1

 

En el camino, abril de 381

 

Días atrás, después de matar a María, mientras se mantenía oculto en las galerías subterráneas de Calavario, Bappo pensó en cómo podía ser útil. Con sus compañeros torturados hasta la muerte, solo le quedaba una opción. Se puso en marcha al mismo tiempo que la comitiva, en la que viajaba Irene con aquella extraña mujer a la que llamaban Etheria, y los siguió de cerca. Lo hizo desplegando toda la destreza que había aprendido en el ejército. Los guerreros que acompañaban a los viajeros habían resultado ser peligrosos y muy bien entrenados.

A lo largo de dos jornadas Bappo los mira de lejos, a la espera de su oportunidad. Los dos carros que llevan hacen sencillo rastrearlos. Solo debe mantenerse a cierta distancia a fin de evitar las continuas batidas que el jefe de los hombres de Teodosio ordena llevar a cabo. El soldado elegido sale en dirección contraria a la de los viajeros y, cuando ha recorrido mil pies, describe un círculo a su alrededor, sin retroceder ante los obstáculos que le salen al paso.

Todo va bien hasta que llegan a medio día de camino de Lucus Augusti. Tras atravesar un pequeño valle, Bappo los pierde de vista. No le preocupa, volverá a encontrarlos cuando supere el próximo repecho. Hace un alto a la orilla de un arroyo y una vez más se pregunta cuál debe ser su cometido. No obstante, un relinchar de caballos le da a entender que no está solo en aquella ladera de la montaña. Retiene con fuerza al ejemplar galés que ha comprado a un ganadero de Brigantium y ambos se ocultan tras los matorrales que crecen con profusión junto al agua.

Los hombres le pasan muy cerca. Son cinco y llevan a sus monturas de las riendas, sin hablar entre ellos en ningún momento. Bappo no alberga la menor duda sobre sus intenciones. Ha oído en Brigantium el relato de la muerte de Hermina y no le resulta difícil atar cabos. Aquellos hombres solo pueden haber sido enviados por los enemigos de Símaco. No son bandidos, de eso está muy seguro. Los movimientos de sus cuerpos delatan los años de entrenamiento militar y las armas son las propias de un soldado. ¿Cómo dudar de que persiguen lo mismo que Irene?

Durante unos segundos se plantea si enfrentarse a ellos, pero por mucho que confíe en su fuerza, son demasiado numerosos. La determinación que mostraron al asesinar a Hermina no invita a jugarse la vida en el lance.

La complejidad de los últimos sucesos ahoga a Bappo. Puede confiar en que aquel grupo no atacará de frente a los soldados de Teodosio que viajan con Irene, pero ¿y si a ella se le ocurre robar el libro y huir? La sola compañía de un antiguo legionario, Cayo, no parece suficiente para protegerla.

Decide no arriesgarse. Debe contenerse, asegurar sus próximos movimientos.

Permanece un rato a la orilla del riachuelo, pensando. Su vida se halla en juego y ha de tomar las medidas necesarias si no quiere acabar muerto en cualquier esquina tras una noche de borrachera. Sin embargo, la única manera de conseguir dinero para desaparecer consiste en prestar algún servicio que pueda comportar una recompensa. Si Roma estuviera más cerca cabalgaría día y noche para dar aviso al senador Símaco, él sabría corresponder a su esfuerzo, a su valentía. Pero la enorme distancia lo hace impensable.

De entrada decide reemprender el camino y seguir observando a los dos grupos a la espera de acontecimientos, hasta que vea claro su papel. Justo en ese momento, antes incluso de volver a tomar contacto con los viajeros, cae en la cuenta. Solo una persona pagará por saber que Irene corre grave peligro. Ese hombre es Druso Vesalio, a quien Irene buscaba con ojos preñados de desesperación cuando, durante el viaje de ida, los obligó a detenerse en Legio.

Sin pensárselo dos veces, abandona el rastro de la comitiva y se dirige hacia el norte. Debe encontrar a Druso sea como sea. Está en juego el resto de su vida.

Lucus Augusti

 

Etheria se desata las cintas de las sandalias y deja que sus pies se estremezcan al contacto con las losas frías del suelo. Le gusta ir descalza, pero el cansancio fruto de los tres días de camino desde Calavario ha conseguido que tenga el cuerpo dolorido, y sus pies no hacen sino recordárselo. Ya le había advertido Susana que antes de emprender tan largo viaje debía prepararse, que pasarse todo el tiempo orando en la capilla o leyendo libros piadosos no era un buen punto de partida.

