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Roma, septiembre de 381

 

Irene sigue recluida en las estancias que le han sido asignadas y Bappo no se aleja de la puerta, sin importarle demasiado que Símaco no apruebe su conducta. La joven teme que se arme la gorda, pese a los esfuerzos que han hecho todos por mantenerla al margen del revuelo de esa misma mañana. Sabe por la actitud de su tío que no todo va como querrían. Han utilizado una excusa tras otra para no permitirle su paseo habitual por el huerto; y tampoco la han autorizado a ir a las cocinas, donde últimamente se entretiene aprendiendo a elaborar dulces. Le ha parecido oír gritos y carreras, pero todos se la quitan de encima cuando pide explicaciones. Al llegar la noche, aprovecha que su tío se ha reunido con ella en el triclinio para poner de manifiesto su desasosiego.

—No pienso seguir escondiéndome como una rata, ni tengo motivo alguno para hacerlo. Quiero que me informes sobre lo que está ocurriendo.

—Ya te lo he dicho, no ha sucedido nada que deba preocuparte —responde él mientras ataca un segundo plato de pescado con verduras—. Por cierto, este calabacín ahumado está delicioso.

—No logro entenderte. Primero aceptas que lleve a cabo una misión no exenta de peligros, pones bajo mi responsabilidad el robo y custodia de un libro que consideras decisivo para nuestra causa y ahora me tratas como a una criatura. Tío, ¿puedes mirarme cuando te hablo? ¡Me importa un rábano si los calabacines están ahumados o no!

—No me gusta discutir, y menos si estoy comiendo.

—¡Pues no tengo otro momento para hablar contigo! Sé que te he decepcionado, pero me he dejado la piel en ello —protesta Irene levantando la voz.

—Lo más importante es que te recuperes. No debería haber claudicado a tu ofrecimiento. Fue una locura y...

—La mujer que ha venido esta mañana era Etheria, ¿a que sí?

—¿De qué estás hablando?

—¡Contéstame! ¿Era ella?

—¿Quién te ha dicho que ha venido una mujer? ¿Es ese gigante que te ronda a todas horas quien te ha puesto la cabeza a pájaros?

—Ese gigante tiene un nombre, se llama Bappo, y te agradecería que no lo tratases con desprecio. No sé lo que habría hecho sin él...

—Tiene la lengua muy larga y el entendimiento muy corto. No te convienen ese tipo de compañías.

—¡Ya estoy harta de esa cantinela!

Irene aparta el plato que tiene delante con gesto enérgico. De rebote, una jarra de vino se vierte sobre la mesa y salpica la toga de Símaco.

—Deberías tratar de tranquilizarte.

—No pienso pedir perdón por algo que no he cometido, tío. Veo cómo me miras y puedo leer la duda permanente en tus ojos. Yo no lo maté, ni tampoco tuve nada que ver, ¿me oyes? Estaba furiosa con él, admito que discutimos, pero lo amaba. No siempre es algo que se pueda elegir...

—¿Qué es lo que no se puede elegir, Irene?

—A veces es el amor el que te escoge a ti. No necesito que nadie me abra los ojos, sé que era un cobarde, pero me negaba a creer que se había vendido a los designios de su padre, que la codicia había sido más poderosa que el amor. Necesitaba pruebas y las obtuve, su silencio habló por él. Me sentí muy desdichada, pero habría sido incapaz de hacer algo tan horrible.

—De acuerdo. No hace falta que hablemos más de ello.

—¡Sí que hace falta! Debo encontrar a su verdugo. He de presentarme ante su padre con la dignidad que me ha sido arrebatada, y tú tienes que ayudarme.

—¡Ahora sí que veo que has perdido el juicio! ¡No pienso permitir que te pongas en peligro!

—¿En peligro o en evidencia?

Símaco se sirve otro plato y pide a la sirvienta que llene de nuevo la jarra. Ante el silencio del senador, Irene insiste...

—No lo hago solo por él, ni siquiera por limpiar mi nombre de la calumnia y la indignidad.

