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Lucus Augusti
La noche es oscura, sin luna. Poco antes de que Irene abandone la casa donde se han alojado, Cayo celebra que los dioses los favorezcan. Llevan un rato discutiendo la manera de obrar y él ha tenido que dar su opinión sobre el aspecto de la sobrina de Símaco.
—Esa túnica un tanto desharrapada es la mejor opción. Pero los pechos no quedan lo bastante a la vista. Debes parecer una ramera, si me permites decirlo.
Irene está dispuesta a hacerle caso, no porque se trate de un hombre, sino porque es el único amigo que le queda en esa tierra lejana. La túnica es la que llevaba durante el viaje y se ve bastante ajada. No obstante, ignora si sabrá adoptar la actitud necesaria para llevar a cabo su misión. Por toda respuesta, abre los brazos en señal de duda y Cayo se le acerca para coger con ambas manos el vestido y rasgar el dobladillo superior a fin de ensanchar el escote. El nacimiento de los pechos queda bien a la vista, sin que la mujer esboce reacción alguna para ocultarlo.
Entonces, el viejo legionario le da la espalda y le pide que no lo demore más. Irene sale al exterior y se adentra en las callejuelas de la ciudad en dirección a la parte alta. Los dos carruajes han quedado estacionados en la plaza, delante de la casa del gobernador, muy cerca de una antigua basílica ahora convertida en iglesia.
Pese a haber hecho el camino previamente con Cayo, se extravía por dos veces. En algunas zonas de la ciudad resulta difícil reconocer la ruta; los artesanos han cambiado sus puestos de lugar o se han perdido gran parte de las referencias que el día proporciona. Irene llega finalmente a la gran explanada y ve al otro lado las carretas, aparcadas delante de un muro de ladrillo. Están vacías, pero los baúles se encuentran en el interior, protegidos tan solo por una cerca.
Hay un hombre sentado delante; parece aburrido, pero ella sabe que el menor ruido puede hacer que se prepare para la lucha. Por suerte no se trata de ninguno de los soldados de Teodosio, sino de un esbirro del gobernador. Poco después se ve venir al otro centinela, que ni siquiera hace un gesto a su compañero. Pasa por delante y sigue su camino.
Irene se ve obligada a esperar a que el soldado aburrido se quede solo, pero tampoco le conviene cruzar la plaza de extremo a extremo. Se adentra de nuevo en las callejuelas y, tras salvar diversos obstáculos, le sale por detrás. Ve la espalda del hombre y sonríe. Cayo le ha advertido que la mejor manera de acercársele es por sorpresa, no darle tiempo a pensárselo demasiado. Solo ha de ver a una mujer que se le ofrece.
Se ha frotado a fondo el cuerpo con espliego y el soldado no tarda en detectarla. Cuando se vuelve, Irene ya solo necesita dar un par de pasos para caer en sus brazos.
—¿Qué haces en la plaza? El gobernador tiene invitados y ha prohibido acercarse.
Ella frunce el ceño y da un paso más. No hay dureza en las palabras del hombre, sin duda el disfraz resulta efectivo.
—¿Acaso tengo aspecto de buscar al gobernador?
Antes de salir también se ha ensuciado los dientes con ceniza, y cuando sonríe debe de ser muy evidente, pero en los ojos del centinela solo parecen brillar sus pechos.
—¡Eres una descarada! Diría que has bebido más de la cuenta, pero ahora no puedo hacer nada por ti. Tal vez cuando acabe la guardia...
—Entonces ya no me tendrás tan cerca.
Irene da el último paso que lo separa de él y se frota contra la espada que le cuelga del cinto, cuya frialdad percibe a través de la túnica.
—¿Todo lo que tienes es tan grande?
El hombre ha caído en la trampa. Rodea el cuerpo de Irene con sus brazos e intenta buscarle la boca. Ella se resiste y solo le ofrece el cuello, pero lo va conduciendo hacia la cerca. El deseo del soldado no tarda en imponerse al miedo al castigo por abandonar su puesto. Ambos entran en el recinto donde se hallan los bultos de las carretas. Irene sabe que es ahora cuando debe mostrarse lo bastante convincente.
—Es mejor que no te lances demasiado. Hoy estoy sucia.
—Tanto me da —responde el soldado, que ya empieza a desatarse la ropa.
—No, sería muy desagradable para ti. Podemos hacer otras cosas, es decir, puedo hacértelas yo...