Tal vez tuviera razón después de todo, piensa mientras abandona la idea de salir al patio de la casa donde se alojan, en vez de lo cual procede a tenderse en el perfumado lecho. Es cierto que aceptó todas las condiciones previas al viaje a los Santos Lugares, incluida la de ser recibida por las autoridades de las ciudades más importantes por las que atravesara la comitiva, pero el despliegue que se ha encontrado en Lucus Augusti ha superado con creces sus expectativas.

Vivir situaciones similares a lo largo de todo el recorrido la atemoriza. Y es que, aunque no pueda decirse que no lo entienda, no solo quiere servir de herramienta para que su religión destierre de una vez para siempre todos los antiguos cultos paganos. También le gusta estar sola, enfrentarse a lo desconocido con el fin de aprender nuevas maneras de mirar un mundo que, pese a sus esfuerzos, no acaba de entender del todo.

—¡Susana! —llama desde la cama, y de inmediato la sirvienta hace su aparición, como si estuviera a solo dos pasos de la puerta.

—Sí, señora.

—He pensado en la propuesta que me has hecho, la de ir a ese lugar que según tú es tan especial. Quiero ver con mis propios ojos lo que sucede allí. Quiero entender... Haz los preparativos y mañana de buena mañana partiremos.

—Se lo comunicaré al centurión.

—¡Susana! —la reclama de nuevo cuando la joven ya se iba.

—Sí, señora.

—No he dicho que avises a nadie. Iremos tú y yo solas. Dejaremos una nota para los soldados, que nos esperen.

—Ese tipo de celebraciones siempre reúne a una muchedumbre... ¿Crees que es lo más prudente?

—No se trata de una cuestión de prudencia, Susana. Este es mi viaje. He prometido contar a mis compañeras cómo es el mundo y, siempre que nos sea posible, no quiero intermediarios.

—Como digas, señora.

La sirvienta da media vuelta sin añadir ni una palabra más a las ya pronunciadas. En ese preciso momento una voz se deja oír en la oscuridad.

—¿Lo dices de verdad?

A Etheria el corazón le da un vuelco y su cuerpo lo acompaña. Se incorpora y, con la espalda recostada en la pared, se pregunta quién es el desconocido que osa interpelarla con tamaña insolencia.

—¿Quién eres? ¿Qué quieres?

Mas no recibe respuesta. Solo el latido del corazón de Etheria golpeándole las sienes quiebra el silencio. La incertidumbre acompaña a su brazo mientras se esfuerza en dirección a la lámpara de aceite. Acto seguido, describe un arco con el brazo para recorrer con la luz las paredes lujosamente decoradas. Las sombras que dibujan los volúmenes, los cuales aún no le resultan familiares, permanecen estáticas.

Por unos instantes Etheria teme que se trate de alguno de aquellos hombres que atacaron a la comunidad de Calavario. ¿Y si fuera el criminal que puso fin a la vida de la joven María? Nunca supieron de quién se trataba. Ese pensamiento fugaz hace que su cuerpo se empape de sudor frío. Tiembla.

Consciente del terror que desfigura el rostro de la mujer, el hombre furtivo toma la palabra, sin dejarse ver del todo.

—No te alarmes. No hay nada que temer. No soy sino un sirviente a las órdenes del amo que te acoge. Disculpa mi atrevimiento, no pretendía molestarte y mucho menos asustarte.

La mujer jadea. Convoca sus cinco sentidos en dirección a la voz. Intuye unas facciones marcadas, un rostro adusto. Por un momento se siente tentada de gritar para que alguien venga a socorrerla, pero por alguna extraña razón no lo hace. El hombre avanza un paso en dirección a la luz y sus miradas se hunden la una en la otra en un intento de reconocerse. Ninguna de las dos figuras se mueve, pero Etheria no se fía, y él mantiene alto el mentón. Pese al gesto, no cabe atribuirle el menor signo de desafío. No, ese hombre no tiene aspecto de asesino, de haberlo sido tenía la ocasión perfecta para acabar con su vida. Su porte tampoco corresponde al de un sirviente. Llena de dudas, lo escruta de nuevo.

—¿Te consta que podría hacer que te apresaran ahora mismo?

El desconocido no responde.

—¿No te atreves a decir nada? Tu arrogancia podría valerte una veintena de azotes.

