Te lo traeré. Pero ¿cómo? Durante al menos una hora, Jacob permaneció detrás de las cuadras que había entre los jardines y el palacio, con la mirada fija en las ventanas del ala norte. Allí seguía habiendo luz, luz de vela, tal como preferían los goyl. En un momento determinado creyó ver al rey detrás de una de las ventanas. Aguardando a su amada. En la víspera de su boda.
Te lo traeré. Pero ¿cómo, Jacob?
Un juego de niños le dio la respuesta.
Una bola sucia que había entre los cubos con los que los mozos de cuadra abrevaban a los caballos. Por supuesto, Jacob. La bola de oro.
Él mismo se la había vendido a la emperatriz tres años atrás. La bola era uno de sus tesoros favoritos y se encontraba en una de las salas que los guardaban. Pero ningún guardián le permitiría la entrada en palacio, y los goyl le habían arrebatado la baba invisible.
Le costó otra hora encontrar uno de los caracoles que producían aquella baba. Los jardineros imperiales mataban a todos los que se cruzaban en su camino, pero finalmente Jacob descubrió dos bajo el musgoso borde de una fuente. Sus conchas ya empezaban a ser visibles, y su baba actuó tan pronto como la frotó debajo de la nariz. No era mucha, pero suficiente para una o dos horas.
Ante la entrada que utilizaban los proveedores y mensajeros solo había un guardián apoyado en el muro, y Jacob logró deslizarse a hurtadillas en el interior sin despertarlo de su duermevela.
En las cocinas y en los lavaderos se trabajaba también de noche, y una de las fatigadas criadas se quedó petrificada cuando sus hombros invisibles la rozaron. Pero enseguida alcanzó la escalera que alejaba a los criados y conducía hasta los señores. Sintió cómo su piel se entumecía por haber utilizado la baba solo unos días antes, pero afortunadamente aún no sufría parálisis.
Las salas con los tesoros estaban ubicadas en el ala sur, la parte más nueva del palacio. Las seis dependencias que ocupaban estaban revestidas de lapislázuli, pues se decía que aquella piedra debilitaba la potencia mágica de los artilugios que en ellas se exhibían. La familia imperial había sentido siempre predilección por los objetos mágicos de aquel mundo, y había logrado poseer tantos como había podido. Pero fue el padre de la actual emperatriz quien finalmente decretó que la existencia de cualquier objeto, animal o humano con poderes mágicos debía comunicarse a las autoridades. A fin de cuentas, no resultaba sencillo gobernar un mundo en el que un árbol de oro convertía a los pordioseros en príncipes y en el que animales parlantes susurraban sentencias rebeldes a los obreros forestales.
No había guardias delante de las puertas doradas. El abuelo de la emperatriz había encargado su fabricación a un orfebre que había aprendido su oficio de una bruja. En los árboles, que extendían sus ramas de oro por las hojas de las puertas, había entremezcladas ramas de árboles de brujas, y quien abría las puertas sin conocer su secreto era atravesado por las ramas. Salían disparadas como lanzas apenas se rozaba el picaporte, y al igual que los árboles del Bosque Negro, apuntaban primero a los ojos. Pero Jacob sabía cómo abrirlas sin ponerse en peligro.
Se aproximó a las puertas sin rozar los picaportes. Entre las hojas forjadas, el orfebre había camuflado un pájaro carpintero. Tan pronto como Jacob vaheó el oro, su plumaje se volvió tan vistoso como las alas de un pájaro vivo y las puertas se abrieron de golpe de una forma tan silenciosa como si las hubiera empujado una ráfaga de viento.
Las salas con los tesoros de la emperatriz.
El primer salón estaba repleto, en su mayor parte, de animales mágicos que habían sido cazados por la familia imperial. Cuando Jacob recorrió las vitrinas que protegían los cuerpos disecados del polvo y las polillas, sus ojos de cristal parecieron seguirle. Un unicornio. Conejos alados. Un lobo pardo. Hombres cisne. Cornejas mágicas. Caballos parlantes. Por supuesto, también había una zorra. No era tan grácil como Zorro, pero, en cualquier caso, Jacob no fue capaz de mirarla.
La segunda sala contenía artilugios de brujas. Aquí no se diferenciaba a las sanadoras de las devoraniños. Cuchillos que habían desprendido la carne humana de los huesos yacían junto a una aguja que sanaba heridas con un pinchazo y plumas de búhos que devolvían la vista a los ciegos. Había dos escobas sobre las que las brujas volaban tan deprisa y alto como los pájaros, y galletas de las casitas mortales de sus hermanas devoraniños.
En las vitrinas del tercer salón se habían expuesto escamas de ninfas y de señores de las aguas; cuando se colocaban debajo de la lengua, permitían bucear larga y profundamente. Pero también había escamas de dragón de todos los tamaños y colores. Casi en cada rincón de aquel mundo existían rumores sobre supuestos ejemplares que aún seguían con vida. El propio Jacob había visto en el cielo del norte sombras que se parecían sospechosamente al cuerpo momificado que se mostraba en la cuarta sala. Solo la cola ocupaba media pared, y los inmensos dientes y garras hicieron que Jacob se sintiera agradecido de que la familia imperial hubiera exterminado la especie.