La mira, tal vez desconfía unos instantes, pero le dura poco. Levanta las manos para dejarla hacer e Irene aprovecha el gesto para depositar en sus manos la botija de aguardiente que lleva escondida. El soldado la acepta y da un largo trago, mientras nota las manos de la mujer envolviéndole el miembro, aunque esa percepción le dura poco. Al principio es como si sufriera un desmayo pasajero, después se deja caer pesadamente contra ella.
Cuando se lo quita de encima, Irene vierte sobre el cuerpo del soldado el resto del aguardiente. Todos creerán que se ha emborrachado, hasta es probable que él mismo no sepa muy bien lo que le ha ocurrido. Pero eso ya no es asunto suyo. Lo deja allí tal como ha caído y mira a su alrededor. El patio es pequeño y han tenido que trasladar los bultos antes de estacionar en él las carretas.
Se dice que no tiene tiempo que perder. No sabe en qué momento puede aparecer el otro centinela y dar la alarma. Prescinde de los fardos y va directamente a los cofres. Uno de ellos contiene diversos objetos de plata, un cáliz con pedrería y retales de tela para protegerlos. Es en el segundo donde hay un montón de pergaminos y diversos legajos, además de útiles de escritura.
Piensa que es un buen momento para hacerse con el libro de Catón, pese a todas las prevenciones que ha apuntado Cayo, pero no dispone de tiempo para averiguar cuál de todos es el que busca; el otro centinela no tardará en volver. La solución sería arrastrar el cofre al exterior y dejarlo escondido en un callejón, pero el riesgo es enorme.
«No te precipites, no lo hagas. Al menos ya sabes cuál es el cofre que lo contiene, se distingue bien por los herrajes...»
Intenta convencerse, todavía dolida porque Cayo haya decidido que sería más fácil si no la acompañaba. De hecho se siente un tanto engañada por el antiguo legionario, porque le haya permitido hacerlo sola. Le duele no saber cuál es el libro, no poder comprobar si hay algo que lo distinga. Pero no tiene tiempo...
—¡Sadoval! ¿Dónde cojones te has metido? ¡Sadoval!
Se queda helada. El centinela ha acabado su ronda. Irene echa a correr hacia el fondo del patio y se esconde detrás de una montaña de basura. El guardia entra y de inmediato ve a su compañero en el suelo. Se le acerca y recoge la botija tirada, es obvio que no necesita ni olerlo.
—Pero ¿qué has hecho? ¿Quieres que el gobernador te arroje a una de sus mazmorras de por vida?
Sadoval no responde. De hecho, no podrá hacerlo en un buen rato. E Irene se pregunta cuánto tiempo tendrá que permanecer boca abajo sobre aquel montón de inmundicias.
La silueta de dos caballos con sus jinetes se perfila al rayar el alba. Las mujeres que cabalgan a lomos de las bestias han salido de la domus sin hacer ruido. Un sirviente ha sido el único testigo.
En el interior del triclinio que han dejado atrás hay una bandeja con huevos, aceitunas y queso, un pan todavía caliente y un jarro con mulsum. Todo ha quedado intacto sobre la mesa de madera.
Así lo ha decidido Etheria, y Susana no replica. En ayunas y con solo una frugal colación en las alforjas, emprenden el camino hacia Santa Eulalia de Bóveda.
La peregrina, pues así es como empiezan a llamarla los que le salen al paso, golpea el vientre de la cabalgadura, se diría que tiene prisa, cosa que ella misma podría confirmar. La urgencia no viene dada por llegar a un lugar que desconoce y del que no espera gran cosa. De lo que en realidad tiene sed es de airear los turbios pensamientos con que su desconocido visitante le envenenó la sangre el día anterior. Precisa poner orden en sus ideas y tomar impulso para cumplir la misión que ha aceptado, el destino que ha elegido.
Susana la conoce lo suficiente para no hacer preguntas. Puede leer los pensamientos de la mujer en su expresión severa, en su mirada fija en el horizonte. Pero solo de vez en cuando la observa a hurtadillas y calla.
Una hora más tarde detienen la marcha. Poco a poco, el sol rasga el lienzo gris que cubre el paisaje y oyen el canto de unas aves. Los pastos parecen cubrirlo todo, solo los establos destinados al ganado alteran el verde tapiz del forraje.
Etheria hinche su pecho con la fragancia que le llega en una mezcla agridulce. A medida que pasa el tiempo, gente llegada de todas partes incrementa el número de los que ya esperan. Animales y personas de la más diversa índole se reúnen en un mismo lugar.