Lejos de turbarse, el hombre sigue guardando silencio unos instantes. Luego, con voz firme, repite la misma pregunta que ha utilizado para manifestarse.

—¿Dices de verdad lo de querer saber?

—Te aseguro que no entiendo esas palabras, y mucho menos la actitud que adoptas.

—Hace un rato has comunicado a tu sirvienta el deseo de partir sin escolta.

—No tienes ningún derecho a espiarme. ¿Quién te envía?

Las preguntas se suceden una tras otra y, pese a la inquietud que domina el timbre de voz de Etheria, son pronunciadas sin estridencias. Como si ambas partes se hubieran puesto de acuerdo en que se trata de una conversación privada.

—No soy nadie; no tengo ningún amo. Debes perdonarme, por un momento he creído que...

La frase permanece inconclusa en los delgados y resecos labios, que desaparecen bajo una capucha, justo antes de que la figura dé un paso hacia la oscuridad.

—¡Espera! ¡No puedes hacerme eso! Primero te presentas en mi habitación como un fantasma venido de quién sabe dónde y ahora pretendes desaparecer del mismo modo. ¡No lo permitiré!

—¿Deseas algo, señora? —pregunta Susana unos pasos más allá del umbral de la puerta que comunica el cuarto con el pasillo porticado.

Etheria se apresura a salir a su encuentro antes de que pueda ver al extraño.

—Todo está en orden —dice de manera mecánica, un tanto forzada.

Al hacerlo es consciente de que corre un gran riesgo, las habitaciones del servicio están situadas en el ala norte, al otro lado del patio de aquella magnífica domus.

No obstante, la curiosidad prevalece, y siempre se ha dejado llevar por la intuición, aunque contravenga su propia seguridad. De nuevo solos, la mujer se acerca al hombre encapuchado...

—Está bien. Responderé a tus preguntas, pero tú tendrás que decirme qué haces aquí. ¿Queda claro?

Por toda respuesta él hace un movimiento afirmativo con la cabeza. Instantes después Etheria reanuda la conversación.

—Tienes razón. Le he dicho a mi sirvienta que necesito ratos de soledad; como el que me estás arrebatando, por cierto.

—No tienes aspecto de anacoreta. Más bien todo lo contrario. Se ve a la legua que eres de buena familia.

—¿Crees que te asiste derecho alguno a opinar sobre mi persona? Nada me obliga a darte más explicaciones. Muy bien, lo acepto, pero ahora te toca a ti.

—No te falta razón, señora. Yo mismo no me explico cómo he sido capaz de alterar tu reposo. Trabajo en los establos y no he podido vencer la tentación de conocerte en persona. Hacía días que todo el mundo hablaba de tu llegada.

—¿Ah, sí? ¿Y qué decían, si puede saberse?

—Nada malo —murmura el hombre.

—¿Ahora no vas a decirme la verdad? Me gustaría saber lo que piensa la gente de mi viaje.

—Pues hay opiniones para todos los gustos, por supuesto. Los amos nos han aleccionado para que todo esté a tu gusto. Es un honor para ellos recibir a una mujer emparentada con el gran emperador Teodosio.

—¿Y los demás? ¿Qué dicen los demás?

—Siempre hay quien piensa diferente, que lo que haces es... ¡una locura, en pocas palabras! Algunos no ven con buenos ojos que una mujer recorra el mundo en compañía de soldados y se hospede en casas de desconocidos. También hay quien afirma que no estás en tus cabales, si me permites decirlo, o que eres una de esas seguidoras de Prisciliano con una misión encubierta. Ya se sabe, cada cual hace brotar de su lengua lo que quiere.

—¿Y tú? ¿Qué piensas tú?

—Yo no pienso nada. Llevo mucho tiempo dedicándome tan solo a obedecer. Mis antepasados vivieron en esta casa, pero de esa historia hace ya más de cien años —añade con voz cansada.

Lo que había empezado como un interrogatorio acaba convirtiéndose en una prolongada conversación que los lleva muy lejos en el tiempo. Retroceden hasta el mandato del emperador Caracalla, quien, en su afán de militarizar gran parte de la administración romana, había enviado a Lucus Augusti al tatarabuelo de aquel hombre furtivo. Se trataba de un antiguo centurión de la Legión VII Gemina llamado Gayo Victorio Victorino, de origen germánico, y tenía a su cargo la oficina de impuestos. A él correspondía la recaudación de tributos...

