10
Tarraco
Cuando inicia la lectura del segundo párrafo de la carta, el cuerpo de Irene se tensa y profiere un grito agudo. Camina en círculos por la habitación, pero lo hace de manera caótica, a veces solo consigue trazar parábolas que se desdibujan antes de completarse. Finalmente, se queda quieta; una de las paredes soporta el peso del cuerpo vencido, pero sus ojos tan solo se apartan del papiro durante los sollozos contenidos que la sacuden. De vez en cuando la visión borrosa de alguna palabra la hace parpadear con insistencia, pero la avidez con que busca cualquier detalle la mantiene en suspenso hasta el final.
En esta ocasión no se apresura a quemar el correo llegado de Roma. De entrada lo aprieta fuertemente con ambas manos, pero no tarda en soltarlo, abandonándolo sobre las losas.
Las piernas le flaquean y se deja caer sacudida por el llanto, como si fuese una criatura. Hecha un ovillo, añora los brazos de su madre. Aunque solo conserva recuerdos evanescentes de su infancia, siente nostalgia de la niña que no pudo ser. Desde muy pronto tuvo que cuidar de su hermana y ahora reniega de la mala suerte que parece perseguirla.
Cuando se tranquiliza un tanto, desafía al cielo con los puños en alto y aprieta los dientes. Unos golpes suaves a la puerta le hacen apartar la vista del techo y clavarla en la hoja de madera. Contiene la respiración y no la suelta hasta que vuelve a oír la llamada, esta vez más insistente.
—¡Fuera de aquí! ¡Dejadme en paz de una vez! —exclama sin importarle quién haya al otro lado.
Al hacerse de nuevo el silencio, Irene recoge sus ropas y las mete en el hato. Sale a la pequeña balconada que las palomas han conquistado para hacer sus nidos; su presencia espanta a las aves, que abandonan el lugar. Ella está dispuesta a hacer lo mismo. Mira a la calle, nada de lo que ve le resulta familiar; de repente se siente extraña, fuera de lugar, estúpidamente enjaulada. Sin pensárselo dos veces, atraviesa la estancia y se dispone a cruzar el umbral. Entonces tropieza con el joven al que ha conocido en la fuente de los leones.
—¿Qué haces aquí? ¡Ya has cumplido! No te necesito.
Él mira a diestro y siniestro, entre extrañado y hosco ante las palabras de Irene. Llamar la atención es lo que menos le conviene. Tras asegurarse de que nadie es testigo de la escena, le suelta:
—Señora, espero una respuesta. Y dijiste...
—¡Pues no tengo ninguna!
—Pero...
Irene busca su hato y saca de él unas monedas, tal vez mucho más de lo que esperaba el muchacho.
—Dile que no me has encontrado, que yo también he muerto. ¡O dile lo que se te antoje, tanto da! —exclama mientras se dirige a la escalera que ha de llevarla a la calle.
Los peldaños, hechos de ladrillos de adobe, son más bajos y se encuentran mejor alineados a medida que se acerca a los pisos principales. Los salva de dos en dos hasta la planta baja, sin detenerse en el piso donde se aloja Etheria. Después se arregla la ropa antes de pasar entre los guardias de Teodosio, que la miran con indiferencia.
Debe llegar hasta muy cerca de la puerta para descubrir la figura de Bappo. Aquel gigante de modales bruscos y corto entendimiento, entrenado para obedecer, parece inofensivo sentado en el tercer escalón. La mira con la boca abierta y unos ojos como platos, y entonces Irene sabe con certeza que ha adivinado sus intenciones.
—Gracias, Bappo. Gracias por todo lo que has hecho por mí, pero ahora debo irme. No me sigas. Te lo prohíbo. ¿Entendido?
Sin esperar respuesta, Irene abandona el lugar. Avanzar en línea recta por la calle que lleva al foro no resulta fácil. Grandes y chicos se han reunido alrededor de un encantador de serpientes. La joven no se acerca a contemplar cómo la cobra se cimbrea dentro de la cesta apuntando al extremo de la larga flauta, solo escucha el sonido hipnótico del instrumento, que se mezcla con los gritos de la chiquillería. Se dice que incluso en tiempos de desdicha los niños pueden ser felices. Tampoco presta atención a las idas y venidas de hombres que llevan sacos sobre los hombros y acarrean piedras. Una nueva construcción está en marcha y, solo por un breve instante, Irene piensa que la fisonomía de la ciudad no tardará en cambiar, que los antiguos puntos de circulación de la urbe romana dejarán de ser los referentes que se impone seguir.
A ella, sin embargo, todo eso le trae sin cuidado, tiene prisa por llegar al puerto y tratar de subir a un navío. De pronto, volver a casa se ha convertido en una obsesión. Tanto da cómo tenga que conseguir el pasaje, le es absolutamente igual tener que hacer noche entre toneles o esconderse en una ratonera.
