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Roma, septiembre de 381

 

A Etheria no le resulta fácil convencer a la esposa de Claudio Petronio de que ir hasta la curia en palanquín puede resultar más dificultoso que hacer el trayecto a pie.

—Es un símbolo de distinción —insiste Faltonia—. Las cortinas te protegerán de miradas malintencionadas y de comentarios soeces. Los hombres que lo llevan sobre los hombros son de la máxima confianza. Velarán por tu seguridad en todo momento, puedes estar segura.

—No te lo tomes a mal. Agradezco mucho tu gesto, pero yo no tengo que ocultarme de nadie. No he hecho nada de lo que deba avergonzarme. Y por otra parte, resulta muy enojoso entre tanta gente. De verdad, Faltonia, prefiero ir andando. De ese modo Anicia también podrá venir —añade mirando a la chiquilla, que espera con ojos muy abiertos la aprobación de su madre.

—Ya veo que no eres fácil de convencer. No insistiré más, pero hazte acompañar por mi criado y que él vele por ese libro que tan importante parece.

A medida que las tres figuras se acercan al foro, la luz blanca se hace más presente. El mármol inmaculado del suelo y las largas hileras de columnas se vuelven casi cegadores. El calor es sofocante. Etheria recuerda la sensación que la arrebató al llegar a Tarraco. No obstante, en Roma se trata de un espacio vivo recorrido por cientos de personas que van y vienen de los templos que lo rodean o se dirigen a sus tareas cotidianas. Visto desde la posición que ocupan, justo al extremo opuesto de la plaza, el espectáculo es magnífico.

—¿Qué te provoca tanta admiración, Etheria? —pregunta Anicia, llena de curiosidad al ver como la mujer, inmóvil, lo observa todo boquiabierta.

—¿Qué va a ser ahora de todos estos templos y edificios que trepan hasta lo más alto de la Colina Capitolina?

La niña frunce el ceño y el criado sonríe sin mostrar el rostro.

—¿Vamos? —pregunta Anicia, impaciente.

—Espera un poco, pequeña.

—¡Oye, que ya tengo trece años! Y debes saber que mis padres pronto me presentarán a mi futuro marido.

La peregrina mira de reojo a aquella chiquilla que estira el cuello para ganar altura y se arregla la ropa con coquetería. No puede evitar compararla con Seihar. Él solo tiene un par de años más, a lo sumo, pero las circunstancias que le ha tocado vivir lo han hecho crecer antes de tiempo.

—Por supuesto que sí, estás hecha toda una mujercita —admite sin extenderse más sobre el asunto.

Vigiladas muy de cerca por el criado, un hombre corpulento y de modales educados, caminan en dirección norte hacia la curia. La peregrina no quiere perderse detalle de cuanto se muestra ante sus ojos y se esfuerza por atesorar aquella imagen en su memoria. Más tarde lo anotará en el diario que la acompaña y que algún día leerá a sus hermanas de Calavario.

—Parece un vuelo de palomas a ras del suelo —se le escapa.

—¿Qué dices de las palomas? —pregunta la niña buscando las aves a las que parece referirse.

Etheria desvía su atención, aquel comentario resultaría difícil de justificar sin que la chiquilla se mofara de ella. Sin embargo, la visión de tantas togas blancas, el agitar de los pliegos que cada uno de los ciudadanos romanos más destacados lleva en el brazo izquierdo y las franjas púrpura que distinguen a los senadores suponen todo un espectáculo a sus ojos.

Contempla cómo suben la escalinata, muchos de ellos con evidente dificultad, dada su edad avanzada. Poco a poco se van formando grupos que lentifican la entrada en el pórtico de aquel edificio embaldosado. Se diría que tanto unos como otros se dirigen a él ávidos de intercambiar información de última hora. En la distancia todos son iguales, pero Etheria sabe que, ahora más que nunca, la rivalidad entre ellos es encarnizada. Bajo aquella apariencia de aves inofensivas se ocultan otras de rapiña, dispuestas a saltar sin piedad sobre su presa y devorarla con el fin de saciar la ambición que los hace vivir.

Hoy la cuestión a debate es la retirada del Altar de la Victoria. La sesión se celebrará con las puertas abiertas, pero la entrada no es libre y regulan el acceso unos soldados que piden las credenciales a la puerta.