—Vivió feliz aquí con su familia. Las cosas le iban bien y pudo ver cómo hijos y nietos crecían a su alrededor...

A medida que el hombre avanza en su relato, su expresión se va volviendo más sombría, más triste. Su postura, más vencida. De vez en cuando sus ojos, iluminados por la luz de la lámpara de aceite, se alejan del azul que le tiñe el iris y adquieren un aspecto casi cristalino.

—Los echaron. Tuvieron que marcharse cuando construyeron esta muralla, que atravesó la casa sin un ápice de respeto por sus habitantes. Mi abuelo era muy pequeño, cinco o seis años a lo sumo, pero la imagen de los bultos en el carro, de su madre sin poder retener el llanto y la derrota de su mundo infantil lo acompañaron siempre. No pasaba un solo día sin que, al ver la muralla, señalara este lugar. Ahora, claro está, las cosas han cambiado... Aunque no todo se ha perdido.

—¿Qué quieres decir?

La respuesta va acompañada por el ademán de invitarla a abandonar la estancia, y las dos figuras salen al exterior. Al hacerlo, Etheria despide diligente a un soldado que se acerca al ver al intruso. Dada la insistencia del hombre armado, accede a que los siga a prudente distancia. Juntos bordean los baños, el agua muda no se hace eco de sus pasos sobre los mosaicos que la circundan. Al cruzar el atrio, un retazo de cielo se abre sobre sus cabezas y la sensación de frío estremece a la mujer. Hace el gesto instintivo de protegerse el cuello con la capa que le cubre los hombros.

Antes de llegar a los establos, el olor a paja y estiércol se intensifica. El hombre le cede el paso y le señala una piedra que hace las funciones de pesebre. Limpia la superficie con la manga y acerca la antorcha a la suficiente distancia para poder leer la inscripción:

 

INVICTO MITHRAE
GAIVS VICTORIVS VICTORINVS
CENTVRIO LEGIONIS VII GEMINAE
ANTONINIANAE PIAE FELICIS
IN HONOREM
STATIONIS LVCENSIS
ET VICTORIORVM SECVNDI
ET VICTORIS LIBERTORVM SVORVM
ARAM POSVIT LIBENTE ANIMO

—La conservación de esta ara votiva al dios Mitra es el motivo por el que sigo aquí. Aún no sé qué me ha impulsado a confiarte mi secreto. Tal vez haya sido a raíz de la conversación con tu sirvienta. He tenido el atrevimiento de observarte y sé que escribes. También he oído tus palabras cuando dices que eres una enviada, que necesitas empaparte de historia, que anhelas visitar los Santos Lugares. Todo el mundo habla de ello. ¡Abre los ojos, señora mía, no existe una única verdad!

—No sé adónde quieres ir a parar —responde Etheria encogiéndose de hombros.

—¿Eres cristiana?

—Sí —contesta con seguridad y cierto orgullo Etheria.

—Deseas más que nada en el mundo ver el lugar donde nació Jesús de Nazaret, verter lágrimas sobre la tierra donde fue crucificado, recorrer los escenarios de su vida y el lugar donde ascendió a los cielos. ¿Me equivoco?

—No podría ser más cierto.

—¿Y qué pensarías si te dijera que Mitra, el dios del sol, al que adoraba mi familia, ya existía mucho antes de que el Dios al que te has entregado viniera al mundo? ¿Qué dirías si te dijera que también Mitra nació el veinticinco de diciembre en una cueva, que unos pastores fueron los primeros que lo encontraron y adoraron, y que también le llevaron regalos, oro y esencias?

Cuando Etheria arruga la nariz, el hombre ve reforzado su discurso. Las preguntas se suceden sin pausa, intenta aprovechar la ventaja que le proporciona la confusión en que ella parece inmersa.

—¿Sabías que su madre era una virgen, llamada Madre de Dios? ¿Que después de dejar sus enseñanzas en la tierra, Mitra ascendió a los cielos? ¿Que fue enviado por el Padre y que su sacrificio tenía por objeto redimir al género humano? ¿Y que de todo eso ya se hablaba mucho antes del nacimiento de ese al que llamáis Jesús?

—¡Me niego a oír más barbaridades! —lo interrumpe Etheria.