—Sigue andando y no digas nada —le ordena con gravedad una voz surgida de quién sabe dónde al tiempo que la agarra del brazo con firmeza.
Antes de que Irene pueda reaccionar, otro hombre, de similar corpulencia, se sitúa al otro lado.
—¿Quién os envía? —pregunta ella mirando alternativamente a aquellos hombres embozados, mientras repite sin éxito el inútil gesto de liberarse.
—No queremos hacerte ningún daño, pero no nos lo pongas difícil. —Las palabras van acompañadas de una breve presión en las costillas de la joven.
Lo que la amenaza es con toda seguridad una espada corta o un puñal. Nota como el acero permanece en contacto con su ropa mientras los tres avanzan a sacudidas.
—¡Malnacidos! Sois los esbirros de Terencio, ¿verdad? ¿Dónde está Vibio? ¡Decidme! —exige Irene, consciente de que no podrá desobedecerlos.
No recibe respuesta alguna de aquellos oscuros personajes, pero la dirección que toman con paso firme desconcierta a la muchacha.
Caminan de nuevo hacia el interior de la ciudad y no tardan en deshacer el camino que ella ha recorrido en su huida. Llena de confusión, Irene solo se atreve a abrir de nuevo la boca al encontrarse ante la misma casa donde ha pasado la noche. En la puerta, Bappo sigue sentado en el tercer escalón y no mueve un solo músculo para ir a su encuentro. Muy cerca, Cayo baja la vista al comprobar que Irene ya está de vuelta.
Desde una cumbre próxima a la ciudad de Tarraco, Vibio contempla la silueta a contraluz del templo dedicado al insigne Octavio Augusto, un emperador que, según le han contado en charlas de taberna, supo imponer su criterio. Pero de eso hace demasiado tiempo, cuando la gloria de Roma era muy otra. Ahora el Imperio lucha por su supervivencia, por mantener unas fronteras que la fuerza militar ya no defiende con idéntico convencimiento. Él constituye el mejor ejemplo; nacido en el norte de África, ciudadano de cualquier lugar donde quepa encontrar mujeres y buen vino. Adicto asimismo a la violencia y a la muerte, cualquiera que sea su naturaleza.
El mercenario aleja esos pensamientos y concentra la fuerza de su odio para aguzar la vista. Distingue en la lejanía las columnas y el frontón del templo; apuntan hacia el cielo, coronando un conjunto majestuoso en la parte alta del recinto amurallado. Le consta que esta es otra etapa del periplo que iniciaron hace demasiado tiempo, cuando todo indicaba que aquella misión tan bien pagada por el senador Terencio Vesalio resultaría sencilla. Sin embargo, nada hace presagiar que el final esté próximo. No esperaba que el emperador tomase parte activa en aquella aventura, ni que la sobrina de Símaco resultara tan difícil de manejar.
Cuando se vuelve y observa a los hombres que tiene a su cargo, ve el estigma de la derrota que los ronda. Los sabe cansados y un tanto desmoralizados, sobre todo a raíz de la muerte de sus compañeros. Ahora bien, ha contraído un compromiso absoluto: la única forma de volver a Roma es con la misión cumplida bajo el brazo. Debe intentarlo de nuevo, todas las veces que haga falta, pese a que en Caesaraugusta fracasó de manera estrepitosa.
Por si bastara con eso, ha empezado a ver nuevos problemas. La complicidad que parece haber surgido entre Irene y Etheria no es buena señal de cara a hacerse con el libro. Las ha observado de lejos a lo largo del viaje, ha oído sus risas y visto cómo se alejaban unos pasos de la comitiva, tal vez para intercambiar confidencias. Tan manifiestos han sido esos momentos que Vibio se pregunta si la peregrina no conocerá ya todos los detalles de la historia. Los hombres de Teodosio, con Culleo a la cabeza, tampoco han bajado la guardia ni un instante y han demostrado que no son unos soldados cualesquiera. Conocen bien sus obligaciones y han sido fogueados por mil batallas.
En consecuencia, se pregunta si Irene los ha delatado y quizá los esperan para darles caza. Ya solo quedan tres y poco podrían hacer contra aquel grupo bien armado. Por otra parte, no acaba de entender cómo ellos, pagados por un senador cristiano, han de enfrentarse a los hombres del emperador cuando este, hace poco más de un año, instauró el cristianismo como religión oficial. El libro ha difuminado poderosamente los límites de lo real y nadie sabría decir con certeza quién es su enemigo.
Vibio, hijo bastardo de un príncipe egipcio, se recuerda que no eligió la palabra o la lógica para enfrentarse al mundo. No es asunto suyo dudar ni hacerse preguntas, sino utilizar el poso que en él dejó su padre. Esta vez no quiere el menor sobresalto y se dice que la única solución consiste en actuar con astucia.
