6
Roma, septiembre de 381
Símaco no responde al saludo de los guardias que vigilan la puerta de su casa. Tiene prisa por cruzar el umbral. Respira agitadamente, en parte por el ritmo que ha impreso la peregrina pero también por el ansia de reencontrarse con su sobrina. Necesita hacerle saber que el cautiverio a que ha estado sometida ha llegado a su fin. Contarle que ya se han aclarado los hechos y que la confesión del culpable la ha liberado de la sospecha que pendía sobre su persona. Por eso se apresura a pedir a Vipsania, su sirvienta, que dé aviso a la joven. La mujer vacila aunque no hace ninguna pregunta, nunca las hace. Después mira a Etheria con cierta desconfianza intentando descubrir si será portadora de buenas noticias. Sufre por Irene y no querría que le hicieran más daño.
—¡Anda, date prisa! —insiste el senador.
—La señora hace rato que ha pedido que no se la moleste. Yo misma la he ayudado a desvestirse. Estaba cansada...
—¡No importa! Dile que tiene una visita —añade él con una sonrisa nada habitual.
La mujer no las tiene todas consigo, pero ante la insistencia de Símaco y la alegría que muestran tanto este como su acompañante, da media vuelta y se dispone a obedecer. Todavía no se ha alejado más que unos pasos cuando la voz de Etheria la detiene.
—¡Espera! —dice sujetándola por el brazo, tras de lo cual se vuelve en busca de la aprobación del senador—. Si me das tu permiso, me gustaría ir a mí.
Símaco accede un tanto a regañadientes. No obstante, resulta difícil negarse a la petición de aquella mujer, ignorar los ojos oscuros que, llenos de luz, le suplican. En realidad, está en deuda con ella. ¿Qué habría sido de Irene sin su protección durante buena parte del viaje?
Satisfecha, la peregrina sigue muy de cerca los pasos de Vipsania. Cuando esta se planta ante la estancia, la peregrina da unos golpes en la puerta. No tiene que esperar mucho para oír la voz de Irene, que desde dentro pregunta quién desea verla a aquellas horas. Un gesto con el dedo sobre los labios hace saber a la sirvienta que no debe responder. Etheria le coge la lámpara de aceite que lleva en la mano y, dejando fuera a la mujer, se adentra en la habitación.
En el interior la oscuridad es absoluta. Las cortinas cierran el paso a la claridad de la luna que pinta las calles y Etheria se mueve con torpeza.
—Vipsania, ¿eres tú? —pregunta Irene dándose la vuelta en el lecho.
—No, Irene. Pero no te asustes, soy yo...
La joven abre cuanto puede los enrojecidos ojos. Le cuesta creer lo que está viendo. Se incorpora ligeramente, cual si necesitase cerciorarse de que aquella visión no pertenece al ámbito de los sueños.
—¡Etheria! ¿Qué haces aquí? —pregunta sobresaltada.
—¿No te alegras de verme?
—¡Claro que sí! Pero... —dice sentándose en la cama y mirando a su alrededor—. ¡Puede ser peligroso! ¿Y si te han seguido?
—La pesadilla ha concluido, Irene. Eso es lo que vengo a decirte.
A Irene no parece alegrarla la noticia. Sigue con los ojos desorbitados esperando oír algo que contradiga sus presagios.
—Bappo ha confesado, lo ha hecho delante de todos. En medio del Senado. No tienes nada que temer, ¿me oyes?
Pero Irene sigue sin responder. Frunce el ceño y sus ojos se vuelven más pequeños y brillantes. Después de tragar saliva pesadamente, suelta con voz trémula:
—¿Qué le harán?
—Lo han llevado preso. La justicia decidirá. Sé que lo aprecias, pero no es una buena persona. Es un asesino, Irene.
—Lo matarán, ¿verdad? Terencio hará que lo maten —añade con la mirada perdida.
—Eso ya no es cosa nuestra. Lo más importante...
—Yo ya lo sabía —la interrumpe la sobrina de Símaco.
—¿Qué quieres decir?
—Me lo dijo no hace mucho.
—¿Y por qué no lo delataste, Irene?
