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Brigantium, Gallaecia, marzo de 381
Irene ha hecho un largo recorrido antes de detenerse en mitad del puente y mirar atrás. Solo percibe oscuridad y una profunda sensación de soledad. Se muerde los labios al comprobar que los jinetes ya se hallan a cubierto. Han sido compañeros fieles desde la lejana Roma, pero ahora los cinco han desaparecido en las fauces de lobo que devoran la ciudad de Brigantium. Tienen orden de esperar al resultado de sus indagaciones, de permanecer al acecho. Por unos instantes se dice que esa unión, la de la mujer noble y los hombres de armas que la protegen, podría deshacerse en cualquier momento. Sabe que debe jugar bien sus cartas, aprender a prescindir de ellos, pese a la desazón y la inquietud por lo que está a punto de comenzar. Irene, empapada y febril tras los últimos días expuesta a la lluvia, mira la incierta calle en ascenso hacia la cima y retiene un grito. Aunque los bramidos de la tormenta impedirían que se oyera su lamento.
Con objeto de conjurar las dudas, intenta buscar su reflejo en las aguas del río Mandeo; acaso también para dedicarse una sonrisa. Ha sido valiente durante aquellas semanas de viaje, incluso más que algunos de sus protectores. Pero la superficie es un tizne negro que corre en pequeños remolinos hacia el mar, como si se hubiera propuesto limpiar el mundo. Luego se vuelve hacia la pequeña ciudad de Gallaecia. Ningún otro camino le está permitido, y tanto daría que tratase de invocar a los dioses o a los hombres.
Tan solo media docena de luces mortecinas revelan la presencia humana en aquella colina que parece flotar entre dos ríos. Irene recuerda las palabras de los sabios antiguos y no acaba de creerse lo que se muestra a sus ojos. ¿Cómo es posible que aquellas casas primitivas, las calles sin empedrar, el hedor y la suciedad del arrabal que atraviesa, correspondan a Flavium Brigantium, el gran puerto de los galaicos de que hablan los antiguos geógrafos? Ya le había advertido su tío, el senador Símaco, que el mundo estaba cambiando, que el gradual abandono del antiguo orden supondría una intensa transformación.
La joven siente el cuerpo dolorido y las piernas entumecidas. Las estira y coge aire. Se propone que el aliento húmedo del vientre de la tierra la vigorice. Sabe que el próximo paso ha de darlo en solitario. Así se decidió y así lo hará. Cierra los ojos unos instantes y se dice que al abrirlos solo mirará al frente. Poco después, se echa el hato sobre los hombros y se inclina ligeramente. La lluvia sigue marcando territorio, como si no estuviera dispuesta a admitir la presencia de ningún ser humano. Paso a paso inicia el dificultoso ascenso. Agua y barro le obstaculizan el camino. «Quizá sea un aviso de los dioses», murmura. Sin embargo, en su interior reconoce la voz del miedo. Debe hacerlo por el mundo que le ha sido transmitido, por el honor de su hermana.
Avergonzada ante aquella debilidad, se levanta la túnica, lastrada por la acumulación de barro, y desafía al cielo. Momentos más tarde este parece favorecerla, el resplandor de un relámpago dibuja la silueta que corona una construcción en la lejanía. Se trata de una cruz de piedra, inmensa y azotada por los elementos, y pese a todo inmutable. Es la señal que buscaba. Entonces, pese a la alegría del descubrimiento, Irene se detiene un instante, lo justo para apretar fuerte los puños, y, sin perder de vista la sombra del crucifijo vislumbrado, escupe en el suelo.
Con ese tiempo, ningún ciudadano curioso sale a su encuentro, ningún soldado le pregunta acerca de sus intenciones. Tal vez porque el sendero entre casas que lleva a la parte alta es un amasijo de lodo, en el que las sandalias se le quedan clavadas a cada paso. Tiene la sensación de que no avanza, que su objetivo se encuentra siempre a la misma distancia. Entiende que Brigantium tiene poco que ver con otras ciudades romanas que ha visto de lejos durante su viaje, donde se ponía de manifiesto la presencia de Roma.
Entre tanto, la lluvia arrecia, el pequeño arroyo que baja por el centro de la calle lucha por rebosar de sus márgenes. Irene pierde pie y cae de bruces bajo el peso de sus pertenencias. Durante unos segundos no se mueve. Una punzada en la muñeca la lleva a pensar que se la ha lastimado en la caída. Se permite un único gemido ahogado por la rabia. Acto seguido se levanta e intenta caminar todavía más cerca de las casas, buscando un cobijo improbable. Debe proseguir la ascensión, dado que su destino empieza a jugarse en aquella cima.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres?
