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Roma, finales de marzo de 381

 

Querida Irene:

Si, tal como convinimos, te encuentras en Lucus Augusti y tienes en tu poder esta carta es porque los dioses han escuchado mi súplica. No he escatimado esfuerzos a la hora de proteger al mensajero con un salvoconducto especial; los caminos ya no son tan seguros como en otros tiempos. También esta certeza se ve erosionada por los trágicos acontecimientos que estamos viviendo.

Lo que a continuación leerás debe servir para ponerte alerta. Los enemigos de Roma, a los que solo cabe calificar de adversarios, se mueven con rapidez. Es posible que a estas horas el libro ya esté en tus manos, que cabalgues sin descanso y con la esperanza de alcanzar los objetivos fijados.

No tengo manera de saberlo, todavía no. Solo espero que tu probada pericia y tu inteligencia puedan ayudarnos. Sin embargo, me veo obligado a hacerte partícipe de los últimos acontecimientos en la ciudad de Roma. Que, todo sea dicho, no nos favorecen.

Dos jornadas después de tu partida, el senador Terencio tuvo conocimiento del plan que trazamos juntos y de las intenciones que te han llevado a Gallaecia. ¡Quién lo iba a decir! ¡El amigo Terencio, con quien antaño pasamos tan buenos ratos, convertido en instigador! El Senado ha pasado a ser un espectáculo macabro y cruel, más digno de la arena del circo que de un organismo destinado a defender las leyes e impartir justicia. La espada o el puñal se ocultan bajo las venerables togas; y no siempre son de acero, Irene, pero el daño que pueden causar es igualmente letal. En el caso que nos ocupa, Terencio se sirvió de la debilidad de Lucía. Vete a saber qué le ofreció a la pobre sirvienta para que traicionase la fidelidad de tantos años a nuestra casa. No se lo tengo en cuenta, y tampoco quiero que tú lo hagas. Son muchos los que tienen miedo y se refugian en el poder, o en el dinero, que viene a ser lo mismo. ¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¡Si vieras con qué frivolidad reniegan de los dioses de sus padres y se hacen bautizar!

Te considero una mujer firme en tus convicciones, pero me alegra que tus ojos no tengan que contemplar la blasfemia de que ha sido objeto el templo de Rómulo y Remo. El emperador Graciano ha dado su aprobación para que a partir de ahora se convierta en la iglesia de los santos Cosme y Damián, también hermanos gemelos. ¡Se han apoderado de él, Irene! Al igual que del templo de Todos los Dioses, que a partir de ahora será el de Todos los Mártires.

Cada día más aristócratas y senadores abandonan nuestra causa, y desde mi papel a la cabeza del Senado compruebo que la oposición se vuelve más y más cruenta. Estos cristianos se vengan de las ofensas de que han sido objeto, ¡como si el castigo no hubiera sido justo!

Pero no me daré por vencido, todavía no. Con el libro de Catón en mis manos, por fuerza se verán obligados a reflexionar, a volver la vista atrás y considerar si su postura no constituye una traición insoportable a la memoria del Imperio. ¿Quién sino tan insigne autor enalteció e hizo prevalecer nuestra lengua? ¿Quién fue el mayor defensor de la moral y la austeridad tradicionales? Al igual que yo mismo, se creó muchas enemistades por defender el bien público, pero logró salir victorioso.

Después de todo, habrá sido una gran suerte que una copia de ese libro perdido desde hace siglos haya aparecido en la lejana Gallaecia. Orígenes de Roma constituye un símbolo de nuestro pasado, una obra maestra que nos habla de cómo se fue configurando nuestro pueblo, las instituciones, las creencias. Así lo califican los más importantes entre los cronistas, y por eso habrá de convertirse en una clave de bóveda para nuestra causa.