—Por lo mismo que tú.
En la estancia donde ambas mujeres se encuentran solo podrían oírse los latidos de su corazón. Permanecen abrazadas y, tras un prolongado silencio, van hilando una conversación tan larga como la noche misma. Jamás se habían sentido tan cerca la una de la otra, tan cómplices. Sin otra finalidad que la necesidad de completar el dibujo de un paisaje sobre el lienzo de su memoria, comentan retazos vividos. Poco a poco otra realidad va tomando forma.
—¡Tenemos que ayudarlo, Etheria!
—Me temo que nada de lo que hagamos servirá para salvarle la vida.
—No es una mala persona. ¡No lo es! —repite con vehemencia—. Ha cuidado de mí y a Seihar le ha sido de gran ayuda, él...
—Matar nunca está justificado.
—Entonces, si lo que dices es cierto, ¡tampoco deberían acabar con su vida! ¡Es un pobre desgraciado, Etheria!
Ante aquel razonamiento la peregrina no sabe qué responder. Ciertamente, el quinto mandamiento dice «no matarás», pero la muchacha tiene razón, nadie queda al margen de ese precepto.
—Ambas le dimos una oportunidad —añade la peregrina en un intento de mitigar la desazón de la joven; no obstante, sabe que tiene pocas posibilidades de conseguirlo, no encuentra palabras con el poder necesario para servir de bálsamo a su dolor.
Instantes después, añade:
—Lo hizo por amor, Irene. A su manera, te amaba. Tal vez haya sido el gesto más noble de su vida, el que lo ha redimido de la crueldad que siempre ha guiado sus actos.
Con las yemas de los dedos, la peregrina enjuga la última lágrima que vierte Irene antes de cerrar los ojos. Se acurruca a su lado y, mientras la primera claridad hace añicos la noche que agoniza, se abandona al sueño.
El muchacho camina a toda prisa por la vía que rodea la Colina Capitolina. Una vez llegado al foro, se sitúa con la Curia Iulia a la espalda y observa con detenimiento el edificio del Tullianum. Ha sido Culleo quien lo ha informado de que allí podrá encontrar a Bappo, desaparecido desde el día anterior. La noche pasada todos han evitado su compañía. Tanto daban las preguntas que formulaba a patadas, Irene y Etheria se han encerrado en la habitación de la primera todo el rato y las palabras le llegaban a retazos. En algún momento ha oído que lloraban juntas, pero todo intento de entrar, de interrogarlas sobre aquella importante sesión del Senado, ha quedado sin respuesta.
Finalmente, al parecer Culleo se ha compadecido de él. Sin embargo, Seihar no estaba preparado para oír aquellas palabras.
—Lo han encerrado en el Tullianum. ¡Ha confesado haber dado muerte a Druso!
A partir de ese momento ha hecho todo lo posible por averiguar más cosas, pero las respuestas del centurión han sido rotundas.
—Yo no asistí a la reunión del Senado. Y por lo que me han dicho no hay nada más que contar. Bappo ha confesado haber matado al hijo de Terencio Vesalio y este se ha vuelto loco. Ha sacado una daga que llevaba escondida bajo la toga y acto seguido ha arremetido contra el gigante.
—¿Lo ha herido? ¿Bappo está herido?
—Parece ser que no, ni un rasguño. Tu amigo se ha quitado de encima al senador con una sola mano, como si fuera un trozo de papiro. Y luego ha dejado que le atasen las manos.
Entonces el muchacho ha intentado por enésima vez ver a Irene, o a Etheria, pero le han dicho que se habían ido mientras él hablaba con Culleo. Luego ya no ha tenido la menor duda sobre lo que debía hacer.
Sin embargo, ahora, ante la puerta del edificio donde han encerrado a Bappo, no sabe cómo acceder al interior. Hay soldados apostados en la puerta y, por la fuerza de la costumbre, él mira hacia su izquierda, donde habitualmente se ponía el gigante para acompañarlo de aquí para allá. Se dice que ya no volverá, que las prisiones no son un castigo, solo sirven de antesala para los que van a morir. Y su amigo ha confesado un crimen terrible, sin vuelta atrás.
