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Roma, finales de agosto de 381

 

A menudo, durante las lentas alboradas de Calavario, cuando esperaba a los pies del muro la salida del sol entre los árboles del bosque, Etheria se decía que la fortuna la había llevado hasta aquel pequeño espacio. Dentro de la comunidad le estaba permitida una verdadera paz de espíritu, podía entregarse libremente a querer a sus compañeras, criaturas que, como ella, habían sido elegidas para una gran empresa; también disfrutar del paso de los días, contando siempre con Dios como origen y destino de su felicidad.

Todo eso forma parte del pasado. Ahora la comitiva sigue la Vía Aurelia y alguien afirma que ya se encuentran a poca distancia de la isla Tiberina. Pronto pisarán una ciudad que, según intuye, no será una más de las que han conocido a lo largo del camino. A Etheria le cuesta prestar atención a la inminente llegada, se ha dejado invadir por las dudas, por esa sensación que le recorre el estómago. Se sorprende pensando en cuán equivocada estaba al pensar que bastaba con aquella espiritualidad secreta que la había situado fuera del mundo.

Deseaba mirar atrás, averiguar el momento exacto en que había renunciado a la vida de plegaria y recogimiento entre montañas, pero no era capaz de recordarlo. Tan solo le venía a la memoria un creciente desasosiego, un deseo de echarse al camino, de recorrer otras geografías. Le costaba digerir las consecuencias de dicho impulso. Sobre todo se sentía cada vez más perpleja ante la creciente diversidad de gentes, paisajes y costumbres. En su retiro de Calavario, jamás se le había ocurrido que pudiera haber alguien reacio ante la bondad que predicaban los cristianos, que se pusiera en duda la autenticidad del mensaje de Cristo. Esa reflexión marcaba el punto álgido de sus preocupaciones.

Todo el recorrido que ha hecho en los últimos meses tiene un objetivo que nunca se le ha ocultado. Llegar a Tierra Santa y aprender de los que viven día tras día en contacto con la memoria viva del Salvador. También por ese motivo ha pasado buena parte del viaje visitando tumbas de mártires, así como los lugares donde, pese a todas las dificultades, el Dios de los cristianos ha resultado victorioso. Lo ha hecho para beber de su fuerza y nutrirse del recuerdo de su piedad. Algún día le será posible llevar todo eso a Calavario y compartirlo con sus compañeras, aquellas que la han elegido como su faro.

Pese a tales propósitos, el paso de los días, los conocimientos que ha ido adquiriendo, la llevan hacia nuevas ideas que ponen a prueba su fe. Ahora entiende que desconocía muchos de los impulsos que decantan a la gente hacia el amor o hacia el odio. La Etheria pequeña y recogida de Calavario ha ido transformándose a medida que la lejana Gallaecia se convertía tan solo en un punto minúsculo en comparación con la grandeza del mundo.

Un jinete que viene al galope en dirección contraria a la marcha del grupo interrumpe sus pensamientos. Es uno de los hombres de Culleo que vuelve de la ciudad próxima, cuyas formas y volúmenes se adivinan entre la niebla. Que el tiempo no acompañe su llegada a Roma supone una desilusión para Etheria; la esperada luminosidad de las piedras y los mármoles, tan mencionada por los poetas, se ve reducida a un mero rastro de líneas difusas entre la bruma de las primeras horas. Hace muchas millas que el calor se ha convertido en un cuerpo sólido y pegajoso.

—¿Qué noticias traes? —pregunta el jefe de los hombres de Teodosio.

—Todo está preparado —anuncia el mensajero—. Han engalanado las calles y el mismo papa Dámaso quiere recibir a la peregrina en la basílica Ulpia...

Culleo no desea más información, despide al hombre con gesto firme y vuelve la vista hacia Etheria, pero esta no tiene ninguna respuesta. Sabe que la llegada a Roma implica una serie de servidumbres que no podrá soslayar. Sus aspiraciones son muy distintas, pasan por ver de nuevo a Irene, por comprobar que su recuperación ha sido completa. Ha recibido noticias suyas en dos ocasiones, pero ninguna de ellas mitigó la preocupación que la asaltaba al pensar en la joven. También entiende que debe actuar con prudencia, averiguar lo que ha pasado en el conflicto de legitimidades que enfrenta a los senadores romanos.

Cuando de nuevo presta atención a la Vía Aurelia, se da cuenta de que el firme mejora a medida que se acercan a Roma, y a lo lejos parece que la niebla se va disipando. Ya se distinguen muros y cúpulas, algunas torres y, algo más allá, la punta de lo que debe de ser un obelisco. Proyectando la vista con agudeza hacia el espacio que les queda por delante, también se adivina el curso sinuoso del río.

