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—Espero que hayas descansado. Esta noche la tormenta se ha dejado sentir con fuerza —dice Cayo mientras Irene lucha por espabilarse—. No me extrañaría que hubiera caído algún rayo en las cercanías. El año pasado por poco tenemos que lamentar una desgracia, y de hecho sucedió a poca distancia de aquí. Un pastor había puesto a cubierto a su rebaño bajo un enorme árbol y el rayo partió en dos el tronco. Muchas de sus ovejas murieron aplastadas por el ramaje.

—Todo el mundo sabe que los árboles no son un buen refugio en días de tormenta. ¿Y a él no le pasó nada?

—Era sabido que no estaba muy en sus cabales el pobre zagal. Cuando llegó a casa solo tenía ánimos para ofrecer sacrificios al dios Thor. No ha vuelto a dar pie con bola. Pero no quiero asustarte —añade Cayo mientras la invita a observar la límpida luz que se cuela por el ventanal—. Todo ha quedado en nada y más tarde se ha desatado una fuerte ventolera que ayudará a secar el camino. La suerte nos acompaña.

—¿Significa eso que nos ponemos en marcha? —pregunta Irene mientras se incorpora, molesta por la presencia del antiguo legionario.

Pese al baño de la noche anterior no se encuentra bien, tiene la sensación de que el viaje la ha convertido en otra persona, más próxima a los animales que a los hombres.

—Creía que tenías mucha prisa en llegar a Calavario —dice Cayo, todavía un tanto sorprendido ante el optimismo visible en la actitud de Irene.

—¡Claro que sí! Pero como dijiste que...

—Pues ya ves, he cambiado de opinión. No quiero provocar murmuraciones. Es mejor que no te vean demasiado...

—Lo entiendo. No querría causar más molestias y hemos de ser cautos —interrumpe Irene al hombre, que empieza a sentirse incómodo tras mostrarse vulnerable a las posibles habladurías.

Este agacha la cabeza y aprovecha el gesto de su mujer, que ha entrado con el fin de ofrecerles una bandeja con comida, para abandonar la estancia, dando por terminada la conversación. Antes de salir en dirección a los establos, coge un poco de pan untado con ajo y bebe un sorbo de leche.

Por unos instantes, entre las dos mujeres reina el silencio, roto tan solo por el trajinar de Hermina, que ha dejado la bandeja en el suelo y se afana en cubrir el jergón. Irene la observa. A la luz del día su aspecto no es tan siniestro como le pareció al verla iluminada por la lámpara de aceite. Lleva el plateado cabello, ralo pero peinado con esmero, recogido en un moño bajo. Pese a que ya no es joven, se mueve con cierta ligereza y determinación.

—Lo lamento, pero tendrás que comer sentada en una silla como, sin duda, hacen los sirvientes en tu casa. Aquí no tenemos triclinio, ni tampoco mosaicos para embellecer el suelo o estuco de colores en las paredes. Los primeros años, cuando me emparejé con Cayo, siempre estaba maldiciendo mi suerte. Creía que me llevaría a Roma, que utilizaría los contactos de que presumía para mostrarme ese mundo del que tanto hablaba. Pero ya ves, con el tiempo...

—No te apures, yo también he tenido que adaptarme a las situaciones más adversas.

Tras una breve pausa, pasan a la estancia principal, donde la comida que hay al fuego desprende un grato aroma, e Irene añade en tono más alegre:

—¡Ese queso parece excelente! Por favor, siéntate conmigo. No me gusta comer sola y llevo muchos días con los hombres que me servían de escolta por toda compañía. Son muy fieles y expertos, pero soldados al fin y al cabo, incapaces de mantener una conversación más allá de los asuntos que les son propios.

Por un momento, apenas un instante, a Irene le parece que el rostro de Hermina se dulcifica, como si sus delgados labios estuvieran a punto de dibujar una media sonrisa, pero no lo hace. La mujer del antiguo legionario come despacio, masticando muchas veces cada bocado, tal vez preocupada por pensamientos a los que no se atreve a dar rienda suelta.

—¿Por qué haces esto? —dice finalmente, pero da la impresión de que está pensando en voz alta.

—¿Cómo dices? ¿Por qué hago qué?

