Terpevas era la ciudad más grande de los enanos y, si se daba crédito a sus archivos, tenía más de mil doscientos años de antigüedad. Pero los carteles publicitarios que colgaban de los muros de la ciudad, que elogiaban la cerveza, las lentes y las patentes de colchones, mostraban claramente al visitante que nadie se tomaba los tiempos modernos tan en serio como los enanos. Eran gruñones, tradicionales e ingeniosos, y sus puestos de venta se encontraban en cualquier rincón del mundo del espejo, aunque a la mayoría de sus clientes no les llegaban a la altura de la cintura. Por último, su reputación como espías era incomparable.

El tránsito ante las puertas de Terpevas era casi tan intenso como al otro lado del espejo. Pero aquí el ruido provenía de los carros, los carruajes y los jinetes sobre el empedrado gris. La clientela venía de todas partes y la guerra solo había acrecentado el negocio. Comerciaban desde hacía tiempo con los goyl, y el rey de piedra los había nombrado sus proveedores principales. Evenaugh Valiant, el enano que Jacob confiaba en encontrar en Terpevas, comerciaba desde hacía años con los goyl fiel a su lema: estar siempre del lado del ganador.

¡Confiemos simplemente en que ese maldito pequeño bastardo siga con vida!, pensó Jacob mientras conducía a la yegua junto a los carruajes y los coches de un solo caballo, en dirección a la puerta meridional de la ciudad. A fin de cuentas, era muy posible que algún cliente estafado hubiera matado a palos a Valiant durante aquel tiempo.

Habrían hecho falta al menos tres enanos, subidos uno encima del otro, para poder mirar a los ojos a los centinelas que había junto a la puerta. Para guardar las puertas de la ciudad únicamente contrataban a centinelas que podían demostrar que descendían de los gigantes extinguidos. Los gigantones, como se les llamaba, eran muy apreciados como mercenarios y guardianes, aunque tenían reputación de no ser especialmente astutos. Los enanos les pagaban tan bien que incluso aceptaban embutirse en los anticuados uniformes que usaba el ejército de sus superiores. Ni siquiera la caballería imperial llevaba ya yelmos decorados con plumas de cisnes pero a los enanos les gustaba decorar los tiempos modernos con los uniformes del pasado.

Jacob se colocó detrás de dos goyl al pasar de largo junto a los gigantones cabalgando. Uno tenía la piel de piedra de luna, el otro de ónix. No vestían de forma distinta a los dueños de fábricas humanos, detrás de cuyos carruajes los gigantones agitaban la mano al cruzar la puerta, pero debajo de sus levitas se perfilaban las empuñaduras de sus pistolas. Las anchas solapas estaban recamadas de jade y piedra de luna, y las oscuras gafas con las que protegían sus sensibles ojos estaban hechas de un ónix tan fino como ningún cantero humano habría sido capaz de lograr.

Los dos goyl ignoraban el horror que su aspecto despertaba en los visitantes humanos de la ciudad de los enanos. Sus rostros lo decían claramente: ahora este mundo les pertenecía. Su rey los había recogido como a una fruta madura y todos aquellos a los que habían cazado como animales hacía escasos años enterraban ahora a sus soldados en fosas comunes e imploraban la paz.

El goyl de piel de ónix se quitó las gafas y miró a su alrededor. Su mirada anegada en oro se parecía tanto a la de Will que Jacob tiró de las riendas de la yegua y lo miró fijamente hasta que los improperios de una enana, a cuyos hijos diminutos Jacob bloqueaba el camino, lo hicieron volver en sí.

Ciudad de enanos, mundo encogido.

Jacob entregó la yegua en uno de los establos de alquiler que había detrás de los muros. Las calles principales de Terpevas eran tan anchas como los callejones humanos; además, la ciudad no podía ocultar que sus habitantes eran apenas más grandes que niños de seis años, y algunas callejuelas eran tan estrechas que Jacob difícilmente podía atravesarlas incluso a pie. Las ciudades del mundo del espejo crecían como hongos y Terpevas no era una excepción. El humo de los incontables hornos de carbón ennegrecía ventanas y muros, y el hedor, que flotaba en el frío aire otoñal, no procedía del follaje marchito, aun cuando la canalización de los enanos fuera mejor que la de la emperatriz. Con cada año que Jacob pasaba en él, el mundo detrás del espejo parecía esforzarse aún más por emular a su hermano del otro lado.