—Tendrás que llevar a Anicia de vuelta a casa —pide la peregrina al hombre que la acompaña, y luego se dirige a la muchacha—: Nos vemos después, ¿de acuerdo?

Esta no rezonga, le han dicho que la entrada está reservada para personas importantes. Al mismo tiempo piensa que debe de ser muy aburrido pasarse lo que queda del día escuchando los discursos de los senadores. Cada vez que su padre vuelve de una de esas reuniones les hace resúmenes larguísimos durante la cena, y a menudo acaba de mal humor. El criado entrega a Etheria el legajo que le ha sido confiado y le hace una breve reverencia.

La peregrina se adentra en la sala y camina por el suelo de mármol con la cabeza alta pero intentando pasar lo más desapercibida posible.

El lugar destinado a los que asisten a la sesión en calidad de invitados queda bastante apartado del espacio reservado a los senadores. Es consciente de que la presencia de las mujeres no es habitual, y también de que algunos de los comentarios que surgen a su paso tienen que ver con su persona, pero no devuelve ninguna de las miradas que se le clavan en la nuca hasta que llega al banco que comparte con tribunos, cónsules y otros hombres importantes a juzgar por sus ropas, que los hacen destacar.

Levanta la vista con cierto disimulo. La sala es vasta y profunda, y a ambos lados, en hileras superpuestas, se ven los asientos de madera que ya ocupan los senadores más madrugadores. Hasta el inicio de la sesión el barullo es considerable, y las losas de mármol que cubren las paredes parecen recoger el sonido para devolverlo ampliado. También se oye reír y alguna carrera de última hora; son hombres que abandonan el espacio central para acomodarse en su sitio.

La peregrina ya ha localizado la posición de Terencio, muy cerca de la que ocupa Claudio Petronio, y Símaco se sitúa justo al otro extremo de la estancia. Las posiciones son, pues, diametralmente opuestas; todo lleva a pensar que sus actitudes también lo serán.

Etheria dirige la vista hacia la entrada, imitando a quienes la rodean. Entonces, poco a poco, la sala va quedando en silencio. Con todo, antes la silueta de un último senador se recorta a contraluz. Los guardias que hay a uno y otro lado lo saludan y se plantan ante la pesada puerta de bronce con una mano en el escudo y la otra en la lanza. El hombre, ya anciano, de cabello blanco pero andar ligero, se apresura a ocupar un asiento principal. Mientras se arregla los pliegues de la toga comienza la sesión.

La peregrina traza la señal de la cruz sobre su pecho y respira hondo, no ha aflojado en ningún momento la presión de sus manos sobre el legajo que descansa en su regazo.

Tal como establecen las reglas, todos y cada uno de los senadores han sido informados del asunto a tratar durante la sesión del Senado. Símaco es quien la convoca y, por lo tanto, el encargado de pronunciar el discurso de apertura y de presidir la asamblea.

El contenido de sus palabras no sorprende a nadie, la vieja cantinela de siempre en torno a la permanencia del Altar de la Victoria como símbolo de la grandeza de la institución que representan. No es la primera vez que, en ese mismo templo donde se han aprobado leyes, se ha impartido justicia y se han sometido a discusión cuestiones financieras y militares de suma importancia, se habla sobre el asunto, y el debate siempre lleva a conclusiones diferentes. La presencia de la bella diosa alada que, sujetando una palma, desciende para otorgar una corona de laurel al victorioso, vuelve a ser cuestionada.

Etheria espera con impaciencia el momento en que Símaco decida hacer uso del libro de Catón. Los preliminares del discurso se colman de lugares comunes y los ánimos empiezan a exaltarse. Una vez que entra en materia, le cuesta mantener el silencio de los asistentes. Pese a todo, ocupando el círculo central, el senador no ceja en su empeño de remover conciencias.

—Está en nuestras manos preservar el prestigio que todavía tiene el Senado de Roma. ¿O acaso queréis ser recordados como los últimos representantes de esta noble institución? ¿Habéis olvidado las palabras de Cineas al general Pirro, el rey de Egipto? Fue él quien dio testimonio de la respetabilidad de quienes ocupaban la silla donde estáis ahora sentados. «¡Un congreso de reyes!» ¡Tales fueron sus palabras! No estoy seguro de que hoy pudiera repetirlas con tanta seguridad y altanería.

