¿Los seguía? Jacob caminaba despacio para que el cazador, que habían atraído, pudiera seguirlos. Pero no oía más que sus propios pasos, las ramas podridas quebrándose debajo de sus botas, el crujir de las hojas. ¿Dónde estaba? Temía ya que su perseguidor hubiera olvidado el miedo a la bruja y se hubiera deslizado, a sus espaldas, a través de la puerta cuando a su izquierda, de nuevo, llegó el chasquido del bosque. Por lo visto era cierto lo que se contaba: al sastre le gustaba jugar al gato y al ratón con sus víctimas antes de emprender su sangriento oficio.
Nadie podía decir quién o qué era exactamente. Las historias sobre el sastre eran casi tan antiguas como el Bosque Negro. Pero todos sabían una cosa: se había ganado su nombre confeccionando trajes con piel humana.
Chischás, clic clac. Entre los árboles se abrió un claro y Zorro lanzó a Jacob una mirada de advertencia cuando, desde las ramas de una encina, una bandada de cornejas emprendió el vuelo. El clic clac se volvió tan fuerte que los graznidos apenas se distinguían y el haz de luz de la linterna se topó con la silueta de un hombre debajo de la encina.
Al sastre no le gustaba aquel dedo de luz tanteador. Emitió un gruñido y lo intentó aplastar como si se tratara de un insecto molesto. Pero Jacob dejó que la luz continuara tanteando el rostro barbudo y sucio, la ropa horripilante, que a simple vista parecía una piel de animal curtida de forma chapucera, y las toscas manos que realizaban el trabajo sangriento. Los dedos de la izquierda acababan en anchas cuchillas, cada una tan larga como un puñal. Los de la derecha eran igual de largos y de letales, aunque finos y puntiagudos como gigantescas agujas de coser. En ambas manos faltaba un dedo —era evidente que otras víctimas habían intentado defender su piel—, pero el sastre no parecía echarlos en falta. Sus uñas asesinas surcaron el aire como si cortara un patrón con las sombras de los árboles y tomara medidas para los trajes que cosería con la piel de Jacob.
Zorro mostró los colmillos y, gruñendo, retrocedió junto a Jacob. Este la espantó para que se colocara detrás de él, empuñando el sable en la mano izquierda y el cuchillo de Chanute en la derecha.
Su oponente se movía con torpeza, como un oso, pero sus manos cortaban y pinchaban los matorrales de cardos con alarmante entusiasmo. Su mirada era inexpresiva, como la de un muerto, pero el rostro barbudo había devenido una máscara sedienta de sangre y enseñaba los dientes amarillos como queriendo despellejar con ellos a Jacob.
Primero esgrimió las anchas cuchillas contra él. Jacob las detuvo con el sable a la vez que atacaba la mano de agujas con el cuchillo. Había luchado contra media docena de soldados borrachos, centinelas de castillos encantados, salteadores de caminos e incluso una manada de lobos adiestrados, pero aquello era peor. Los tajos y las cuchilladas del sastre eran tan crueles que Jacob creía encontrarse atrapado en una trilladora.
Su adversario no era especialmente alto y Jacob era más ágil que él. Sin embargo, pronto sintió los primeros cortes en hombros y brazos. Vamos, Jacob. Mira su ropa. ¿Quieres acabar así? Le cortó uno de los dedos aguja con el cuchillo, aprovechó el grito de rabia para tomar aliento… y levantó el sable bruscamente, justo antes de que las cuchillas le abrieran la cara. Dos de las agujas le rasguñaron la mejilla como garras de gato. Otra casi le penetra el brazo. Jacob retrocedió entre los árboles, desviando las cuchillas hacia la corteza en vez de hacia su piel. Las largas agujas se clavaron profundamente en la madera en lugar de en su carne. Pero el sastre se liberaba una y otra vez, y no parecía cansarse, en tanto que a Jacob ya le pesaban los brazos.
Le cortó otro dedo más cuando una de las cuchillas se dirigía hacia la corteza del árbol, justo a su lado. El sastre aulló como un lobo y lo atacó con más rabia aún. Sus heridas no manaban sangre.