—Irene, ¡te dejó por una cristiana! ¿Es que no te queda un ápice de vergüenza?

—¡Tanto me da que fuese cristiana o no! Me dejó por otra mujer y ni siquiera lo hizo movido por el amor. Fue a cambio de poder. Yo no habría sido capaz, ni por todo el oro del Imperio —añade en voz baja—. Sin embargo, ya he hecho el duelo. Ahora quiero saber quién fue el canalla, quién mueve los hilos, y lo haré con tu ayuda o sin ella. Dime si la mujer que ha venido era Etheria. Debo hablar con ella, tenemos un asunto pendiente.

Símaco no responde a ninguna de las peticiones de su sobrina. Ni siquiera se interesa por la extraña historia de que la peregrina llevará el libro de Catón al Senado. Está convencido de que Irene recurre a cualquier argumento con tal de salirse con la suya y en consecuencia se desentiende.

Cuando Bappo llama a la puerta de su habitación, Irene está llorando desconsolada.

—No es un buen momento, Bappo. Quisiera estar sola.

—He de decirte algo importante.

—Todo el mundo tiene cosas importantes que decir, pero nadie escucha las mías.

—Yo sí —responde brevemente el gigante.

—¿No puede esperar?

El hombre niega con la cabeza y enmudece. Irene se enjuga las lágrimas y observa una expresión desconocida en el rostro de su fiel compañero de viaje. Su aspecto le recuerda el de un muñeco roto, los brazos le cuelgan a los costados desprovistos de vigor. Y eso pese a la fuerza que siempre los acompaña. Bien mirado, da la sensación de que todos sus miembros están descoyuntados.

—¡Bappo! ¿Qué te ocurre?

—¡No te acerques! —exclama deteniendo el avance de Irene con ambas manos.

—¿Estás enfermo? —pregunta la joven enarcando las cejas mientras trata de imprimir un tono cálido a su voz.

—Fui yo.

—¿Qué quieres decir?

—Yo maté a Druso.

Seihar despierta al rayar el alba. Se siente inquieto y sudado. Decide saltar del lecho y salir al exterior a que le dé un poco el aire. Se levanta con cuidado de no despertar a Bappo, con quien comparte la habitación, pero de inmediato se da cuenta de que la cama de su compañero está vacía. Piensa que tal vez ha ido a montar guardia ante la estancia que ocupa Irene. Al llegar allí no lo encuentra. Extrañado, sale al patio y lo ve recostado en una columna con las rodillas flexionadas. La cabeza le descansa sobre los brazos.

—Veo que tú tampoco puedes dormir, amigo. ¡Roma es un horno! ¿Siempre hace tanto calor en verano?

—Buenos días, Seihar. Los viejos del lugar dicen que no recuerdan un agosto semejante, pero lo peor es la maldita humedad...

—¿Qué te parece si desayunamos un poco, salimos y nos damos un baño en las termas?

—No tengo hambre, Seihar. Puede que anoche bebiera demasiado. Me noto la cabeza turbia y el estómago revuelto. Hoy no sería una buena compañía, créeme.

—¡No digas tonterías! Ya verás como te sienta bien salir —insiste Seihar tirándole de la ropa.

—¡Déjame en paz y lárgate!

—Ya veo que te has levantado con el pie izquierdo... No obstante, debo decirte que si no fuera importante no insistiría.

—Seihar, no me vengas con patochadas que hoy no estoy de humor. ¿Entendido?

—Tengo que comprar una cosa y necesito que me acompañes —dice el muchacho a media voz mirándolo de reojo.

—¿Y no puedes pedírselo a cualquiera de los sirvientes?

Bappo mira al chico de hito en hito, esperando una respuesta que no llega. Instantes más tarde, el gigante frunce el ceño e insiste. Seihar lo mira molesto.

—No, ellos no pueden ayudarme —responde dispuesto a claudicar, aunque le cueste hacerlo.

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! ¡Tú ganas! Iré contigo, pero nada de aguas, no puedo entretenerme mucho.

