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Tarraco, mayo de 381

 

La claridad del nuevo día penetra en diagonal por el ventanuco de la estancia. Todavía es muy tenue, de un rojo apagado, y no llega a convertirse en una mancha de luz en el techo. No obstante, la intensidad aumenta poco a poco hasta que empieza a mudar hacia el naranja. Todo es silencio; también gracias a que Irene ha convencido a Cayo para que duerma en otro lugar con Bappo. Así no se ve obligada a oír los ronquidos del primero, ni tampoco el delgado sueño agitado del segundo. Por suerte la herida del gigante fue limpia y, aparte de unos días en que tuvo que viajar en el carro de las provisiones, ha hecho gala de gran capacidad de recuperación, sin duda atribuible a su fortaleza.

Irene se pregunta si los acontecimientos del día anterior son la causa de su insomnio. Jamás había tenido una sensación semejante ni le habían explicado que lo que vio pudiera ser posible. Incluso después de haber quedado cegada y conmovida al mismo tiempo por aquella visión, le cuesta convocar a su memoria para representársela de manera fidedigna.

Tras salir de Caesaraugusta, la comitiva había recuperado la habitual melancolía. A los soldados les habría gustado prescindir de los dos carruajes y viajar más ligeros, pero a medida que iban haciendo camino, habían visto claramente que era mejor no oponerse a ninguno de los deseos de la peregrina. Les pareció que la lentitud de la marcha se acentuaba aún más al atravesar las inmensas planicies de Ilerda, donde la lejanía del horizonte hacía muy difícil determinar si realmente avanzaban.

Etheria había renunciado a entrar en aquella ciudad, abrumada por las noticias que llegaban de Tarraco. La lluvia torrencial había provocado numerosos estragos, se hablaba de desaparecidos e incluso de muertos y heridos... La peregrina pasó buena parte del resto del viaje hablando con Culleo sobre cómo podían ayudar a los damnificados.

A Cayo no le gustaban nada aquellas noticias de desgracia y destrucción, era consciente de que salir del territorio donde había pasado los últimos quince años lo había colmado de incertidumbres, de situaciones que había olvidado cómo resolver, tal vez porque ya no esperaba volver a pasar por ellas. Pese a lo cual lo preocupaba más el estado de Irene, meditabunda la mayor parte del tiempo, como si tuviera el presagio de próximas desdichas.

Cuando apenas se hallaban ya a un día de distancia de la costa, tras recorrer villorrios y huertos, tuvieron que atravesar una pequeña cordillera. Más adelante, al llegar a la cumbre, se contemplaba la ciudad de Tarraco al fondo y más allá el mar inabarcable. No tardaron en descubrir que irradiaba una luz especial, como si hubieran encendido miles de antorchas cuando ni siquiera era aún media tarde.

—¡No pueden ser antorchas! ¡Es extrañamente blanca! ¡La ciudad parece bañada por la luz de la luna! —exclamó Etheria con los ojos desmesuradamente abiertos.

—¿Cómo dices?

La pregunta de Irene quedó en el aire y ella no insistió. Le constaba que en ocasiones la peregrina se comportaba como si no estuviera muy en sus cabales y era mejor dejarlo correr.

—¡Vamos! —añadió Etheria al tiempo que golpeaba el vientre de su yegua y se situaba a la cabeza de todos—. Me han asegurado que al bajar a la llanura el camino mejora y nos permitirá llegar antes de la noche.

Etheria había comentado que deseaba intensamente ver la antigua sede imperial, una urbe construida a imagen y semejanza de Roma. La gran capital de la provincia romana se hallaba por fin a su alcance.

Sin embargo, la escena que se ofreció a sus ojos dejó perplejos a los viajeros. Habían acortado bastante el trayecto que los separaba de Tarraco y seguían sin poder divisarla. Solo lograban distinguir la parte baja, resplandeciente cual si el día no se hallase ya en sus postrimerías como era el caso; el resto, donde a Etheria le constaba que debía de encontrarse el templo del emperador Augusto, quedaba difuminado. Aquella luz hacía las veces de una verdadera fortaleza, la mejor defensa para desanimar a cualquier enemigo procedente del exterior.