La mujer que le abre la puerta levanta la lámpara de aceite para contemplar el rostro de Irene. Sin embargo, la recién llegada dista de poder responder; lastimada y desconcertada, casi agradece los estragos que la lluvia y el barro han causado en su aspecto. Tras la caída, sus prendas han perdido todo rastro de excelencia que pudiera distinguirla; no obstante, el cabello seguiría poniendo de manifiesto la pericia del mejor peluquero de Roma de no ser porque el largo viaje lo ha convertido en lacias greñas. ¿Qué queda de Irene? El dilema se pierde en el aire; debe responder a las dudas que empiezan a surgir en aquellos ojos.
—¿Es la casa de Cayo Licinio, al que llaman señor de Candás? —pregunta, temiendo que la oscuridad la haya inducido a error.
—¿Quién pregunta por él? —la interroga la mujer con desconfianza.
Tiene la mirada un tanto perdida, pero en su gesto se adivina gran determinación.
Irene oye ruido procedente del fondo de la casa. Podrían ser pisadas que se aproximan, pero resulta difícil saberlo. De pronto, un golpe seco, como si alguien hubiera tropezado con un mueble fuera de sitio, las interrumpe.
—¿Con quién hablas, Hermina? ¿Cómo se te ocurre abrir la puerta en una noche como esta?
La voz suena unos pasos por detrás de la mujer, corresponde a una sombra; no basta con la claridad de la lámpara para ponerle rostro.
Los músculos de Irene se tensan, hurga con la mano entre sus ropas hasta encontrar la empuñadura de la daga que siempre lleva encima. Poco a poco entra en escena un hombre ya mayor que cojea y se toca la pierna. La joven tiene entonces la certeza de que se trata del antiguo legionario, un guardián del viejo orden, tal como le dijo Símaco. Una mirada de pez muerto y una expresión amable, le había asegurado.
—¿Quién eres? No es el mejor día para pedir limosna...
Pese a la duda que la corroe, deja el hato en el suelo. Hurga en él para entregarle en mano el presente de su tío, una estatuilla de Afrodita. El hombre ha frenado sus interpelaciones al percibir la mirada decidida de la extranjera. Luego, mientras ella sigue buscando, descubre los bordados que adornan su túnica y que el lodo casi ha conseguido ocultar.
—¿Irene? —pregunta con timidez mientras la mujer mayor, sin entender lo que ocurre, mira alternativamente a uno y a otra.
—¿Eres el señor de Candás?
Ya ha encontrado la figura, pero todavía no quiere mostrarla, prefiere asegurarse.
—Claro que sí, pero pasa, por favor —responde el hombre mientras parece extender una alfombra invisible a los pies de la muchacha—. Hace mucho que te esperábamos.
—¿Sí? —exclama la mujer mayor al tiempo que abandona el umbral y se acurruca en un rincón de la estancia.
—Déjanos solos, Hermina, y prepárale un baño. Se quedará con nosotros.
Antes de que la mujer se desvanezca en la oscuridad, una última petición detiene sus pasos.
—¡Date prisa! Trae algo caliente y una manta para cubrirla. Este no es el clima de Roma y, sin duda, ha cogido frío —añade con voz más moderada, cual si la presencia de Irene lo hiciera viajar en el tiempo, cuando era un joven de modales cultivados.
El hombre e Irene se quedan solos y pasan a una habitación contigua. Hay una mesa de madera pulida por el uso y cuatro taburetes. El fuego encendido proporciona algo de luz, caldea el aire. Y encima, una olla colgada sobre las llamas desprende un agradable aroma a pescado.
—Me alegra ver que has llegado bien —dice el hombre con un entusiasmo poco realista, dado el aspecto de Irene—. ¿Qué noticias traes de Roma? ¿Hay alguna señal que haga pensar en un cambio de rumbo por parte del emperador? No, claro, si fuera así, tu presencia en Brigantium sería innecesaria.
—Mi tío Símaco te envía este presente, Cayo Licinio —dice Irene mientras deposita en sus manos una bella figura de alabastro.
El hombre la deja en un estante de madera que hay en la pared de la entrada. Apenas la ha mirado. Después se mantiene expectante, sin que parezca satisfecho con el obsequio. Irene hurga de nuevo entre sus ropas mientras el antiguo legionario la observa con prevención. Enseguida extrae una bolsa con monedas.
—También está esto, claro. Pero antes debía asegurarme de que eres el señor de Candás...