¡Acabarás como un par de pantalones! Jacob respiraba con dificultad. El corazón le latía deprisa. Tropezó con una raíz y, antes de que pudiera levantarse, el sastre le enterró una de sus agujas en el hombro. El dolor lo postró de rodillas, y aún sin encontrar el aire suficiente para gritarle a Zorro que regresara, esta se abalanzó sobre el sastre y le clavó profundamente los dientes en la pierna. Le había salvado el pellejo a Jacob en numerosas ocasiones, pero nunca en un sentido tan literal. El sastre intentó librarse de ella. Se había olvidado de Jacob, y cuando, enfurecido, tomó impulso para clavarle a Zorro las cuchillas en el vientre peludo, Jacob le cortó el antebrazo con el cuchillo de Chanute.
El grito del sastre resonó a través del oscuro bosque. Miró fijamente el muñón inservible y la mano armada de cuchillas que yacía delante de él sobre el musgo. Después se volvió jadeando hacia Jacob. La mano que le quedaba se dirigió a él con ímpetu letal. Tres agujas de acero, puñales mortales. Jacob ya creía sentir el metal en los intestinos, pero antes de que le penetraran la carne clavó profundamente la hoja del cuchillo en el pecho del sastre.
El sastre gruñó, se tambaleó y presionó los dedos contra aquella camisa atroz. A continuación sus rodillas cedieron.
Jacob tropezó con el árbol más cercano respirando con dificultad mientras el sastre se revolcaba en el musgo húmedo. Un último estertor y se hizo el silencio. Pero Jacob no soltó el cuchillo a pesar de que los ojos vidriosos de aquel rostro sucio miraban, vacíos, fijamente hacia el cielo. No estaba seguro de que existiese algo parecido a la muerte para el sastre.
Zorro temblaba como si unos perros la hubiesen perseguido. Jacob se arrodilló junto a ella y clavó la mirada en el cuerpo inmóvil. No sabía cuánto tiempo había estado allí agachado. Su piel le ardía como si se hubiera revolcado sobre trozos de cristal. Su hombro estaba entumecido por el dolor y, delante de sus ojos, las cuchillas seguían ejecutando su danza letal.
—¡Jacob! —La voz de Zorro parecía llegar de la lejanía—. Levántate. ¡En la casa estaremos más seguros!
Casi no podía ponerse de pie.
El sastre seguía sin moverse.
El trayecto de vuelta a la casa de la bruja le pareció muy largo, y cuando por fin esta apareció entre los árboles, Jacob vio a Clara aguardando de pie detrás de la verja.
—¡Oh, Dios santo! —se limitó a susurrar cuando vio la sangre en su camisa.
Fue al pozo en busca de agua y le limpió los cortes. Jacob se estremeció cuando los dedos de Clara le palparon el hombro.
—La herida es profunda —dijo Clara mientras Zorro, preocupada, se sentaba junto a ella—. Sería preferible que sangrara con más fuerza.
—En mi alforja hay yodo y vendas —respondió Jacob, agradecido de que estuviera acostumbrada a ver heridas—. ¿Qué pasa con Will? ¿Está durmiendo?
—Sí.
Y la piedra seguía allí. No necesitó decirlo.
Jacob pudo ver en su expresión que deseaba saber lo que había pasado en el bosque, pero aquello era lo último que él quería recordar.
Clara sacó el yodo de la alforja y vertió unas gotas sobre la herida, pero su gesto continuaba siendo de preocupación.
—¿En qué te revuelcas cuando te hieres, Zorro? —preguntó.
La zorra señaló unas hierbas que había en el jardín de la bruja. Despidieron un olor agridulce cuando Clara las deshojó y las colocó sobre la piel cortada.
—Como una bruja nata —dijo Jacob—. Creía que Will te había encontrado en un hospital.
Ella esbozó una sonrisa. La hacía parecer muy joven.
—En nuestro mundo, las brujas trabajan en hospitales. ¿Lo has olvidado?
Clara se fijó en las cicatrices que Jacob tenía en la espalda cuando le cubrió el hombro vendado con la camisa.
—¿Cómo te las hiciste? —preguntó—. ¡Deben de haber sido heridas terribles!
Zorro lanzó a Jacob una mirada de complicidad, pero este se limitó a encogerse de hombros mientras se abotonaba la camisa.
—Sobreviví.
Clara lo miraba pensativa.
—Gracias —respondió—. Por lo que sea que hayas hecho allá fuera. Estoy tan contenta de que hayas regresado…