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Antium, septiembre de 381

 

Seihar se hace pantalla con la mano para consultar el reloj de sol que preside el puerto de Antium. La sombra del estilete marca las IV y el calor es sofocante. Maquinalmente, el muchacho hace amago de adentrarse en la villa, pero el criado que lo acompaña lo detiene mostrándole un camino entre pinos. La casa donde ahora se refugia Licinia se alza sobre unos acantilados que forman parte de la línea de costa. El desnivel que hay que salvar se hace más y más abrupto a medida que los dos jóvenes acortan la distancia que los separa de su objetivo.

Una vez arriba del todo, el viento se convierte en una presencia invisible que los vivifica y pone voz al ramaje de los árboles y al romper de las olas contra las rocas. Sin embargo, antes de llegar a la puerta de entrada, les sale al paso el grupo de hombres armados que custodian la propiedad del senador. El guardia que da las órdenes saluda al criado como si ya lo conociera y, tras cambiar unas palabras, los invitan a pasar.

Seihar remolonea un rato, entregado a la contemplación de cuanto le ofrece aquella atalaya preferente. Al oeste, la ciudad queda reducida a un mosaico de luces y sombras. Alrededor del circo y el foro, un entramado de calles configuran el paisaje urbano. Al otro lado, el mar. Una extensión inabarcable, infinita, en la que la vista se pierde allí donde los azules se funden. Solo alguna embarcación y un puñado de islotes solitarios, sembrados de gaviotas, ocupan las aguas.

—¿Entramos?

La pregunta del criado lo devuelve a la realidad. Seihar menea la cabeza para intentar concentrarse en el motivo que los ha llevado allí. La puerta está abierta y dentro hay una mujer de mediana edad, que lo acompaña hasta una sala y lo invita a esperar allí. Poco después Licinia entra en la estancia. Seihar ha sido incapaz de oír el roce de las sandalias sobre la piedra y la repentina presencia de la muchacha lo sobresalta. Se levanta y contempla a la figura vestida de un blanco inmaculado, sorprendido por su aspecto ligero, como de espuma. Lleva un velo que le cubre el rostro y mantiene la cabeza gacha. Seihar no dice nada, nota la garganta seca y un extraño cosquilleo en el estómago. Se ve obligado a dejar transcurrir unos instantes para que las palabras se dobleguen a la voluntad de ser pronunciadas entre balbuceos.

—Mi nombre es Seihar, y conozco a tu hermana Irene. Es ella quien me envía.

Licinia levanta la cabeza y da un paso al frente. El velo que oculta su rostro ondula con suavidad y el muchacho espera en vano, solo un suspiro ahogado agita la tela.

—Se halla de regreso en Roma, como sabes —añade Seihar—. Y está preocupada por ti.

La mujer que la ha acompañado hasta la sala aguarda en la puerta y no pierde de vista a Licinia. Mantiene las manos a media altura, con las palmas extendidas, como una madre que vigila los pasos inseguros de su hijo. Tras una breve pausa, la joven le pide que los deje solos y la guardiana desaparece por el pasillo. Antes de hacerlo, se vuelve un par de veces para asegurarse de que su señora no ha cambiado de opinión.

—¿Se encuentra bien? Mi hermana, quiero decir —pregunta finalmente Licinia en un tono de voz casi inaudible.

—¡Oh, sí! Ha sido un viaje difícil, pero ya se encuentra mucho mejor —responde el chico sin mencionar su enfermedad, al caer en la cuenta de que no sabe si la han informado.

—¿Es que... acaso no se encontraba bien?

—No, no. Preocupada, como ya he dicho, eso sí. Son tiempos difíciles, el mundo parece haberse vuelto loco, pero qué te voy a contar que no sepas... Yo aún no acabo de entenderlo, pero me da la sensación de que todo se tambalea bajo nuestros pies y caminamos sobre cantos afilados. ¡Perdona, no querría preocuparte! Irene me ha dado un mensaje, quiere reunirse contigo en cuanto pueda.

