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Barcino, marzo de 381

 

Hace días que Isona no se lleva nada decente a la boca. Sobrevive gracias a los restos que le van dejando los vecinos y sabe que huele mal, que también ha descuidado su aspecto. Sin embargo, nada de eso le importa demasiado; sigue soñando con su hija Nicasia, se despierta con el recuerdo de las últimas horas de aquella enfermedad inmisericorde, sin que ningún pensamiento pueda consolarla.

De su hijo tiene noticias que deberían agradarle. La noche anterior, mientras se empapaba del olor a salitre de las cercanas barcas volcadas sobre la arena, recibió la visita de un soldado. La explicación de cómo Seihar había encontrado trabajo en la factoría de salazones tranquilizó un tanto su corazón, aunque sin borrar la tristeza que ha anidado en él. Ni siquiera oír que ese trabajo lo mantiene ocupado y, lo que es mejor, que ha dejado de acudir a la escuela de lucha del viejo centurión Máximo ha aligerado la carga de sus pensamientos.

Las migajas que le dejan los vecinos son cada vez más mezquinas. Ni le extraña ni les reprocha nada, que tampoco andan sobrados para ir repartiendo comida. Por primera vez en todo el tiempo que lleva sola siente que su estómago le pide algo caliente. Casi sin pensárselo, se aleja de los alrededores de la casa y recorre el suburbio hasta muy cerca del mar. Hace poco que han llegado las barcas y conoce a algunos de los pescadores, para los que a veces ha hecho algún trabajo.

—¡Isona! Hace poco ha venido alguien buscándote —le espeta un viejo de cuerpo debilitado, pero con los ojos tan vivos como el sol que empieza a ocultarse en el horizonte.

—¿A mí? —pregunta abriendo unos ojos como platos—. ¿Te ha dicho qué quería? ¿No le habrá pasado nada a mi hijo?

—No te alteres, mujer. No siempre hemos de pensar en desgracias. Solo preguntaba por la madre de Seihar, y por lo que yo sé, únicamente tu hijo lleva ese nombre. Si le hubiera pasado algo, lo habría dicho. Supongo.

Los otros pescadores, derrotados ya tras las muchas horas en el mar, intentan limitarse meramente a los movimientos necesarios para sacar el pescado de las barcas. Prestan oídos al escuchar las palabras del viejo, más que nada porque los sorprende que suceda algo diferente en su día a día siempre repetido.

Antes de que ella encuentre el momento de pedirlo, el anciano deposita unas cuantas capturas en sus manos y le indica con un gesto que se vaya, al menos para evitar que le dé las gracias. Después todos vuelven a su trabajo, como si hubiera dejado de existir.

Una de las mujeres con las que comparte la casa del suburbio asoma el rostro para comprobar si el aroma que le llega a la nariz es real y ve a Isona arrodillada cerca del fuego. La intrusa olisquea a fondo aquel caldo de pescado, y no piensa apartarse de su lado hasta que la cocinera le diga que le pasará un plato. «Es como si tuviera que rendir cuentas por lo que han hecho por mí», se dice la mujer, y de nuevo presta atención a la olla.

En ese preciso momento aparece el hombre que la busca desde hace dos días. Se trata de Hasmi, el criado que huía de casa de los abuelos cuando Seihar fue a ocultarse allí. De entrada, Isona desconfía al reconocerlo. Intuye que su presencia no puede suponer ningún buen augurio.

—¿Eres tú quien me buscaba?

—Yo mismo, pero por orden de mi amo.

—¿Qué nuevo agravio me está destinado?

Hasmi se remueve nervioso, baja la vista y, cuando vuelve a fijarla, ve el sucio jergón donde Isona ha intentado dormir los últimos días sin conseguirlo. Las palabras se amontonan en su cabeza, pero no parece dispuesto a pronunciarlas.

—Veo que se trata de una cuestión peliaguda —dice Isona sin dejar de remover la olla—. ¡Suéltalo de una vez!

—Han ocurrido cosas... —responde Hasmi, y se apresura a proseguir, tal vez consciente de que solo podrá cumplir el encargo si lo suelta de carrerilla—: Tus suegros han muerto y yo sigo las órdenes del notario. El último deseo de mi amo fue que Seihar tomara posesión de la casa familiar y de la herencia.