—Ya nadie me llama por ese apodo. Tiene que ver con un episodio que no quiero recordar. Las cosas han cambiado mucho desde que dejé la Legión.
—¿Por qué lo hiciste?
Sabe que es una pregunta inoportuna, pero es curiosa por naturaleza y en su situación cualquier información puede suponer una ventaja.
—A todos nos llega la hora, en un momento u otro. El ejército no acepta debilidades y el paso del tiempo te colma de ellas en abundancia.
El señor de Candás toma la bolsa y, más que sopesarla, es como si apreciara la tibieza del cuerpo de Irene, todavía presente en la tela.
—¿Podrás ayudarme a conseguir el libro? La situación en Roma es desesperada. Los cristianos están dispuestos a todo con tal de hacer desaparecer la antigua religión y solo el plan de Símaco parece tener sentido.
Cayo Licinio abre aún más sus ojos de pez y se acerca sin dejar de aprobar sus palabras con un movimiento de cabeza. Irene piensa con desagrado que quizá le llega su olor y también que no debe de ser demasiado agradable lo que percibe después de que haya forzado tanto a los caballos durante las últimas etapas del viaje.
La mujer mayor grita desde otra parte de la casa que no tardará en aparecer con todo lo que se le ha pedido, pero ninguno de los dos le presta atención. Cayo da un paso atrás, se vuelve hacia el fuego, levanta la tapa y, con un cucharón de madera, prueba el caldo que hierve en la olla.
—Creo que vas demasiado deprisa —dice mientras se pasa la lengua por los bigotes en señal de aprobación—. Brigantium no es Roma y tendremos que acogernos a otras normas.
—Tal vez no me haya explicado bien. No he venido a perder el tiempo, y no pienso...
—Un momento, jovencita. Admiro tu coraje. Sé que el camino hasta aquí no supone ningún paseo y que la misión es de suma importancia. Pero si no quieres que salgamos todos escaldados, habrás de tener paciencia. No debemos levantar sospechas o el plan se irá al traste.
Irene aprieta los dientes y estudia el cambio de actitud del antiguo legionario. Asiente con la cabeza. Luego, con desconfianza y con voz seca, le pregunta:
—Mi tío me ha dicho que sabes dónde se encuentra ese lugar perdido, que me ayudarás a introducirme... ¿Lo harás así?
Por toda respuesta, Cayo cierra los ojos y mueve la cabeza afirmativamente. A Irene tal parsimonia la desasosiega, pero no volverá a precipitarse dando motivos para un nuevo sermón. Hermina anuncia que la estancia y el baño están preparados. La joven se retira y aprovecha la oportunidad para tranquilizarse. Sabe que arremete con excesivo brío, que hoy por hoy el antiguo legionario constituye su único contacto con Gallaecia. Tal vez las penurias del viaje le han hecho olvidar que el tacto es su mejor aliado.
Entre tanto, los propietarios de la casa se han instalado junto al fuego...
—¿No piensas decirme de quién se trata? ¿Quién es esa tal Irene? Por tu forma de mirarla...
La mujer mayor prepara la mesa para cenar. Lo hace de mala gana, y, lejos de disimular su disgusto, golpea la madera cada vez que deposita un plato.
—No sueltes la lengua, mujer. ¿No te das cuenta de que podría ser su padre? —protesta Cayo con expresión socarrona—. Mira, cuanto menos sepas, mejor, créeme.
—O me dices quién es o...
—¿O qué? ¡Mira que llegas a ser obstinada! De acuerdo, tú lo has querido, pero ni una palabra a nadie. Si alguien pregunta, diremos que es un familiar lejano que ha venido a hacernos una visita, que está de camino...
—Vale, pero ¿de qué libro hablabais? —lo interrumpe Hermina.
Cayo deja de remover la sopa que acaba de retirar del fuego y la mira de hito en hito.
—Has estado escuchando, ¿verdad?
—¡Cómo querías que no escuchara! Me tratas como si fuera una esclava y...
—De acuerdo, de acuerdo. Siéntate. ¿Recuerdas que hace unos meses vino un emisario de Roma?
—Sí, me dijiste que las cosas no iban muy bien, que los viejos senadores se enfrentan a diario debido a la presión de los cristianos. Eso lo entiendo. Míranos a nosotros, que hemos de loar a los dioses a escondidas...
—Creía que lo habíamos dejado claro hace mucho tiempo, Hermina. Si no abrazaba el cristianismo, me era imposible hacer negocios con la gente principal. Y son los únicos que tienen dinero.