El deslumbramiento de los viajeros fue estremecedor, ninguno de ellos había asistido jamás a una visión semejante. La claridad se convirtió de repente en una lámpara que transformó cuanto tenía a su alcance.

Irene detuvo en seco a su caballo mientras la peregrina ordenaba un descanso para la comitiva. Algunos de los soldados se arrodillaban y otros se miraban indecisos, incapaces de entender lo que pasaba. Por su parte, Etheria permaneció de pie con los brazos abiertos, deseando que la luz penetrase hasta lo más recóndito de su cuerpo.

—Es un buen augurio —dijo—. Dios ha querido ofrecernos un rayo de esperanza, una señal de que vamos en la dirección adecuada y podremos ayudar a los habitantes de Tarraco.

—¿De verdad crees eso? —respondió Irene con cierta ironía, aun sabiendo que aquella mujer no tendría en cuenta sus palabras.

La luz fue perdiendo fuerza a medida que el sol se ocultaba detrás de las montañas. Al fondo del camino ya vislumbraban la puerta con tres arcos que daba acceso a Tarraco; de sus lados partía un muro interminable y poderoso formado por grandes sillares en su base, pero que parecía bastante deteriorado en algunos tramos. Etheria fijó la vista en un grupo de enterramientos, cerca de la ribera del río, y se preguntó si podrían ser de los mártires que habían quemado en la arena del anfiteatro. Trazando la señal de la cruz sobre su pecho, elevó una oración por sus almas.

Al contrario que en otras urbes por las que habían pasado, vivía poca gente en los suburbios y por doquier se veían señales de la tormenta que había estallado pocos días atrás. La escasa vegetación que había resistido el embate de las aguas marcaba la dirección de la pendiente, como después de una torrentera. Solo distinguió a algunas personas entre la penumbra que empezaba a instalarse; mujeres y niños que seguían un camino labrado por el uso y llevaban ánforas y jarras.

Al atravesar las murallas los rodeó un inmenso gentío. Muchos vestían humildemente, pero no resultaba fácil saber si se debía a su pobreza o era consecuencia de los aguaceros. Poco a poco, entre muestras de admiración por los uniformes de los soldados y reverencias a la figura de Etheria, los fueron conduciendo por el centro de la ciudad hasta la casa del obispo, situada muy cerca del foro provincial.

Irene interrogó a algunos de los presentes acerca de la extraña luz, pero nadie acertó a responderle hasta que apareció una mujer mayor que llevaba a un niño en brazos. Mientras hablaba dejó vagar la mirada más allá del lugar donde se encontraba la extranjera.

—Es nuestro infierno, la prueba de que el demonio habita en Tarraco —sentenció mientras le dejaba al pequeño en brazos y salía corriendo.

—¡Espera! Escúchame...

Pero la anciana ya se había escabullido entre la multitud. Irene se quedó mirando a la criatura, que lloraba y cuya ropa desprendía un acre hedor a vómito.

—No se lo tengas en cuenta —comentó un hombre saliendo de entre la gente—. La madre del pequeño murió hace dos días, arrastrada por las aguas. La rescataron en la parte baja de las murallas, en aquella zona hacen de dique de contención. La pendiente es muy pronunciada y nadie se ocupa de limpiar los canales subterráneos.

—¡Lo que dices es terrible!

—Esto ya no es lo que era en tiempos de nuestros antepasados. No es una ciudad construida a la medida de los hombres. O quizá sí, pero solo para los ricos, que no sufren estas privaciones y calamidades. —En sus ojos se mezclaba la rabia y la tristeza, una combinación inquietante para Irene—. Dame al niño, buscaré a algún pariente que se haga cargo de él.

