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Camino de Ostia, octubre de 381
¿Cuál es el objetivo que se persigue? Por primera vez Seihar duda sobre el punto del camino al que dirigir la mirada. Desde que salieron de Barcino, tan solo la proximidad cada vez mayor de Bappo, sus enseñanzas, lo llevan a pensar que ha hecho la elección correcta. Durante el viaje, cuando la comitiva decidía interrumpir la marcha, se preguntaba cómo orientarse en dirección a casa. Incluso había buscado el lugar más elevado de los tejados con tal de captar un retazo de lejanía.
No obstante, ahora se siente confuso. El trayecto hasta Ostia será breve, pero las imágenes de Bappo en la cárcel, aquella mano como una eterna despedida, lo persiguen. Poco importa que haya encontrado la paz al lado de Irene, sobre todo desde que Licinia volvió de Antium. Los tres se dirigen a despedir a Etheria, quien de nuevo ha sentido la necesidad de perderse más allá del horizonte.
La ruidosa ausencia del gigante a su lado marca como un hierro al rojo vivo las sensaciones que lo embargan ante aquel paisaje. Irene, su hermana y él viajan solos, con dos de los hombres que Símaco dejó en la casa antes de partir hacia el exilio por toda compañía. Desestimaron la idea de hacer el recorrido con Etheria al enterarse de que el papa Dámaso se sumaría a la comitiva formada para despedir a la peregrina. Según se rumoreaba, porque el propio emperador Teodosio se había quejado del trato recibido por su sobrina.
Seihar se ha adaptado bien a Roma. En un primer momento creyó que el senador se llevaría consigo a Irene al exilio, pero su reacción fue la contraria, incluso hizo regresar a Licinia con el fin de reunir de nuevo a las dos hermanas en su casa a orillas del Tíber. Confía en que el alejamiento no se prolongue en el tiempo, en que las voces paganas del Senado luchen por su regreso.
Sabe que Irene no habría dejado de asistir a esa despedida por nada del mundo, pero sus decisiones no dejan de sorprenderlo. Pese a que lo más sensato, tal como han dicho los hombres de Símaco, sería hacer el trayecto por la Vía Portuensis hasta el puerto de Ostia, ella ha optado por los caminos secundarios que bordean el Tíber, como si estuviera escrito que los cursos de agua han marcado la relación con Etheria.
Piensa en las numerosas veces que Bappo le describió su recorrido Eume abajo en aquellas tierras lejanas de Calavario, un nombre que ha tenido que incorporar a su vida, como si él mismo hubiera vivido también aquella otra aventura. Pero el gigante ya no está, por más que Seihar lo tenga presente todos los días, que incluso juegue con frecuencia a recordarlo como a un interlocutor invisible con el que va comentando los acontecimientos de la jornada.
Pese a la presencia constante de Bappo en su memoria, Seihar tiene otras prioridades. Se esfuerza por que Licinia lo considere un amigo, tal vez un compañero de las pequeñas aventuras cotidianas. A ella todavía le cuesta vivir el día a día lejos del templo, aceptar que su destino de vestal ha sido sustituido por otro incierto, por un mundo real al que no acaba de adaptarse.
—¡Si sigues espoleando al caballo de ese modo lo vas a marear! —advierte Licinia, mientras el muchacho se para en seco a su lado.
—Hay que vigilar bien los alrededores. ¡Nunca se sabe!
—Para eso ya están los hombres de mi tío. Tú solo eres un niño.
Al oír esas palabras, Seihar pone al caballo sobre dos patas y lo lanza al galope. Los que quedan atrás reciben el polvo que levanta la galopada. Irene interpela a Licinia.
—No deberías provocarlo. Ya ha dejado de ser un niño, y además se encuentra en un momento difícil. Pronto querrá ir más allá contigo. ¡Lo veo venir!
—¿Quién? ¿Seihar? Yo seré siempre una vestal, hice un juramento.
—Me gusta que te mantengas fiel a tus creencias y a tu palabra, pero los tiempos de que hablas puede que no vuelvan jamás. Y lo que no permitiré, si me quedan fuerzas y permites que te aconseje, es que abandones este mundo sin haber vivido, Licinia. No creo que haya nada más, solo tenemos esto. ¿Por qué desaprovecharlo?
—¿Y tú precisamente me dices que viva al margen de los dioses? Pensaba que esa peregrina te había convencido de respetar su religión, pero se diría que ni siquiera eso te ha influido.