Poco a poco, los dos jóvenes trenzan una conversación que solo roza de puntillas la realidad a que se han visto abocados. Seihar es el primero en sincerarse. Le habla de la madre que ha dejado atrás, del padre y el hermano muertos en combate y de cómo la miseria y la enfermedad se llevaron a la benjamina de la casa. Le refiere el maltrato por parte de sus abuelos y el hedor que se le adhería a la piel al salir de la factoría de garum. Esboza asimismo una sonrisa de añoranza al recordar a Saco de huesos, que se ha quedado en Roma comiendo hasta la saciedad, y se le llena la boca al hablar de Bappo. Ella lo escucha con avidez. De vez en cuando se cubre los labios con la mano en un gesto que Seihar interpreta como la contenida expresión del sobresalto que le provocan sus historias. Entonces, el muchacho trata de encontrar palabras más amables.

—¿Puedo hacerte una pregunta, Licinia?

Al ver que ella mueve la cabeza autorizándolo, prosigue:

—¿Por qué te cubres el rostro? No tienes nada que temer.

La joven se frota las palmas, indecisa. Un leve temblor se apodera de sus largos y delicados dedos mientras muy despacio se retira el velo. Seihar sigue cada uno de sus movimientos con el pulso acelerado. Observa cómo el tul deja a la vista siete trenzas de color bronce que enmarcan un óvalo perfecto. Arde en deseos de hundirse en sus ojos y, cuando por fin se le ofrecen, tiene la sensación de caer en un abismo. No opone resistencia y permanece en aquella cavidad líquida cual si se hubiera convertido en su elemento natural. Seihar ha oído hablar de la belleza de las vestales, de hasta qué punto las respeta todo el pueblo de Roma, le consta que esas vírgenes gozan de un prestigio y un poder muy grandes, pero tenerla tan cerca lo deja sin defensas.

—Fuera del templo ya no soy nada, mi vida carece de sentido. Tengo quince años y me separaron de mis padres cuando aún no había cumplido los siete. Puedo recordar la ceremonia de mi consagración como sacerdotisa de Vesta. Si cierro los ojos todavía puedo oír el ruido de las tijeras cortándome el cabello y aquella sensación de estar subida a un árbol como símbolo de la distancia que me separaría de mi familia por siempre jamás. Me he quedado huérfana de nuevo, Seihar —añade con lágrimas en los ojos—. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Qué hago del velo con que me cubrieron, de la lámpara de aceite encendida que el propio pontífice me entregó?

—Tu tío te protege, no permitirá que te hagan daño.

—Nadie puede protegerme de mí misma, ¿es que no lo entiendes? Fui instruida para preservar el fuego de la diosa Vesta. Durante cientos de años ha simbolizado el fuego del hogar, el que velaba por la seguridad y la prosperidad de Roma y de cada uno de sus hijos. Los cristianos lo han apagado para siempre. Al proceder así han hecho añicos el mundo que nos había sido legado. Nos han condenado a la oscuridad, a las tinieblas.

—Fuera de estas paredes donde ahora te refugias hay otro mundo. También yo dejé atrás el mío...

—No me interesa formar parte de él —lo interrumpe por primera vez la muchacha—. Me siento excluida. Mi razón de ser carece de sentido. Ya no hay objetos sagrados que custodiar en el Palladium. Minerva fue traída por Eneas desde Troya para luego caer en el olvido, los testamentos de César y Marco Antonio han sido expuestos impúdicamente.

—¿Y qué ha sido de las otras vestales?

—No lo sé. Éramos seis. Celia Concordia fue quien me enseñó todo lo que sé. Bajo su magisterio aprendí a preparar la mola salsa con la que hacíamos ofrendas, a su lado recorrí las calles de la ciudad en procesión, mientras oía las alabanzas de las matronas que nos seguían descalzas. Era una mujer muy especial y todas la admirábamos. Ella no me lo contó nunca, pero sé positivamente que, cuando aún era muy joven, perdonó la vida a un condenado a muerte.