Vio como aquel hombre se alejaba con el chiquillo en brazos y la cabeza gacha. Ella siguió avanzando entre charcos y dejando a un lado el esfuerzo de unos y otros por recuperar el ritmo cotidiano. El círculo de las personas que los rodeaban se hizo más amplio y no tardó en comprobar que se debía a que habían llegado a la casa del obispo Himerio. Aquel hombre, de gesto adusto y fuerte temperamento, gozaba de gran respeto entre la población por su probada capacidad, en especial desde que la audiencia episcopal actuaba como tribunal de justicia. Algunos de los congregados alrededor de la escalinata del palacio donde residía el obispo habían experimentado en sus propias carnes sus decisiones a la hora de sancionar, dar asilo o establecer las cantidades tributarias. No hizo falta ningún mandato expreso para restaurar el orden. Una vez que la figura de Himerio se hizo visible recortándose en el vano de la puerta, hombres y mujeres guardaron silencio. Él mismo, vestido con sus mejores galas, mandó alojar a la comitiva en una de las casas de su propiedad. En dirección norte todavía brillaba la enorme pared blanca, donde los relatos leídos por Etheria situaban la parte más antigua de la ciudad.

A Irene y sus protectores les tocó el piso superior, una especie de laberinto dividido en tres estancias, con el techo bajo y un montón de trastos arrumbados.

Es en ese lugar donde, un día más tarde, se mantiene desvelada. A través de los postigos no solo se cuela la luz anaranjada, sino también un intenso aroma a salitre, una grata sorpresa para quien ya añoraba esa sensación de proximidad al mar. Cuando era pequeña, y sus padres ya habían muerto, siempre pedía a su tío que la llevase a Ostia, donde ambos se pasaban horas contemplándolo.

Pese al cansancio del viaje, Irene hace balance de los últimos acontecimientos, hasta que decide que ya basta, que quiere mirar al horizonte y soñar con que al otro lado estará su tío, tal vez preguntándose qué ha sido de su sobrina.

Tenía la esperanza de encontrar una carta de Símaco esperándola en Tarraco, pero posiblemente con todo aquel caos el emisario no habrá querido arriesgarse. Pese a todo, no puede evitar una oleada de decepción. Huyendo de la melancolía, abandona la yacija improvisada con poca maña en un suelo destinado a arrumbar trastos y salta por encima del gigante. Él respira más fuerte unos instantes, pero la joven ya ha iniciado el descenso al piso de abajo.

El resto le resulta extremadamente sencillo. Los dos guardias de la puerta están juntos y dormitan. El obispo no ha permitido que los soldados del emperador monten guardia en su casa y los ha enviado a los bajos. Todos parecen aprovechar un descanso largo tiempo merecido y también Irene se siente segura. La tierra de las calles se ha convertido en barro; hay tramos que ya se han endurecido aglutinando restos y cachivaches que ahora se convierten en un estorbo.

No es fácil orientarse entre los restos de las paredes derrumbadas, pero camina siguiendo la claridad sutil del alba. Sabe que solo puede conducirla hasta el mar. Algunas palomas atraviesan de tejado en tejado, ajenas a la desolación, y otras hacen el recorrido completo por el centro de la calle, casi rozando la cabeza de la intrusa que recorre la ciudad con las primeras luces.

Después de la celeridad con que hicieron el viaje hasta Gallaecia, sin detenerse demasiado en ninguna parte, la vuelta ha sido distinta, aunque siempre a remolque de los caprichos de la peregrina. Tarraco es sin duda la ciudad imperial de la que hablan en Roma, pero Irene sabe que las invasiones de los pueblos del norte han hecho menguar la confianza de sus habitantes.

Antes de dirigirse al mar, no obstante, asciende en dirección a la gran luz blanca que vio al atardecer. Ahora ya solo es una gran mancha levemente brillante, parece un muro imponente en contraste con las casas que hay en su falda, muchas de ellas de escasa altura, humildes, algunas abandonadas.

Aquellas paredes de mármol, extensas, poderosas, magníficas en su ejecución, resultan incongruentes por el lujo que suponen, inútiles y soberbias señoreando sobre una población devastada.

Alguien le dice que se trata de la pared exterior del circo e imagina lo que hay al otro lado, las graderías, la espina central, la tierra pisoteada por centenares de caballos a lo largo de la historia. ¡Fue tantas veces con su tío al circo de Roma, cuando parecía que su vida sería una balsa de aceite!