—¿Cómo dices?

Isona duda si lo ha entendido bien, pero no se siente sacudida por la noticia; su atención aún sería menor si no fuera porque su hijo ha sido mencionado.

—Así es. Mis amos no tenían ninguna otra familia, pero creo que eso ya lo sabes.

Sus palabras se mezclan con el olor del caldo, que empieza a tomar cuerpo. La mujer está a punto de desmayarse cuando el criado, tras una nueva pausa, se atreve a decir lo más importante, la condición ineludible que se oculta en el ofrecimiento.

—Como acabo de decir, Seihar es el favorecido. Tú puedes vivir con él en la casa, pero solo si aceptas que el chico continúe con su formación militar. Mi amo exigió en su lecho de muerte que honrase el linaje de sus antepasados y vengara con sus servicios a Roma la memoria de la familia.

—Imaginaba que tanta generosidad no podía ser cierta. La idea es que también Seihar muera en tierras extrañas, tal como ocurrió con su padre y con su hermano...

—Señora, tales son las condiciones. Mi amo ha dejado una fortuna destinada a esos menesteres, solo debes dar el visto bueno.

—Pues ya puedes cruzar esa puerta, que, como ves, solo es una tela ajada, y decir que no aceptamos, que antes moriremos de hambre o de enfermedad en los suburbios de Barcino, tal como ha sucedido con mi hija.

Hasmi da un paso atrás, pero no se da la vuelta todavía. No esperaba esa respuesta, ni siquiera conociendo la injusta actitud de sus amos. No obstante, Isona se muestra imperturbable y el criado decide abandonar aquel infecto cuchitril.

Lucio Flavio Dextro cruza las puertas de la basílica de Barcino con el aspecto resuelto que le ha servido para prosperar dentro del Imperio. Con todo, esa visita a la ciudad no se corresponde con las expectativas que se había forjado. Ha visto tristeza en los ojos de sus habitantes y no parece que la consolidación del cristianismo los haga más felices. Cinco años después de su última estancia solo desea marcharse, pese a que la nueva prefectura que le han asignado en Britania quede tan lejos de los círculos de poder de Roma. El destino que tanto ansía se le resiste año tras año.

Se presenta en la basílica con sus mejores galas porque uno de los objetivos que lo han llevado a Barcino es ver a Paciano, su padre. Ha pasado mucho tiempo, pero todavía recuerda a menudo la felicidad de su primera infancia en la casa familiar, cuando pervivía el espíritu de la pax romana y los más ricos se instalaban en el campo sin preocuparse por los posibles peligros. En ocasiones, durante sus diversos destinos en las fronteras del Imperio, los primeros recuerdos han sido el mejor consuelo.

No podía imaginar las dificultades que, una tras otra, le han ido saliendo al paso antes de reencontrarlo de nuevo. De nada ha servido su insistencia. Lucio Flavio ha tenido que conformarse con lo que le iban diciendo sus secretarios. Aguardar, pues, a que su padre volviera de un viaje a Tarraco y después una nueva espera que se ha decidido a romper. Ser obispo de Barcino comporta sin duda numerosas ocupaciones.

La verdad es que se siente sorprendido por cómo ese hombre, al que considera un modelo de bondad, ha alcanzado una posición de poder que supera con creces lo que cabía imaginar. Sobre todo porque en la vida de su padre las apariencias parecen contravenir esa idea. Los escritos del obispo Paciano hablan de santidad, de penitencia y de las consecuencias que implica alejarse de la obra de Cristo, pero siempre tiene palabras amables y, por encima de todo, contra sus enemigos recurre al diálogo.

¿Cómo puede atender al gobierno religioso de la ciudad desde esas premisas? La respuesta escapa a la inteligencia de Lucio, el cual no habría sido nadie en los destinos que le han asignado hasta el presente sin el apoyo militar de Roma.

Todavía recuerda cómo en su anterior visita, a raíz de un escrito sobre la inconveniencia de disfrazarse de ciervo en las celebraciones, su padre se quejaba del escaso eco que había tenido y de cómo, en definitiva, había servido para celebrar, con mayor entusiasmo todavía, lo que él había desaconsejado.