Símaco mira a sus compañeros, pero se detiene cuando descubre los ojos de Terencio, que lo observan con rabia contenida. En la parte siguiente de su discurso refrena un tanto el ímpetu a fin de conseguir que destaque lo que viene a continuación, un aspecto que considera crucial...

—La historia nos dice que Roma siempre ha sentido gran respeto por las costumbres de sus antepasados. La libertad de culto nos ha ayudado en la ingente tarea de gobernar el mundo, y es que hemos seguido el ejemplo de nuestros padres, los cuales aplicaron felizmente a su vez las enseñanzas que recibieron de los suyos. ¿Es que no os dais cuenta? Todos los hombres contemplan los mismos astros, el cielo es común a todos y el universo nos envuelve por igual. Siendo así, ¿por qué importa tanto la filosofía que mueve a cada uno de nosotros en la búsqueda de la verdad? Secretos tan grandes como el de nuestra existencia en cuanto seres humanos o el de la grandeza de Roma desde tiempos pretéritos no pueden ser desvelados siguiendo el camino que han marcado unos cuantos hombres.

Llegado a este punto, Símaco abandona el círculo central y se acerca al lugar que ocupan los invitados. Buena parte de los senadores se ponen de pie. Primero lo hacen los del bando cristiano; en su opinión, que Símaco rompa el orden establecido supone una gran ofensa, pero al ver que Etheria es la persona elegida enmudecen. Tampoco los senadores paganos se atreven a levantar la voz contra su propio representante. Durante unos instantes se miran los unos a los otros cual si todos se hallaran en falso. Solo Terencio Vesalio deja oír su voz quebrando aquel repentino silencio.

—Me trae sin cuidado que se trate de la propia sobrina del emperador Teodosio. Aunque profese la misma fe que yo, no tiene ningún derecho a pisar este lugar, y el ultraje a que nos sometes carece de parangón en nuestra historia.

Desde su silla preferente, elevada por encima de las demás, el presidente del Senado reprende la conducta de Terencio y le pide que espere su turno para tomar la palabra. Claudio Petronio lo agarra del brazo e intenta mitigar su cólera. Tras soportar con firmeza la interrupción, Símaco prosigue con su discurso...

—¿Y acaso renegar de la fe de tus padres no lo es, estimado Terencio? Vender tu alma a la religión oficial, a la que puede favorecer tus intereses, ¿constituye quizá un agravio menos mezquino? No le será concedida la palabra si el presidente de este Senado así lo decide, pero quiero que reflexionéis sobre la forma en que esta mujer nos ha puesto a todos en evidencia. Lleva en las manos las palabras de un hombre sabio, Marco Porcio Catón, muy conocido por su libro De agri cultura, tan útil desde hace siglos para las labores del campo, pero de quien habíamos olvidado otro no menos importante, Orígenes de Roma. Si somos hombres inteligentes, dignos de aquellos antepasados que ocuparon estos mismos asientos, su contenido hará que reconsideréis vuestras decisiones.

Símaco dirige un instante la mirada al banco donde se encuentra Etheria, mas no se distrae ni un momento. Su determinación lo impulsa hasta ese punto de los debates en que, si lo pones todo de tu parte, ya solo puedes alcanzar la gloria o perder de manera estrepitosa.

—Ella podría haberse negado a acompañarnos hoy. No cabe excusa mejor que la religión que profesa, y en la que cree a pies juntillas, para evitar que la voz de Catón nos instruya sobre una verdad que muchos querrían hacer desaparecer. Sin embargo, Etheria ha entendido lo que nosotros nos negamos a aceptar. ¡No condenemos a la vieja Roma a ser una mera caricatura de lo que fue en el pasado! Así pues, me complace poner en vuestras manos las palabras de un hombre que desempeñó de manera memorable su papel de censor, que reparó las conducciones de agua y pavimentó calles, además de drenar las cloacas y crearse muchos enemigos por impartir justicia. Catón debe ser escuchado de nuevo y su magisterio ha de guiar nuestros pasos. No nos hagamos los desentendidos respecto de las antiguas virtudes romanas. Propongo una tregua, que reflexionemos juntos si es lo más acertado derribar los templos donde oraron nuestros antepasados o las imágenes de los dioses que han servido a nuestro pueblo. Ellos nos ayudaron a hacer de Roma la capital del Imperio más poderoso que se haya conocido jamás.