Bappo le rodea los hombros con el brazo y lo acompaña a las cocinas. Una vez allí, el muchacho come a toda prisa y de pie unas sobras que han quedado del día anterior. Después se disponen a salir. La casa está en calma y el guardia les descorre el cerrojo de la puerta de acceso. De inmediato les salen al paso un grupo de personas de aspecto humilde. El hombre de Símaco no les presta demasiada atención, como si esa tarea también formase parte de su rutina diaria. Al fin y al cabo, solo tiene órdenes expresas en relación con Irene. Sin levantar la voz, les hace saber que el senador los recibirá más tarde y corre de nuevo el cerrojo desde el interior.

Seihar los mira curioso y pregunta a su acompañante:

—¿Qué es lo que quieren?

—No sabría decírtelo con seguridad. Unos solicitan consejo, otros un trabajo para sus hijos o para algún pariente, tal vez una recomendación, ¡vete a saber! También hay quien pide comida para engañar el estómago. Mira, aquellos que visten toga y se mantienen algo apartados son comerciantes, ya los he visto otras veces. Seguro que tienen alguna operación entre manos o quieren cerrar un trato...

—¿Y Símaco los recibirá a todos?

—Es parte del negocio —responde Bappo con desprecio.

—No te entiendo.

—Se necesitan mutuamente, querido Seihar. Los señores no pueden considerarse tales sin sus vasallos. Estos pobres diablos acrecentarán su gloria, hablarán de su generosidad aunque solo les dé las migajas que caen de su mesa. Otros se ofrecerán a hacerle favores o algún encargo delicado, tan solo a cambio de unas monedas.

Seihar reflexiona sobre la información proporcionada por Bappo al tiempo que un ensordecedor ruido metálico da fe de que la ciudad empieza a despertar. Por doquier hay esclavos y hombres libres, no resulta fácil distinguirlos. Se esfuerzan por retirar las barras de hierro que cierran una especie de postigos estrechos y altos. Hay que proteger los comercios durante la noche, y la mejor manera de hacerlo es tapiando por completo la entrada. El chirrido de los cerrojos y el ruido de las barras que van desencajando son sustituidos paulatinamente por el estruendo de los pesados postigos de madera que los mismos personajes van amontonando en el interior de las tiendas.

Seihar observa cómo se mueven los postigos de uno de los espacios todavía cerrados. Uno de los lados sirve de puerta y del interior sale un muchacho de su misma edad. La túnica corta que le cubre el cuerpo está muy remendada y es de un color desvaído, sin duda, a causa de los muchos lavados a que ha sido sometida. Lleva en la mano una lámpara de aceite que debe de haber utilizado para moverse en la oscuridad del local y descorrer el cerrojo con el fin de acceder a la calle. El chico bosteza ostensiblemente y las legañas lo obligan a mantener los ojos entrecerrados. Dentro se oyen carreras y lloros. La voz de una mujer no deja de gritarle instrucciones muy precisas.

—¡Te has dejado los orines, burro! ¡Espabila! ¡Si alguien se te adelanta, el curtidor no te dará ni cinco!

Seihar mira a su acompañante.

—No son los únicos que malviven en estos antros, a menudo se amontonan en ellos familias enteras. Dividen el espacio y convierten en desván la parte superior, a la que acceden por una escalera de mano. Como puedes imaginar, se buscan la vida lo mejor que pueden...

El muchacho no hace comentario alguno. Recuerda con tristeza la época en que también ellos eran unos desheredados del mundo, muertos de hambre y viviendo en la miseria. El recuerdo de su hermana muerta lo conmociona. Se pregunta qué habrá hecho su madre en aquella casa rebosante de la memoria familiar; tal vez los espectros de aquellos seres mezquinos hayan conseguido echarla. Menea la cabeza y se dice que no puede permanecer anclado en el pasado, ahora menos que nunca.