Pide a sus hombres que cojan un par de sacos de arpillera y los llenen de ramas, pero, sobre todo, que escondan bien las armas. Los tres se hacen pasar por mercaderes y nadie les corta el paso hasta que llegan al foro. Vibio tiene un plan, no de ejecución inmediata, ni mucho menos de enfrentamiento directo, que tan malas consecuencias les ha reportado. Es el momento de ponerlo en marcha.
El recinto bulle de gente a media mañana. Comerciantes y compradores, soldados, hombres y mujeres venidos de todas partes que negocian, vigilan o van en busca de una oportunidad para llenar la olla. Los hombres de Terencio se toman su tiempo antes de actuar, sobre todo para estudiar con detenimiento el lugar donde se ha alojado Irene. Entonces descubren a dos de los soldados del emperador que acompañan a Etheria. Muy cerca hay un vinatero con sus mulas. Vibio considera que se trata de la situación idónea y, por añadidura, bastante antes de lo que esperaba.
Instruye con cuidado a sus hombres y acto seguido extrae el pequeño puñal que oculta como último recurso. No le gusta demasiado lo que ha de hacer, pero con todo se acerca a una de las mulas y con un giro seco de muñeca le corta los tendones de la pata. El animal se desploma sobre su amo arrastrando la mesa improvisada con unas maderas. Entre tanto, Vibio huye como un poseso hacia la salida y de camino derriba a algunos de los presentes.
La reacción de los hombres del emperador no se hace esperar. Son los que están más cerca y salen disparados en persecución de aquel agresor, pero sus ropas son demasiado pesadas para que puedan darle alcance de inmediato. Lo siguen un rato por las calles que rodean el foro hasta que los esbirros de Vibio los reciben en una esquina. Les arrojan encima una red y los soldados tropiezan y acaban convertidos en un amasijo. Resulta fácil deslomarlos a bastonazos y quitarles las armas y las protecciones. Con todo, lo que más desean son aquellos cascos que los identifican claramente como a hombres del emperador.
—Con esto podremos acercarnos a Irene cuando llegue el momento.
—¿Seguro que no debemos matarlos, Vibio? Te reconocerán si vuelven a verte.
—No lo creo, de eso se trata. Vaciadles la bolsa. Si los dejamos con vida tal vez piensen que han sido unos simples ladrones. Nos conviene que lo crean...
—¿De veras creías que ibas a llegar muy lejos? Si quieres morir es cosa tuya, pero yo no me haré responsable.
La voz de la peregrina resuena con fuerza colmando de autoridad la sala a la que han trasladado a Irene. La primera planta de la casa donde se encuentran tiene muy poco que ver con los pisos superiores. Sobre las ventanas cuelgan cortinajes aterciopelados y un triclinio reposa junto a una mesa bellamente tallada. También han colocado muy cerca un ramo de flores que desprende un aroma delicado.
Los dos hombres que la han abordado descubren su rostro y acto seguido se retiran sin más.
—¡Siéntate! —dice Etheria mientras señala una silla almohadillada.
—Prefiero seguir de pie.
—No te lo pido, te ordeno que lo hagas. Y vaya por delante que no estoy de humor para soportar tus desaires —añade con gesto adusto.
En ese momento Susana entra en la estancia con una bandeja sobre la que hay una jarra de bronce y dos vasos, así como unas pastas elaboradas con harina de avellanas y endulzadas con miel.
Irene tarda unos instantes en aceptar lo que le ofrece la sirvienta, pero ante la insistencia de esta corrige su actitud. Desestima las pastas y se bebe el mulsum de un trago.
—Ahora que ya sabes quién soy y cuáles son mis intenciones, ¿qué piensas hacer? —pregunta Irene, que aún no ha obedecido la orden de sentarse.
—Cabe decir que abortar tu huida no ha sido cosa mía. Tienes mucha suerte, Irene.
—Pues entonces ¿de quién? ¡Explícate! No te entiendo.
Las dos mujeres se miran cual si midieran sus fuerzas. Los ojos negros de la peregrina se clavan en los que tiene justo delante, de color más claro y visiblemente enrojecidos.
—Ya veo que no lo adivinarás. Han sido Bappo y Cayo quienes han venido a buscarme. Sufrían por tu suerte y han implorado mi ayuda. La lealtad de esos hombres debería satisfacerte.
Irene no da crédito. En un primer momento suelta un resoplido, pero no tarda en menear la cabeza negativamente. Ha subestimado a Bappo al marcharse; aunque nadie lo diría a primera vista, no es de los que obedecen cualquier orden. Sin embargo, de algún modo se siente traicionada y el tono bajo de su voz responde a las dudas que la invaden...