—Me da la impresión de que no sabían hacer el ciervo hasta que yo les mostré el camino con mis reprimendas —había añadido dolido el obispo Paciano en aquella ocasión.

Sin embargo, ahora, tal como le han comunicado los amigos que todavía conserva, la ciudad está bien controlada y nadie se opone al poder que emana de su máxima autoridad eclesiástica. En ocasiones lo asalta la idea de pedirle que interceda por él en Roma, pero el orgullo que su padre siempre le ha criticado no mengua con el paso de los años, más bien al contrario.

Cuando cruza las puertas de la basílica se encuentra con que está desierta. Siempre le han impuesto profundo respeto aquellas columnas alineadas que parecen buscar una progresión infinita; ha visto muchas en sus viajes, incluso la de San Pedro, en la propia Roma. Por eso camina por el lateral, sin prestar atención a las nuevas decoraciones que la han hecho todavía más majestuosa. La prioridad es ver a su padre, quizá por última vez, pese a que todo indica que goza de buena salud.

Poco después llega ante la puerta que conduce a los aposentos del obispo, pero unos guardias le impiden la entrada. Lucio Flavio Dextro no puede permitir que aquellos hombres dobleguen su voluntad.

—Os advierto que si cerráis el paso al hijo del obispo Paciano, prefecto de Britania, seréis duramente castigados.

Los guardias cruzan una mirada y esbozan una sonrisa que lo exaspera todavía más, pero los gritos han alertado al obispo. Su voz se deja oír desde el interior y uno de los hombres abre la puerta para oír cuál es su designio. Poco después los brazos de ambos se funden en uno de aquellos abrazos que Lucio recuerda de los momentos felices.

—Empezaba a pensar que no podría verte —observa el hijo sin acritud.

—Habría sido un hecho contra natura y en esta diócesis trabajamos por erradicarlos, querido Lucio.

—Me han dicho que la ciudad te admira y te sigue como si fueras un profeta.

—Los buenos cristianos siempre exageran sus afectos. Pero pasa y cuéntame cosas de Roma. Mis informadores dicen que algunos senadores todavía defienden los cultos paganos.

—Eso tengo entendido, aunque lo cierto es que en Roma apenas he estado unos días. Hasta que se me ha comunicado mi nuevo destino, Britania.

El obispo Paciano le indica con la mano una de las sillas que hay junto a la mesa, atestada de pergaminos y útiles de escritura. Por la expresión de su rostro, Lucio constata que la noticia no es de su agrado. Entiende que esperaba más de su hijo prefecto y le duele que se entere en circunstancias semejantes, sin compartir una copa de vino o tener alguna otra buena nueva para compensar la decepción.

—Bueno, Dios conoce los caminos que nos propone, y sin duda habrá pensado que es el mejor posible.

Tales palabras todavía le bajan más los ánimos, pero no está dispuesto a doblegarse ante la adversidad. Recuerda las que le dirigió el emperador Graciano sobre un futuro destino en Roma. Britania solo supondrá el último paso antes de la gloria. Ahora bien, Lucio ha soñado que jamás regresará de las tierras lejanas donde ha sido destinado y abordar la cuestión con su padre lo trastorna. Por unos instantes se dice que pasar por Barcino ha sido un error, que debería habérselo comunicado por carta.

—También me han dicho que tu polémica con los novacianos ha subido de tono y que muchos los ven como partidarios de una herejía a la que hay que poner fin.

El obispo vuelve lentamente el rostro hacia su hijo. No le sorprende el comentario. Un tema nuevo, próximo al halago, para negar la evidencia de su confusión. Le dice que se ponga de rodillas y Lucio obedece. Acto seguido le da su bendición.

—Tal vez la necesite.

—Hay que tener en cuenta que no siempre se cumplen nuestros deseos. Britania será un buen destino si la gobiernas como te enseñé. ¿Tardarás mucho en ponerte en camino?