—Te preguntaba los motivos por los que una mujer joven como tú acepta un encargo semejante. ¿Qué te lleva a abandonar casa y familia y enfrentarte a quién sabe qué peligros en tierras que no conoces? ¿Por qué pones en juego tu vida para ir en busca de un libro que al fin y al cabo no servirá de nada?

—¡Eso no es cierto! Si consigo llevar el libro de Catón a Roma, mi tío...

—No deseo meterme donde no me llaman. Tú sabrás lo que te ha traído hasta aquí, pero mantén la cabeza fría y no te expongas más de la cuenta —la interrumpe Hermina sin esperar respuesta.

Irene se pregunta cómo se las arregla esa mujer para leerle el pensamiento. Tal vez la espió la noche anterior mientras intentaba dormir, quizá estaba al acecho cuando perdió los nervios y maldijo a Druso. ¿O acaso la ha juzgado injustamente y no es tan lerda como parece a primera vista?

—Quiero enseñarte una cosa —suelta Hermina mientras se pone de pie y se dirige a un baúl de madera arrimado a la pared.

Antes de abrirlo mira en derredor con estudiado gesto. La operación va precedida de cierta ceremonia y no tarda en ponerse de manifiesto que dentro hay un humilde altar con una estatuilla de bronce. La imagen representa a un joven vestido con túnica corta y botas, en actitud de disponerse a servir vino de un cuerno.

—¡Un larari! —exclama Irene al tiempo que se le iluminan los ojos—. Mi abuela tenía uno muy similar en el atrio, justo al lado de la puerta principal. Decía que era el dios de la familia y le pedía a diario que nos protegiera.

—El dios Lar también es el protector de las encrucijadas y los caminos. He pensado que podríamos quemarle un puñado de incienso, ahora que no nos ve nadie. Lamento tener que mantenerlo oculto, pero mi marido dice que podría traernos problemas, el emperador Teodosio ha prohibido todo culto que no vaya dirigido al dios de los cristianos.

Bien que lo sabe Irene, que acoge la propuesta con gratitud y respeto. La ceremonia es sencilla y el canto de una alondra se suma como un tributo de belleza más. Al terminar, Hermina la provee de frutos secos para el camino: dátiles y pasas, y también pescado salado. Al despedirse se miran largamente, como si se reconocieran por primera vez.

Cayo ya está en el exterior de la casa. Ajeno a todo y con los caballos preparados, se dispone a atar los bultos sobre el lomo de los animales. Apenas ve a la sobrina de Símaco, da la orden de salida. El suelo aún está fangoso y llevan a las cabalgaduras de las riendas. No les resulta difícil encontrar a los hombres que los esperan; por su aspecto, salta a la vista que no han encontrado un refugio adecuado durante la tormenta. Poco después llegan a lo alto de una de las cumbres que rodean Brigantium. Irene se vuelve y le parece ver una figura diminuta en el umbral de la puerta. Al principio le da la impresión de que levanta la mano y le desea suerte, pero debe de ser un espejismo, porque Hermina ha cerrado de inmediato la casa a cal y canto.

Tal como ha anunciado Cayo, el cielo está despejado y en calma. El olor a tierra mojada la vigoriza y el armonioso repiqueteo de los cascos de los caballos marca un ritmo reconfortante. Irene se dice que ha esperado mucho tiempo ese momento, que no está dispuesta a fracasar en su misión. Ahora bien, las advertencias de Hermina hacen que todos sus sentidos permanezcan alerta, y se lo agradece en silencio.

¿Ha tomado la decisión correcta? Cayo Licinio se lo pregunta en la retaguardia del grupo de jinetes que se adentran en el curso del río Eume. Hace poco que han dejado de ver el mar y ahora empieza el trayecto más duro. No le preocupa Irene, se la ve resistente y avezada en hollar terrenos mucho más arduos; ni tampoco los hombres que la protegen, si tal como parece fueron elegidos personalmente por el senador Símaco. Para el antiguo legionario, su experiencia, lejana en el tiempo pero muy viva todavía en la memoria, constituye la mejor garantía.