Camina con decisión al lado de Bappo mientras intenta desprenderse de sus cavilaciones. La calle se va haciendo cada vez más estrecha. Poco después, el paisaje reviste mil colores y también reina una mezcolanza de aromas. Sobre los mostradores, a la vista de todos, los comerciantes ofrecen las más variadas mercancías; algunos de los productos cuelgan de barras y cuerdas, otros aguardan a los compradores dentro de ánforas, sacos de arpillera o cestas. Hay habas, telas, pasteles, harina o garum, entre muchas otras cosas. Ocupan casi todos los rincones y los vendedores vocean sus virtudes a todo aquel que quiere escucharlos.

—Seihar, ¿qué buscamos exactamente? ¿Piensas decírmelo de una maldita vez? ¿Cómo puedo ayudarte si no sé lo que necesitas?

El chico tarda unos instantes en responder. Se aclara la garganta y despega los brazos del cuerpo, consciente de que está obligado a responder a la pregunta...

—Un perfume.

—¿Un qué?

—¡Ya te lo he dicho, un perfume!

—Un momento. A ver si lo entiendo... ¿Me has hecho venir para acompañarte a comprar un perfume? —pregunta Bappo, que se ha quedado plantado en mitad de la calle.

—¡Tampoco hace falta que lo proclames a los cuatro vientos!

—¡Ay, ay, ay! Me parece que ya sé por dónde vas —exclama el gigante riendo sonoramente—. Ahora tendrás que contármelo con pelos y señales, pero me parece que mientras te escucho me tomaré un vaso de vino.

Sentados en una taberna, Seihar come compulsivamente unos altramuces mientras Bappo lo mira con gesto divertido.

El muchacho habla a media voz, cual si tratase de preservar de oídos ajenos el contenido de sus palabras. Le refiere su encuentro con Licinia, la forma en que su corazón se desbocó al verla, lo dulce que era su voz y la profundidad de su mirada. Bappo no osa interrumpirlo y se limita a asentir con la cabeza de vez en cuando.

—Me habría gustado acompañarte también en ese camino. Aunque debo decir que yo de esos asuntos sé muy poco.

—Pero ¿qué dices? ¿Acaso piensas marcharte? ¡No puedes dejarme solo!

—Es muy probable que me envíen lejos. Ya sabes cómo son estas cosas...

—No. No lo sé. Ignoro de qué me hablas. Has servido a Símaco fielmente y has contribuido más que nadie a que su sobrina volviera sana y salva. ¿Por qué iban a castigarte, pues, y mucho menos alejarte de Roma?

—Yo no pertenezco a nadie, Seihar. Siempre he ido a la mía.

—Pero ahora estamos juntos —protesta Seihar mientras se sirve a su vez un vaso de vino ante la fingida y risueña sorpresa de Bappo.

—Escúchame bien. Pase lo que pase, debes recordarme como a un amigo. Yo no te olvidaré mientras viva.

—¡Tú me ocultas algo!

—Tengo que volver. Si quieres que compremos el perfume que necesitas deberíamos darnos prisa.

—Puedo comprarlo solo. Por lo que veo no te importo tanto como decías.

—Lo siento mucho, de veras. No obstante, antes de irme deja que te dé un último consejo. Estás a las puertas de una etapa maravillosa de tu vida. Permite que el amor te salve —dice el gigante agarrándole el brazo con fuerza.

Acto seguido deja unas monedas sobre el mostrador y se escurre del local con decisión. Pese a todo, Bappo no logra ocultar la melancolía que ha empezado a invadirlo.

Durante los días que ha permanecido en casa de Claudio Petronio, Etheria ha disfrutado de agasajos y cortesías de toda clase; también ha conocido a otras familias romanas de prestigio en reuniones de obligada asistencia, todas ellas cristianas. Sabe que todo ello obedece al poder que le confiere ser la sobrina de Teodosio, y con frecuencia se pregunta si tanta consideración hacia su persona no habría sido de muy diversa índole si se hubiera tratado únicamente de una peregrina.

Culleo le ha proporcionado numerosas referencias sobre los señores que la tienen alojada. Y ha subrayado que, además de tratarse de la primera familia del Senado que abrazó el cristianismo, es asimismo una de las más ricas y poderosas de Roma. Poseen extensas propiedades repartidas por todo el Imperio, aunque las malas lenguas, así como sus opositores, no siempre hayan aprobado los métodos utilizados para amasar dicha fortuna.

