4
Barcino, febrero de 381
Seihar camina bordeando la muralla. Entre torre y torre acelera el paso, como si solo estas le proporcionaran el cobijo necesario en su trayecto. Se ha hecho tarde para recorrer algunas de las calles de la ciudad; incluso el Decumanus, que lo llevaría antes a su casa, situada más allá de la Puerta de Mar, en el barrio de pescadores. Las otras están demasiado oscuras para aventurarse por ellas.
Con frecuencia se ve obligado a volver a horas intempestivas desde la escuela del antiguo centurión Máximo, muy cerca de las termas, con todos los sentidos alerta. Sin embargo, por nada del mundo renunciaría a entrenarse para el destino al que se siente obligado. Su padre y su hermano murieron en la batalla de Adrianópolis, víctimas de la mala planificación de los emperadores. Su madre le ruega cada día acaloradamente que olvide esas ideas de venganza, pero él es incapaz de entender sus motivos.
En esta ruta, la más segura, hay soldados casi a cada paso, guardando las numerosas torres. Muchos ya conocen la historia del muchacho que se entrena para honrar a su familia; tanto es así que se ha convertido en una esperanza para los más desvalidos de la ciudad coronada. Seihar encarna el espíritu luchador de la gente que ve peligrar su forma de vida a causa de las incursiones de los bárbaros del norte y de la pérdida de poder del Imperio. Para muchos habitantes de Barcino, Roma ha dejado de ser un referente, y no entienden los cambios que los gobernantes han ido introduciendo en nombre de la nueva religión.
Uno de los soldados, desconocido para Seihar, intenta detenerlo. Al hacerlo, le toca los brazos para comprobar si es cierto lo que se rumorea. Pero el muchacho se revuelve al sentir ese contacto inesperado y el hombre pierde el equilibrio. Cuando está a punto de responder, otro de los guardianes de la muralla corre desde la torre más cercana para impedirlo.
—¿Te has vuelto loco? ¿No ves que es Seihar? Máximo, el antiguo centurión de la Gemina, lo tiene en la escuela bajo su tutela; el chico promete y yo no quiero problemas. ¿Está claro?
—Nadie humilla a Cesio, ¡y menos un chiquillo! Máximo me trae sin cuidado, estoy hasta la coronilla de oír sus hazañas en combate.
—¡Trágate el orgullo! Siquiera por una vez —añade el hombre—. Esta no es una de tus famosas reyertas. ¡Haz el favor de actuar con sensatez!
—¿Con sensatez, dices? Sé muy bien lo que me hago, ¡y solo conozco una manera de bajarle los humos a este mocoso!
Al ver que Cesio levanta el puño, el soldado se precipita hacia él y le sujeta el brazo. De no ser porque su corpulencia y estatura son superiores con creces, habría podido percibir su aliento, tan pegados están.
—¡Tente! No permitiré que le hagas daño. ¡Antes tendrás que enfrentarte a mí!
Cesio escupe en el suelo y rezonga alguna palabra ininteligible. Entre tanto, su compañero aprovecha para llevarse a Seihar cogiéndolo de los hombros. El chico no ha sentido miedo, pero la inseguridad que lo ronda al volver del entrenamiento se agudiza día tras día y eso no le gusta. Querría ser como su padre; no olvida la manera en que caminó hacia la muerte con una sonora risotada. Decía que su hija pequeña, Nicasia, era más valiente que el propio Seihar. Y tal vez no andaba errado.
El hombre que ha intervenido en su favor se llama Marco, y le reprocha que deambule solo por la ciudad a tan altas horas. El muchacho acaba contándole su historia, sin sospechar que es de sobra conocida. Cuando por fin puede irse, lo hace corriendo, lleno de sentimientos contradictorios, deseando ser ya mayor y poder defenderse por sí mismo. Entonces, lo jura por los dioses, plantará cara a ese soldado que ha estado a punto de lastimarlo.
Desde que su padre y su hermano cayeron en combate, Seihar vive con su madre y su hermana en una habitación de alquiler propiedad de sus abuelos paternos. Está situada junto a un almacén, extramuros. Al cruzar la Puerta de Mar el paisaje cambia repentinamente. Muchas noches se ve obligado a enfrentarse a los perros famélicos que, tras rebuscar entre los restos de pescado que han quedado junto a las barcas, se aventuran entre las casas. Pocas veces encuentran algo; la comida es un lujo por el que los hombres y mujeres que residen en aquella tierra de nadie también darían la vida.