Sigue la línea de aquella pared imposible hasta que encuentra la muralla y una puerta de salida. Cuando pide a los centinelas que la dejen cruzarla, estos la previenen de que más allá de aquel límite ya no pueden hacerse responsables de ella. Tanto le da.

Al otro lado hay algunas barracas y casas que parecen improvisadas en una sola noche, pero solo encuentra a personas demasiado absortas en sus asuntos para advertir que ella es diferente. Todavía lleva la túnica de lino que se pone cuando debe cumplimentar a algún personaje principal. Y tal vez ha acertado con el atuendo porque su idea es acercarse al anfiteatro del que ha oído hablar durante el viaje. No tanto porque antaño fuera la sede de juegos y espectáculos sangrientos sino porque en algún momento ha oído que lo habían edificado junto al mar.

El mar es, pues, el personaje que persigue, su aroma, la oscuridad del azul al rayar el alba. Salva desniveles con la vista clavada en aquel azul intenso, coronado de un naranja que comienza a aclararse. Poco rato más tarde se encuentra ante el anfiteatro. Cierra los ojos por un momento, cual si de ese modo pudiera oír los gritos del público y el rugir de las fieras.

A medida que se acerca, la construcción pierde su aura mitológica. Advierte que en algunos pasillos falta el techo y que las gradas no guardan la debida simetría. Entiende que la ciudad ha ido abandonando aquel espacio y que tal vez para muchos aquellas piedras han servido para construir o reparar las nuevas casas.

Sin embargo, ella lo único que quiere es llegar al peldaño más alto. Necesita elevarse para reencontrarse con las olas y oler más de cerca el aire saturado de salitre. Como si con ese gesto pudiera recuperar las fuerzas que ha ido dejando por el camino.

Con la túnica remangada y el barro pegado a las sandalias, prosigue su ascenso. Casi ha llegado a la parte superior de la gradería cuando se da cuenta de que no estará sola. Hay una figura plantada en lo más alto, recortada contra un cielo que muestra con intensidad su capacidad para los matices. Las gaviotas vuelan sin miedo entre aquellas franjas de color, pasando de una a otra, del azul desvaído que procuran las nubes bajas del horizonte al malva intenso que sirve de transición hacia el naranja, todavía en lo más alto del cielo.

El sol empieza a asomar, oculto tras una pequeña cima a la izquierda de la escena. La silueta que mira al horizonte ya es inconfundible para Irene, la reconocería en cualquier parte, incluso en un país lejano, pletórico de formas y colores distintos.

Cuando llega arriba del todo se coloca a su lado sin pronunciar palabra. Por unos instantes, nada puede alterar la apariencia de aquella comunión que establecen el cielo y el mar con ambas mujeres contemplando su reflejo en él, como si nada fuera tan primordial como la percepción tranquila del mundo.

—¡No puedo más! ¡No lo soporto! Te haces presente en cualquier momento de una manera que detesto. ¡Debí suponer que estarías aquí! Soy una ilusa y no te esperaba, pero aprovecharé el momento. Sé con certeza que después de escucharme me apartarás de tu lado. No te lo tendré en cuenta. Bien mirado, tal vez este sea el escenario perfecto para una confesión —dice abriendo los brazos todo lo posible en un intento de abarcar el espacio—. Te he mentido y me he aprovechado de tu confianza y tu generosidad. Te he engañado desde el principio, Etheria. ¡Todo ha sido una gran farsa!

Irene se frota las sudadas manos y no se atreve a levantar la vista del suelo. Aunque le fuera la vida en ello, no sabría explicar los motivos que la han llevado a semejante confesión. De repente ha sentido la omnipresencia de aquella mujer, así como el ahogo. El ahogo de un esclavo encadenado a su amo que ya no puede soportar la presión. La aparente calma que les confería la alborada se ha hecho añicos al sentirse a merced de sus ojos oscuros, que la interrogan desde el silencio.