—Pero ahora tenemos dinero. He visto el grosor de la bolsa que te ha entregado la extranjera...
—No es tan fácil. El senador Símaco me ha pedido ayuda y no he podido negarme. Le debía un favor. Fue su padre quien me concedió apoyo para ascender en la Legión. ¡Y jamás lo olvidaré! Irene es su enviada. Quieren conseguir un libro de Catón que relata los orígenes de Roma. Están convencidos de que ayudaría mucho a la causa. Y tú deberías estar agradecida; eres la primera que se queja de los fanáticos e insurrectos que han abandonado el culto a nuestros dioses. Por cierto, confío en que lo hagas en privado...
—No me vengas con discursos que soy gallina vieja, Cayo. Yo solo digo que esa mujer nos traerá problemas. No tengo el don de la palabra, y tampoco sé decirte los motivos. Es algo que siento aquí, en el pecho, como un presentimiento.
—¡Me parece que estar siempre entre cuatro paredes empieza a afectar a tu entendimiento! ¡Haces demasiadas preguntas! Fui un legionario del Imperio y eso no se olvida. Las órdenes son que le facilitemos alojamiento y protección, después he de ponerla en contacto con el círculo de mujeres piadosas de Calavario. ¡Y eso es exactamente lo que haré!
—¿Te refieres a las que se reúnen para...?
—Para rezar, Hermina, para rezar y estudiar sus textos sagrados. ¿De acuerdo? Se trata de mujeres inocentes, como tú; aunque, eso sí, tal vez no hayan recibido las enseñanzas adecuadas.
—Está bien, como tú digas. Pero yo no lo veo nada claro. Disculpas a todo aquel que te proporciona ganancias. Nosotros nos limitamos a ser fieles a los dioses de nuestros padres, y esos cristianos quieren imponernos su manera de ver las cosas...
—¡Por eso ha venido Irene! ¿Es que no lo entiendes? Hemos de ser amables con ella, ¡está aquí para defender las tradiciones romanas!
—¿Pasa algo? —interrumpe Irene, que ha entrado en la estancia vistiendo una túnica que a todas luces le queda grande.
—Nada. No pasa nada. Siéntate a la mesa. Lamento no tener nada acorde con tu posición. Mañana mismo lavaré la ropa que llevabas y podrás disponer de ella —dice Hermina, que por primera vez le dirige más de dos palabras seguidas.
Irene se sienta en silencio. Lleva más ropa en el hato, pero la guarda para otro momento, uno que debería estar muy próximo.
Ni una yacija hecha jirones por los años, ni la humedad que chorrea paredes abajo y les confiere una tonalidad verdosa, logran echar a perder aquel momento. Irene se ha recluido en la estancia que le han asignado. Ignora durante cuánto tiempo esa pequeña habitación, situada en el extremo norte de la casa, será su refugio, pero no está dispuesta a esperar demasiado. Comprueba con alegría que dispone de una ventana minúscula y estrecha, de buen acabado, pensada para oponerse al viento que con frecuencia azota esa tierra extrema. Alegando el cansancio del viaje como excusa, se ha llevado a su cuarto la patina de piris para saborearla con calma. No esperaba que la vieja fuera capaz de preparar un manjar tan delicioso. Hacía tanto que no lo comía... ¡Y le trae tantos recuerdos!
Primero aspira los aromas del comino y el garum, intenta aislarlos de los demás que invaden el cuarto. Lo que más le sorprende es el contraste de la pimienta con la dulzura de las peras. Es una fragancia muy especial que la devuelve al pasado para luego empujarla con rabia hacia el presente.
La primera vez que su madre se la dio a probar no levantaba un palmo del suelo. Recuerda que todos reían ante sus muecas y acabó con los ojos llorosos. Transcurrió mucho tiempo antes de que se atreviera a probarla de nuevo. De hecho fue bastantes años después, cuando Druso se la ofreció un día de primavera. Irene cede a la remembranza de aquel momento...
—¿Cómo puede no gustarte, cariño? Eso es que no estabas preparada para disfrutarla. Déjame a mí.
Con movimientos lentos le había levantado el velo que antes le cubría el cabello y lo utilizó para taparle los ojos. Toda ella temblaba al sentir el contacto de sus dedos en los labios y el picor de la patina en su lengua.
—¿Lo ves?, la miel la hace tan dulce... Tan dulce como tú, Irene.
La muchacha se pasaba la lengua por las comisuras en persecución de otro bocado mientras él la hacía esperar, deleitándose.
—Ahora un trozo de pera y un beso.