El reloj de arena colocado en lugar visible de la sala indica que el turno de Símaco ha finalizado. Ahora es el senador Terencio quien toma la palabra, pero antes se demora un buen rato saludando a los suyos, haciendo ver a fin de cuentas que lo espera un paseo en cuadriga en lugar de un enfrentamiento directo con el orador más capaz de la curia.

—Todos sabéis que mi hijo fue cruelmente asesinado, y exijo que se haga justicia. No dispongo de pruebas que inculpen directamente a esta mujer, pero sí para acusarla de encubrir a quien dio muerte a Druso Vesalio. Sabed que se trata de la pagana llamada Irene, la sobrina de este senador que pretende darnos lecciones sobre cómo debe comportarse el Senado. En consecuencia, no aceptaré que nadie nos presente a Etheria como un ejemplo a imitar. Ignoro los oscuros motivos que la han llevado a obrar de manera tan poco adecuada a su posición, pero no pienso consentir que aproveche su impunidad para seguir alimentando esta farsa.

Etheria nota que le falta el aire, pero se esfuerza por no mostrar signos de debilidad. La expresión del rostro desencajado de Terencio acusándola la conmociona y cada vez le cuesta más entender las palabras que salen de la boca de aquel hombre cual dardos envenenados. Por un momento el rojo y el negro del calzado propio de los senadores hacen chiribitas ante sus ojos. Se dice que debe concentrarse en algún punto y elige la hebilla de plata en forma de media luna que los distingue. Necesita beber agua, pero no tiene a su disposición, de manera que busca hacer acopio de fortaleza a partir de sus ratos de soledad en Calavario.

Terencio sigue profiriendo infamias, pero justo cuando cree que está a punto de perder el mundo de vista, Etheria oye una voz que les llega desde fuera de la sala y se proyecta por encima de la del senador. Los soldados que custodian la puerta intentan mantener el orden e impedir que aquel hombre gigante acceda a la curia, pero él les presenta batalla y el grito inhumano que profiere amenaza con vencer su resistencia. La peregrina tiene la absoluta certeza de su identidad.

—¡Yo! Fui yo, señores, quien acabó con la vida de aquel malnacido. Dejadla en paz. ¡Ella no sabía nada! ¡No fue Irene, Terencio! ¡Dejadme entrar si queréis que prevalezca la justicia!

Terencio Vesalio, custodiado por los senadores más cercanos, tiembla de pies a cabeza en su silla de madera. La toga que hasta hace un momento utilizaba para hacer valer su poder, siempre ejercido sin miramientos, ahora se le antoja una mortaja improvisada.

No ha permitido que le vendasen la cabeza para atajar el chorro de sangre que le rodaba por el rostro tras sufrir el golpe seco contra la columna. Todo ha sucedido en un abrir y cerrar de ojos. El senador se ha abalanzado contra el gigante con la daga en la mano. Nadie ha visto cómo la buscaba bajo la toga, ni ha sido capaz de cerrarle el paso. Enloquecido, sin el suficiente juicio para calcular las consecuencias, se ha lanzado sobre una presa que triplicaba tanto sus fuerzas como su corpulencia.

Bappo se ha deshecho de él sin aspavientos, como quien aparta a un insecto molesto que amenaza con clavarle el aguijón. Después se ha entregado mansamente a los soldados y ha estirado los brazos para facilitar que se los atasen. Etheria ha presenciado la escena con el espanto en el corazón y embargada por sentimientos contradictorios. Hasta que él ha desaparecido custodiado por los soldados, con la cabeza gacha y arrastrando los pies. Aquel gigante le ha parecido un hombre rendido, grotesco.

Reanudar la sesión tras semejante sobresalto no resulta fácil, pero hay dos turnos de palabra concedidos y hay que proceder antes de que se vote la propuesta de Símaco.

Un senador cristiano, cuyo nombre Etheria desconoce, toma la palabra...

—Símaco nos exhorta a la reflexión. Así pues, ¿debemos proceder en contra del edicto que tanto Graciano como Valentiniano rubricaron hace más de un año? Os recuerdo la obligación explícita de que todos sus súbditos profesaran la fe de los obispos de Roma y Alejandría. Nuestros emperadores se muestran contrarios a todas las sectas y el mismo Teodosio lo ratifica con firmeza en el Código que debe guiar nuestros pasos. No hacerlo supondría caer en la deslealtad, tal vez en la traición.