El padre del senador lo había promovido a prefecto del destacamento instalado en Brigantium, cuando Roma aún no había dado por perdidas las minas de oro que la abastecían. También Símaco, a la sazón muy joven, le brindó su apoyo incondicional a la muerte de su padre, prolongándose la vieja amistad en su persona. Aprovechar ese regalo del destino, eso había hecho Cayo. Sin olvidar que al licenciarse necesitaría a una buena mujer, además de un oficio que desde siempre había querido alejado de la política. No volvió jamás; por Hermina, se decía, y porque era el mejor comerciante de toda Gallaecia.

Algunos, sin que él se molestara por ello, lo llamaban «la rata». En realidad alababan su pericia a la hora de satisfacer deseos materiales que parecían imposibles, a los que uno solo podía tener acceso si estaba acostumbrado a frecuentar las cloacas más infectas. Entre tanto, Hermina era feliz pensando que su marido comerciaba con ganado, tarea que únicamente le procuraba el diez por ciento de sus ingresos.

Por todo ello, corría un gran riesgo al acompañar a Irene a Calavario. Dejando aparte las intenciones de la sobrina de su benefactor, una especie de gata salvaje según intuía, capaz de robar el libro que Símaco necesitaba o de clavarte una daga por la espalda sin inmutarse, había otro hecho que resultaría imperdonable en los ambientes frecuentados por Cayo. Estaba ayudando a una pagana, lo cual podía reportar graves consecuencias a la vida que se había construido con su mujer. Sobre todo ahora, cuando los más poderosos hacían bandera del cristianismo, una manera como cualquier otra de perpetuarse. Hermina y Cayo habían seguido al pie de la letra las directrices que marcaban las élites, convirtiéndose de cara a los demás en cristianos devotos.

«Nada más lejos de la realidad, sobre todo en lo tocante a Hermina», se dice con ganas de abandonar ya unas reflexiones muy inoportunas.

No se ha percatado de que su montura va directamente al encuentro de otro caballo, detenido en la margen.

—¿Va todo bien? —lo interroga Irene, que no entiende cómo es que el guía declarado de la expedición se ha ido quedando atrás.

—Sí. A partir de este punto seguiremos el curso del río. Hay una senda estrecha que no es el trayecto más corto, pero sí el menos transitado, y nos permitirá encontrar el lugar idóneo para ocultar a tus hombres.

—¿Sufrirán mucho los caballos?

La pregunta queda en el aire. Desde el último cambio de cabalgaduras, en Lucus Augusti, cuando iban al galope en pos del cumplimiento de su misión, Irene está muy satisfecha de su rendimiento. Son unos ejemplares pequeños y peludos, más propios, según les aseguraron, de las tierras del norte de Europa. Ha oído hablar de enormes islas que albergan nieves perpetuas, pero le cuesta imaginar que pueda haber algún territorio más al norte de la remota Gallaecia. De pronto reacciona y se queda mirando al antiguo legionario mientras este se aleja de su lado para ponerse al frente de la comitiva.

No se lo tiene en cuenta. Sabe que será más útil si no agobia demasiado a los hombres, aunque se hallen bajo su mando. Además, tal como decía Cayo, la senda por la que empiezan a transitar exige que ponga sus cinco sentidos. Han atravesado tantos lugares desde su salida de Roma que se creía a salvo de sorpresas. Sin embargo, las riberas del Eume son distintas de cualquier otro territorio que haya conocido. Todavía perduran manchas de nieve en las zonas umbrías y el agua del río adquiere una tonalidad verde de gran intensidad, sin duda, a causa de la tupida vegetación de las márgenes.

Ahora es ella la que se queda atrás. Han salido al alba de casa de Cayo y los rayos del sol de marzo, un tanto tímidos, aún se esfuerzan por penetrar en el interior del bosque. Las copas de los árboles —robles y castaños—, un mar de helechos y la vida que se va recuperando con el deshielo configuran un paisaje que por momentos oculta el camino.

—Lo sé, lo sé, pero ya te he dicho que por esta senda nadie nos verá llegar —dice el antiguo legionario, haciéndose eco de las dificultades que van encontrando.

—Lo entiendo, pero de vez en cuando la tierra se transforma en piedras afiladas. Avanzaremos muy despacio.

—En tal caso podemos meter a los caballos en el río. Lo he hecho antes y no existe el menor peligro para las bestias.

—Veo que no dejas nada al azar. Sin duda, mi tío Símaco ha sabido elegir bien.