La edificación que los congrega es más bien humilde y presenta un desnivel importante. En la parte superior los hombres se preparan adoptando un semblante serio, en la más baja el barullo se intensifica al hacerse de día. Hay familias enteras que llegan en colmenas, otras se diría que han pasado allí la noche y se reparten platos de polenta o alguna pieza de fruta. No faltan chiquillos que aprovechan para llenarse el estómago con los mendrugos de pan sobrantes que los más ricos abandonan o les arrojan con desprecio.
Las dos mujeres avanzan sin llamar la atención, sus vestidos no delatan la condición acomodada a que pertenecen. La sensación de anonimato reconforta a Etheria mientras se acerca al lugar como una más.
—¡Date prisa, Susana!
—Señora, no es prudente adentrarnos tanto. He oído decir que se llevará a cabo un sacrificio, no las tengo todas conmigo. Podríamos verlo desde aquí.
Una mirada de Etheria basta para hacer desistir a la sirvienta. Sin cruzar una palabra más, atraviesan un pequeño atrio con dos columnas y, unos pasos más allá, una puerta en arco de herradura. En el centro del habitáculo divisan una pequeña piscina. Ambas mujeres se miran y buscan un lugar resguardado, dado que la gente empieza a disputarse el espacio.
—Tal vez se trate de un bautismo —murmura Etheria.
Su sirvienta no dice nada, se limita a menear la cabeza de un lado a otro de manera casi imperceptible. La voz de una mujer de mediana edad se deja oír antes de que estalle la euforia.
—¡Un bautismo de sangre en honor de nuestra diosa Cibeles, la Gran Madre de los Dioses! ¡Ella, la creadora de almas, protegerá a mi hijo contra el espíritu del mal!
Tras escuchar esas palabras, la gente de la entrada deja paso a un joven desnudo de cintura para arriba. Camina con un aura de gloria y, al llegar al centro de la piscina, el silencio se extiende por todo el recinto. Etheria abre unos ojos como platos y, pese al frío, Susana está empapada en sudor. Todos los asistentes miran al techo y las mujeres venidas de Lucus Augusti imitan su gesto.
Decorando la bóveda de cañón abundan pinturas de aves, muchas de ellas faisanes, gallinas y pavos reales, al igual que se adivina una oca y un ánade que comparten escenario con elementos vegetales, como el pino y los piñones. Justo en el centro, sobre el joven, hay una plancha con agujeros. Etheria clava la vista en el metal y, tras un bramido aterrador procedente del exterior, la sangre sacia la sed de los que la esperan al caer sobre el joven.
Las uñas de Susana se clavan en la carne de su señora sin que esta llegue a sentir dolor. Etheria solo tiene tiempo de taparse la boca para contener el vómito. No obstante, únicamente a ella parece impresionarle la forma en que el joven recibe la ofrenda. El olor es penetrante y solo una vez la peregrina es capaz de levantar la vista hacia la escena que presencia. El líquido caliente chorrea por todo el cuerpo del muchacho y él lo engulle a bocanadas con gesto placentero.
No les resulta fácil abandonar el lugar. Lo hacen entre los empellones de aquellos que todavía luchan por entrar en el santuario.
Una vez en el exterior, las dos mujeres jadean, su desasosiego se traduce en temblor de las manos y las piernas. Les queda una incógnita por resolver. Se retiran unos pasos más y se preguntan de quién es la sangre que mana de la plancha agujereada. Algunos hombres forman corro alrededor de no saben qué. Esperan hasta que el círculo se deshace. Ante sus ojos aparece el oficiante del sacrificio con un cuchillo en la mano. En el suelo, un enorme buey degollado se desangra entre convulsiones.
Etheria lanza un grito ahogado que nadie oye, el clamor de los congregados se lo traga.
—¡Hombre nuevo! —vitorean al unísono, mientras el sacerdote abandona aquel escenario dantesco para ser conducido al interior de manera solemne.
—Volvamos a casa —dice la peregrina tras aclararse la voz.
A Susana no se le ocurre palabra alguna para hacer más soportable el trance que sacude a su señora. Caminan en dirección opuesta a la gente, solo un ciego les sale al paso. De manera mecánica Etheria le da una limosna y el hombre, agradecido, farfulla algo. No podría decirlo con certeza, pero le parece que tiene que ver con el bautismo de sangre y la vida nueva que le ha sido conferida al iniciado. No obstante, Etheria no quiere saber nada al respecto. Se aparta y lo deja hablando solo.