Jacob apenas podía descifrar las señales de las calles porque solo dominaba en parte el alfabeto de los enanos, y pronto se extravió con desesperación. Cuando se golpeó por tercera vez la cabeza con el mismo letrero de una peluquería, detuvo a un mensajero y le preguntó por la casa de Evenaugh Valiant, importador y exportador de rarezas de todo género. El chico apenas le llegaba a las rodillas, si bien alzó la mirada con amabilidad cuando Jacob dejó dos táleros de cobre en su diminuta mano. El chiquillo salió disparado a tal velocidad que Jacob tuvo que hacer un gran esfuerzo para seguirlo por los callejones abarrotados de gente, pero finalmente se detuvo delante de la entrada de la casa que Jacob había cruzado, haciendo esfuerzos, tres años atrás.

El nombre de Valiant estaba escrito en letras doradas sobre el cristal esmerilado, y al igual que entonces, Jacob tuvo que agachar la cabeza para pasar a través del hueco de la puerta. La antesala de Evenaugh Valiant era tan alta que los humanos podían permanecer erguidos en ella. Las paredes estaban decoradas con las fotos de sus clientes más importantes. Durante aquel tiempo, detrás del espejo habían pasado de pintar retratos a fotografiarse, y nada manifestaba mejor el olfato para los negocios de Valiant que el hecho de que la foto de la emperatriz colgara junto a la de un oficial goyl. Los marcos eran de plata de luna, y del techo colgaba una lámpara ornada con los pelos de cristal del espíritu de la botella, que debió de costarle al enano una fortuna. Todo evidenciaba un negocio que marchaba bien. Había incluso dos secretarios en vez de la enana gruñona que había recibido a Jacob en su última visita.

El más pequeño de los dos ni siquiera alzó la cabeza cuando Jacob se plantó delante de su escritorio, que apenas le llegaba a la rodilla, y el segundo lo observó con el típico desprecio con que los enanos se encontraban con los humanos, aun cuando tuvieran tratos con ellos.

Jacob le brindó su sonrisa más amable.

—Supongo que el señor Valiant sigue comerciando con las hadas.

—Por supuesto. Pero de momento no podemos suministrar capullos de polilla.

La voz del secretario era, como la de muchos enanos, sorprendentemente grave.

—Inténtelo de nuevo dentro de tres meses.

Y, diciendo esto, se entregó de nuevo a sus papeles. Pero su cabeza se alzó cuando Jacob montó la pistola con un suave clic.

—No he venido hasta aquí en busca de capullos de polilla. ¿Puedo pedirles que se metan en el armario?

La fuerza de los enanos era legendaria, pero aquellos dos ejemplares estaban sumamente escuálidos, y, por lo visto, Valiant no les pagaba lo suficiente como para permitir que un humano cualquiera los matara a tiros. Se dejaron encerrar en el armario sin oponer resistencia y este parecía lo bastante robusto para garantizar que durante la conversación de Jacob con su jefe no llamaran a la policía de los enanos.

El escudo de armas, que lucía sobre la puerta del despacho de Valiant, mostraba, sobre el lirio del hada, el animal heráldico de los Valiant: un tejón sobre una montaña de táleros de oro. La puerta de la que colgaba era de palo de rosa, un material que no solo era conocido por su elevado precio sino por su capacidad de insonorización, por lo que Valiant no se había enterado de lo sucedido en su antesala.

Estaba sentado detrás de un escritorio humano, cuyas patas había mandado cortar, y con los ojos cerrados fumaba a bocanadas un puro que habría resultado enorme incluso en la boca de un gigantón. Evenaugh Valiant se había afeitado la barba, siguiendo la última moda entre los enanos. Las cejas, espesas como las de sus congéneres, estaban cuidadosamente recortadas. Y su traje hecho a medida era de terciopelo, una tela que los enanos apreciaban por encima de todas las cosas. A Jacob le habría gustado arrancarlo de su sillón de piel de lobo y lanzarlo por la ventana que había a su espalda, pero el recuerdo del rostro de Will lo detuvo.

