Aún necesitaron cuatro días para alcanzar la sierra que los goyl denominaban su patria. Días fríos y noches heladas. Demasiada lluvia y ropa húmeda. Uno de los caballos perdió una herradura, y el herrero al que lo llevaron le habló a Clara de un Barbazul que, en la localidad más cercana, había comprado tres chicas, apenas mayores que ella, a sus padres y las había matado en su palacio. Clara lo escuchó impasible, pero Jacob adivinó por su expresión que, ahora, consideraba su propia historia casi igual de horrorosa.
—¿Por qué sigue aquí? —le preguntó Valiant en voz baja en algún momento, cuando a la mañana siguiente Clara apenas pudo subir al caballo a causa del cansancio—. ¿Qué hacéis los humanos con vuestras mujeres? Debería estar en una casa. Con bellos vestidos, sirvientes, pasteles, una cama blanda… Eso es lo que necesita.
—Y un enano por esposo y una cerradura de oro en la puerta, de la que tú tienes la llave —le respondió Jacob.
—¿Por qué no? —preguntó Valiant dedicándole a Clara una sonrisa arrolladora.
Las noches eran tan frías que pernoctaban en fondas. Clara compartía la cama con Zorro mientras Jacob se tendía junto al enano roncador, aunque ese no era el único motivo por el que dormía inquieto. En sus sueños, las polillas rojas lo ahogaban, y cuando despertaba del sueño empapado en sudor, seguía sintiendo el sabor de su propia sangre en la boca.
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La noche del cuarto día divisaron las torres que los goyl habían construido a lo largo de sus fronteras. Finas como estalagmitas, con muros fibrosos y ventanas de ónix…, pero Valiant conocía un sendero a través de las montañas que las rodeaban.
En otro tiempo los goyl no habían sido más que uno de los muchos terrores de aquella comarca, a los que se mencionaba junto a los ogros y los lobos pardos. Su peor crimen había sido siempre tener un aspecto demasiado humano. Eran los gemelos abominables. Los primos de piedra que vivían en la oscuridad. En ningún lugar los habían cazado con menos piedad que en las montañas, de donde procedían, y, ahora, los goyl pagaban con la misma moneda. En ninguna parte su dominio era menos compasivo que en su antigua patria.
Valiant evitaba las calles por las que transitaban sus tropas, pero, no obstante, se encontraban continuamente con las patrullas. El enano presentaba a Jacob y a Clara como clientes ricos que tenían la intención de construir una fábrica de cristal cerca de la fortaleza real. Jacob le había comprado a Clara una falda bordada con hilo de oro como las que las mujeres adineradas llevaban en aquella comarca, y había canjeado su propia ropa por la de un comerciante. Apenas se reconocía con el abrigo de cuello de piel y los suaves pantalones de color gris, y a Clara le resultó aún más laborioso montar con la ancha falda, pero al menos los goyl los saludaban con la mano cuando Valiant contaba su historia.
Una noche en que olía a nieve alcanzaron por fin el río que corría tras la fortaleza real. El ferry zarpaba de Blenheim, una localidad que los goyl habían ocupado años atrás. Casi la mitad de las casas tenían las ventanas tapiadas. Los conquistadores habían cubierto muchas calles con un toldo para protegerse de los rayos del sol, y detrás de los muros del puerto había una entrada vigilada que indicaba que, además, Blenheim contaba también con un barrio subterráneo.
Mientras Zorro desaparecía entre las casas con el fin de capturar una de las escuálidas gallinas que picoteaban por todas partes en el adoquinado, Jacob bajó con Valiant y Clara hacia el río. El cielo crepuscular se reflejaba en el agua turbia y en la orilla contraria pudo ver una puerta cuadrada que se abría en el flanco de la montaña.
—¿Es esa la entrada a la fortaleza? —preguntó Jacob al enano.
Pero Valiant negó con la cabeza.
—No. Es solo una de las ciudades que han construido sobre tierra. La fortaleza se encuentra más allá, tierra adentro, tan profundamente abajo que en ella te olvidas de respirar.
Jacob ató a los caballos y se dirigió con Clara al embarcadero. El barquero ya estaba cerrando la cadena de su barco. Era casi tan feo como los trolls que había en el norte, que se asustaban de su propio reflejo, y su bote había conocido días mejores. El casco plano estaba reforzado con metal, y el barquero hizo una mueca esbozando una sonrisa despectiva cuando Jacob le preguntó si podía llevarlo a la otra orilla antes de que anocheciera.
—Este río no es un lugar hospitalario cuando oscurece —dijo, hablando tan alto que parecía querer que lo oyeran en la orilla contraria—. Y a partir de mañana las travesías estarán prohibidas, porque el goyl coronado abandona su madriguera para ir a su boda.
—¿Boda?
Jacob lanzó una mirada interrogante a Valiant, pero el enano se encogió de hombros.