De entrada, el deseo de conocer el estado de Irene puede más que la curiosidad por cuanto la rodea, mas esa sensación va desapareciendo poco a poco, vencida por otra de sorpresa, acaso de estupor. El grupo cruza el río por el puente de la Vía Aurelia, dejando a la izquierda la isla Tiberina con el templo de Esculapio. La peregrina se descubre deseando que aquel dios de la medicina haya velado por la salud de Irene, pero rechaza el pensamiento con un suspiro. ¿Es posible que aquella joven embustera, la conspiradora que podría haber echado a perder la paz de su viaje, le merezca semejantes consideraciones?

Se concentra en los edificios que saludan a su paso, sobre todo en uno que destaca por su magnífico hemiciclo. Culleo la informa de que se trata del teatro de Marcelo, dedicado a un príncipe que murió prematuramente. Pero ella no quiere oír historias sobre la muerte. Es consciente de que en Roma comienza una de las etapas más deseadas de su aventura; allí podrá conocer al papa Dámaso y hablar con él de Tierra Santa, el lugar que solía imaginar cuando se recluía a orar en su celda.

¿Se limitaba por entonces a contemplar el destino? Tal vez secretamente deseaba abandonar la comodidad de Calavario para vivir su propia aventura. ¿Cómo, si no, habría silenciado el deseo de descubrimiento, la sed de conocer y de conocerse?

Cuando llegan al otro lado del río, el aparente anonimato del grupo se ve contradicho por una multitud de gente que empieza a salirles al paso. Recorren vías principales, entre templos con pórticos de regias columnas y viviendas de familias acomodadas. Etheria no se conforma con las apariencias y oropeles, pasea la vista entre sus habitantes y constata que los rostros no responden a los patrones que se ha acostumbrado a identificar durante el viaje. Muchos de aquellos romanos parecen felices de residir en la gran ciudad del Imperio. No obstante, al fijarse un poco más, descubre que también hay mendigos, hombres y mujeres desnutridos, niños que lloran con desconsuelo, tal vez de hambre o por alguna enfermedad.

Entonces se acerca un instante a una mujer que lleva a su recién nacido en brazos. Esta no sonríe, y cuando ve aproximarse a Etheria, sale corriendo en dirección a una de las callejuelas que se adentran en la ciudad. En un primer momento piensa en seguirla, pero la prudencia la detiene, además de que el caballo retrocede ante el angosto pasadizo que tiene delante. A la peregrina también le parece oscuro e incierto, impropio, teniendo en cuenta las grandes historias que le han contado sobre Roma a lo largo del viaje. Culleo no le ha quitado la vista de encima, como si pensara que algo podría no salir bien, pero ella no presta atención a sus vacilaciones. Vuelve a incorporarse a la comitiva y camina expectante, de nuevo se confía a las manos tendidas y a las súplicas que oye. Entre tanto, recoge los ramilletes de laurel que algunos le ofrecen o responde con una sonrisa cuando alguien grita su nombre.

Muy despacio, cada vez más rodeados de curiosos y fieles, bordean la Colina Capitolina. Etheria sabe que el enorme templo que la corona, con su tejado de bronce, está dedicado a Júpiter, Cayo le había hablado de él. No obstante, no se atreve a comentarlo con Culleo, que permanece muy pendiente de los que intentan cualquier cosa por acercarse a la peregrina.

La entrada en la ciudad se les antoja, pues, interminable, pero tras dejar atrás la falda de la colina, llegan ante una enorme pared que parece cerrarles el paso. Sin embargo, no es así. Más allá, oculto por el gentío y las banderas, hay un arco donde los caballos se ven obligados a agachar la cabeza si quieren atravesarlo. Los carruajes que los han acompañado desde Calavario han de quedar forzosamente excluidos, pero algunos de los soldados que han salido a recibirlos para llevarlos a la audiencia papal les dicen que no corren peligro alguno.

—Entremos en los foros, es la manera de llegar a la basílica —dice Culleo mientras desembocan en una enorme plaza.

—Me gustaría saber por qué has puesto esa cara cuando el mensajero nos ha comunicado que el papa nos esperaba en la basílica Ulpia.

—Veo que no se te escapa nada, señora. Esa basílica es un edificio civil y, por lo que yo sé, por lo general el pontífice no celebra actos en ella. Claro que tal vez...

—¿Qué significa ese «tal vez» que callas?

—Según he oído, el papa opina que llevas a paganos en la comitiva. Siendo así, no resultaría tan extraño el hecho de no recibirte en una iglesia.

—¿Paganos?