¡Cuídate, querida Irene! Burla a los malhechores que, según me han informado, intentarán darte caza para apoderarse del libro. Terencio se ha vuelto un hombre sin escrúpulos, capaz de la acción más despiadada si lo ayuda a salirse con la suya. Me preocupa tu seguridad, no podría vivir con la culpa de saberte devorada por las fieras que te acosan. Y, créeme, los hombres que ha enviado en tu persecución no tendrán clemencia de ti, ni de ningún ser humano que se interponga en el cumplimiento de su misión. ¡Mantente alerta! Saben que ese libro es muy preciado para nuestros propósitos y, por esa razón, harán cualquier cosa con tal de poseerlo.

Te seguirán los pasos, y tal vez lo hagan desde la oscuridad, pero no se detendrán hasta que los lleves a su objetivo. Recuerda que Terencio solo enviará a esbirros de probada crueldad. Avisa a los soldados que te acompañan, fieles amigos de tantas batallas que la dialéctica no supo resolver.

El mejor consejo que puedo darte, dado que me resulta imposible conocer con certeza tu situación, es que confundas a tus enemigos, que traces un plan y te adelantes en todo momento a sus propósitos. La astucia será la que nos lleve a la victoria. No tendremos otro modo de conseguir que prevalezca el orden, ni de poner coto a la barbarie en que ha caído la ciudad de Roma. Es nuestra última oportunidad.

Lo cual me recuerda otra ofensa, la obscenidad de un episodio del que me he visto obligado a ser testigo, el trato ingrato y traidor a que ha sido sometida la estatua de la Victoria. Los senadores cristianos son los responsables, pues no solo se niegan a quemar incienso a sus pies a la entrada del Senado, sino que le sueltan blasfemias que soy incapaz de reproducir. No cejan en su empeño de retirarla del hemiciclo y, ¡ay!, las voces que se levantan para defenderla son cada vez más débiles.

¿Quiénes sino nuestros dioses nos han traído la prosperidad y nos han conducido al triunfo sobre la barbarie? Me estremezco al oír cómo las ofrendas y ritos heredados de nuestros padres son tildados de burdas supersticiones. Cómo otorgan la gloria al fragor de la batalla, al valor y a la sangre de los combatientes, y reniegan de aquellos dioses que los protegieron. ¿Acaso no han tenido bastante con la derrota de Adrianópolis?

Por otra parte, el Edicto de Tesalónica, decretado por Teodosio, ya no es una mera declaración de principios. También aquí nos han prohibido la celebración de asambleas, sin establecer la menor diferencia entre herejes y paganos; nos dispensan el mismo trato y utilizan todas sus armas. La realización de sacrificios también ha sido prohibida; argumentan que se llevan a cabo con fines adivinatorios y los califican de brujería.

No quiero entristecerte hablando de tu hermana Licinia. He tenido que pedirle que fingiera una dolencia para apartarla del templo, me he visto en la obligación de preservarla de la deshonra y de quién sabe qué vejaciones. No te preocupes por ella, la tengo bajo mi tutela y protección. Siento comunicarte que como vestal no tendrá derecho a su herencia legítima; ni ella ni tampoco ningún sacerdote. La condena es humillante, injusta. La única salida que le queda al pueblo, al Senado, a todo aquel que quiera seguir gozando de los privilegios de la ciudadanía romana, consiste en doblegarse y adorar a su Dios, como único, excluyente y verdadero.

Según dicen, es urgente liberar a Roma de los vicios del paganismo, de los peligros de la antigua enfermedad. Hablan de una renovada epidemia que intenta perturbar la salud de los hijos de Rómulo, y afirman que solo la misericordia de su Dios evitará la vieja corrupción.

Tendrá que ser así, nos amenazan; de lo contrario, las togas de los patricios volverán a teñirse de humo y sangre.

Puedo imaginar la expresión de tu rostro al leer estas palabras, Irene. Yo tampoco consigo dar crédito.

Los dioses solo pueden serte propicios, querida mía. Pronto todo lo que ahora nos entristece será como una pesadilla dejada atrás. Sin embargo, la veracidad de esta afirmación se halla en buena medida en tus manos.

Como toda precaución es poca y añadir un riesgo más sería innecesario, no guardes esta carta contigo. Destrúyela en cuanto la hayas leído y, te lo ruego, aprovecha al mensajero para hacerme llegar noticias.

 

Tuyo,

Quinto Aurelio Símaco