La bola de oro que buscaba reposaba sobre un cojín de terciopelo negro en la quinta sala. Jacob la había encontrado en la cueva de un señor de las aguas junto a la hija secuestrada de un panadero. Apenas era más grande que un huevo de gallina, y la descripción prendida al terciopelo evocaba el cuento del otro mundo que hablaba de una bola de oro: «Originalmente el juguete favorito de la hija menor de Leopoldo el Bondadoso, con el que encontró a su prometido (más tarde Wenceslao II) y lo liberó del embrujo que lo había convertido en sapo».
Pero aquella no era toda la verdad. La bola era una trampa. Todo aquel que la atrapaba era arrastrado a su interior y solo podía ser liberado cuando se abrillantaba el oro.
Jacob abrió la vitrina con el cuchillo, y por un instante estuvo tentado de llevarse algunos objetos más con el fin de rellenar el cofre que guardaba en su taberna Chanute, pero la emperatriz ya se disgustaría bastante solo con la bola. Jacob estaba metiéndosela en el bolsillo del abrigo cuando las luces de gas de la primera sala llamearon. Su cuerpo comenzaba a ser visible de nuevo, y se ocultó precipitadamente tras una vitrina en la que había una vieja bota de siete leguas de piel de salamandra que Chanute le había vendido al padre de la emperatriz (la otra estaba en las salas de los tesoros del rey de Albión). Resonaron pasos a través de las dependencias, y finalmente Jacob oyó que alguien intentaba abrir las vitrinas. Pero no podía ver de quién se trataba y tampoco se atrevía a moverse por miedo a que sus pasos lo delataran. Quienquiera que fuese, no permaneció mucho tiempo allí. La luz se apagó, las pesadas puertas se cerraron y Jacob volvió a quedarse solo en la oscuridad.
Sentía náuseas a causa de la baba, pero no pudo resistirse a recorrer todas las vitrinas para descubrir la razón por la que aquel otro visitante nocturno había llegado hasta allí. Faltaban la aguja sanadora de la bruja, dos garras de dragón, que según decían protegían de las lesiones, y un trozo de piel de un señor de las aguas, a la que se atribuía el mismo efecto. Jacob no podía explicárselo, y finalmente se dio por satisfecho pensando que la emperatriz querría entregarle al novio como regalo de boda algunos objetos mágicos, para asegurarse de que no fuera sustituido pronto por un goyl menos dispuesto a la paz.
Cuando las puertas doradas volvieron a cerrarse a sus espaldas, Jacob tenía tantas náuseas que estuvo a punto de vomitar. Sufría calambres, los primeros indicios de la parálisis que la baba podía provocar, y los pasillos del palacio eran interminables. Jacob decidió seguirlos hacia los jardines. Los muros que los separaban de la calle eran elevados, pero el pelo de Ruiponce no lo dejó en la estacada tampoco esta vez. Al menos había conservado algo útil.
El hombre de Donnersmarck seguía delante de la puerta, pero no reparó en Jacob cuando este salió a hurtadillas de allí. Su cuerpo seguía siendo tan borroso como el de un espíritu, y un sereno que hacía su ronda nocturna por las calles dejó caer el farol del susto al verlo.
Por suerte se había vuelto lo suficientemente visible cuando alcanzó el hotel. Cada paso resultaba más agotador y apenas podía mover los dedos. Con esfuerzo, logró llegar hasta el ascensor, y únicamente cuando se detuvo ante la habitación se acordó de Zorro.
Tuvo que llamar con tal fuerza a la puerta que dos huéspedes asomaron sus cabezas desde sus habitaciones antes de que el soldado por fin la abriera. Jacob pasó junto a él tambaleándose, se dirigió al cuarto de baño y vomitó. No se veía a Zorro por ningún lado.
—¿Dónde está? —preguntó Jacob cuando regresó.
Tuvo que apoyarse en la pared para que las piernas no le fallaran.
—¡La he encerrado en el armario! —respondió el soldado, tendiéndole en un gesto de queja la mano envuelta en un pañuelo ensangrentado—. ¡Me ha mordido!
Jacob lo empujó hacia el pasillo.
—Dile a Donnersmarck que he resuelto lo que le prometí.
Extenuado, se apoyó en la puerta. Uno de los elfos que seguía zumbando alrededor de la habitación le echó polvo plateado sobre su hombro. Dulces sueños, Jacob.
Zorro llevaba puesto su pelaje y mostró los dientes cuando abrió el armario. Si se sentía aliviada de verlo, lo disimulaba bien.
—¿Ha sido el hada? —preguntó al ver su camisa manchada de sangre mientras contemplaba con el rostro impasible cómo intentaba quitársela en vano.
Ahora, los dedos de Jacob se habían vuelto rígidos como la madera.
—Huelo a baba invisible —dijo Zorro lamiéndose el pelaje, como si siguiera sintiendo el lugar por donde el soldado la había sujetado.
Jacob aprovechó que aún podía, para sentarse en la cama. Sus rodillas también se iban poniendo rígidas.
—Ayúdame, Zorro. Mañana tengo que ir a la boda y apenas puedo moverme.
Ella lo examinó durante tanto tiempo que Jacob empezaba a sospechar que había perdido el habla.
—Un buen mordisco quizá podría ayudarte —dijo finalmente—. Y debo admitir que te lo daría con sumo gusto. Pero antes has de explicarme lo que te propones.