—Así pues, ¿los has informado de nuestra conversación de esta mañana?
—No, y me disgusta que hagas esa pregunta. Yo no informo de mis conversaciones. Si han de enterarse de algo, que sea por ti. Eso sí, les he prometido que te llevaría conmigo.
—¿Por qué no quieres entenderlo? ¡Nada me ata a ti ni a este grupo! ¡Puedes quedarte con el maldito libro, si ese es tu deseo! ¿Acaso no lo ves claro? Todo ha sido una farsa. Estoy cansada, muy cansada. ¡Ya no puedo más! Por mi culpa han asesinado a un prefecto romano... ¡Y también han muerto personas inocentes!
La mujer de Cayo y aquella madre y su hijo de las tierras de Pallantia se han adueñado de las pesadillas de Irene. Por un momento se mantiene en silencio, pero al cabo añade con firmeza:
—Déjame partir, te lo ruego.
—No eres tan poderosa como crees, Irene. Las personas que mencionas habían venido a este mundo para cumplir una misión, y esta llegó a su fin. Tus manos no están manchadas de sangre, y nada sucede sin...
—¡Qué sabrás tú! ¿De verdad te crees eso? —la interrumpe Irene en tono despectivo.
La peregrina no cae en la trampa de la provocación. Espera unos instantes y, obviando la pregunta, completa su dictamen.
—No tengo nada más que añadir. Tal vez algún día podamos proseguir esta conversación sin la rabia ni el dolor que ahora mismo te embargan. Entre tanto, cumpliré la palabra que di en Calavario.
—Lo sabías, ¿verdad?
—¿Qué debía saber?
—Dime la verdad, ¿por qué aceptaste que te acompañara?
—Tengo mucho trabajo, mañana a primera hora partimos hacia Barcino. El camino es largo y a todas luces habrá tiempo para encontrar respuestas. Ahora quiero ir a rezar sobre las cenizas de los mártires y los enterramientos de la comunidad cristiana. Necesito que la luz de Cristo guíe mis pasos, recordar los pasajes del Evangelio que nos hablan del perdón, de la curación del cuerpo y el alma. Contemplar la piscina probática de Bethesda, tallada en mármol blanco... No tienes ni idea de lo que te estoy hablando, ¿verdad?
Irene niega con la cabeza sin mostrar remordimiento alguno.
—Tú ya no estarás conmigo, pero no me detendré hasta ver con mis propios ojos el lugar que ahora solo se me ofrece esculpido en un sarcófago. Cuando llegue a Jerusalén, en el camino del valle de Beth Zeta me bañaré en las aguas donde tantos cuerpos llagados obtuvieron la curación y rezaré por ti.
—¡No necesito tus oraciones! Así pues, dime, ¿debo pensar que soy tu prisionera?
—Eso solo depende de ti, Irene. Te llevaré hasta Roma, y allí nos despediremos.
—Pero yo...
La peregrina da media vuelta y desaparece detrás de la pesada puerta. Cuando parece que va a quedarse sola, los dos soldados encargados de vigilarla entran en la estancia. Bappo y Cayo siguen a Etheria con la mirada, pero ninguno de ambos se atreve a intervenir. Ella sonríe al gigante y se dirige al antiguo legionario.
—¡De acuerdo, lo sé! Irene necesita descansar. No obstante, daré órdenes para que la vigilen de cerca. Ahora id a preparar vuestras cosas, partiremos antes de que salga el sol. Ya no tenemos nada que hacer en Tarraco.
Cuando ya parece que ha dado por terminada la conversación, se vuelve y, en tono más desenvuelto, añade:
—¡Ah!, y no quiero ver más caras largas, ¿entendido? Habéis cumplido con vuestro deber, pero no será fácil que vuelva a ser la de siempre. El golpe que ha recibido ha sido muy duro.
Cayo espera unos instantes y va en busca de Irene. Tiene la sensación de que lo necesita, que está confusa y se siente sola. No se hace ilusiones, sabe que no es la persona adecuada y únicamente se propone hacerla sentir que puede contar con él.
Siguiendo la indicación de Etheria, Bappo espera a que se aleje el antiguo legionario y luego deposita en sus manos la carta de Símaco.
—Guárdala tú —le dice la peregrina—. Tal vez vuelva a pensar en ella en algún momento y quiera destruirla. No obstante, el suelo no es el destino más adecuado para esta misiva. Sobre todo, no pierdas de vista a Irene; que Cayo te ayude.
El gigante aprieta con fuerza el pergamino. Conoce la carta y su contenido, si bien después de leerla la dejó donde la había encontrado. Sabía que Druso le importaba, pero aún sigue perplejo por el efecto que su muerte ha provocado en Irene, ese dolor devastador que él nunca ha sido capaz de sentir ante la desgracia ajena.