—Unos días a lo sumo. Hay problemas que no admiten espera, quizá tenga que enfrentarme a los hombres del norte, vencerlos de una vez para siempre en nombre de Roma. Lo único que me preocupa es que un prefecto ya no tiene el poder militar que ostentaba en los mejores tiempos del Imperio. No obstante, antes de irme querría buscar algunos hombres, aquí en Barcino. Entre las enseñanzas que mencionas se incluye la de rodearme de gente de confianza. Y necesito asimismo un criado, que sea joven pero al mismo tiempo capaz de defenderse llegado el caso.

—Dios te acompañará en tales cuitas. Por lo que respecta a los hombres que deseas, quizá deberías hacer una visita a la escuela de Máximo. Todos dicen que nadie tiene mayor destreza a la hora de convertir a jóvenes en auténticos soldados.

A Lucio lo sorprenden las últimas palabras de su padre. Cuando él era pequeño, este odiaba la violencia hasta el punto de prohibir que en su casa se hiciese siquiera mención a ella. Con todo, se dice que el obispo de Barcino debe de tener noticia suficiente de sus feligreses, nadie puede quedar excluido. Su padre le aparece de pronto en su forma más humana, como si la santidad que siempre ha practicado ya solo fuera un bello recuerdo.

—Hoy me he impuesto la obligación de acabar una epístola, pero si lo deseas, mañana podríamos comer juntos. De ese modo me cuentas más detalles de tu nuevo destino.

—Por supuesto que sí.

Lucio no desea hablar más del asunto, pero no puede resistirse a la invitación. Se reprocha su añoranza del pasado, cuando su madre aún vivía y su padre no había decidido residir en las dependencias eclesiales.

—Entre tanto, si realmente quieres encontrar gente capaz para que te acompañe, puedes ir a la escuela de Máximo. Cuando sepa que eres mi hijo, te dispensará las mejores atenciones.

—Eso espero. Gracias —responde dubitativo.

Acto seguido, Lucio Flavio Dextro se arrodilla para besarle el anillo, pero su padre le hace un gesto displicente. No necesita esa clase de manifestaciones por parte de su propio hijo, aunque interiormente se lo agradece.

El obispo lo acompaña a la puerta y se queda observando cómo el nuevo prefecto de Britania camina por el centro de la basílica sin mirar atrás. Apenas desaparece de su vista, llama a uno de los guardias y le entrega una nota destinada a Máximo.

—Debe recibirla de inmediato —advierte—. Es muy importante.

Durante los primeros días, el chico se siente raro en casa de sus abuelos. La madre aceptó finalmente la herencia de sus suegros después de que alguien le refiriese las condiciones que reinaban en la factoría de salazones. La suerte de ambos había cambiado en muy poco tiempo y ahora habían tomado posesión de una vida que hasta hacía muy poco se les antojaba impensable.

Todo se precipitó cuando Seihar ya se había resignado al trabajo que el guardián de la torre le había conseguido, a trasladarse desde el interior de la ciudadela al cuarto alquilado junto al mar, en una caseta que utilizaban los pescadores.

Le costaba casi todo su sueldo, pero de ese modo disponía de un lugar seguro donde ocultar sus dudas y seguir el curso de su vida. Cuando le daba por pensar en volver a su casa o a la escuela de Máximo, un nudo en el estómago lo obligaba a doblegarse. Durante aquel tiempo en la factoría había ayudado en la elaboración del garum. Después de eso, por mucho que de noche se adentrase en el mar para quitárselo de encima, el hedor del pescado corrompido siempre lo acompañaba. A veces lo despertaba en plena noche y los pensamientos que ocupaban su mente ya no le permitían descansar de nuevo.

Una de las primeras decisiones que tomó su madre fue la de echar a Hasmi, el único criado que quedaba tras la muerte de los amos, y contratar nuevo servicio doméstico. El dinero de la herencia no era excesivo, pero les daría para vivir una larga temporada. Isona no pensaba demasiado en el futuro, solo quería vivir el presente, como si tuviera la sensación de que se lo merecía.

Seihar está convencido de que despedir a Hasmi no ha sido una buena idea. El hombre llevaba toda la vida con sus abuelos y ahora vaga por las calles hasta que llega la hora convenida en que el muchacho le deja algo de comer en la puerta trasera. Sin embargo, Isona se siente avergonzada de su vida anterior y no quiere tener cerca nada que se la recuerde. Un único aspecto nubla ese deseo.