—Pues yo no estoy tan seguro de poder ayudarte...

—¿Por qué dices eso? ¿Acaso dudas de mí?

—En modo alguno, pero robar ese libro no será ningún juego. No esperes que te lo pongan fácil. La mayoría de las mujeres que integran la comunidad son de la nobleza local. No se dejarán engañar.

—Tú haz tu trabajo, que yo haré el mío. Si sale bien tendrás mi agradecimiento y el de mi tío, además de la repleta bolsa que ya guardas en tus alforjas.

¿Tal vez ha sido demasiado dura? Irene se arrepiente de sus últimas palabras, pero Cayo ya se ha destacado de nuevo y ordena a uno de sus hombres que se adelante y explore el terreno. Por un momento piensa que su fama debe de tener mucho que ver con esa actitud. Resulta fácil hacer felices a los demás si desapareces a la primera controversia.

Poco a poco las dificultades han ido en aumento. Cuando el camino atravesaba un claro, el antiguo legionario ha decidido tomar un atajo. Es escarpado y las cabalgaduras resbalan en el terreno fangoso. Cruzan un riachuelo de aguas bravas que baja por la ladera de la montaña e Irene se sorprende al ver el enorme tronco que ha caído sobre su cauce, cual si fuese una aguja gigante que se propusiera enhebrar los helechos.

El cielo empieza a encapotarse e Irene se atreve a proponer un descanso. Dos de los caballos tienen las pezuñas lastimadas y el hombre que Cayo ha enviado a reconocer el terreno aún no ha vuelto. Pero no es nada de eso lo que la decide. Siente que necesita captar aquellos parajes unos instantes, sin tener que medir el próximo paso. Se detienen junto a un roble y sacan algunas viandas; Irene reparte con sus hombres lo que le ha dado Hermina antes de salir. Solo el antiguo legionario permanece de pie. Hace ya rato que se fue Torbe, el hombre al que ha hecho adelantarse.

—No te preocupes. Y come algo. Volverá cuando esté seguro de haber cumplido tu orden —asegura Bappo, una especie de gigante con cara de niño, con la boca llena.

—Lo sé —dice Cayo volviéndose hacia la sobrina de su amigo Símaco—, pero quizá no debería haberlo enviado. Son tus hombres, no tenía derecho...

—Basta de miramientos. Todos estamos implicados en la misma misión. Torbe no deja nada al azar, me lo ha demostrado a lo largo del viaje. No resulta fácil sorprenderlo...

Todavía no ha acabado la frase cuando oyen el relincho de un caballo. Nadie duda de que será Torbe, pero pese a ello dos de los hombres se ponen de pie y sacan sus espadas. El enviado sale de detrás de los arbustos llevando un conejo muerto en las manos.

—Un poco de carne fresca no nos vendrá mal —dice mientras sus compañeros lo celebran con insultos que pretenden ser un halago.

—Confío en que no hayas olvidado tu cometido, Torbe. —La voz de Irene es firme, no admite un silencio por respuesta.

—He ido hasta las puertas de la casa. Y no he visto ni un alma. Todo está muy tranquilo allí arriba, pero cuesta llegar. Más allá continúa el camino, y puede verse el humo de algunas chimeneas no muy lejos.

—Es el pueblo de Calavario. Apenas vive gente, fuera de algunos campesinos. Las mujeres pusieron gran esmero a la hora de buscar un lugar solitario —comenta Cayo.

—Entonces resultará fácil. En cuanto descansemos un poco, reanudaremos el camino... Y lo siento por Torbe, pero a este conejo no le haremos los honores. Más vale que no hagamos fuego. Podría haber guardias escondidos —dice Irene, tomando de nuevo las riendas de la expedición.

—Puedo asegurarte que en este bosque no hay un alma.

Pese a las palabras de Torbe, nadie discute las órdenes. Envuelven el conejo con hojas y un cordel y el hombre se lo guarda en el zurrón. Cayo observa que Irene ha perdido el apetito y recoge el trozo de tocino que ha dejado sobre una piedra. La mujer se encuentra ya junto a su caballo, esperando a que los otros acaben. Empieza a caer una fina lluvia, pero el agua del riachuelo sigue su curso, insistente y rumorosa.