«¿De verdad lo hizo?», se pregunta mientras escudriña los alrededores en busca de un balcón o un murete que su ágil cuerpo pueda salvar.
—¡Seihar!
El chico se vuelve al oír aquella voz inconfundible. Irene y Etheria se encuentran muy cerca y sus rostros también muestran preocupación, tal vez desencanto.
—No habéis querido hablar conmigo en toda la noche —les recrimina, aunque en realidad solo tiene ganas de llorar—. ¿Qué venís a hacer aquí? ¿Matarán a Bappo?
La peregrina se da cuenta de que Irene no tiene fuerzas suficientes para afrontar las preguntas de Seihar y da un paso al frente. Pese a su actitud decidida, le cuesta conseguir que afloren las palabras adecuadas...
—Nadie lo obligó. De hecho, yo lo sabía e Irene sospechaba que había sido el asesino de María, en Calavario. Y pese a todo confiábamos en él. ¿Por qué? Lo ignoro, no me lo preguntes. Solo podría decirte que vimos su lado bueno, que no hacía daño a aquellos a quienes amaba.
—¿Y María? —pregunta Irene, confusa—. ¿Por qué mató a aquella pobre muchacha?
—Fue un error. Estoy convencida. Pero Dios lo ha ayudado, lo ha impulsado a declarar su culpa.
—¿Y qué le harán? —inquiere Seihar mientras la angustia le atenaza el estómago.
No recibe respuesta. Ni Etheria ni Irene pueden planteárselo. De hecho han acudido al Tullianum para verlo, pero también para averiguar lo que está dispuesto a hacer por salvarse. Símaco ha dicho que podrían perdonarle la vida si acepta ir a luchar contra los bárbaros. Como si adivinara esos pensamientos, Seihar interviene de nuevo.
—Si lo condenan a ir a la guerra, me marcharé con él.
—Por el amor de Dios —replica Etheria—, ¿quién te ha metido esa idea en la cabeza?
—Culleo dice que es posible, aunque para eso necesita el perdón de Terencio...
Para romper el nuevo silencio que se ha instalado entre ellos, Irene les pide que se pongan en marcha, deben entrar en la cárcel, si es que el salvoconducto que les ha entregado Símaco sirve para algo.
Los soldados de la puerta miran con desconfianza a las dos mujeres. Salta a la vista que dudan del certificado que les presentan. Seihar permanece en segundo plano por orden de Etheria. Es ella quien desencalla la situación. Lleva otro escrito con el sello del emperador Teodosio, el que ha utilizado a lo largo del viaje.
No obstante, solo se trata del primer obstáculo. El encargado del Tullianum no está acostumbrado a recibir ese tipo de solicitudes, y han encadenado a Bappo en la cisterna inferior. La fuerza que transmite el gigante no es cuestión baladí.
—¿De manera que quieren verlo? ¿Con qué objeto? ¡Es un preso condenado por el propio emperador Graciano!
—Pero tiene derecho a ver a su hijo, ¿no es cierto? —interviene Etheria con firmeza.
El guardián se lleva la mano al mentón. Hay otro asunto que lo preocupa, pero este no tarda en revelarse como una solución. De repente se abre una reja y aparece Terencio Vesalio. Al ver a Etheria se le acerca con una sonrisa irónica en los labios.
—¡Déjalas pasar! —pide el senador—. Ya nadie puede evitar que el asesino de mi hijo sea castigado.
Las dos mujeres y Seihar son conducidos al otro lado de la reja. Un grupo de celadores intentan arrastrar a Bappo en dirección a la cisterna, pero se detienen ante las órdenes del director de la cárcel. Sin que nadie pueda evitarlo, el muchacho sale disparado para abrazar a su amigo.
Bappo lo estrecha entre sus brazos, pero de sus labios sale una única palabra:
—¡Irene!
La peregrina decide mantenerse en segundo plano. El cuarto es pequeño y apesta a meados y vómitos, aunque ninguno de los presentes presta atención a ese hecho. Se dice que jamás se le olvidará aquella imagen. El gigante mantiene a Seihar entre sus brazos, pero su mirada, el brillo de sus ojos implorando el perdón, expresan con claridad que la destinataria de aquel abrazo es Irene. Tras unos instantes sin palabras, es Etheria quien rompe el silencio...