—¿Ella? ¿Y cómo lo hizo?

—Cualquiera de nosotras tenía autoridad para hacerlo, siempre que se pudiera probar que el encuentro había sido fortuito. Se trataba de un designio de los dioses, una señal suya, la de interponernos en el camino del cadalso.

Esa manera de proceder resulta ajena al mundo de Seihar, pero escucha a Licinia con profunda admiración y curiosidad. No tiene la menor prisa por emprender el viaje de vuelta a Roma. Con las historias que la joven le va relatando desovilla escenarios fantásticos que ni en sueños habría podido imaginar. Un par de veces ha estado tentado de recoger alguna de las lágrimas que la muchacha vierte en silencio, pero no se atreve.

—Licinia.

—Dime —responde ella con las mejillas encendidas.

—A veces resulta difícil saber cuál es nuestro papel. Quiero decir, qué sentido tiene lo que nos ocurre, adónde nos lleva todo ello...

La vestal lo mira con ojos interrogantes y Seihar se esfuerza por hacerse entender. Es consciente de que muchas de las palabras que ahora repite se las ha oído a Etheria o al propio Bappo, y se congratula de haber prestado atención a conversaciones que tal vez no le incumbían.

—Yo no sé explicarme como tú. Mi educación ha ido encaminada únicamente a blandir las armas. Es lo que he deseado desde muy pequeño. No tenía previsto venir a Roma, casi supuso un castigo, aunque finalmente lo estoy viviendo como una última oportunidad. Sin embargo, ahora que te escucho, me digo que tal vez este viaje tenga sentido, ilumina una parte de mí que ignoraba. Licinia, tengo mucho que aprender, y quizá también que desaprender.

Cuando el silencio se instala entre ambos, un pensamiento repentino sacude a Seihar. Puede que aquel periplo haya encontrado un destino, siente el deseo de cuidar de aquella muchacha triste, ve extenderse ante él un futuro donde ella está presente.

Roma, septiembre de 381

 

Símaco abandona los papiros sobre la mesa con gesto de enojo. Hace rato que libra una batalla con la pluma. La situación en que se encuentra es muy delicada y cada discurso ante el Senado puede ser decisivo. Los que lo atacan se hacen cada día más fuertes y buscan con audacia sus debilidades. No obstante, cuenta con la palabra; constituye su refugio y asimismo su espada. El senador no se ha rendido jamás y luchará hasta el final si es necesario.

El griterío que oye en una estancia próxima impone una pausa en sus disertaciones. En un primer momento aprovecha la interrupción para beber agua y enjugarse el sudor de la frente con la toga; el sol de agosto es sofocante y a media mañana ya ha calentado las paredes de piedra que lo rodean. Se remueve inquieto en la silla para finalmente abandonarla y ponerse de pie con irritación.

—Señor, lamento interrumpirte de este modo —dice uno de los guardias disculpándose por aparecer de improviso en su habitación.

—¿Qué ha sucedido? ¡Habla!

—Ha venido el senador Terencio. Le he comunicado que no se te podía molestar pero no hay manera de convencerlo.

—¿Terencio, dices?

—Sí. Por lo que he podido ver, está fuera de sus casillas y jura que no se irá hasta que podáis hablar.

—De acuerdo. ¿Dónde se encuentra ahora?

—A la puerta, pero sus gritos han alertado a muchos curiosos y no sé si eso es bueno, dadas tus órdenes...

—Hazlo pasar.

La rivalidad entre los dos antiguos amigos no es un secreto para nadie, pero la reacción de Terencio al descubrir a Símaco en el entierro de su hijo ha provocado muchas murmuraciones. Acusar a Irene del asesinato no hizo sino agravar todavía más el revuelo. Ahora bien, el padre de Druso carece de toda prueba, y el senador no puede permitir que se ponga en duda la honorabilidad de su sobrina, como tampoco la de ningún miembro de su familia.