—¿Acaso eres cristiana? —insiste el ciego al tiempo que busca aquella figura a tientas.
La peregrina se vuelve y el hombre percibe cómo se detiene.
—No solo vemos con los ojos.
—¿Cómo dices? —pregunta Etheria, sin escuchar a su sirvienta, que trata de hacerla avanzar.
—Rea, la diosa griega de la tierra que los romanos convirtieron en Cibeles y vosotros en la Virgen María —prosigue el hombre.
—¡Basta! —exclama la peregrina mientras recorre con Susana el último tramo que las separa de los caballos cual si alguien las persiguiera.
De repente recuerda la imagen de bronce que enarbolaba aquel desconocido en Lucus Augusti, así como el ara votiva que hacía las veces de pesebre para los animales... Sacude la cabeza para alejar todas esas imágenes, la sangre, las blasfemias, y se aleja de aquel lugar con la misma prisa con que ha llegado, exhibiendo una mueca en el rostro y con la mirada y el alma perdidas.
Bappo atraviesa las montañas de El Bierzo desdeñando toda población habitada. Vive del bosque y de lo que este le ofrece, tal como le enseñó su padre. Lo mueven las prisas por llegar a Legio, por dejar atrás la dura experiencia de haber perdido a sus compañeros, y también las muertes innecesarias, inocentes. Sabe poco de la ciudad que tiene como destino. En su anterior visita, cuando parecía que la misión encomendada a Irene sería un viaje con escasos tropiezos, pudo ver que conserva el tamaño del antiguo campamento, pero que ahora la rodea una imponente muralla.
Por otra parte, hace poco se enteró de que el grueso de la Legión Gemina fue borrado de la faz de la tierra en la batalla de Adrianópolis. La presencia militar en la ciudad se ha reducido a los limitanei, un cuerpo de contención, pensado sobre todo para proteger las fronteras o hacer frente a las tribus locales.
Ahora bien, no son estas consideraciones las que impulsan su búsqueda. Bappo solo persigue un objetivo, encontrar a Druso Vesalio.
Después de tres días viajando casi sin pausa, el cansancio se ha adueñado de sus huesos. La visión de Legio supone una liberación, pero todavía le queda lo más difícil. Frena el deseo de espolear al caballo para que llegue a la ciudad en el menor tiempo posible y lo deja ir al paso. Se ha portado bien, y el ganadero tenía razón, es un ejemplar resistente como ha visto pocos. Mientras se deja llevar, piensa que le sonreirá la fortuna, aunque sea por una sola vez.
Lo sorprende la facilidad con que cruza las murallas. En el exterior apenas hay suburbios, ni soldados que te cierren el paso con amenazas, tal como le ocurrió un mes atrás, cuando era el enviado de Irene. Ya entonces le pareció que los callejones eran infectos, muy estrechos y atravesados, de manera imposible, por los extremos de casas que aprovechan el espacio común. Nada ha cambiado, sus habitantes se confunden entre puestos y animales, entre basuras y ruina. Por suerte, sabe adónde dirigirse.
Todavía sorprendido por la ausencia de soldados, por cómo se ha ido destruyendo el espíritu de la ciudad romana que sin duda fue en otra época, Bappo continúa en dirección norte y llega al foro. Solo necesita atravesarlo para entrar en una zona más ordenada. Allí encuentra a algunos hombres uniformados, pero beben sentados en el suelo o ríen poniendo de manifiesto en sus dientes una edad poco apta para el combate.
Al primero que considera medianamente sobrio le pregunta por Druso, el prefecto. El hombre se lleva la mano a la boca antes de responder, cual si temiera soltar algo molesto para el personaje que lo interpela.
Luego parece dudar y, sin pronunciar palabra, le señala con la mano una casa cercana. Acceder a ella resulta igual de sencillo que cruzar los límites de la ciudad. Bappo deja el caballo en los establos y camina por el peristilo hasta una estancia de donde surgen voces acaloradas.
—¿Quién eres? —pregunta un joven bien uniformado de quien no duda ni un instante que se trata del hijo de Terencio Vesalio; Irene se lo ha descrito hasta la saciedad durante el viaje.
Hay tres hombres más, tal vez centuriones, aunque por su aspecto descuidado resulta difícil decirlo. Se toma su tiempo antes de hablar, como si necesitase asimilar los motivos de tanta dejadez.