—¿Cómo pudiste hacerlo? María era una buena muchacha, jamás te habría hecho daño.
—Habría avisado a los soldados —responde Bappo mirando por primera vez al suelo.
—¿Y Druso? —pregunta ahora Irene—. ¿Qué daño te había hecho?
—Todo el daño posible. Druso no era digno de tu amor. Era un canalla que te había humillado. ¡Merecía un castigo!
Ante aquella confesión, Irene se vuelve para dirigirse a la puerta. Solo Seihar sigue prestándole atención sin dejar de abrazarlo, ajeno al enojo de Etheria, que mantiene la vista clavada en un infinito imposible. Bappo entiende entonces que la única respuesta susceptible de redimirlo está en sus manos. Se arrodilla con dificultad ante el muchacho y le pide perdón.
—Hay un tiempo para la alegría y otro para la tristeza —dice mientras le devuelve el abrazo de todo corazón—. Ninguno de los dos es eterno, pero tenemos en nuestras manos el revertirlos, Seihar.
—Siempre serás mi maestro.
—No, tendrás otros, y serán mejores que yo, al menos en otros aspectos.
Ha tratado de esbozar una sonrisa, aunque sin éxito. Etheria se acerca y deshace con ternura el abrazo que los une. Bappo se deja hacer y Seihar ya no tiene fuerzas para oponerse.
Mientras caminan en dirección a la puerta, el gigante solo piensa que ya hace rato que la cruzó la persona a la que más ama en el mundo.
—Dile a Irene que me perdone —solicita a la peregrina mientras esta se vuelve al oírlo.
—Ella no lo sabe, Bappo, pero estoy convencida de que ya lo ha hecho. Ahora necesita tiempo.
—Es lo único que no tengo.
—Dios es misericordioso. Él te lo concederá, en esta vida o en la otra.
Todavía hay un último gesto que el gigante recibe con el corazón. Antes de cruzar la reja definitivamente, Seihar ha levantado la mano en dirección a su amigo y Bappo ha forzado al máximo las cadenas para responder.
Permanece sentado ante la pequeña mesa que utiliza para escribir, con las manos inmóviles sobre el tablero de madera mientras el sol se oculta al otro lado del río. Es consciente de que la última nota que redactará en mucho tiempo ha sido el salvoconducto que ha entregado a Irene. Sin embargo, duda si les habrá servido para entrar en la prisión. En Roma el poder siempre ha tenido una cualidad efímera y el suyo ha pasado, literalmente, a mejor vida.
Terencio no perdió un solo instante a la hora de denunciar ante el emperador Graciano cómo uno de los senadores más rebeldes del viejo Imperio no solo se oponía a las órdenes dictadas contra las reminiscencias paganas, sino que convivía con asesinos, les daba albergue y les confiaba a su gente.
Pese a que Símaco es capaz de interpretar el grado de connivencia entre el emperador y Terencio Vesalio, pese a saber con cuánto fervor buscaba una excusa para cargar contra el representante más destacado de los senadores tradicionalistas, no esperaba la notificación de su exilio. Se dice que han echado por la calle de en medio, que ya no necesitaban ni el motivo más nimio y que la orden debía de estar redactada desde mucho antes incluso de la reunión del Senado.
Tendrá que ordenar a sus criados que quiten el polvo a los baúles, que lo ayuden a atar pergaminos y amontonar tablillas de cera, en las cuales ha plasmado sus reflexiones de los últimos tiempos. Con todo, en vez de eso ha ido a recogerse en la estancia que más aprecia, la que recibe más directamente la energía de sus pensamientos sobre aquel final de etapa que atraviesa no solo la ciudad de Roma, sino asimismo los restos del Imperio que un día fue el más poderoso del mundo conocido.
La ambición de emperadores que jamás debieron haber aspirado a un honor que les venía grande, las cuitas familiares que han provocado la división de territorios, la pérdida de control de unas fronteras que no solo cruzan hombres y mujeres desesperados, como se les ha intentado vender, sino personas que tienen detrás una cultura propia y otras maneras de obrar..., todo ello conspira para que Roma empequeñezca cada vez más.