—¡Te he dicho que no me molestes, Banster!

El enano suspiró sin abrir los ojos.

—¿Otra vez el cliente que se queja del señor de las aguas disecado?

Estaba más gordo. Y más viejo. Su cabello rizado de color rojo ya había encanecido, demasiado pronto para un enano. La mayoría llegaba a los cien años, y Valiant solo acababa de cumplir los sesenta…, si no mentía también en lo referente a la edad.

—No, no he venido por ese motivo —dijo Jacob apuntando a su cabeza rizada con la pistola—. Pero hace tres años pagué por algo que nunca recibí.

Valiant estuvo a punto de atragantarse con su cigarro. Miró a Jacob tan mudo de asombro como alguien mira a un huésped al que se ha dejado a cargo de una estampida de unicornios.

—¡Jacob Reckless! —gritó.

—Vaya, recuerdas mi nombre.

El enano dejó caer el puro y metió la mano debajo del escritorio, pero volvió a sacar los dedos cortos lanzando un grito cuando Jacob le rajó con el sable la manga hecha a medida.

—¡Ten cuidado con lo que haces! —dijo Jacob—. No necesitas los dos brazos para llevarme hasta las hadas. Tampoco necesitas las orejas y la nariz. Las manos detrás de la cabeza. ¡Ya!

Valiant obedeció. Su boca se torció formando una sonrisa demasiado amplia.

—¡Jacob! —susurró—. ¿Pero qué significa esto? Naturalmente sabía que no habías muerto. Al fin y al cabo, todos han oído tu historia. Jacob Reckless, el feliz mortal que fue prisionero del Hada Roja durante un año. Cualquier criatura masculina de este país, enano, humano o goyl, se moriría de envidia con solo imaginarlo. Y reconócelo: ¿a quién se lo debes? ¡A Evenaugh Valiant! Si te hubiera advertido de sus unicornios, con seguridad te habrían convertido en un cardo o en un pez cualquiera, como a otros visitantes no invitados. ¡Pero ni siquiera el Hada Roja es capaz de resistirse a un hombre que yace desamparado en su propia sangre!

La insolencia de aquella argumentación sorprendió al propio Jacob.

—¡Cuéntame! —murmuró Valiant sin el menor asomo de culpabilidad por encima del escritorio demasiado grande—. ¿Cómo era? ¿Y cómo conseguiste escapar de ella?

En respuesta, Jacob agarró al enano por el cuello de la camisa hecha a medida y lo arrastró desde detrás del escritorio.

—Esta es mi oferta: no te mataré si me llevas de nuevo al valle. Pero esta vez me dirás cómo debo pasar entre los unicornios.

—¿Qué? —Valiant intentó zafarse, pero la pistola le hizo rápidamente cambiar de opinión—. ¡Es un viaje a caballo de al menos dos días! —dijo poniendo el grito en el cielo—: ¡No puedo marcharme y abandonar todo esto sin más!

Jacob le respondió empujándolo rudamente hasta la puerta.

En la antesala, los dos secretarios susurraban en el interior del armario. Valiant lanzó una mirada de reproche en su dirección y cogió su sombrero del perchero que había junto a la puerta.

—Mis precios han subido enormemente en los últimos tres años —dijo.

—Te dejaré con vida —le respondió Jacob—. Eso es más de lo que mereces.

Valiant le brindó una sonrisa compasiva mientras se colocaba el sombrero delante de la puerta acristalada de la entrada. Al igual que muchos enanos, sentía pasión por los cilindros que añadían unos palmos a su estatura.

—Pareces desesperado por regresar a tu antigua amada —ronroneó—. Y el precio sube con la desesperación del cliente.

En respuesta, Jacob le colocó la boca de la pistola sobre el sombrero.

—Créeme —dijo—. Este cliente está lo suficientemente desesperado como para dispararte en cualquier momento.

Carne de piedra
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