Tal como ha dicho Torbe, el resto del camino resulta difícil y la lluvia lo vuelve muy resbaladizo. Los hombres de Irene siguen a lomos de sus monturas, pero tanto ella como Cayo han decidido descabalgar y caminar a su lado. Es Bappo quien poco después tiene el primer contratiempo, la bestia pierde pie al borde de la estrecha senda y está a punto de rodar montaña abajo. Otro de los caballos, el que el antiguo legionario lleva de las riendas, se espanta con los relinchos y finalmente cae por el barranco. Ha faltado poco para que Cayo fuera detrás, pero su preocupación es si alguien habrá oído el tumulto.

Poco a poco el cielo se cubre de nubarrones, la lluvia arrecia y la oscuridad invade el bosque, casi como si fuera noche cerrada. Irene, todavía sorprendida por un cambio de tiempo tan repentino, se da cuenta de que debe tomar decisiones. Ordena que sacrifiquen al caballo y que dispongan un techo. Seguir con el camino en semejante estado no resulta nada razonable. El antiguo legionario se apresura a apoyarla y da órdenes a los hombres. Estos lo dejan hacer, pero antes buscan con la mirada la aprobación de la mujer que los ha guiado hasta el fin del mundo.

Mucho más tarde, cuando la lluvia deja de caer, nadie, ni siquiera Irene, se atreve a proponer que reanuden el camino. Solo los ojos de un búho cercano iluminan la noche.

—Será más conveniente para tus propósitos presentarse de buena mañana en la casa —dice Cayo, aunque sin excesivo convencimiento.

Irene mastica en su boca la confirmación a aquellas palabras, pero ninguno de los viajeros que se amontonan bajo la lona tendida entre dos árboles sería capaz de asegurar que lleguen a salir de sus labios.

La sobrina de Símaco se levanta al rayar el alba. Sabe que madrugar no le servirá de nada, que tendrá que esperar. No es prudente presentarse en su destino antes de que se haga de día, pero la joven se siente desasosegada y la frialdad de la tierra, todavía húmeda, le penetra en los huesos.

No ha tenido una noche tranquila. Las pesadillas han vuelto a aparecer y el rostro de Druso se le ha hecho presente adoptando formas impropias de él y riendo desatado en actitud de reto.

Se levanta y mira a su alrededor. Bappo ronca ruidosamente, mientras que Torbe monta guardia y los otros dos hombres yacen boca abajo. Cayo se ha hecho un ovillo bajo la manta, y únicamente el plácido movimiento de su respiración lleva a pensar que alguien ocupa aquel revoltijo.

Pese a que Irene se mueve con cautela, Torbe se vuelve en dirección a la muchacha al percibir el roce de sus ropas. Ella le pide silencio llevándose el índice a los labios. Acto seguido coge el hato con movimientos sigilosos. Algunas ramillas se quiebran a su paso mientras va al encuentro del Eume; el otro río, el que baja desde Calavario, no es lo bastante profundo para bañarse en él. Ambos rodean la colina escarpada donde se encuentra la comunidad de mujeres. La joven se ha propuesto limpiar su cuerpo pero también purificar su alma. Necesita deshacerse de aquellos andrajos húmedos y recuperar la sensación de sentirse hermosa, distinguida. Por un momento se le ocurre que Bappo puede haber ido tras ella, pero comprueba que no es así. Esos hombres profesan fidelidad absoluta a su tío.

Hace frío, y el contacto con el agua helada le provoca estremecimientos. Pese a todo, no renuncia a su objetivo. Primero una pierna, luego la otra y, cuando ya no siente los pies, acaba la inmersión al tiempo que respira hondo. ¡Cuán lejanas se le antojan las termas de su casa! Tal vez Hermina tenga razón y todo aquello sea una locura.

—Irene, si debo hacerme cargo de tu seguridad, te agradecería que no volvieras a desaparecer sin previo aviso —la interrumpe el antiguo legionario, que ha aparecido de repente con expresión enfurruñada.

—No tengo por qué dar explicaciones. Nadie te ha pedido que me tomes bajo tu tutela. Por otra parte, no soy ninguna niña y necesitaba un baño. Si me haces el favor de retirarte, iré enseguida y dentro de pocas horas podrás dar por finalizada tu misión.