Al presente solo los saltitos de un gorrión sobre la piedra osan desafiar el compás de espera que se ha instalado entre ellas. La sobrina de Símaco es consciente de que la mujer que tiene al lado mantiene la vista clavada en su rostro mientras las palabras le salen a sacudidas, cual si fuera el único modo de deshacerse de ellas. Es incapaz de ejercer control alguno sobre su respiración, que se vuelve jadeante. Después de aquel vómito pronunciado sin pausa, guarda silencio. Ansía una señal que la ayude a continuar, pero no la recibe y entiende que solo le resta seguir adelante...

—Ya lo sabías, ¿verdad? —insiste mirándola a los ojos entre retadora y suplicante.

—¿Qué es lo que debía saber?

Las palabras de Etheria son formuladas con excesiva lentitud. Se diría que con toda la intención de no ahorrar ni un ápice de sufrimiento a su acompañante.

—Para ti es muy fácil —prosigue Irene—. Abrazas la fe de tus padres y visitas los lugares donde los cristianos han sido sacrificados...

—No te entiendo. ¿Adónde quieres llegar? Habla sin rodeos, te lo ruego.

—Te aseguro que no lo tenía previsto así. Jamás pensé que llegaría tan lejos. Solo necesitaba robar el libro y regresar. Robar el libro y regresar, eso es todo... Al menos ese era el motivo que me dignificaba.

Etheria la escucha sin interrumpirla. No sabe de qué libro le habla, ni qué oscuras y secretas intenciones podrían llevar a aquella mujer a un acto semejante, pero solo es capaz de tragar saliva mientras trata de detener el hormigueo que se apodera de su cabeza y la aturde.

—Yo no soy cristiana. ¡Ni lo soy ni lo seré nunca! ¡Te desprecio! Maldigo lo que estás haciendo a mi pueblo, a mi familia, lo que me has hecho a mí. Te crees mejor que todos nosotros, ¿no es cierto? Hablas de perdón y de caridad, de misericordia. —Una risita nerviosa se apodera de la muchacha antes de agregar unas últimas palabras—: ¡Estoy hasta la coronilla, puedes creerme!

—Irene... Porque te llamas Irene, ¿verdad?

—Sí. Mi nombre es Irene y soy sobrina de Quinto Aurelio Símaco, senador romano. Su esposa, Rusticiana, es mi tía —responde la joven con gesto altivo.

—Siempre he sabido que ocultabas un secreto, pero no acierto a comprender los motivos por los que te has hecho pasar por otra persona. ¿Qué quieres de mí?

A medida que Irene va trenzando la historia que la ha llevado a aquella situación, la peregrina abre más y más los ojos. Poco a poco entiende el significado de ciertas actitudes, se le desvelan las razones de comportamientos hostiles, impropios, que ella había justificado o, sencillamente, había dejado correr.

—No puedo permitir que te lleves ese libro, pero, si lo haces, estoy convencida de que tampoco servirá para tus propósitos. ¿Por qué para ti y para Símaco resulta tan decisivo un libro de Catón? Tener en vuestras manos Orígenes de Roma no hará que cambien las cosas.

—¡Es que no tienen que cambiar! ¡Precisamente esa es la cuestión! Catón nos exhorta a volver a las costumbres puras de nuestros antepasados. Los cristianos han venido a sembrar la discordia imponiendo un único dios. Causa pavor ver cómo derriban los templos, con cuánta soberbia se erigen en poseedores de la verdad. Roma siempre ha sido una ciudad libre, acogedora. Se nos infama y humilla, nos tildan de bárbaros por ofrecer sacrificios en los altares.

—No se puede adorar...

—¡Calla! A mí no me vengas con sermones, ya tienes quien te escuche. Hemos de detener esta ofensa a los dioses de nuestros padres y, si ese libro puede servir para hacerlo, la vida de una mujer es un precio ridículo. Escúchame, fueron los sacrificios los que alejaron a Aníbal de las murallas. ¿Quién velará por nuestra seguridad si consentimos el sacrilegio de rezar a un único dios?

—Irene, ignoraba por completo la amenaza que pende sobre tu hermana, los hombres que te persiguen han ido demasiado lejos, pero yo puedo protegerte. Catón vivió hace cientos de años, el mundo ha cambiado. Cristo ha venido a salvarnos.