El trabajo en la factoría de salazones ya es cosa del pasado, pero cada vez que Seihar abandona la casa para ir a la escuela de Máximo, Isona se encierra en su habitación a llorar.

Sin siquiera sospecharlo, Seihar se esfuerza a diario en la escuela. El tiempo que ha estado ausente lo ha hecho más fuerte contra sus adversarios, y no solo porque ha crecido un par de dedos. La actitud con que mide las posibilidades de los demás es mucho más madura. El antiguo centurión está realmente satisfecho con ese cambio y opina que el chico será uno de los mejores.

Por eso, cuando recibe la nota del obispo Paciano ve el cielo abierto. No todos los días se le presenta la oportunidad de quedar bien con un personaje tan principal.

—Podrás recorrer el mundo, y con uno de los prefectos más destacados del Imperio. ¡Eso sí que es tener la vida asegurada!

—Creía que aún estaba lejos de completar mi formación —opina Seihar, que no acaba de entender el ofrecimiento—. Hay otros que llevan muchos años en la escuela.

—Pero su inteligencia es similar a la de un burro. ¿Cómo puedes tener dudas? Tal vez sea mejor que hable con tu madre.

—No, por favor. Yo mismo se lo diré. Mañana tendrás una respuesta —promete el chico, aunque en realidad ignore cómo podrá convencerla.

Máximo le concede permiso para marcharse sin acabar el entrenamiento. Todavía lleva en la mano la nota que le ha enviado el obispo, pero las reticencias del muchacho han conseguido preocuparlo. Quizá sea el momento de desplegar todo su encanto con la viuda; la vida en los suburbios no ha marchitado su belleza. Y dicen que ahora es rica, cuestión nada desdeñable. La escuela va bien, hay muchos aspirantes a entrar, pero la mayoría provienen de casas pobres que intentan encontrar una salida para sus hijos.

Mientras el antiguo centurión reflexiona sobre los movimientos que debe hacer, Seihar camina en dirección a su casa. Aunque jamás la ha visto llorar, le consta que Isona no quiere que siga el camino de su padre. Cuando vivían extramuros le faltaban fuerzas para oponerse, pero ahora la ve cada día mejor, más decidida, más batalladora.

Hasmi sale a su encuentro poco antes de que el chico cruce la Puerta de Mar. Ha decidido no volver a casa hasta más tarde, cuando encuentre la manera de referir a su madre la conversación con Máximo. Hace días que el criado lo espera a la salida de la escuela, aunque no dice nada, como si Seihar aún fuese pequeño y caminara a su lado para protegerlo. Hoy, no obstante, el joven necesita un amigo.

—Máximo me ha pedido que acepte la oferta de un tal Lucio Flavio Dextro. Quiere que lo acompañe a Britania como su ayudante. ¿Lo conoces?

—Claro que sí —responde el criado deteniéndose y mirándolo a los ojos por primera vez—. Se trata de un personaje muy principal, el único hijo del obispo Paciano. Te irá bien con él...

—Mi madre no querrá...

—¡Un momento! ¿Lo haces por ella o porque te da miedo lo que pueda pasar lejos de Barcino?

—¿Cómo te atreves? No tengo ningún miedo, pero mi madre se quedará sola.

—Todo depende de ella. Una mujer como Isona tiene muchas maneras de luchar contra la soledad.

Seihar baja la vista unos instantes. No está seguro de lo que ha querido insinuar el sirviente, pero cuando levanta de nuevo la cabeza, Hasmi ya no está, ni siquiera distingue su figura alta y espigada entre las casas del suburbio. Al fin y al cabo, se dice, tanto da. Mi madre no podrá decir nada si resulta que se lo pide el obispo en persona.

Ya no quiere llegar hasta la orilla para tocar el agua. Se dice que es la actitud que adoptaría un niño, y él ha dejado de serlo. Vuelve a la ciudad y, apenas poner el pie en su calle, ve el caballo de Máximo a la puerta de su casa, enjaezado con sus mejores galas.