—Has dicho que quieres contar cómo es el mundo. Pues escribe eso también. Y piensa en ello. Los seguidores de Mitra creemos en la resurrección, en la comunión con el pan y el vino, en el cielo y en el infierno. El domingo también es nuestro día sagrado, ¿y sabes cómo llamamos a nuestro Dios?

Etheria, apoyada en un haz de forraje, abre mucho los ojos y permanece en silencio.

—Desde tiempo inmemorial, lo llamamos el Buen Pastor, ¡la Luz! Y pese a que seguirlo nos obliga a la honestidad, la pureza y el coraje, hemos de adorarlo en secreto. ¿Es eso justo? ¿Es justo que tantas coincidencias se pasen por alto? ¿Acaso no es posible que esa imposición de los cristianos obedezca a estrategias políticas?

—¡Basta! ¡No quiero oír nada más! —exclama Etheria tapándose los oídos con las manos.

—¡Yo te lo diré! ¡No! ¡No es justo en absoluto! ¡Es inmoral que nos obliguen a postrarnos ante un dios que no es otra cosa que un impostor!

—¡Eres un blasfemo! ¡Guardia!

Mientras Etheria, acompañada del soldado, desanda el trayecto hasta su habitación tan deprisa como puede, el hombre se queda atrás alzando una figura de bronce que representa a un toro a punto de ser degollado.

—¿Quieres saber? ¿De verdad quieres saber? Pues ve mañana al lugar que te han indicado. ¡Hazlo si te atreves! Y luego escribe, ¡escríbelo todo! ¡No basta con visitar tumbas de mártires!

Irene aún tiene en las manos la carta de Símaco cuando levanta la cabeza y deja caer los brazos sobre el regazo. Inmóvil, se abraza al mensaje llegado de Roma. Luego cierra los ojos unos instantes.

Hace apenas un mes se despedía del senador en el puerto de Ostia y tenía un plan. Ahora, en esa posada de mala muerte de Lucus Augusti, siente que ha perdido el norte. Nada ha salido como preveían y no encuentra la manera de enderezar la situación. Tal vez todos infravaloraron la capacidad de Terencio, la que nace de su vileza y codicia.

Relee algunas de las líneas que, con tinta negra y esmerada caligrafía, cruzan el pergamino. Cual si de las teselas de un mosaico se tratase, cada palabra ocupa el lugar correcto en el encaje de su presente y, al mismo tiempo, su conjunto muestra una visión inesperada pero coherente. Piensa en Hermina y no puede ahorrarse el sentimiento de culpa. Las lágrimas le humedecen los ojos al admitir que aquella mujer seguiría viva si ella no se hubiera cruzado en su camino. Y también en el de Cayo, quien ahora oculta su pena e incuba su venganza bajo la apariencia de hombre duro que a menudo lo traiciona.

—¿Cuántos inocentes más tendrán que pagar un precio que no les corresponde?

La pregunta, formulada en voz alta, no tiene tiempo de rebotar contra las cuatro paredes de la habitación. Como si alguien le hubiera puesto un espejo delante mostrándole su debilidad, la mujer yergue el torso y con gesto decidido corta el paso a la primera lágrima.

Después coge el aguamanil que hay debajo de la cama y vuelca en él la jarra de agua. Se refresca la cara una y otra vez sin concederse siquiera tiempo para respirar. Lo hace compulsivamente; desearía lavar la sombra de la derrota y la decepción. Más tranquila, se seca la piel y se arregla la trenza que le cae por la espalda. Baja corriendo los tres tramos de escalera de madera que separan su habitación de la que ocupa Cayo y, en actitud solemne, lo pone al corriente de los temores de Símaco.

—Hemos de enviar un mensajero a Roma. Yo misma redactaré la carta informando a mi tío de nuestra situación. Sin duda, Etheria querrá detenerse en Caesaraugusta, en esa búsqueda de mártires que la ocupa...

—Espera. Espera, Irene —la interrumpe el antiguo legionario—. La realidad es que de momento solo podemos contar con nuestras fuerzas y mantener la cabeza despejada. Informaremos a Roma, lo haremos. Pero presta atención a lo que voy a decirte.

Irene frunce el ceño y se sienta en un taburete desvencijado. Al comprobar que está cojo, busca algo para equilibrar la pata más corta, pero tras un par de intentos lo deja correr. Inquieta, pide a Cayo que continúe. Fuera sopla el viento y la tela de los pabellones golpea contra un travesaño una y otra vez.

