Will oía la piedra. La oía tan claramente como su propia respiración. Los sonidos llegaban de las paredes de la cueva, del dentado suelo que tenía bajo los pies y del rocoso techo que había sobre él…, vibraciones a las que su cuerpo respondía como si estuviera hecho de ellas. Ya no tenía nombre, solo la nueva piel que lo envolvía, fría y protectora, la nueva fuerza en sus músculos y el dolor en los ojos cuando miraba el sol.
Acarició la roca con las manos y leyó la edad de la piedra en las capas. Le susurraban lo que se ocultaba debajo de la aparente superficie gris: ágata veteada, piedra de luna blanco pálido, citrino amarillo oro y ónix negro. Le mostraban imágenes: de ciudades subterráneas, de agua fosilizada, de una luz mate que se reflejaba en las ventanas de malaquita…
—¿Will?
Se volvió y la roca enmudeció.
Una mujer apareció en la entrada de la cueva. La luz del sol se aferraba a su cabello como si estuviera hecha de ella.
Clara. Su rostro le traía a la memoria otro mundo donde la piedra no había significado más que muros y calles muertas.
—¿Tienes hambre? Zorro ha atrapado un conejo y me ha enseñado a hacer fuego.
Se acercó a él y le rodeó el rostro con sus manos, unas manos tan blandas, tan pálidas comparadas con el color verde que recorría su piel… Su roce lo estremeció, pero Will intentó disimularlo. La amaba, ¿o no?
Si simplemente su piel no fuera tan blanda y pálida…
—¿Oyes algo? —preguntó.
Ella lo miró sin comprender.
—Está bien —dijo, y la besó para olvidar que en ese momento deseaba que su piel fuera de amatista.
Sus labios le evocaron recuerdos: una casa tan alta como una torre y noches que la luz artificial, y no el oro de sus ojos, iluminaba…
—Te amo, Will.
Ella susurró aquellas palabras como intentando desterrar la piedra con ellas. Pero la roca susurraba con más fuerza y Will quería olvidar el nombre por el que lo había llamado.
Yo también te amo, quiso decir. Sabía que lo había dicho muchas veces, pero ya no estaba seguro de lo que eso significaba, ni de si podía sentirlo con un corazón de piedra.
—Todo irá bien —susurró ella acariciándole la cara, como queriendo palpar su antigua carne debajo de la nueva piel—. Jacob volverá pronto.
Jacob. Otro nombre más impregnado en dolor, y recordó con cuánta frecuencia lo había pronunciado sin respuesta. Habitaciones vacías. Días vacíos.
Jacob. Clara. Will.
Deseaba olvidarlos todos.
Apartó las manos blandas.
—No —dijo—. No me toques.
Cuántas emociones expresó la mirada de ella. Dolor. Amor. Reproche. Él ya había visto todo eso en otro rostro. El de su madre. Demasiado dolor. Demasiado amor. Ya no deseaba nada de todo aquello. Ya solo quería la piedra, fría y firme. Tan distinta a toda la blandura, la ternura, la vulnerabilidad y la lacrimosa carne.
Will le volvió la espalda.
—Márchate —dijo—. Márchate de una vez.
Y de nuevo escuchó con atención a la roca. Dejó que esta dibujara imágenes, y convirtiera en piedra lo que aún había de blando en él.