—¡A salvarnos, dices! ¿A quién? ¿A ti o a mí?

—¡A todos, Irene, a todos!

—¿Y por eso matan en su nombre?

—No eres justa y lo sabes. ¿Cuántas tumbas de mártires hemos visitado? Todos fueron torturados hasta la muerte por no querer renegar de Cristo. Has oído hasta la saciedad las crueldades a que fueron sometidos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, incluso niños. ¡Mira! —exclama la peregrina señalando la arena central de aquel recinto circular—. En pleno invierno, tres antorchas iluminaban las gradas de este anfiteatro mientras un hedor a quemado obligaba a los asistentes a la masacre a taparse la nariz. Fructuoso, obispo de la ciudad, y sus diáconos, Eulogio y Augurio, fueron condenados a muerte. La sentencia del emperador Valeriano se debió a que se negaron a renunciar a su fe. ¿Acaso no puedes sentir compasión ante tamaño horror, frente a tanta injusticia?

Irene no responde de inmediato. Se seca las lágrimas que hace rato ruedan por sus mejillas y se incorpora. Luego la mira de arriba abajo y antes de dirigirse a la salida del anfiteatro le espeta:

—En el fondo te compadezco.

Etheria intenta averiguar si las palabras que le ha dirigido son fruto de la desesperación de aquella mujer, de la intención de justificar su desleal proceder, o pretende ir mucho más allá. Entre curiosa y ofendida, le cierra el paso agarrándola del brazo.

—¡Me parece que tengo derecho a una explicación!

—No hay peor sordo que el que no quiere oír. Crees que el hecho de emprender este viaje te convierte en una persona especial, ¡y en el fondo eres una impostora! —replica Irene liberándose de su mano.

—No puedo creer que precisamente tú tengas la desfachatez de pronunciar esa palabra.

—Yo te he engañado, pero la pretensión de los tuyos consiste en traicionar a todos los desheredados de la Tierra. El mensaje del dios que os guía tiene que ver con el poder del que, por supuesto, también formáis parte. La promesa de la vida eterna como recompensa por seguir siendo menospreciados, por poner la otra mejilla y sufrir pacientemente las injusticias. Todo empezó con la conversión del emperador Constantino al cristianismo; ¡una estrategia muy bien trabada, por cierto! Bastaba con que el papa Anastasio lo reconociera como la imagen de Dios en la Tierra. Entonces, el hijo del Todopoderoso reinaría a través de la persona del emperador.

Irene enumera uno tras otro los saqueos llevados a cabo solo cincuenta años atrás por parte de Constantino. Sus ojos encendidos de ira relatan cómo fue capaz de robar todos los tesoros y las estatuas de los templos paganos en Grecia para decorar la que bautizó como la Nueva Roma.

—Piensa en ello cuando visites Constantinopla y, antes de admirar su grandeza, pregúntate a qué precio se ha conseguido.

La sobrina de Símaco no espera a que haya respuesta alguna. Su silueta se va empequeñeciendo ante la mirada de Etheria hasta convertirse en una mancha blanca sobre las piedras del colosal anfiteatro de Tarraco.

Irene solo desea volver a la habitación que tiene asignada. Sabe que desde el punto de vista de la misión que le ha sido encomendada ha cometido un error imperdonable. Además, la actitud de Etheria no ha sido la que esperaba. Cree que ha empezado a odiar su templanza, esa manera de enfrentarse al mundo desde la quietud, desde la reflexión.

Son muchas las diferencias que las separan. Siempre lo ha sabido, y sin embargo, no puede evitar sentirse cercana a ella, como si existiera una confluencia de anhelos entre ambas, como si fuera posible que sus destinos, pese a correr de manera paralela, pudieran llegar en algún momento a la meta prevista. Tal vez así podrían mezclar sus voluntades, que tan distantes han permanecido desde el principio.

Presa de dudas, camina a paso vivo por el exterior de la muralla buscando la puerta de acceso, demasiado absorta en las sensaciones provocadas por la conversación que acaba de tener lugar para advertir que una figura se le acerca en dirección contraria.