—Tengo una información que con toda seguridad será de tu agrado. He podido oír una conversación privada entre Etheria y su sirvienta. Al parecer, mañana tienen previsto ir a un lugar muy especial.

—No sé adónde quieres ir a parar, Cayo. ¿Cuál es ese lugar?

—Hasta ahora no he tenido ocasión de averiguarlo, pero lo más importante es que estarán fuera el tiempo suficiente para que podamos apropiarnos del libro.

—¡Será imposible robarlo, amigo mío! Y aunque lo consiguiéramos, no iríamos muy lejos. ¡Sus hombres nos darían caza en un santiamén! Debemos esperar.

—No te lo tomes como un reproche, pero la paciencia no es precisamente una de tus virtudes, querida Irene. ¿Quién ha dicho que tengamos que robarlo y largarnos?

El nerviosismo de Irene aumenta por momentos. No obstante, cabe decir que Símaco ha elegido bien. Por ahora solo Cayo ha descubierto su debilidad, ese gesto de morderse el labio inferior que dibuja en él un pequeño pliegue. Los ojos del antiguo legionario brillan de manera muy especial.

—Nadie irá a ninguna parte, por el momento. Debemos ganarnos la confianza de esa mujer y estar preparados para cuando cambie nuestra situación. Tal como yo lo veo, Etheria no concede mayor importancia a ese pergamino que a todos los demás que la acompañan. ¡No sabe que nosotros lo necesitamos! ¿Acaso no lo entiendes, Irene? Incluso es muy posible que ni siquiera se percate de su ausencia. ¡Si conseguimos adueñarnos de él, desde luego!

—Pero...

—En Calavario me insinuaste que ningún «pero» se interpondría en tu misión. Y no creo equivocarme. Presta atención a mi plan. Hemos de descubrir en qué parte de la carreta se encuentra exactamente. En ella se amontonan diversos baúles y, en caso de disponer de poco tiempo para llevar a cabo la operación, no sabríamos muy bien qué hacer... Cuando a Símaco le llegue la noticia de que has perdido a todos los hombres, seguro que te enviará a otros que te ayuden. Ese será el momento de hacerlo desaparecer. Nosotros podemos volver con ellos o seguir acompañando a la comitiva con absoluta normalidad hasta llegar a Roma. El libro estará a buen recaudo en manos de los hombres que Símaco nos asigne.

—Entiendo que quieras seguir con Etheria porque sospechas que los esbirros de Terencio nos darán caza en algún momento. A mí también me gustaría que pagasen por la muerte de Hermina, pero tengo una misión y no sé si debo dejarme influir por cuestiones personales.

—Te comportas como un soldado y eso me gusta. Pese a ello, no perderé la oportunidad de vengar a mi esposa y espero que eso no te cause ningún problema. No puede ser de otro modo.

—No es un reproche, más bien pensaba en voz alta. Cuentas con mi simpatía, por supuesto —añade al darse cuenta de que sus pensamientos vuelan hacia Druso, la otra cuenta que tiene pendiente—. Por lo que respecta al libro, tu propuesta es muy sensata, pero no resulta fácil acercarse a la carreta. Durante el día Etheria pocas veces se encuentra lejos, y de noche siempre hay dos hombres de guardia. ¿Cómo podremos rebuscar entre los legajos para encontrarlo? Y, sobre todo, ¿cómo lo haremos nuestro?

—La respuesta, al menos a la primera pregunta, es sencilla. Eres una mujer muy atractiva —dice Cayo sin gesto alguno que contribuya a considerar un cumplido sus palabras—. Estoy convencido de que, por poco que te esfuerces, encontrarás la manera de entretener a los guardianes.

Antes de que Irene pueda responder, un ruido imprevisto les llega del otro extremo de la estancia que les han asignado en la posada; la mejor que tienen, según han dicho. Pese a ello, es un antro de suciedad y la puerta, completamente vencida, se queda a un palmo de poderse cerrar.

Cayo le sella los labios con la mano y se levanta del taburete. El exterior de la habitación se halla a apenas unos pasos de distancia, pero los primeros que da son inseguros. El antiguo legionario se lleva la mano a la pierna, endereza la postura y se lanza a averiguar la identidad del intruso.

Los segundos perdidos han sido definitivos. Al otro lado ya no hay nadie y Cayo se vuelve hacia Irene y se encoge de hombros.

—Tendremos que tomar precauciones —le dice con firmeza, pero ella nota cómo aparta la vista avergonzado.