—No sé qué decirte... Quizá si me hubieras acompañado en mi viaje a Gallaecia ahora lo entenderías...
—Mi condición no me lo permitía, aunque lo cierto es que tampoco has contado demasiado conmigo a la hora de tomar decisiones.
—Pero si todavía eres muy joven, Licinia...
—También soy tu única hermana, la que abandonaste en manos de Símaco cuando murieron nuestros padres.
—Era un hombre con experiencia, y te ha criado de manera ejemplar.
—¿Y no se te ocurrió que quizá yo podía desear otra cosa, Irene?
La proximidad de Seihar, que ha vuelto con el caballo resoplando, interrumpe la conversación entre las dos hermanas. Irene lo agradece, se dice que tal vez ha llegado el momento de dedicarle la atención que solicita, pero también sabe que un veneno la recorre por dentro y que no es capaz de saber qué hará con su vida.
A veces piensa que es como si Etheria le hubiera contagiado su enfermedad, la del conocimiento de las cosas del mundo, cierto desasosiego en la boca del estómago que la impulsa a desear nuevos viajes, nuevas aventuras.
Le gustaría hablar de ello con la peregrina, pero todo indica que no volverá a verla después de ese día. Por no hablar de que Símaco le ha impuesto una tarea difícil, la de mantener la casa con vida hasta que él vuelva. Y no se le ocurre cuándo podría ocurrir eso, sobre todo porque no hace falta reflexionar con detenimiento sobre la tendencia caprichosa de la política romana para darse cuenta de que el perdón del senador podría muy bien ser un imposible.
—Más allá de ese campo que veis está el puerto de Ostia —anuncia Seihar a las hermanas.
Licinia ensaya de nuevo la expresión impenetrable que adopta cuando se encuentran en presencia de terceras personas.
Viajar al lado del papa Dámaso no era precisamente lo que Etheria esperaba. Todo se precipitó días después de la muerte de Bappo, cuando el pontífice recibió una misiva de Constantinopla exhortándolo a reparar la injusticia del primer encuentro. Pese a la orden de Teodosio, todavía tardó unos días en dar su brazo a torcer. El destierro de Símaco y el ajusticiamiento del gigante acabaron de convencerlo.
Ahora bien, aquello no era lo único que ocupaba la mente del papa. Despedir a Etheria significaba asimismo deshacerse de un personaje que, tras su intervención en el Senado en favor de los paganos sin perder en ningún momento su aura católica, empezaba a socavar su prestigio como máximo representante de la Iglesia en Roma. Verla partir sería como un bálsamo que devolvería las cosas a su sitio.
Ahora, camino de Ostia, lo que más le duele a la peregrina es la forma en que Irene rechazó su invitación. Quería llevarla a su lado, y tanto le daba que buena parte de las autoridades religiosas las acompañasen. Pensaba que era lo mejor que había encontrado en aquel viaje, la persona que, contra todo pronóstico, le había mostrado un camino diferente al que ella imaginaba durante sus días de rezos y encierro en Calavario.
La Vía Portuensis está atestada de carruajes con mercancías. Entre los portadores se observan distintos colores de piel, como si una representación de todos los pueblos del Imperio se hubiera congregado allí. Etheria se ha vuelto un par de veces en busca de Susana y la ha visto avanzar rodeada de estandartes, sin duda muy incómoda entre tantos hombres de Dios.
—Confío en que tengas previsto regresar algún día. El pueblo de Roma te ha tomado afecto —le suelta el papa Dámaso por sorpresa.
—Creo que tienen en ti a la persona adecuada para seguir los dictámenes del Altísimo.
Etheria no pretende atacarlo, pero al ver la forma en que el hombre aparta el rostro para evitar una respuesta, decide que es mejor así. No ha creído en ningún momento en aquel personaje, ni en su fe inquebrantable e impostada. Al menos, eso es lo que piensa muy cerca ya del barco que la llevará al encuentro de Teodosio para desde allí, si este no ha cambiado de opinión tras su intervención en el Senado, seguir camino hasta los Santos Lugares.
Más atrás vienen los soldados que la han protegido por orden de su tío, y que todavía habrán de hacerlo durante el resto del viaje. Después de Constantinopla, si se lo permiten, su idea es muy otra. Ya ha hablado de ello con Culleo y este se ha mostrado de acuerdo, siempre que el emperador dé su beneplácito. Alberga el deseo de hacerse invisible, de acercarse a la gente sin que reconozcan en ella a una enviada. Cosa que no es posible con una guardia tan numerosa como la que la acompaña.
