Domitila

6 de abril, mañana
El foro, Roma

La ovación empieza en la hora tercia. Esperamos pacientemente al final, en el estrado a los pies de la colina Capitolina. La calle de adoquines negros está vacía; el populacho de la ciudad, vestido con sus mejores galas de colores, se acumula a cada lado. Desde nuestro punto de vista elevado parece como si una serpiente negra se abriera camino a través de un charco de pintura salpicada, verde, roja y azul. La multitud ruge en la distancia. Una jovencita impaciente, al borde de la carretera, arroja sus pétalos al aire; un puñado de copos rosa y blanco baja flotando hasta los adoquines.

Vespasia y Julia están sentadas a mi izquierda; mi padre y Tito, a mi derecha. Julia empieza a hacer una pregunta, pero Vespasia la hace callar. Junto al estrado hay una grada para los senadores más respetados y sus esposas.

El rugido de la multitud se vuelve más intenso. La emoción viaja por proximidad, de una persona a la otra. Colectivamente, notamos que el desfile se aproxima.

Y entonces hay movimiento en la calle; la multitud entra en erupción, llueven pétalos de flores.

Cinco carretas tiradas por mulas encabezan el desfile. Los dos primeros carros llevan a los oficiales del falso Nerón, esposados y sentados, con barbas y tatuajes amenazadores que contrastan con su expresión triste. Los dos carros siguientes contienen modestos baúles de madera y armas oxidadas: espadas, lanzas y escudos. Detrás de los carros, a una distancia de unos treinta pasos, viene Cerialis, saludando a la multitud. Sus oficiales mantienen el mismo paso tras él.

Después de que los cuatro carros acaben deteniéndose frente al estrado, Cerialis camina hasta un punto que está directamente enfrente de mi padre y se arrodilla. Dos libertos imperiales (uno al que no conozco y Febo, ese al que Tito no puede soportar) corretean a cada lado del trono de mi padre. Cada uno lo coge de un brazo y ayudan al césar a levantarse. Mi padre los empuja a un lado, agitando los brazos como una gaviota; luego, cautelosamente, baja por los escalones hacia Cerialis. Febo se arrastra detrás con una almohada que tiene encima una corona de mirto. Cerialis (todavía de rodillas) inclina la cabeza. Mi padre coge la corona de ramitas de la almohada y se la pone a Cerialis en la cabeza.

Este se pone de pie, se vuelve hacia la multitud y levanta un brazo por encima de su cabeza. Los vítores del gentío van en aumento; mi padre y Cerialis vuelven al estrado. El césar se vuelve a sentar en su trono y Cerialis se acomoda en un asiento mucho más modesto junto a Tito.

Dos de los oficiales de Félix saltan a la parte trasera de los carros llevando los baúles de madera y las armas oxidadas. Parecen jóvenes, con el ego muy hinchado debido a la atención que reciben. Lo veo en sus amplias sonrisas y en sus ojos brillantes. Uno de ellos coge un hacha vieja y oxidada y la enarbola por encima de su cabeza. La multitud lo vitorea. Entusiasta, el soldado golpea la cerradura de un baúl hasta abrirlo. Entonces él y su colega abren la tapa y empiezan a arrojar las monedas que están dentro a la multitud. A continuación se vuelven al baúl que está al lado. De nuevo, uno de ellos abre la cerradura con un hacha. La tapa se abre de repente…

Y de dentro salta un hombre completamente desnudo, barbudo, desastrado, cubierto de barro y suciedad y los dioses saben qué más.

La mitad de la multitud se queda silenciosa de inmediato, mientras que la otra mitad, demasiado lejos para ver lo que ha ocurrido, sin saber que ha salido un hombre desnudo de la caja, sigue vitoreando.

—¡Por Hércules! —exclama mi padre.

Vespasia se ríe.

Julia suelta una palabrota que no sabía que conociera.

Los dos soldados del carro están asombrados; no se mueven lo más mínimo. El hombre desnudo da un paso fuera del baúl, hacia el carro, y luego se cae. Se levanta otra vez con las piernas temblorosas y salta del carro a la carretera.

En la tribuna de los patricios se levanta una mujer, Antonia. Tiene la cara de color gris.

Tito está de pie al borde del estrado. Gira la cabeza y mira primero a Antonia, luego al hombre.

El hombre desnudo echa a correr, pero tropieza en los adoquines; se mueve como un bebé, que no está acostumbrado a sus piernas.

Yocasta está a mi lado. Se inclina hacia mí y susurra:

—Señora, es él. Es Lucio Plautio.

El emperador destronado
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