Símaco no pretende oponerse a la decisión de Graciano, aunque podría presentar batalla, apelar al apoyo de Teodosio, más abierto en asuntos religiosos o al menos más práctico. Lo que lo aterra es la facilidad con que el ser humano prende fuego a lo mejor de sus tradiciones, cómo destruye la posibilidad de entendimiento sin que los más notables levanten la voz contra la arbitrariedad.
—Es la pobreza de espíritu la que habrá de precipitar el fin de la gran Roma —dice en voz alta al advertir que Fasto ha entrado en tromba en la estancia.
—Han hecho público el edicto —lo informa el criado sin tener en cuenta las palabras de Símaco—. No te permitirán retirarte a Antium tal como deseabas.
—¿Qué dice exactamente?
—¡Debes exiliarte a más de ciento cincuenta millas de Roma!
—También esa distancia tiene que ver con la venganza de Terencio. Le consta que en mi casa de Antium dispondría de excesivas comodidades, que mi ausencia de la política romana sería poco efectiva.
—¿Adónde iremos, pues? Bueno, si me permites acompañarte...
El viejo sirviente se planta ante el senador con los brazos abiertos, dudando sobre el futuro que lo espera, pero Símaco no piensa castigarlo con la incertidumbre.
—Puedes venir conmigo si ese es tu deseo, o quizá quedarte en esta casa. Aún no sé qué decisión tomará Irene, si quiere ir a su aire lo aceptaré. Contigo obraré del mismo modo, me has servido fielmente y también eres mi mano derecha en muchos de los asuntos que me ocupan; nadie, por notables que fuesen sus estudios, ha sido capaz de seguir mis reflexiones como tú.
—Nada me gustaría tanto como continuar a tu lado —dice Fasto.
Por un momento Símaco duda si será sincero, pero concluye que tampoco tiene tanta importancia.
—Hay que decir que preparen el equipaje —recomienda el senador a fin de cambiar el rumbo de una conversación que empieza a parecerle poco adecuada.
—Ya he dado orden, señor. He pensado que si tu decisión era otra no costaba nada deshacer mis indicaciones.
—Tal vez me gustes por eso, porque a menudo interpretas lo que deseo hacer antes de que lo exprese. Bien, en este caso no tengo demasiadas salidas, pero me lo has recordado con tu gesto.
—Son muchos años a tu servicio, y si puedo serte sincero a mi vez...
—Naturalmente que sí. Habla. Di lo que te plazca.
—Te soy fiel porque ya se lo fui a tu padre, pero la mejor muestra de la bondad que atesoras me la diste hace muchos años...
—¿Se trata de una adivinanza, quizá? Creo que no tengo la cabeza en su mejor momento.
—No, no lo es —responde Fasto, feliz de que el senador no haya perdido del todo el sentido del humor—. Fue aquel día en que te consulté si podía abrazar la fe cristiana y me diste tu permiso, tu bendición, si puedo decirlo a mi manera.
—No puedo ser el amo de tu conciencia, amigo mío. Eso solo lo intentan los dictadores o los tiranos. Pero ¿te das cuenta de la importancia de lo que dices? ¡Significa que paganos y cristianos pueden convivir, que son susceptibles de complementarse y enriquecerse!
Fasto hace una reverencia y pide permiso para proseguir con los preparativos del viaje. Sabe que el senador puede dedicar largo rato a reflexionar sobre la idea que acaba de formular. Recibida la aprobación de su amo, abandona la estancia.
Símaco todavía permanece un rato sentado a la mesa. Tal como ha dicho su sirviente, tendrá que buscar un destino. Cuando alguna vez ha pensado en ello, la primera opción ha sido extrema, Hispania o quizá el norte de África, pero no le cuesta rechazar ambos definitivamente. Hace tiempo que mantiene una estrecha pugna con Ambrosio de Mediolanum5 sobre el Altar de la Victoria y desea permanecer cerca de él. Y por otra parte, intuye que su destierro no se prolongará demasiado.