No obstante, la conversación que el cabeza de la familia de los Anicios mantiene esa noche con Etheria está regida por la sencillez. Ni sus palabras ni su actitud dejan traslucir la menor ostentación del poder que le confiere el título de cónsul además del de prefecto de la ciudad...

—Mañana se celebrará la sesión que tanto deseas. Formaré parte de ella como miembro del Senado, y debes saber que haré cuanto esté en mi mano para que tu voz sea escuchada.

—Y yo te agradezco sobremanera tu deferencia. Sé que los motivos que me impulsan a llevar a cabo esta intervención son difíciles de entender, y sin duda te parecerá que no encajan con tus propósitos, pero confío en que, tras tantos años fuera de Roma, el libro de Catón sea objeto de estudio y ponga un poco de paz en un escenario tan lamentable, un enfrentamiento entre hombres de bien, en pocas palabras.

—Lo que pides es del todo imposible, diría que tan solo se trata de una ilusión, además de que te compromete. Sé que no tendré éxito, pero una vez más debo pedirte que valores seriamente las consecuencias de tu acto. No deberías sentirte obligada a cumplir tu palabra, teniendo en cuenta que se la diste a una pagana, y creyendo que había llegado su última hora, por añadidura.

—No lo hago solo por ella. Me resultaría difícil cargar sobre la conciencia el hecho de ocultar pruebas, esa es la pura verdad.

—Eres demasiado joven e inocente. ¡Y Símaco, un iluso! —la interrumpe Claudio Petronio al darse cuenta de que sus palabras no provocan el efecto deseado—. Resulta ridículo pensar que profundizar en el estudio de Orígenes de Roma servirá para acercar a los dos bandos. A estas alturas ya son irreconciliables. Y permíteme que te diga que llevar el pensamiento de un pagano al Senado podría perjudicarte, ¡y no poco! ¿Acaso no ves que lo interpretarán como una traición a nuestra causa? La reacción del pontífice no ha sido favorable, tuviste ocasión de comprobarlo por ti misma...

—No tengo la certeza de que mi causa y la tuya sean coincidentes.

—Haré como si no hubiera oído tus palabras, Etheria, sobre todo por respeto a tu tío. Ciertamente, admiro la manera en que te mantienes fiel a los principios con los que te educaron, pero las cosas no son tan sencillas como tú las expones. Tenemos el poder y debemos ejercerlo. Hemos sido perseguidos durante mucho tiempo...

—Y ahora nos convertimos en perseguidores, ¿no es eso? —lo interrumpe la peregrina.

Llegados a ese punto, Claudio Petronio da por finalizada la conversación y, tras desearle un feliz descanso, se retira a su habitación.

Más tarde, incapaz de conciliar el sueño, Etheria se siente frágil. Tal vez por eso, coge la aguja que siempre le sujeta el cabello y la aprieta con fuerza. Echa de menos los días de su infancia, la seguridad de sentirse protegida, de no tener que tomar decisiones y limitarse a vivir con la convicción de que el mundo le confería un espacio amable para hacerlo. Vuelve a mirar el objeto de marfil y recuerda la primera vez que lo tuvo en las manos...

Estaban en Brigantium y ella entró de puntillas en el dormitorio de sus padres para coger aquella aguja. Había visto cómo el instructor escribía en una tablilla de cera y quería una igual, pero nadie se tomaba en serio su obsesión. Hacía poco que había aprendido a enlazar letras y la cabeza le bullía de historias que inventaba en los largos días de verano. Lo tenía todo preparado. Había amasado barro y lo había extendido como si fuese un papiro. Cuando alguna de las palabras le planteaba una dificultad insalvable, insertaba un dibujo y seguía. Sin embargo, también aquel espacio se le quedó pequeño, su letra era demasiado grande y desigual. Harta de borrar y reescribir, salió de la casa. Cual si le fuera la vida en ello, mojó el suelo y arrancó los hierbajos para convertir el espacio en una superficie lisa. Entonces escribió y dibujó sobre ella hasta que se quedó dormida.