Símaco se pone en marcha con paso decidido y enérgico; quiere aclarar el motivo del alboroto y sofocarlo antes de que pueda provocar daños. Enfila el pasillo pero, antes de llegar al lugar de los hechos, ya vislumbra la silueta del visitante, que levanta la cabeza por encima de los hombres que le cierran el paso.

—¡Di a estos bestias que me quiten las manos de encima! —vocifera Terencio mientras lucha por liberarse de los guardias que lo sujetan.

—Se limitan a hacer su trabajo. ¿Qué te trae por mi casa?

—¿Me tratas como a un ladrón? ¿Por qué me haces esto? Déjame pasar, tenemos que hablar. Hazlo en recuerdo de nuestra vieja amistad.

—De eso hace mucho tiempo, y si la memoria no me falla, no fui yo quien...

—¡Me trae sin cuidado! Eres incapaz de comprender el mal que me devora. Qué sabrás tú lo que significa perder a un hijo, si siempre has estado demasiado ocupado para tener ninguno. ¡Te has pasado la vida mirándote el ombligo!

—¡No tienes derecho a hablarme así!

—¡Ya lo creo que lo tengo! Escúchame bien, he jurado a mi mujer que vengaré la muerte de Druso. Nada ni nadie podrá detenerme, no te quepa duda. Tanto da quién haya sido el verdugo, ¡pagará con su vida!

—¿Y para decirme eso has venido a mi casa? Estoy más que harto de tus acusaciones y amenazas. Siento mucho lo sucedido, pero yo no tengo nada que ver.

—Sé que la tienes oculta, pero no podrás hacerlo para siempre ni en todo momento. Seré tu sombra y la de tu sobrina, me convertiré en vuestra pesadilla.

Mientras Terencio trata de intimidarlo con cuanto le viene a la cabeza, un sirviente requiere la presencia de Símaco.

—Ha llegado la visita que esperabas. ¿Le pido que vuelva en otro momento?

—No. Dile que la recibiré enseguida.

Símaco se queda pensativo unos instantes, pero no tarda en pedir a sus hombres que suelten a Terencio. Este, al verse libre, avanza con el rostro desencajado.

—No te precipites, Terencio. Pasa y no hagas que me arrepienta. Ha venido alguien que tal vez arroje luz sobre este asunto.

El senador cristiano mira desconcertado a su alrededor. Sus ojos buscan en vano. Se mueve con gestos nerviosos, como una fiera enjaulada. Al no dar con el quid de la cuestión, se deja llevar hasta la sala. No tiene que esperar mucho para ver aparecer a Etheria. La peregrina lleva una estola malva sujeta con un cinturón que realza su esbelta silueta. Su porte es elegante y, pese a que la presencia de Terencio, al que Símaco acaba de presentarle, la sorprende y la inquieta, no lo manifiesta en absoluto. Tras saludar amablemente, se dirige al padre de Druso.

—Siento mucho tu pérdida, que Dios lo tenga en su gloria.

—Tus palabras no me consuelan. De hecho, no podré descansar en paz hasta que las puertas del infierno se abran de par en par para el asesino de mi hijo.

De entrada, Etheria no responde, pero Símaco aprovecha la ocasión para echar más leña al fuego y observar hasta qué punto aquella mujer es capaz de tomar partido.

—Deberías dar testimonio de la religión que profesas. Diría que perdonar las ofensas a vuestros enemigos es uno de los mandamientos...

—¡No me provoques, Símaco! —exclama con violencia, mientras uno de los guardias lleva la mano a la espada corta y da un paso al frente.

—También la caridad es una de las virtudes que hay que practicar, no hacer escarnio del débil. Bienaventurados los compasivos, dijo Jesús —advierte Etheria cual si pensara en voz alta—. Quizá sea mejor que vuelva en otro momento.

—Por el amor del Cristo que predicas, ¿qué sabes de los hechos que rodearon la muerte de mi hijo? Sucedió en las proximidades de la villa Olmeda, tú te encontrabas muy cerca. Sé que la sobrina de este hombre —dice mientras señala a Símaco— habló con él la noche anterior, que discutieron. Y ahora ha desaparecido de manera providencial. Tú la tuviste bajo tu protección, ¡y era una pagana, una asesina! ¡Habla, si no quieres convertirte en su cómplice!