Mientras deja a su espalda la protección de las murallas, cuando ya percibe de manera inequívoca el olor a salitre que lo acompaña todas las noches antes de conciliar el sueño en su humilde y deteriorado jergón, se alarma. ¿Qué hace tanta gente delante de su casa? A aquellas horas nunca hay nadie, y no parece tratarse de una pelea. Avanza a paso ligero, lleno de curiosidad y un tanto asustado. Reconoce a dos vecinas entre la multitud y a aquel hombre mayor que practica la medicina sin demasiado éxito, según dice la gente a la que ha intentado ayudar.
La aparición de su madre llorando conturba el corazón de Seihar, pero los sollozos de la mujer dificultan que se entienda lo que trata de decir. El chico deja que las vecinas la consuelen y va en busca de su hermana; ambos tienen una relación muy estrecha, casi mágica. Solo ella será capaz de explicarle con claridad los motivos de tanta agitación. Sin embargo, por mucho que mira a diestro y siniestro, no la encuentra.
Entonces se preocupa de veras. Se dice que la inquieta Nicasia, una fisgona incapaz de mantenerse al margen de cuanto ocurre a su alrededor, tiene que ser forzosamente la causa del llanto. Se queda parado unos instantes, pero no tarda en reaccionar al percibir en los ojos de su madre una tristeza profunda e inconsolable.
—Seihar, ¿por qué has tardado tanto en volver a casa?
El muchacho no responde. Corre al interior del pequeño habitáculo y ve a Nicasia tendida en el jergón con los labios febriles y la mirada perdida en algún punto fuera de este mundo. Intenta cogerle la mano, pero la niña reacciona como si le hubiera provocado un dolor infinito. Entonces sale de nuevo de aquella habitación y se encara con su madre.
—¿Qué pasa? ¿Qué tiene mi hermana? ¡Habla! —le grita, para luego repetirlo con voz tenue y derrotada—. Habla...
—¡Ay, hijo mío, que se nos va! Como tu padre y tu hermano, pero a ella se la llevan las fiebres. El médico dice...
—¿Qué dice? —inquiere, aunque no sabe si quiere conocer la respuesta.
—No cree que pase de esta noche —musita la madre en voz tan baja que, aparte del chico, ninguno de los presentes consigue oírla.
—¡Malditos sean! —exclama Seihar al tiempo que arrea una patada a un trozo de cuero olvidado en el suelo.
Su odio se dirige a sus abuelos, que han renegado de su familia y permiten que malvivan entre ratas y miseria. Ni los sirvientes de la casa donde residen tienen que pasar tantas penurias, se dice. Para ellos Isona no es de su sangre, siempre la han menospreciado. Esa pescadera no era digna de su hijo y no le perdonan que consiguiera engatusar al héroe de tantas batallas con quién sabe qué hechicerías. Por consiguiente, no merece ningún tipo de respeto ni compasión. Tanto da que se deje la vida en tareas humillantes a fin de conseguir el dinero con que pagar la habitación, como también que no les llegue para comprar comida.
No obstante, sus abuelos viven ajenos al resultado de su usura. Seihar está convencido de que se mantienen alejados para evitar el remordimiento.
«O tal vez ni siquiera son capaces de albergar ese sentimiento», piensa apretando los dientes.
—Ellos son los verdaderos culpables, y si los dioses no imparten justicia, ¡lo haré yo!
—¡No, hijo mío! —grita la madre al tiempo que se arroja en sus brazos.
Pero el muchacho no puede soportarlo más. Se libra del abrazo y, tras tropezar con algunos de los presentes, ve el campo libre para echar a correr.
No se lo piensa dos veces. Corre siguiendo la muralla, sin mirar atrás. Deshace el trayecto que lo ha llevado a casa hasta que, con un grito más próximo al aullido, se deja caer de rodillas con los brazos apuntando al cielo.
Marco, el soldado que lo ha defendido de Cesio, ha seguido desde la atalaya los últimos pasos de Seihar.