Irene tiembla de pies a cabeza con el agua hasta la barbilla, pese a lo cual agradece permanecer a cubierto, en el cauce del río, sin mostrar debilidad ante su frialdad.

Cuando se queda sola, se arrepiente una vez más por tratarlo con aspereza. Ese hombre la ha acogido en su casa, y arriesga su posición por una vieja amistad. No obstante, desde que Druso la dejó, su humor se ha vuelto agrio, salta a las primeras de cambio como si todos fueran el enemigo y a duras penas logra controlarse. Se halla demasiado cerca de su objetivo para que pueda permitirse perder los nervios. Pronto se presentará ante esa comunidad y les contará su historia, la que Símaco ideó para ella y que ha ido perfilando durante el trayecto, después ya tendrá tiempo para dar rienda suelta a la rabia que la embarga. Sabe muy bien contra quién debe dirigirla.

Mientras el primer rayo de sol ilumina las piedras del fondo y arranca destellos al verde transparente de una hoja sobre la piel del agua, la joven abre el hato. Con gesto decidido, se cambia la tira de tela que le sujeta el pecho, deja resbalar por encima la camisa y luego la cubre con una túnica larga y blanca. Dos cinturones le ciñen el cuerpo realzando su esbelta figura. Se trenza el cabello tras haberlo secado con esmero y, a continuación, se calza unas sandalias de cuero sujetas con cintas esmeralda alrededor del empeine y el tobillo. Cuando se reúne de nuevo con el grupo muestra un porte altivo, casi majestuoso. Bappo se ve obligado a disculparse por escupir el trozo de pan que por poco lo atraganta.

Al rato, todavía sorprendido por la visión de su protegida bañándose en las aguas del Eume, la piel blanca y joven que hacía tiempo que no vislumbraba, la firmeza de carnes que, fruto de un estúpido olvido, ha dejado ya de añorar, Cayo hace un esfuerzo por controlar la situación. También Irene se aplica en devolverlos a la realidad, les habla de cómo deben esconderse en el bosque, de cómo han de permanecer al acecho por si los necesita.

Su intento resulta infructuoso. No se atreven a hablar de ello, pero todos se miran estupefactos, pensando cómo es posible que hayan tenido a aquella mujer tan cerca durante un largo viaje sin ser conscientes de su prestancia.

—Más vale que nos pongamos en marcha —dice el antiguo legionario para romper el hechizo—. Cuando lleguemos, las mujeres estarán ocupadas en las tareas del hogar, aunque antes habrá que esperar a que acaben la primera ronda de oraciones.

—Estoy de acuerdo. Tengo ganas de conocer por fin a esa tal Etheria de la que tanto hablan.

Cayo la convence de que cojan solo un caballo. Se ha propuesto que Irene produzca la impresión más desvalida posible, aunque ella no está muy segura de querer seguir esa estrategia. Pese a todo, acepta la mano que le tiende el hombre y sube a la grupa.

La ascensión a la casa no supone ningún paseo, pese a que el caballo del antiguo legionario parece muy avezado en ese tipo de terreno y los lleva hasta muy cerca sin sobresaltos. Cuando ya están a las puertas, Irene no puede resistir la tentación de volver la vista atrás. Podría haber mirado más allá del horizonte, recrear alguno de los momentos que ha vivido para llegar a su destino, pero el paisaje que se extiende a sus pies merece robar un instante a sus ensoñaciones.

El Eume corre de este a oeste, cual si a diario persiguiera al sol en su tránsito. Visto desde allí, apenas es una lengua de agua en el angosto valle que atraviesa aquellas tierras. En los múltiples matices de verde comienza a despuntar la primavera, acompañan a la vida que bulle en las montañas. Lo ha comprobado con creces y todavía oye los ruidos del bosque, incluso los que han velado por su descanso; muy en especial el ulular de los búhos y las zambullidas de las nutrias en el río.