Al tiempo que pronuncia estas palabras, Terencio se arrodilla a los pies de la peregrina, apretando con fuerza los pliegues de su túnica. El hombre pasa del ruego a la amenaza, luego, fuera de control, la mira fijamente con el puño en alto.

Mientras dos hombres arrinconan a Terencio, otro acompaña a Etheria a la salida. Desde su escondite, Bappo la ve cruzar el umbral de la puerta.

Mientras camina en dirección a las termas, Terencio Vesalio se descubre haciendo gestos que podrían llamar la atención de los transeúntes. Después de comer, muchos de ellos ocupan las calles con destinos diversos, pero la costumbre más establecida es acercarse a los baños para ver a los amigos y conocidos. Los más ricos se permiten acudir a los pequeños establecimientos selectos, pero el grupo de senadores más próximo a su posición acuden desde siempre a las de Caracalla. También hay elementos de la facción contraria, con los cuales, según como va el día, acaban discutiendo o compartiendo algún generoso ágape después del baño.

Terencio contiene la rabia que lo embarga y echa una ojeada a su alrededor. La puerta principal de las termas se encuentra ya muy cerca. Quiere asegurarse de que nadie ha visto su indecorosa actitud y no podrá contarlo. Lo cierto es que la visita a su antiguo amigo y, sobre todo, el encuentro con aquella extraña peregrina pariente de Teodosio lo han sacado de sus casillas. Se dice que ha confiado demasiado en la vieja amistad que los unió en tiempos pasados. Símaco se ha convertido en un personaje peligroso para sus intereses, y resulta absolutamente inútil tratar de hacerle entender que, aparte de las creencias de cada cual, hay cosas que no se pueden contemplar desde el punto de vista de las tradiciones.

Terencio cruza la puerta y se dirige a los vestuarios. Necesita pensar con frialdad cuáles serán sus siguientes pasos, pues si bien otros días empieza jugando con sus compañeros al ephedrismos o a la pelota, tan solo para ansiar todavía más el contacto con el agua, hoy no quiere cortar el ritmo de sus cavilaciones.

Está decidido a hacer entender a sus compañeros que hay que retirar definitivamente del Senado el Altar de la Victoria, y este se le antoja un buen momento. El emperador Valentiniano se encuentra en Roma y se muestra favorable a ello desde hace tiempo, sobre todo desde que visitó a su hermano Graciano. Así las cosas, tan solo debe convocar una reunión y vencer los argumentos de los paganos, entre ellos, y el más principal, el de Símaco, que luchará con todos los recursos a su alcance.

—Que no son escasos, si tenemos en cuenta su capacidad para la oratoria...

Lo sabía. Ha acabado hablando en voz alta, pero hay muy poca gente en el tepidarium. Sus compañeros aún deben de estar jugando, o tal vez han hecho un alto para comer. Prosigue con sus pensamientos mientras se va adentrando en el agua tibia. De un tiempo a esta parte la encuentra fría, percepción que no tienen los demás senadores, pero se dice que sin duda se debe al estado de desafección que lo persigue desde que le llegó la noticia de la muerte de su hijo.

Hace algunos ejercicios dentro del agua mientras se plantea la posibilidad de atacar directamente a Símaco con la excusa de Irene. Buena parte de los senadores son muy celosos de la vida privada y no les gusta que se toque a sus familias, pero también es cierto que aprecian en igual medida el honor de sus pares, incluso cuando se trata de temas muy escabrosos.