—¿Dónde te has metido? ¡Bappo y yo llevamos un buen rato buscándote!

—¡Cayo! ¡Me has asustado! —Irene deja de mirar al suelo y se encuentra con la expresión atemorizada del antiguo legionario.

—¿Cómo es que has salido sin avisarme? ¿No sabes que los hombres de Terencio pueden estar al acecho, que ni siquiera el pacto contra natura que hiciste con ellos bastará para detenerlos?

Irene lo observa estupefacta. Quiere responderle mientras sigue caminando a buen paso hacia la casa donde se alojan, pero entonces ve que cojea ostensiblemente y no puede evitar un cambio en su actitud.

—Esa pierna vuelve a molestarte.

—Es la humedad, mientras hemos atravesado tierras secas todo ha ido bien, pero ahora que el mar está tan cerca... Pero estás saliendo por la tangente, no es de mí de quien estábamos hablando.

—Pues es del único del que podemos hablar. No estoy obligada a rendir cuentas de mis actos, ni a ti ni a nadie.

—¡Irene!

—Luego nos vemos. Y dile a Bappo que no se quede tendido ante mi puerta si no quiere que prescinda de él.

—¡Díselo tú si quieres!

Cayo ya no se esfuerza por seguirla. Irene no tardará en entrar en el recinto de la muralla, y se dice que Vibio y sus hombres no se atreverán a hacerle nada. Otra cosa le ha llamado la atención: la silueta de Etheria todavía recortada contra la línea de mar. No acaba de entender la relación que existe entre ambas mujeres y, como todo aquello que no es capaz de controlar, se trata de una circunstancia que siempre lo saca de sus casillas.

Irene no vuelve de inmediato a casa. Cual si quisiera prolongar su rebeldía, recorre las calles hasta el foro de la colonia y se queda ante los puestos. Piensa en la historia de los mártires de Tarraco, sobre todo en los tormentos sufridos por el obispo Fructuoso y sus dos diáconos cuando tuvo lugar la persecución del emperador Valeriano. Al fin y al cabo, la peregrina ha querido ponerla ante el gran ejemplo que, según ella, dieron los cristianos de la ciudad, al perseverar en su fe y convertirla, con el paso del tiempo, en pionera de la expansión del cristianismo por las provincias del Imperio.

Irene, que ya ha abandonado el foro y se ha adentrado en la zona más devastada por los aguaceros, se cruza con gente que desarrolla una actividad incesante; se le antojan muy alejados del discurso de Etheria, de esa contenida celebración religiosa y de la felicidad que puede resultar de ella. Por las calles se encuentra con ciudadanos normales, madres que llevan a sus hijos en brazos, panaderos que, pese a la desolación, amasan el pan a la vista de todos, hombres que cargan pesados bultos a la espalda. También hay una muchacha muy joven que lleva colgada del brazo una cesta con quesos. La actividad que reina a su alrededor hace que se sienta más cerca de Roma; reconoce algunas actitudes, pero faltan las sonrisas. Además de los desperfectos provocados por el agua, resulta fácil descubrir todavía vestigios de las invasiones; un viejo mendigo deforme, al que ha dado limosna, le muestra marcas de fuego en algunas paredes, casas que jamás fueron reconstruidas.

Abandona la compañía del anciano y prosigue su camino hacia la parte baja de la ciudad sin darse cuenta de que el hombre la sigue de cerca. Su propósito es llegar a la vista de los barcos, acaso soñar con que embarca en dirección a Roma, con que nada ha sucedido tal como lo ha hecho. Sin embargo, no le es posible acercarse. El viejo le sale de nuevo al paso, la escruta con ojillos llorosos y le pregunta:

—¿No serás por casualidad la mujer que acompaña a la peregrina?

—¿Quién quiere saberlo? —responde Irene, desconfiada.

El anciano busca con la mirada y finalmente se sienta en el murete de una casa en ruinas. Luego le hace un gesto para que se acerque.

—Ayer había un joven que deambulaba por el foro y quería averiguar cosas sobre los viajeros que debían llegar de Gallaecia. Bueno, ¿cómo te lo diría? Soy bastante curioso y nadie me tiene miedo, tal vez por eso me entero de las cosas...