Tampoco es tanta la altura desde la que mira, pero la sensación que produce es como si ella y Cayo hubiesen llegado a las puertas del cielo. Desde unos pasos más allá también puede observarse cómo el curso del Eume confluye con el del Sisín, el pequeño afluente a cuya orilla han estado acampados. Siente la tentación de agradecer a los dioses que le permitan ese momento de gloria. Pero su acompañante se lo impide. Lo que el antiguo legionario ha estado mencionando como la casa es, en realidad, un recinto cerrado por un murete; al otro lado se ven algunas edificaciones y también escaleras que suben a los niveles superiores. La construcción parece acomodarse a las terrazas que forma la piedra en la cima.

No tarda en salir un hombre a recibirlos y Cayo lo saluda con una sonrisa no correspondida. No dice nada e Irene llega al extremo de pensar si será mudo. Siguen la dirección que les muestra con un gesto y dejan el caballo en una especie de cuadra. Después reciben más indicaciones al señalarles la escalera tallada en la roca. Por el silencio reinante, cabría pensar que en aquel lugar no vive nadie.

—Tal vez hemos venido demasiado temprano —dice Irene, si bien al mismo tiempo considera que, cuanta menos gente haya, mejor será para sus propósitos.

—No creas. Son unas mujeres extrañas. A veces aparecen de forma repentina, como si tuvieran la facultad de hacerse visibles a su antojo.

Irene lo mira con una sonrisa. Tiene la sensación de que el antiguo legionario se arrepiente de sus palabras, pero al mismo tiempo es como si no hubiera podido evitarlas. Empiezan a subir los peldaños y encuentran una casa a la derecha; aunque al fondo se divisan otros edificios, se dirigen a ella. Por la parte que da al Eume, cortada a pico, no hay muro. Ocupan su lugar bancos de piedra coronados por arcos.

Entre tanto, el sol ha ascendido bastante por la falda de las montañas y ya ilumina aquella parte del recinto. Solo consigue acentuar la sensación de soledad. El hombre va detrás de ella, tal vez lo haga por respeto, pero no le gusta. Cuando solo les faltan un par de pasos para llegar a la puerta, esta se abre y en el umbral se recorta una figura oscura.

Cayo es muy conocido en la casa, pero se ve obligado a explicar por qué no se ha presentado el primer día del mes, tal como Etheria y él tienen establecido. Sus palabras no parecen razón suficiente para que la mujer baje la guardia. Se ven obligados a esperar a que aparezca otra mejor vestida, que mira de arriba abajo a la extranjera, cual si le reprochase unas ropas tan claras, tan limpias.

Finalmente, parecen convencidas y los invitan al interior. Hay diversas estancias y un agujero en el suelo con escalones que se adentran en la oscuridad. No obstante, en ningún momento les dan la opción de seguir caminando. Tras escuchar las explicaciones sobre sus propósitos, la que ha aparecido en segundo lugar asigna a Irene la estancia situada más cerca de la puerta. Al mismo tiempo dice al antiguo legionario que debe instalarse en el granero, con Lupo, el hombre que parece mudo.

—No sé si Etheria podrá recibirte. Está muy ocupada estos días.

—Por favor —ruega Irene con su mejor semblante—. Vengo de muy lejos solo para verla.

—Deberás tener paciencia. Entre tanto, puedes esperar en esta habitación hasta que alguien venga a buscarte.

Tras esa orden las dos mujeres se retiran bajando por aquel agujero. Cayo le comenta que las galerías del subsuelo comunican diversas estancias de la casa, una buena solución para los días de invierno, e Irene lo encuentra fascinante, tal vez incluso muy útil para sus propósitos.

—Por cierto, no te preocupes por su actitud —añade el antiguo legionario—. Son de trato difícil, pero Etheria es una mujer curiosa que sin duda querrá conocerte. Me quedaré unas horas por si me necesitas. Luego, si no tengo noticias tuyas, me marcharé.

Se vuelve sin esperar la respuesta de Irene y abandona la casa. Regresa sobre sus pasos en dirección al granero, a la entrada del recinto. Allí es donde suele dejar sus mercancías, y aprecia a Lupo, un hombre discreto con el que se puede contar.

Pese a que el día ya está avanzado, la luz penetra con dificultad por las estrechas lucernas. Le han dejado una vela, pero no le queda demasiada vida. Se tiende en la yacija que hay en un rincón. Está limpia, es muy mullida y le resulta grata. Ni siquiera el cúmulo de pensamientos que la atraviesan consigue evitar que se quede profundamente dormida.