Tras cubrirlo con su capa y dejar que el llanto se extinga por agotamiento, escucha las penas del muchacho durante buena parte de la noche. Cuando llega el relevo de la guardia, ambos se marchan a la casona donde se alojan los soldados. No ha sido fácil esconderlo, ni hacerle ver que debe ser muy discreto si no quiere que los castiguen. Seihar se duerme acurrucado en un rincón. Tiembla. No es el frío lo que agita su cuerpo; las pesadillas se adueñan de él con la misma virulencia con que las fiebres torturan a su hermana.
El soldado apenas puede hacer nada. No sabe cómo reaccionar ante aquel chico que se niega a decirle dónde vive, que expresa la firme voluntad de no volver a casa. Marco no es ninguna nodriza que pueda atender a sus necesidades y se promete que solo lo dejará pasar allí una noche. Si al día siguiente no cambia de actitud, está dispuesto a hablar con Máximo. Este sabrá qué hacer con él.
Sin embargo, por la mañana Marco no tiene ocasión de estar presente cuando el muchacho se levanta. Han convocado de urgencia a toda la guarnición de la ciudad para controlar los excesos de la población durante las fiestas que comienzan. Esta vez se espera que los habitantes de Barcino se echen en masa a la calle para celebrarlas, espoleados por las declaraciones del obispo Paciano apenas unos días atrás.
El obispo ha conseguido que la ciudad sea episcopal, pero también suele explayarse contra todo aquello que le huele a herejía. Las consecuencias de su última homilía, donde prohíbe los disfraces de ciervo o de cualquier otro animal que recuerde las costumbres paganas, suponen un esfuerzo suplementario para los guardias que se ocupan de mantener el orden. A Marco le extraña que nadie se haya posicionado en contra, convencido de que resulta casi imposible luchar contra las convicciones más arraigadas de un pueblo.
El soldado, que jamás ha ido a la guerra pero conoce como nadie todos los recovecos de Barcino, recibe la orden de encargarse de las calles donde se acumulan los más pobres. No puede dejar de pensar que, en las proximidades de la basílica, serán otro tipo de ciudadanos los que contravengan las indicaciones de su aclamado obispo. El destino de Seihar ya no constituye su prioridad; una vez rodeado de gentes alegres y anónimas, bastante tendrá con no perder la espada o incluso la túnica misma con la que ha salido de casa. Pese a mantener todos los sentidos alerta, no puede evitar que los soldados de su guardia vayan desapareciendo en los rincones oscuros, asediados por vividores y prostitutas.
Para Seihar el día transcurre de modo muy distinto. Al ver que Marco ya no se encuentra a su lado, se levanta a toda prisa y se esfuerza por salir de aquella casona. Algunos soldados le cierran el paso.
—¡Mirad a quién tenemos aquí! —exclama un hombre de cara colorada y ojos claros.
—Vaya, vaya —responde otro que hiede a vino, mientras se toca por debajo del faldellín, parcialmente cubierto por la cota.
Otros dos ríen a mandíbula batiente. Se divierten observando cómo Seihar intenta atravesar los espacios que le despejan con intención engañosa. Aquella pandilla pretende solicitarle favores que él no está dispuesto a conceder, convencidos de que su compañía debe de procurar placeres comparables a su belleza.
No es la primera vez que le sucede. Incluso Máximo, su maestro en las artes de la guerra, se le ha insinuado alguna vez. Tiene un rostro en exceso agraciado, que recuerda al de su hermana Nicasia. Y si bien es demasiado estrecho de hombros, dicha característica, unida a su baja estatura, le proporciona gran flexibilidad, que aprovecha en los combates de la escuela, hasta el punto de lograr escabullirse de adversarios más altos y fuertes que él.
Cuando por fin se libra de los soldados, corre en dirección a su casa. Se dice que ha sido un cobarde, que su hermana quizá lo necesite. Pensar que tal vez ya es demasiado tarde hace que no se detenga pese al cansancio. No ha obrado bien al dejar sola a su madre ahora que lo necesitaba de verdad. Su reacción no ha sido digna del hombre en que ansía convertirse, y si se le ha pasado por la cabeza descargar su furia contra los verdaderos culpables de aquella situación, eso tendrá que esperar.
Las calles bullen de gente disfrazada que se le acerca para provocarlo. Los celebrantes de los que se ve obligado a deshacerse a cada paso apenas necesitan cambiar su aspecto, son mendigos, gente que vive en la calle, marcados por la pobreza y el hambre. No obstante, hoy se creen con derecho a hacer lo que sea y lo acosan o le escupen mientras algunas mujeres lo rodean para buscar la prueba de su masculinidad. Se defiende como puede, siempre sin aminorar el paso, atraviesa el foro y recorre de punta a punta el Decumanus hasta la parte baja de la ciudad.