Un trago de vino dulce se deslizó por su garganta, el que su amado le dio a beber tras haberlo retenido en la cavidad de su boca. Luego, todo se precipitó...
—¡Maldito seas! —exclama ahora Irene, sentada en su habitación de la casa del antiguo legionario.
No piensa seguir con aquellos recuerdos, aparta la patina con gesto violento y la vasija de barro acaba estrellándose a sus pies.
Ante el estropicio, la joven mantiene los músculos en tensión, los dientes apretados, los puños cerrados. Solo afloja la mandíbula un instante, lo justo para repetir su maldición, esta vez paladeando cada palabra.
Tras domeñar su voluntad, se agacha para recoger los fragmentos. Expulsa el aire por la nariz, desacompasadamente, y aprieta los ojos con fuerza para mantener a raya el llanto.
Solo si deja a un lado sus debilidades tendrá fuerzas para llevar a cabo la misión que le encomendó Símaco. Es el encargo del senador, por supuesto, el que la ha llevado a tierras lejanas, pero también su propio empeño. Aquel que mantiene oculto y que la envilece.
—Creí que te encontraría, Druso Vesalio, aunque tuviera que mirar debajo de las piedras. Me dije que las levantaría una por una si era necesario, pero ahora solo pienso en conseguir el libro y llevarlo a Roma a toda prisa. Después... Después no habrá quien me pare.
El vuelo inesperado de un murciélago dentro de la estancia la saca de sus pensamientos. Gustosa le habría arrojado los fragmentos de barro cocido que aún lleva en la mano, pero detiene el gesto. No es prudente llamar la atención de Cayo, ni tampoco de su mujer. Hermina puede suponer un obstáculo. Tendrá que esforzarse si quiere tenerla de su parte. Necesitará aliados si, tal como dice el antiguo legionario, las cosas son de otra manera en Gallaecia. Sin embargo, ya debería estar preparada. Su tío no dudó a la hora de confiar en ella. Irene sabe que solo si utiliza la inteligencia podrá tener éxito en su empresa.
Tendida en la yacija, se pregunta cómo será esa comunidad de mujeres dedicadas a la oración; todo indica que tienen de su parte a la autoridad eclesiástica. Lo cual no es nada desdeñable, en tiempos de herejías y concilios. Cayo dice que el origen noble de su miembro más activo, una tal Etheria, con fama de iluminada, lo hace posible. Tal vez también porque guarda lejano parentesco con el emperador Teodosio. Por un momento le resulta extraño que unas mujeres de buena familia acepten el fanatismo de los cristianos. ¿Dónde está su orgullo? ¿Será que en estas tierras no arraigaron con fuerza las costumbres romanas? No lo entiende. Piensa que Cayo Licinio debe de tener respuestas.
Entre tanto, tendrá que esperar. Según le ha dicho su anfitrión, el primer paso sería ganarse la confianza de la mujer que parece gobernarlas, pero son propósitos demasiado aventurados. Sea como fuere, ha de conseguir que el libro vuelva a Roma para cumplir la misión encomendada por Símaco.
Pese al cansancio le cuesta conciliar el sueño. Escucha el rumor del agua que le llega del exterior y se acerca a la ventana. La presencia de los dos ríos le recuerda a su amada Roma, pero la diferencia de dimensiones es enorme. La lluvia sigue cayendo con intensidad; por momentos parece como si Neptuno quisiera castigar a los hombres por renegar de su culto, por desoír la voz de los elementos, la que se entrelaza con la vida que los rodea.
Piensa fugazmente en esa mujer a la que pronto tendrá ocasión de conocer. No puede ser tan especial como dicen, la embaucará fácilmente haciéndose pasar por una dama cristiana, una pagana convertida que desea reafirmar su fe. Será sencillo. Después, sus hombres, los que Símaco eligió cual si se tratase de proteger su propia vida, harán el resto.
Se duerme, pues, imaginando la reacción de Etheria, y esta puebla su sueño. Una pesadilla en la que la extranjera ya no es el personaje de la noble devota y desvalida que ha creado a partir de las informaciones de que dispone.
De buena mañana ya no llega el ruido de la lluvia, ni la repentina claridad de los relámpagos. El tiempo parece haber dado un respiro a Brigantium, los dioses han refrenado la violencia de los cielos. Irene despierta y siente el cuerpo baldado, como si descansar en un lecho por primera vez en muchos días tuviera el efecto contrario al que cabía prever.
La voz de Cayo Licinio, más potente y firme de lo que esperaba, la llama desde el otro lado de la cortina que separa su habitación del resto de la casa.