—Soy un soldado que te trae información. Pero debo decir que me sorprende que nadie me haya impedido la entrada.
—Lo entiendo —admite Druso mientras en sus ojos nace la sombra de una duda—. Lo cierto es que hemos tenido un contratiempo en las montañas y mi guarnición se ha visto muy menguada. Hoy es día de mercado, y no me ha quedado otra opción que dar permiso a los soldados que me quedan. Tal vez sea su última borrachera.
Se vuelve hacia los demás reunidos con un esbozo de sonrisa, pero estos siguen inmóviles y en silencio. Cuando vuelve a mirar al gigante, los ojos de Druso se han vuelto gélidos.
—No te preocupes. Las torres cuentan con los centinelas suficientes para avisar si surge algún peligro. —De nuevo habla sin convicción y el gigante se plantea si ha hecho bien al venir a buscarlo—. ¡Di de una vez lo que te ha traído hasta aquí! No tengo mucho tiempo.
—Sé que te interesará, pero sería mejor que hablásemos en privado.
Druso Vesalio lo mira irritado, pero la curiosidad se refleja en su semblante. De pronto se pregunta si aquel gigante será el mismo que, según dicen, preguntó por él mientras luchaba contra los cántabros. Esboza un gesto de interrogación destinado a sus hombres, pero decide que no tiene demasiada importancia y echa a andar hacia el patio interior. Unos pasos más allá se detiene y se da la vuelta. La corpulencia de Bappo —se ve obligado a levantar la cabeza para buscar su rostro— consigue amedrentarlo.
—Te escucho.
La invitación no hace que el gigante se apresure a hablar. Mira a uno y otro lado y después a Druso. Acto seguido le relata detalladamente la situación de Irene. El monólogo dura un buen rato, pero su interlocutor, inquieto al principio, lo deja hacer hasta el final.
—Lo tiene bien merecido por querer hacer un trabajo de hombres... Y por seguir defendiendo a dioses creados a voluntad de sus fieles.
Bappo no se esperaba esas palabras. Da un paso atrás, por mero instinto, y está a punto de hablar de nuevo, de volver a detallarle los peligros a los que se enfrenta Irene, cuando el hijo de Terencio toma la palabra.
—¿Y qué quieres de mí? Soy el único oficial que queda en Legio y me debo a mis hombres. Espero refuerzos desde Astúrica Augusta, pero también ellos viven una situación similar. Los nativos parecen haberse hartado de nuestra presencia y ponen facilidades a las incursiones bárbaras.
—¡Pero quizá no la encuentres con vida!
El gigante ignora hasta qué punto exagera. Tampoco le importa demasiado. Si quiere que su viaje tenga sentido, debe conseguir que Druso se asuste. No obstante, se dice de repente con pesadumbre, eso solo ocurrirá si todavía la ama lo bastante para preocuparse por ella. Irene debe pesar más que el ejército, y también que su propio padre, Terencio Vesalio.
El hijo del senador desiste de tratar de conectar con la mirada del gigante. Se aleja y reflexiona sobre las palabras de Bappo. Vuelve a su lado y le pregunta de nuevo qué quiere exactamente, pero no tarda en alejarse otra vez para sentarse en el murete que rodea el impluvium. Luego le indica que aguarde y entra en la estancia donde están sus hombres. Al salir, su decisión parece tomada.
—Cinco días. No podré alejarme por más tiempo de Legio. Eso sí, intentaré convencerla de que venga conmigo y abandone esa empresa suicida. ¿Tienes una montura?
Bappo responde afirmativamente. Salen de la casa y, sin recurrir a ninguno de sus hombres, Druso la rodea para dirigirse a las cuadras. Elige un caballo que transmite fortaleza y ambos se ponen en camino.
—Iremos a la villa Olmeda. Tengo información sobre el viaje de esa peregrina. Al principio tenían previsto pasar por Legio, pero se han echado atrás. Me alegro porque solo habría encontrado miseria. Si no surgen contratiempos, llegaremos antes que ellos.
El gigante desiste de hacer ninguna pregunta más. La información que acaba de recibir no lo sorprende. Jamás ha dudado de la capacidad del ejército para conocer todo lo que se cuece en el Imperio. Entiende que le costará recibir algo a cambio por parte de aquel hombre, pero piensa en sus compañeros muertos y por un momento vuelve a ser el soldado de fortuna que Símaco eligió para dar protección a su sobrina.