También ha hablado de ello con Susana, y le ha dado la opción de elegir. Lamentaría mucho tener que prescindir de ella, pero entiende que si la sigue no podrá aspirar a aquella vida que le ha confesado con frecuencia, cual si fuera irrealizable fuera de los sueños. No quiere que nadie se sacrifique por ella, ni percibir que alguien la acompaña porque se limita a obedecer órdenes.
Hay momentos en que la Vía Portuensis pasa muy cerca del Tíber. Incluso aquí y allá, entre las sombras alargadas de los álamos, ha vislumbrado retazos del camino que debe de haber tomado Irene. Añora su compañía, más aún que cuando la dejó marchar en Arelate. Sin embargo, no confía en que ella le corresponda. Es consciente de que sus intereses van en dirección contraria, pese a que estén a punto de encontrarse, quién sabe si por última vez.
Etheria comienza ya a percibir el aroma del mar. Todavía hace calor y la humedad lo impregna todo, como una dificultad más que se suma a la tensión de la partida. Saltándose el protocolo, se acerca a Susana y le da la mano mientras esboza una sonrisa. Se dice que sin duda el viaje por mar será plácido, que las dificultades vendrán más tarde, cuando deba enfrentarse a la ira del emperador.
Algo le dice que logrará sus propósitos, y mientras contempla la figura del papa Dámaso, se pregunta si este podría entender que no coincidan en absoluto con los que él supone. Tal vez existan tantas maneras de vivir la fe como personas, aunque eso la acerca peligrosamente a las ideas de Irene.
Se pregunta cómo podrá olvidar para volver a nacer.
Puerto de Trajano, Ostia, octubre de 381
Irene contempla con añoranza el faro de Ostia, y al fondo aquella torre escalonada que servía de rampa de lanzamiento para sus miradas cuando Símaco y ella iban a contemplar el mar. La enorme actividad que reina en el puerto la hace dudar. No obstante, sabe que encontrará a Etheria, las dos han determinado con esmero el punto de encuentro, muy cerca de donde espera el barco que habrá de conducir a la peregrina hasta Constantinopla. Es incapaz de imaginar circunstancia alguna que no incluya esa despedida.
Pese a que el mar se ha vuelto más peligroso en los últimos tiempos, el puerto está lleno a rebosar de mercancías y comerciantes. Los más ricos se acogen a la protección del puerto antiguo, el recinto hexagonal construido por Trajano; pero también el puerto de Claudio, más expuesto a las mareas y a las incursiones bárbaras, cada vez más frecuentes, es escenario de intensas transacciones, promesas e intercambios.
Seihar ha de ser rescatado a cada paso debido a la atracción que en él despiertan los puestos diseminados por doquier, sobre todo los que venden armas de formas exóticas. Algunos romanos las coleccionan sin importarles los restos de sangre seca que conservan; otros buscan criados entre la multitud que parece haberse quedado allí atrapada. Estos también son solicitados por los comerciantes para llevar a cabo algún traslado eventual de mercancías, como si mantenerse al margen de toda actividad fuera una utopía que a nadie le cupiese en la cabeza.
El miedo a no encontrarse que las dos mujeres albergaron en algún momento se revela asimismo imposible. El grupo de Irene ha llegado antes al punto señalado, pero el alboroto que se produce al final de la Vía Portuensis se transmite de inmediato a toda la ciudad. No todos los días tienen ocasión de ver al pontífice, e incluso hay quien asegura que jamás había puesto sus pequeños y gordezuelos pies en ella.
El puerto huele a pescado y a carne en salazón, pero también puede percibirse el aroma intenso de los tejidos que, procedentes de Grecia, han desembarcado en el muelle. El olor se extiende más allá de lo razonable, hasta el punto de que Seihar ve como Licinia se lleva las manos al rostro y finalmente se cubre la nariz y la boca con la manga de la túnica. Las miradas de ambos se encuentran entonces, sin ningún obstáculo ni urgencia que las separe.
En razón de sus expectativas, a Irene ya solo la mueve un objetivo, y clava la vista en la entrada más habitual para los que se trasladan desde la ciudad de Roma hasta el puerto. La actividad, hasta entonces incesante, da la impresión de haberse vuelto más pausada, y un silencio jalonado de murmullos comienza a sustituir al alboroto habitual.