El senador se dispone a leer en voz alta las palabras a que ha hecho referencia y, levantando cuanto puede la barbilla, adopta una actitud trascendente. Al oír el nombre de su tío, Etheria ha erguido la espalda que el cansancio había ido doblegando a lo largo de las horas transcurridas desde primera hora de la mañana. Muchas de las personas que compartían asiento con ella ya han abandonado el lugar y algunos de los que quedan bostezan mientras toman notas en su tablilla de cera.

Sin duda la lectura de aquel Código intenta persuadir a los indecisos e intensificar el miedo de aquellos que todavía se mantienen firmes en el paganismo. La voz da lectura al texto, que reza así:

 

Es nuestro deseo que todas las naciones sometidas a nuestra clemencia y moderación sigan profesando la religión cristiana, que fue transmitida a los romanos por el divino apóstol Pedro. A tal efecto ha sido conservada por la fiel tradición y, en la actualidad, profesada por el pontífice Dámaso y por Pedro, obispo de Alejandría, un hombre de reconocida santidad. De acuerdo con la enseñanza apostólica y la doctrina del Evangelio, creamos una sola deidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en igual majestad y en santa trinidad. Autorizamos a los seguidores de esta ley a que asuman el título de católicos cristianos. Respecto de los demás, pues según nuestro juicio son locos insensatos, decretamos que sean señalados con el ignominioso nombre de herejes. En consecuencia, no pueden pretender dar a sus conventículos el nombre de iglesias. Sufrirán en primer lugar la reprensión de la condena divina y, en segundo lugar, el castigo que nuestra autoridad, de acuerdo con el deseo del Cielo, decida infligir.

La peregrina baja la vista. Se siente sofocada y sabe que la vergüenza tiene mucho que ver en ello. Se negó a escuchar los motivos de Irene y la trató con condescendencia. Ahora, con los dictados de su tío Teodosio, dispone de una buena muestra del sufrimiento que por entonces no supo entender.

El senador cristiano prosigue su discurso recordando quiénes son los enemigos de Roma y cómo hay que aplicar mano dura para acabar con los herejes. Las leyes han sido establecidas para ser cumplidas. Así, exhorta a los hijos de los maniqueos a hacer pública acusación de sus padres y abjurar de su religión haciéndose bautizar; solo de ese modo podrán recuperar sus derechos sucesorios.

¿Es ese el mensaje del Cristo al que ella sigue con los ojos cerrados? Estimular las denuncias, la intimidación y la amenaza ¿forma parte de su credo, o más bien es algo pensado para incrementar las riquezas y fortalecer un patrimonio que los cristianos atesoran, tal como vio en Barcino y en todas las ciudades que sus pies han hollado en los últimos meses?

La última intervención del día, la de un senador pagano que tilda de opresores a los cristianos y los ataca ferozmente, ya no es capaz de enfurecerla. Solo desea abandonar la curia y reencontrarse con Irene. A estas alturas le consta que la votación se convertirá en un mero trámite huero y que el resultado es del todo previsible. Por un momento piensa que tanto esfuerzo, sobre todo el haberse señalado de ese modo llevando el libro de Catón al Senado, no servirá de nada. Las esperanzas han quedado reducidas a cenizas de las que no es posible renacer. No obstante, algo muy en su interior se obstina en contradecirla. Etheria sale de su letargo y busca un sentido oculto a aquel periplo, un sentido que trasciende las apariencias.

Cuando finalmente se da por concluida la sesión, saluda con amabilidad a Claudio Petronio pero busca la compañía de Símaco.

—Llévame a tu casa —le pide con ojos brillantes.

Los que están cerca de ellos les ceden el paso con una mueca de desaprobación y desprecio en los labios. Paganos y cristianos dicen cada cual la suya y, según los bandos donde postulan, llegan a conclusiones distintas. Sin embargo, unos y otros cruzan la puerta de bronce casi hombro con hombro. El sol se ha avivado en el horizonte y una postrera luz tibia acaricia los edificios que antes resplandecían. Las dos figuras la reciben con gratitud y dirigen sus pasos en una única dirección.