Las dudas lo hacen estremecer mientras sale de la piscina y se dirige a la siguiente estación, la que más le apetece. No obstante, antes de meterse en el agua caliente del caldarium, pasea la vista por los bancos que rodean aquel enorme atrio. Hay algunos hombres tendidos tranquilamente en ellos y muy pocos hablan entre sí. Terencio se siente muy a gusto con las dimensiones de aquellas salas, lo bastante extensas para poder alejarte de los que te rodean, pero al mismo tiempo capaces de hacerte sentir acompañado por tus iguales. Si bien en alguna ocasión alguien ha propuesto pasarse a las termas de Diocleciano, más nuevas y frecuentadas, la idea no ha tardado en ser desestimada dadas las quejas de los demás.

Hasta que no siente cómo el agua caliente empieza a atravesarle la piel y le resulta molesto seguir en la piscina, no la abandona para tenderse un rato en alguno de los bancos. Sin embargo, apenas pisar los mosaicos, oye a un grupo de hombres haciendo el tránsito desde el tepidarium. Son los suyos, no le cabe duda. Está el viejo general Cneo Aquilinio, el cónsul Manio Cecilio, Gayo Aurelio, así como uno que se autoproclama descendiente del gran Tiberio y que siempre se arrima al sol que más calienta. Con todo, dicha actitud no impresiona demasiado a los senadores, acostumbrados a quemarse si ello comporta algún beneficio.

Mientras camina al encuentro de sus amigos, intenta meter la prominente barriga que ha desarrollado en los últimos tiempos. No es que ellos no posean vientres voluminosos, pero el suyo vale por dos y a menudo se convierte en objeto de burlas que hoy no podría soportar.

—¡Querido Terencio! —exclama el general antes de toser y escupir en dirección al agua—. Hemos sabido de tu encuentro con esa ramera protegida del emperador Teodosio. Seguro que ha sido muy desagradable. Y el trato de Símaco...

—Te adelantas a mis comentarios, querido Cneo. No sé si podré añadir nada más que lo certifique de manera tan gráfica.

—Pues debería andarse con ojo —interviene Manio Cecilio sin mirar al aludido—. Siempre le digo que si quiere conservar muchos años los cuatro cabellos que le quedan, tal vez estaría bien que moderase sus sarcasmos.

Terencio Vesalio no hace demasiado caso de esas pullas entre iguales. Su cabeza cavila a fin de encontrar la manera adecuada de solicitar su apoyo para la próxima reunión de la curia que quiere convocar. Las palabras de Manio Cecilio cortan en seco sus reflexiones...

—¡Déjalo, Cneo! Es sabida tu habilidad para el sarcasmo. Y sin duda nuestro amigo debe de estar preocupado por la sesión que ha convocado Símaco.

—Pero ¿qué dices, Manio?

Habría preferido no plantear la pregunta, al menos no con la sorpresa con que lo ha hecho, pero ya no hay remedio.

—¿No sabías que Símaco ha convocado al Senado para hablar del Altar de la Victoria una vez más? —aprovecha Cneo para seguir con su actitud permanente de escándalo impostado.

—Bueno, tenía alguna noticia. Es decir, lo sospechaba... ¡Pero no podía imaginar que finalmente lo hiciera! ¡Ese malnacido!

—Quizá debamos proceder a una votación definitiva y derribar de una vez para siempre todos esos restos paganos que tanto daño hacen a la salud mental de los romanos —opina Gayo Aurelio.

—No os quepa duda de que Terencio sabrá vencer cualquier argumento procedente del traidor de Símaco —dice Cneo con ironía.

—¡Me voy!

—¿Cómo, nos dejas? ¿Ahora que empieza lo mejor de la tarde? ¡Pensábamos comernos un cabrito relleno de peras!

—No puedo perder tiempo, Manio. Debo preparar la estrategia para esa sesión. ¡Mi hijo ha de ser vengado! ¿O acaso lo habéis olvidado?

Los senadores no responden a sus palabras, pero solo Manio se arrepiente del rumbo que ha tomado la conversación. No pueden, ni deben, olvidar semejante afrenta.

Terencio se dirige ya hacia la salida, sin prestar atención a las miradas y las murmuraciones que suscita entre los bañistas. Un puñado de nombres le bailan en la cabeza, pero entre todos ellos es el de Símaco el que más provoca su odio.