Al día siguiente, cuando despertó en su cama, pensó que todo había sido un sueño, pero al darse cuenta de que llevaba el barro adherido a la piel, las uñas sucias y pegotes en la ropa, se alarmó. Tardó largo rato en abandonar la habitación y, con la cabeza gacha, presentarse ante sus padres.

Ahora, tantos años después, sumida en la oscuridad de la estancia que la acoge, Etheria rescata de la memoria el momento en que sus progenitores la miraron de hito en hito.

—Menuda pinta debía de tener —susurra la peregrina dibujando una sonrisa sobre la almohada.

La travesura no había recibido el castigo que esperaba. Le pidieron que no volviera a hacerlo y, lejos de reprenderla por su acto, le pusieron en las manos su primer estilete y una tablilla de cera. ¡De las de verdad!

La aguja de marfil siguió trenzando el cabello de su madre hasta el día en que, demasiado pronto, la muerte se la llevó. Su último gesto consistió en obsequiársela. No dispusieron de más tiempo. Tan solo un movimiento de muñeca, como si garabateara poco antes de cerrar los ojos, acompañó la sonrisa cómplice de aquella mujer a la que sigue echando de menos.

Con la serenidad que la invade al rememorar la escena, la peregrina se deja vencer por el sueño.

—¡Despierta, Etheria! He pedido a nuestra esclava que te ponga bella.

—¡Anicia, me has asustado!

La benjamina de la familia ríe divertida mientras la anima a incorporarse.

—Mi padre ya está a punto. La sesión de hoy empezará muy temprano, ¡apresúrate!

No es la primera vez que la peregrina debe someterse a aquel ritual de belleza al que se entregan las mujeres de la clase social elevada. Le habría gustado decirle que no era necesario, pero antes de que pueda siquiera abrir la boca, la muchacha ya ha desaparecido. Por otra parte, corría el riesgo de que su negativa se interpretase como un desprecio.

Sea como fuere, en un abrir y cerrar de ojos, Anicia está ya de vuelta con la encargada de proceder a la sesión, se le antoje a Etheria un verdadero suplicio o no. Al ver que la esclava le acerca la mezcla de miel para embadurnarle la cara, detiene el gesto de su mano antes de que prosiga.

—Hoy no hay tiempo, con un poco de...

—¡Pero hemos de preparar la piel! —protesta Anicia, que sigue la operación desde muy cerca.

—Por favor, será nuestro secreto.

La esclava espera órdenes de su joven señora, y una vez que esta ha cedido al ruego de Etheria, se salta el paso previo a aplicar los ungüentos. Lo hace todo según un ritual establecido. Tras disponer sobre la mesa una serie de cremas, perfumes y sustancias coloreadas, que extrae cuidadosamente de una caja de madera con adornos de marfil, con la ayuda de espátulas y pinceles va extrayendo el contenido de las pequeñas ánforas de vidrio, cerámica o alabastro. Se trata de productos de la mejor calidad, muy costosos. Para oscurecer los párpados utiliza hollín de dátiles asados, y una vez que ha aplicado un toque de rojo en los labios, la peregrina mira cómplice a la muchacha. Desea dar por concluida una operación que podría prolongarse durante mucho rato.

—¡Al menos deja que te peine!

Acto seguido desenreda la larga cabellera de la peregrina y la sujeta con dos agujas talladas en marfil.

—¡Estás bellísima! —exclama la benjamina de los Anicios.

Luego, tras cogerla de la mano, ambas se dirigen al triclinio, donde la familia ya las espera para desayunar.

Etheria saluda a los criados que lavan el suelo de rodillas, pero ellos no se atreven a levantar la vista para responder a la peregrina.

Claudio Petronio ya ha desayunado y se pone de pie para recibirla. Después, con la ayuda de uno de los sirvientes, procede a ponerse la toga sobre la túnica. La gruesa franja púrpura que lo distingue como senador reluce ante la mirada satisfecha de su mujer.

—Que Dios te bendiga —dice justo antes de abandonar la estancia.