Cuando llega a la Puerta de Mar, los soldados están pugnando por impedir la entrada de un carro con gente que ha bebido de más. Los conoce. Son de las barracas que hay casi a ras de la arena. Se propone no mirar lo que está ocurriendo y cruza la puerta pegado al muro lateral, luego gira a la izquierda, donde reconoce aliviado los malos olores, a muerto, a comida podrida, a tristeza.
Solo quiere saber cómo se encuentra Nicasia. Se arrepiente tanto de haberla dejado sola, de no haberse quedado a su lado para cogerle la mano...
La madre está a la puerta de la casa, apenas cuatro paredes que albergan a dos familias más. Permanece sentada en el suelo con el cabello enmarañado y la cabeza apoyada en los brazos, cruzados sobre el regazo. No hay nadie en los alrededores, como si a los curiosos ya no los satisficiera el espectáculo. Seihar ha entendido la situación y no pregunta, quiere abrazarse a su madre, pero esta lo rechaza con violencia.
—Ni se te ocurra —le dice mientras extiende las manos al frente para que no se le acerque—. Tu hermana ha muerto y no sé si también yo puedo correr la misma suerte. Tengo sudores fríos y me tiemblan las manos...
—Pero...
—No. ¡Basta! Ha sido un acierto que pasaras la noche fuera. Ahora debes irte de nuevo. Vuelve dentro de un par de días a ver si sigo con vida, entonces ya no habrá peligro. Al menos eso es lo que dice el médico...
—¡El médico, menudo inepto!
—No digas eso. —La madre mira en derredor asustada—. No estamos en situación de enfrentarnos a nadie. Suerte tendremos si los abuelos no nos echan de esta casa.
—Mi padre no se lo permitirá, caerá sobre ellos toda la furia de los dioses...
—Chitón... —Se acerca a Seihar y le cubre la boca con la mano, su miedo es más fuerte que el instinto de proteger a su hijo; luego se aparta de nuevo, con los ojos llorosos y gesto contrito—. Vete, vete...
Sin embargo, el muchacho no obedece. Da unos pasos atrás, con el cuerpo corroído por las dudas. No quiere dejarla, no quiere irse sin ver por última vez a su hermana. Pero su madre se apresura a mentirle mientras abre los brazos cual si implorase...
—Ella ya no está aquí. Han venido a buscarla apenas salir el sol.
En ese momento Seihar nota las lágrimas deslizándose por su rostro. En lugar de tibias, son gruesas y tan frías como el agua en las mañanas de invierno.
Se estremece.
—Si midieras un palmo más te mezclaría entre mis compañeros, pero como no es así, no puedes quedarte.
El rostro de Seihar denota incomprensión, pese a que su entendimiento le dice que obligar a Marco a acogerlo no es la mejor idea. Ha obedecido a Isona, pero sigue lleno de dudas. Hasta el día siguiente no vuelve a abrir la escuela de Máximo y no se le ocurre otro lugar adonde ir. No es consciente de que se encuentra delante de la casa de sus abuelos hasta que se abre la puerta y sale uno de los criados. Es incapaz de recordar su nombre, pero aunque fuera así, tampoco habría podido interpelarlo. El hombre corre calle arriba y, cuando ya ha recorrido más de cuarenta pasos, da media vuelta para salir en dirección contraria.
La puerta se ha quedado abierta y no hay nadie por los alrededores. Seihar conoce la casa, sabe que hay rincones donde puede esconderse para pasar la noche, pese a que le resultará difícil no intentar alguna incursión en las cocinas. No ha comido nada desde el día anterior, cuando Marco le dio un tazón de leche y unas migajas que recogió de las mesas.
Se dice que en su situación lo último que debe hacer es pensárselo demasiado, de modo que cruza el umbral que da acceso a la domus. También el atrio se halla desierto, el único sonido que le llega es el de alguien que habla, tal vez en las habitaciones del fondo. Por mera costumbre, se vuelve hacia el pequeño altar dedicado a los lares, pero donde antes se rendía culto a los dioses ancestrales, ahora solo hay una cruz.
—Hasta aquí llega la influencia del obispo Paciano —musita Seihar, que a menudo ha oído hablar a su madre de los cambios que se van produciendo en la ciudad.