Culleo gira ligeramente el cuerpo y mira en dirección a Susana, todavía vestida con las ropas de Irene. A la peregrina no le resulta difícil interpretar aquel gesto. Casi había olvidado que su sirvienta mantiene la impostura, si bien considera que dicho olvido no es en absoluto extraño, dado que hace mucho que no tienen noticias de los hombres de Terencio. Por otra parte, la multitud que los rodea desde que han entrado en Roma hace muy difícil saber si alguien los acecha.

Da órdenes a fin de que los hombres extremen la vigilancia, pero solo recibe una mirada impersonal de Culleo. En el foro que atraviesan en diagonal, en dirección a una puerta de salida que se adivina en el vértice opuesto, reina una blancura cegadora, fruto de la luz que desprenden los relucientes mármoles que revisten el interior de las galerías porticadas.

—Este es el foro más antiguo —la informa Culleo—. Pero aún hemos de cruzar dos más antes de llegar a la basílica.

—¿Son necesarios tantos foros? —pregunta Etheria, todavía sorprendida por la extensión de aquel espacio.

—No soy más que un soldado, señora —le replica él mientras intenta cerrar el paso a unos niños que corren al encuentro de la peregrina.

—Perdón, no quería...

Pero Culleo, ante la habilidad de los chiquillos para escurrirse por todas partes, ya no le presta atención. La comitiva sigue su camino, salen de aquel foro y atraviesan el de Julio César, no menos impresionante a ojos de Etheria, pero es en el siguiente, el de Trajano, donde se queda sin palabras.

La puerta que se muestra a quienes desean acceder a él es muy distinta de las anteriores. Hay un arco adosado al muro y en el remate se puede ver un carro tirado por tres caballos. Una vez lo cruzan, la visión abruma incluso a los que ya lo conocen. Culleo detiene a su montura unos instantes y mira en dirección a la peregrina. Esta clava la vista en el suelo, cubierto por enormes losas de mármol blanco, aún más brillante que en los otros foros.

Levantar la vista y situarse dentro del espacio que los rodea obliga a la peregrina a un difícil ejercicio para superar la incomprensión. También los soldados se detienen tras entender la perplejidad de su protegida; sigue habiendo un grupo de gente a su alrededor, pero ya no es tan numeroso como el que los esperaba a la entrada de la ciudad. Lo que más sorprende son las decenas de columnas, quizá centenares, se dice Etheria, que forman los límites porticados de la plaza.

En su extremo superior pueden verse figuras que según Culleo son representaciones de príncipes bárbaros que fueron hechos prisioneros. La inmensidad empequeñece al grupo de viajeros, sobre todo cuando se dirigen hacia la estatua de Trajano que preside aquel espacio, la del propio emperador de origen hispano, hecha por entero de un bronce dorado y brillante.

—La que se ve al fondo es la basílica Ulpia —anuncia Culleo sin demasiadas esperanzas de que le preste atención.

Pero Etheria se vuelve de inmediato, como aliviada por poder abstraerse por un momento de toda aquella suntuosidad que casi castiga sus sentidos. Acto seguido obliga a su yegua a ponerse a la cabeza de la comitiva y emprende el último trayecto antes de ver cumplido uno de sus sueños, conocer personalmente al papa Dámaso.

Su semblante se va volviendo menos grave a medida que recuerda el papel de este papa en la persecución de las costumbres paganas. Se lo contó Irene, y se pregunta si ya no le será posible ver el mundo sin tener en cuenta las opiniones de su compañera de viaje.

La sensación que embarga a Etheria en el interior de la basílica no es muy diferente de la experimentada al atravesar los foros. También este edificio compuesto de cinco naves está repleto de columnas, es como situarse en la linde de un bosque cuyo final no se divisa. Con todo, en la nave central entiende mejor sus dimensiones; sin proponérselo, calcula que una treintena de carros puestos en fila no bastarían para ocuparla.

Poco a poco se va fijando en los detalles. Toca las columnas de la nave central y se estremece al percibir el frío tacto del granito gris. De repente se le ocurre que tal vez toda aquella magnificencia no se avenga con las necesidades de los seres humanos, que el poder que representa no puede sino mostrarse cruel con quien se acerque a reclamar algún derecho o solicitar clemencia.

Confusa por tales pensamientos, cruza el espacio que la separa de una de las naves laterales. Culleo la sigue con gesto adusto mientras busca algo en la inmensidad. Llega a la conclusión de que buena parte del efecto abrumador se debe al techo en bóveda de cañón que tienen encima; no existe salida alguna, ninguna porción de aire o de libertad para la mirada como ocurría en los foros. De pronto la peregrina descubre con sorpresa que allí las columnas son más pequeñas y que el mármol gris presenta manchas de matices diversos.

