto, señora. No se lo diré a nadie.

Ella me dedica una última sonrisa; luego hace señas a la chica.

—Ven a decírmelo cuando hayas acabado.

Unas telas de seda blanca como la leche caen entre los dos; una docena de esclavos rodea la litera y la levanta hasta sus hombros. Veo flotar la litera a través del foro y desaparecer al doblar la esquina.

No estoy seguro, no sé qué pensar de esto. Hacer recados para la Augusta. Podría ser un cambio de fortuna, algo que necesito desesperadamente, después de que Nerva me haya despedido. Pero también es posible que nada cambie. El tiempo lo dirá, supongo.

Me dirijo hacia el este, hacia el circo. A estas alturas la caza habrá terminado y podría tener tiempo para visitar al bátavo en su celda y darle el mensaje de la augusta antes de que los hombres de Nerva se lo lleven, por la mañana. Sería bueno acabar el trabajo hoy mismo, si puedo.

Voy hacia una calle sin nombre en Subura, estrecha y repleta de gente. Me abro camino entre la multitud cuando mi hombro choca con una mujer. Soy dos veces más pesado que ella, así que la fuerza la envía hacia atrás un palmo o dos mientras yo permanezco firme. Luego nos quedamos allí, mirándonos el uno al otro. Ella tiene el pelo oscuro, la mitad trenzado y atado en un moño en la parte superior de la cabeza, como una cobra durmiente, mientras que la otra mitad le cae hasta los hombros, con una ligera ondulación en cada mechón. Perfectamente planeado, de la forma que las mujeres planean esas cosas. No es joven, al menos habrá visto cuatro décadas. Pero tiene algo. Confianza. Seguridad. Podría ser la forma que tiene de permanecer erguida, el modo que tiene de subir la barbilla y cuadrar los hombros. Mira como una reina. Me parece que la conozco de algo, aunque no sé dónde situarla. Creo que ella piensa lo mismo de mí, pero ninguno de los dos dice nada. Y de repente me acuerdo: nos conocimos en la carretera de Ostia, cuando un legionario la llevaba atada al lomo de un caballo.

Ella sonríe al darse cuenta. También se acuerda de mí. Es difícil olvidarse de un hombre que te ha salvado la vida.

Saco una moneda, la única que me queda.

—¿Te invito a beber algo?

Ella me mira de arriba abajo.

—Yo cuesto más que una bebida, soldado. —Sonríe—. ¿Cómo te llamas?

—Caleno —digo—. ¿Y tú?

—Puedes llamarme Roja.

El emperador destronado
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