Bebe agua del pequeño estanque situado en el centro de la casa y decide no tentar más a la suerte. Recuerda muy bien el escondite donde quiere permanecer hasta el día siguiente, un cuarto donde arrumban los trastos y el servicio de despensa. Tal vez allí encuentre también a los viejos dioses que ahora han retirado de la vista de todos.
Para su sorpresa, en las cocinas tampoco hay nadie. El desorden y la suciedad reinantes le hacen arrugar la nariz, pero encuentra fruta fresca y un trozo de queso que no tardan en saciar su hambre. Todo ha sucedido en un momento y la ansiedad por comer le hace olvidar que no debe ser descubierto. Cuando vuelve a ser consciente de su situación en la casa, le sobreviene otro tipo de sobresalto. Recuerda la domus llena de criados, hombres y mujeres que velan por sus abuelos, pero todos parecen haberse esfumado de golpe.
Perplejo, tras unos instantes de duda sale de nuevo al atrio. A medida que lo atraviesa en dirección al interior de la casa, el sonido de voces se hace más evidente. Escucha con atención y ya no le parecen voces sino lamentos. El corazón le late con fuerza.
Interrumpe sus pasos ante la habitación de sus abuelos. Las quejas proceden del interior, pero también se oyen algunas palabras, nombres que ahora reconoce como los de varios criados. Seihar apoya la mano en la puerta con sumo cuidado, todavía dudando, hasta que casi sin querer ve lo que hay en la estancia.
La han revuelto de arriba abajo, como si alguien hubiera buscado algo con gran premura. Sus abuelos yacen juntos en la cama, pero no se mueven; tan solo se perciben esos lamentos que suenan como una letanía. El muchacho se acerca despacio, hasta que distingue perfectamente las dos figuras. Su abuela está tendida sin cubrir, con los ojos desmesuradamente abiertos y una expresión similar a la de su hermana Nicasia. El abuelo se mantiene a su lado, también sudoroso, y utiliza las escasas fuerzas que le quedan para mover la mano con el dedo extendido. Mira fijamente a su nieto sin reconocerlo. Lo llama por un nombre que, ahora le consta, es el del criado al que ha visto salir corriendo.
—¡Hasmi! Pero ¿es que no has ido en busca del médico? ¿Dónde está?
Seihar no espera ni un instante para dar media vuelta y correr hacia la salida. Ya no quiere quedarse en aquella casa que también ha recibido la visita de la muerte. No sabe adónde va, y acaba muy cerca de la Puerta Praetoria, donde encuentra un rincón en la base de una de las torres. Se sienta con la espalda contra la pared y trata de no pensar en lo que ha visto. Se frota los ojos. Tiene frío.
Cuando ve al perro que avanza hacia él no logra discernir si es real. Lejos de alarmarse, le habla como si fuera un amigo.
—Tal vez tengas hambre. ¿Quieres probar este queso que me he traído de casa de mis abuelos? Tiene sabor a rancio, te lo advierto.
Se lo deja en el suelo, a sus pies, y el animal lo devora sin pérdida de tiempo. Es un saco de huesos, de raza indefinida como tantos que pululan por la ciudad. Es más bien esmirriado, de orejas caídas y ojos tristes y llenos de legañas. Parece incapaz de hacer daño a nadie.
—Sé que querrías algo más, pero no he tenido ocasión de coger nada para complacerte. Eso sí, no te aconsejo que me ataques, porque puede que también yo me haya contagiado. He entrado en esa casa, la de la gente a la que odio y que estaba dispuesto a estrangular con mis propias manos, aunque me da la impresión de que ya no vale la pena.
El perro lo mira con expresión indiferente. Luego, cuando debería marcharse si en algo apreciara su vida, se sienta sobre las patas traseras y, finalmente, acaba tumbado en el suelo. Sigue con los ojos clavados en Seihar y los va abriendo y cerrando cada vez con mayor lasitud. También el muchacho los cierra, no sin que antes un pensamiento le recuerde aquella presencia.
—Con el aspecto que tienes, el único nombre que puedo ponerte es Saco de huesos. Espero que no te moleste.
La última vez que Saco de huesos abre los ojos, se da cuenta de que su benefactor, tan pobre como él, cosa que no le ha costado entender, ya no hará nada más por ayudarlo esa noche.