15 de enero, después de
anochecer
En el exterior de la casa de Lucio Ulpio
Trajano, Roma
Hasta ahora la noche ha sido más aburrida que una obra griega. Pero, en lugar de escuchar a un actor llorar por su destino en la vida, he pasado la mayor parte de la noche fuera, con frío, custodiando la litera de Nerva, mientras esclavos y libertos de la vecindad alababan las diversas virtudes de sus amos. Junto a mí se encuentran los esclavos de un secretario imperial que se llama Epafrodito. (¡Vaya nombrecito! Hay que coger aliento a la mitad.) Hablan del hombre como si hubiera conquistado el mundo entero, desde Hispania a la India, y de vuelta. Pero es solo un liberto cuyo único trabajo consiste en cuadrar libros de contabilidad. Ni uno de ellos tiene orgullo propio, aparte del que sienten por su amo. Esa es la diferencia entre ellos y yo. Yo fui un hombre autónomo una vez, antes de que las circunstancias me empujaran hacia abajo.
Me preocupaba venir hoy, que quizás alguno de los amigos del césar me viera y supiera quién soy. Pero Nerva me ha dicho que me daba demasiada importancia. «Los únicos soldados que asistirán son Tito y Cecina, y ninguno de los dos tiene ni idea de quién es Julio Caleno.» Para él es fácil decirlo. No es un desertor.
Durante la guerra civil, una vez que cayó Cremona y no quedó de ella salvo ruinas humeantes y cuerpos ensangrentados llenando las calles, las fuerzas de Vespasiano rodearon a todos los hombres que se oponían a ellos, los que resistían aún. Eligieron a algunos hombres para llevar mensajes a los ejércitos de Hispania y Galia, a decir que Vespasiano había ganado e intentar disuadirlos de que se opusieran a él. La mayoría de los oficiales había muerto, de modo que eligieron al azar. Un comandante Flavio me señaló y dijo: «Tú vas a ir a Hispania. Si alguien te pregunta, dirás que eres un tribuno». Pero no fui a Hispania ni entregué ningún mensaje. Hui.
Volví a mi atrasado pueblecito de la Galia con mi mujer, que, después de meses de guerra civil, no sabía si yo estaba vivo o muerto. Me vio entrar en el pueblo y lo único que dijo fue: «Bien, estaba empezando a echarte de menos». Un mes o dos después empezó a toser; al cabo de seis semanas, la había perdido para siempre.
Desde entonces me ha preocupado que alguien me reconozca, especialmente uno de los hombres de Vespasiano que me enviaron a cumplir una tarea que nunca terminé, que me llamaran desertor y me clavaran en una cruz. Nerva no sabe lo que ocurrió, pero es lo bastante listo para saber que hice algo de lo que no estoy orgulloso. Dice: «Caleno, tu anonimato es lo que te hace más valioso para mí. Puedo asegurarte que tu nombre no pasará a los libros de historia. No puedo insistir lo suficiente en lo poco importante que eres».
Supongo que tiene razón. Y de eso hace casi diez años. Pero mi estómago siempre se encoge cuando veo a un Flavio. Quizá no sea suficiente castigo para un desertor, pero es un castigo.
Más tarde, una docena de esclavos salen de la casa de Ulpio. Reconozco a uno desde el otro lado de la calle, es imposible no verlo. Es el liberto tuerto y gordo de Ulpio. El Toro.
Se separan: van de un grupo de sirvientes a otro. Veo que el Toro va primero al esclavo de Epafrodito. Le tiende un odre de vino, que van pasando de un hombre al siguiente. El Toro recupera el odre y se lo entrega a un niño pequeño, que corre al interior de la casa.
Cuando ha terminado, el Toro se dirige a mí.
—Caleno —dice—. Ya pensaba que podía encontrarte aquí.
El niño pequeño vuelve con un odre nuevo lleno de vino. Se lo tiende al Toro.
—¿Vino? —me pregunta.
—Nunca había dicho que no antes —respondo. Doy un largo trago y luego se lo devuelvo—. Tu amo es un buen hombre. La mayoría de los patricios ni siquiera piensan en el servicio que dejan fuera.
—Ulpio es muy generoso —dice—. Pero esto ha sido idea mía. Toma otro trago.
Me tiende el odre y yo doy otro sorbo largo. La mezcla es blanca, creo; bueno y fresco, no demasiado dulce. Este Ulpio realmente tiene medios. Hasta el vino que da a los esclavos es de primera calidad. Le devuelvo el odre y digo:
—No recuerdo cuál es tu nombre.
—Teseo —dice.
Por encima de su hombro veo al chico patricio, Marco, que camina hacia nosotros. Marco me ve y sonríe.
—Buenas noches, Caleno. ¿Tienes todo lo que necesitas? ¿El vino es agradable?
—Sí —digo—. De primera.
Los tres conversamos educadamente. Cualquiera que nos vea jamás sospecharía de que matamos a dos hombres en el camino de Ostia, hace un par de días.
—Pronto se servirá la cena —dice el chico—. Podríamos llevarte dentro y comerías con Teseo.
—No, estoy bien aquí —digo—. A Nerva no le haría gracia.
Mira hacia los esclavos de Epafrodito un momento. Luego observa al Toro y dice:
—¿Cómo va ahí fuera?
—Ya hemos terminado.
—Bien —dice el chico.
Se vuelven adentro y me dejan fuera, en la fría noche, aburrido y hambriento.