No tarda en aparecer la comitiva del papa Dámaso. En el centro, rodeados de soldados, van Etheria y Culleo, en quien, según le ha contado, la peregrina comienza a tener gran confianza. Al ver a Irene, justo delante del Aquila, la liburna ligera que la espera para zarpar, la peregrina levanta la mano, si bien de inmediato cae en la cuenta de que dicho gesto debería estar prohibido a causa de los recuerdos que puede suscitar. Las dos mujeres no tardan en encontrarse una frente a otra, y se apean de sus monturas para abrazarse en el muelle. La humedad y el salitre completan una mezcla de sensaciones intensas.
—Por un momento dudé de que vinieras —dice Etheria, mientras deshace aquel abrazo que tan incómodo le resulta al papa Dámaso.
—Hasta aquejada de la más grave enfermedad habría venido a despedirte.
—No, por favor. Basta de enfermedades. Me lo prometiste.
—Lo sé, pero tampoco puedo engañarte. Es posible que algún tipo de dolencia se manifieste en mí cuando te vea partir.
—Lo entiendo, Irene, pero tú crees en el destino, y sin duda proseguir este viaje forma parte del mío, lo que he estado buscando desde que decidí a qué deseaba dedicar mi vida.
—Es bueno saberlo. Tener un objetivo, quiero decir. Los míos parecen haber quedado detenidos.
—La marcha de tu tío al exilio te ha entristecido, pero encontrarás tu norte. No puede ser de otro modo. Y quizá algún día volvamos a vernos...
—¿De veras lo crees, Etheria?
—Me gustaría... Quién sabe, ¡ojalá!
Etheria la mira a los ojos, como si al hacerlo pudiera asomarse a su interior. Luego, con movimientos lentos, se lleva las manos al cabello y retira la aguja de marfil. Tras dedicarle una última mirada, se la entrega. La peregrina permanece inmóvil ante Irene, con las palmas de las manos extendidas y los brazos abiertos en actitud de ofrenda. Un mechón de cabello le cae sobre la frente.
Las manos de Irene acogen con agradecimiento lo que desde el principio ha considerado uno de los objetos más preciados de su compañera de viaje. Solo puede intuir su valor, pero lo que sí sabe con certeza es que el amor se halla presente en aquel gesto, y que ha comenzado la cuenta atrás. Pronto se verá reducida a un punto en el horizonte, el del velamen desplegado de la liburna, y más tarde, nada, tan solo un bello recuerdo.
Se vuelve hacia donde se han quedado Licinia y Seihar. Todavía siguen en la misma postura. Se miran como si nada pudiera romper aquel canal que se ha abierto entre ellos. Tal vez tengan razón y oponerse sería una locura. Debe reflexionar sobre qué actitud adoptar.
Etheria se le acerca una vez más. El grueso de los soldados ya han subido al barco y el papa Dámaso se ha retirado unos pasos, quizá lo más lejos de Irene que puede permitirse. Tan solo Culleo se mantiene imperturbable a su lado e Irene se atreve a suplicarle con la mirada que cuide de la peregrina, que no permita que se pierda en las arenas del desierto, que la proteja de los bandidos y las tempestades.
El soldado acoge aquella súplica y da la impresión de asentir con la cabeza. Quizá lo ha soñado, pero no tiene tiempo de pensar en ello, Etheria ha de partir y la despedida es inaplazable. El último beso es apresurado e Irene tiene la sensación de que ya no está allí, que ha empezado el viaje incluso antes de subir a la liburna.
—De un modo u otro, siempre estaré a tu lado. Lo sabes, ¿verdad? —dice la peregrina, como si fuera capaz de leerle la mente.
—Hace tiempo que lo entendí.
—Entonces, solo nos queda el trayecto, el que recorreremos antes de reencontrarnos.
—Y tal vez sea largo.
Etheria se ha quedado sin palabras. Culleo insiste en que ha llegado el momento de zarpar. Mientras tanto, Irene da media vuelta con decisión y camina hacia su hermana. Se ve obligada a dar una palmada al caballo de Seihar para que este salga de su embeleso.
La liburna comienza a maniobrar en el muelle y los crujidos de su casco de madera se dejan oír como un lamento.
La sobrina del senador Símaco vuelve a mirar en aquella dirección solo una vez más, pero no le cuesta distinguir la silueta de Etheria sobre la cubierta. Ninguna de las dos levanta la mano para despedirse.
—No existen adioses —musita Irene—, mientras te lleve tan adentro.