—Deberíamos dirigirnos al centro de la nave —dice Culleo, aunque se trata más bien de una opinión; tampoco él sabe lo que debe hacer ni qué les cabe esperar, solo considera prudente situarse donde puedan verlos.

Etheria está dispuesta a obedecer su sugerencia, pero antes echa una última ojeada a las columnas y deja vagar la mirada hacia el final de la nave, donde parece que perduren jirones de la niebla que los ha recibido de buena mañana a la orilla del Tíber.

—No veo que tengan prevista ninguna ceremonia, ni que haya nadie dispuesto a recibirnos —comenta la peregrina, cada vez más perpleja.

—Sí, pero la basílica es grande...

—Culleo, tal vez te hayas equivocado de basílica y nos estén esperando en otro sitio.

—No, no... —objeta el centurión, si bien dubitativo.

Cuando ya caminan de nuevo hacia la nave principal, una luz que parece surgir del seno de la niebla los hace detenerse. Es apenas un reflejo o algo que reluce, tal vez el brillo de una estatua o el destello de una lanza al incidir en ella la claridad que despide el mármol.

No tardan en comprobar que se trata de un grupo de gente que surge de la bruma y se dirige hacia ellos. A la cabeza va un hombre bajito, mucho más bajito de lo que sería comprensible; solo la tiara que lleva en la cabeza habla de su condición. El resto parecen secretarios o escribas, y mantienen una ligera distancia respecto del primero.

Para recorrer el espacio que los separa necesitan un tiempo que Etheria aprovecha para ahondar en su extrañeza. Acostumbrada a las grandes audiencias de otras ciudades, lo que está a punto de vivir parece más bien un encuentro casual, algo no previsto. El gran recibimiento en la calle y la expectación de los habitantes de Roma no tienen el menor reflejo en aquel espacio, dejando aparte quizá la fastuosidad que los rodea. Se dice si aquellos personajes que avanzan por la nave no irán a preguntarles qué hacen allí, en la basílica, quién los ha dejado entrar.

Finalmente, el hombre bajito se acerca lo suficiente para entablar conversación. Ella se ha quedado sola cuando la prudencia de Culleo lo ha llevado a situarse dos pasos por detrás. Intenta pensar en la grandeza que aquel instante adquiría en sus sueños, pero no lo consigue.

—¿Eres Etheria? ¿Aquella a la que llaman la peregrina?

—La misma —responde sin atreverse a caminar hasta donde él se ha quedado, tal vez a la espera.

—Me han informado de tu llegada y de la fama que te precede, pero también de otros aspectos que merecen mi desaprobación.

No sabe qué decir, de repente se da cuenta de su soledad, aunque lo que le resulta más sorprendente es la relación entre los volúmenes que tiene delante. Aquel hombre bajito, sin duda el papa Dámaso, y el espacio inmenso de la basílica, como si su integración resultara imposible. No obstante, entiende que debe rehacerse, que sin duda existe alguna confusión.

—Te recibo solo por el respeto debido a nuestro emperador Teodosio, pero me han advertido de la peligrosidad de tus actos.

—Soy una sierva de Dios y no pretendo ganarme tu confianza gracias a mi parentesco con el emperador. He recorrido muchas millas para llegar a Roma, mis acompañantes y yo hemos superado peligros que ignorábamos, todo por venir a postrarme ante ti.

Etheria supera la frialdad que se ha instalado entre ellos y camina los pasos que los separan. El papa Dámaso tensa el cuerpo, pero sin moverse del lugar que ocupa. Cuando ve que ella se inclina e inicia una genuflexión, retrocede hasta muy cerca de donde han quedado sus acompañantes.

—Estudiaré con calma tu caso, pero por ahora me es imposible aceptar la devoción que pretendes manifestar. Hay quien piensa que traes contigo la rémora de la infamia y el asesinato...

—¡El asesinato! —exclama Etheria poniéndose de pie—. ¿Has hablado con algún senador tal vez? ¡Sin duda con el que se hace llamar el azote de los paganos, Terencio Vesalio!

El enojo que rezuma no es del agrado del papa Dámaso. Se vuelve contrariado hacia sus acompañantes y echa a andar por el pasillo que le han abierto a toda prisa. Culleo se acerca a la peregrina y la coge del brazo; tal vez querría decirle que no pronuncie una palabra más, pero se contiene.

Quien habla por última vez en aquella reunión es Etheria. Proyecta los hombros cual si quisiera hacer acopio de fuerzas y grita en dirección al grupo que camina sin mirar atrás:

—¡Dios nos contempla! ¡Y Él conoce la verdad!