—Y también muy dado a la cháchara huera, por lo que veo. Aún no me has contado nada.

—¿Tienes prisa? Me ha parecido que te limitabas a vagar sin rumbo por la ciudad.

Irene esboza el gesto de volverse para dejar atrás a aquel viejo y sus manías, pero el hombre la agarra de la manga y la retiene con fuerza.

—No, aún tengo algo que decirte, al parecer importante para nuestra causa.

—¿Qué causa? ¿Acaso la tuya y la mía tienen algo que ver?

—La de los dioses de mis antepasados. Y te aseguro que nos prestaron un gran servicio... Pero no te alteres, ahora mismo abordaré el meollo del asunto.

—Hazlo, porque se me acaba la paciencia.

—Ese muchacho, el que preguntaba, quiero decir, me confió que buscaba a una mujer. Se llama Irene y acompaña a la peregrina en su viaje.

—¿Y para qué la buscaba?

—Es muy sencillo, según parece tiene un mensaje para ella.

La sobrina de Símaco no acaba de entender las palabras del anciano. ¿Cómo puede ser que el mensajero de su tío se confíe a un mendigo? Se dice que debe abandonar aquella parte de la ciudad lo antes posible, pero el hombre lee la duda que reflejan sus ojos.

—Veo que no me crees. Y haces bien, dada tu situación. En cualquier caso, el mensajero te espera en la fuente de los leones. Para que confíes en mí, te diré que ese joven es mi hijo, y le resulta muy útil que yo sea uno de los mendigos más conocidos y parlanchines de Tarraco.

Irene recibe aquella información con cierto alivio. Por fin noticias de su tío, y parece que no tardarán en llegar a sus manos.

—Y dime, ¿dónde está esa fuente?

—Si vienes conmigo, te llevaré a su presencia.

Abandonan los alrededores del foro y caminan en dirección sur. No tardan mucho en cruzar la muralla por la puerta de los tres arcos, momento en que Irene recuerda la visión de las personas que llevaban ánforas y seguían un sendero hacia la oscuridad. El viejo le confirma esos pensamientos.

—Si entraste por esta parte de la ciudad, no estabas lejos. Pero tampoco me extraña que no la vieras, queda un tanto apartada.

—Así fue, en efecto —responde Irene, que empieza a confiar en aquel hombre.

No tardan en llegar a un espacio abierto entre casas y huertos donde hay mujeres recogiendo agua del suelo. Atan los cántaros con un cordel y los dejan caer en un pozo de forma rectangular, con sumo cuidado para que no se rompan al chocar contra las paredes.

—¿Es esta la fuente que dices?

—Bueno, ahora ya casi no se la puede llamar así. Cuentan que antes era el orgullo de Tarraco, que incluso hubo una época en que estaba cubierta y tenía unos caños de piedra en forma de cabeza de león. Pero todo se perdió. De todas formas, en tiempo de sequía se pueden ver en el fondo del pozo unas piedras redondas, y yo juraría...

—¿Ya estás contando tus historias a la forastera?

Las palabras proceden de un joven alto y muy delgado. Tiene una expresión amable e Irene entiende de inmediato que es el hijo de su acompañante.

—Tienes una carta para mí, según me han dicho.

—Sí, señora —se apresura a responder, hurgando con la mano bajo su túnica.

Cuando se dispone a darle las gracias y marcharse, deseosa de leer las palabras de su tío lejos de miradas extrañas, el viejo se interpone entre ambos.

—No estás obligada, pero nos harías un enorme favor, a nosotros y a la ciudad, si hicieras un donativo para compensar los trastornos y... los peligros.

—Por supuesto. Pero no llevo nada. Puedes pasar más tarde por la casa donde me alojo.

—Por la casa... —repite el viejo como si desconfiase.

—Déjala, padre. Yo la creo. Iré hacia mediodía —dice mirándola fijamente.

Irene no dice una palabra. Camina presurosa, con la imagen de los ojos de aquel muchacho todavía presente. La determinación que rezumaban incluso resultaba hiriente.