—¿Dónde habéis estado? —ironizó el barquero—. Vuestra emperatriz ha comprado la paz de los rostros de piedra a cambio de entregarle su hija al rey. Mañana saldrán en enjambres de sus agujeros como si fueran termitas, y el goyl viajará a Vena en su tren demoníaco para llevarse con él, bajo tierra, a la más hermosa de las princesas.
—¿El hada viaja con él? —preguntó Jacob.
Valiant lanzó una mirada de curiosidad.
Pero el barquero se limitó a encogerse de hombros.
—Seguro. El goyl no va a ninguna parte sin ella. Ni siquiera a su boda con otra.
Y de nuevo el tiempo se te echa encima, Jacob.
Metió la mano en el bolsillo.
—¿Has llevado hoy a un oficial goyl a la otra orilla?
—¿Qué? —El barquero apoyó la mano en la oreja.
—A un oficial goyl. Con la piel de jaspe, casi ciego de un ojo. Llevaba un prisionero consigo.
El barquero miró hacia el centinela goyl que estaba de guardia tras los muros, pero este estaba muy lejos y les daba la espalda.
—¿Por qué lo preguntas? ¿Eres uno de esos que siguen cazándolos? —El barquero seguía hablando tan alto que Jacob lanzó una mirada inquieta al centinela—. Su prisionero te podría reportar mucho dinero. Tenía un color que no he visto nunca en ninguno de ellos.
A Jacob le habría gustado abofetear su feo rostro. En su lugar, sacó un tálero de oro del pañuelo.
—Recibirás uno más en la otra orilla si nos cruzas hoy.
El barquero clavó una mirada ansiosa en el tálero, pero Valiant agarró el brazo de Jacob y lo apartó a un lado.
—Esperemos a mañana. Está a punto de oscurecer y el río está plagado de loreleys.
—Chist —le siseó.
Loreley, la ondina inmortal hija del Rin. Jacob observó el lento fluir del agua. Su abuela le había cantado una canción con ese mismo nombre. De niño el texto le había hecho sentir escalofríos, pero las historias que se contaban acerca de las loreleys eran aún más tenebrosas.
No obstante, no tenía elección.
—¡No te preocupes! —El barquero le tendió su mano callosa—. ¡No las despertaremos!
Y cuando Jacob dejó caer el tálero de oro, el barquero rebuscó en sus bolsillos abombados y les entregó, a él y a Valiant, tapones de cera para los oídos. Por su aspecto, parecían haber taponado ya muchos oídos.
—Solo por si acaso. Nunca se sabe —dijo esbozándole a Clara una sonrisa astuta—. Vosotras no necesitáis ninguno… Las loreleys solo ponen la vista en los hombres.
Zorro apareció cuando conducían los caballos al ferry. Se quitó un par de plumas del pelaje antes de saltar al barco poco profundo. Los caballos estaban inquietos, pero el barquero se guardó el tálero de oro en el bolsillo y soltó amarras.
El ferry navegó río arriba. A sus espaldas, las casas de Blenheim se diluían en el crepúsculo, y el único ruido que se oía en el silencio del atardecer era el golpe del agua contra el casco de la embarcación. La otra orilla se acercaba lentamente y el barquero, confiado, le guiñó un ojo a Jacob. Pero los caballos seguían inquietos y Zorro aguzó el oído.
Una voz flotaba en el río.
Al principio sonó como la de un pájaro, pero después, cada vez más clara, como la de una mujer. La voz provenía de una roca que sobresalía del agua por el flanco izquierdo, de un color tan gris que parecía que el crepúsculo se hubiera vuelto de piedra. Una figura dio un salto y se deslizó en el río. Una segunda la siguió. Llegaban de todas partes.
Valiant profirió una maldición.
—¿Qué te dije? —le espetó a Jacob—. ¡Más rápido! —le gritó al barquero—: ¡Vamos!
Pero él no parecía oír al enano ni las voces, que sonaban cada vez más seductoras sobre el agua. Solo cuando Jacob le puso una mano en el hombro, se volvió.
—¡Sordo! ¡El perro astuto es casi tan sordo como un pescado! —gritó Valiant empujando con fuerza los tapones de cera en los oídos.
El barquero volvió a encogerse de hombros y se agarró con firmeza a su timón, y Jacob se preguntó, mientras se metía la cera sucia en los oídos, con cuánta frecuencia habría regresado sin pasajeros.
Los caballos se espantaron. Apenas podía controlarlos. Los últimos rayos de sol desaparecían mientras la otra orilla se acercaba de forma muy lenta, como si el agua los llevara de vuelta. Clara se acercó a Jacob y Zorro se colocó delante de él para protegerlo, aunque tenía el pelo erizado a causa del miedo. Las voces sonaban tan alto que Jacob las oía a pesar de los tapones. Lo atraían hacia el agua. Clara lo apartó de la borda, pero el canto penetraba en su piel como un dulce veneno. De las olas emergieron cabezas, los cabellos como juncos sobre el agua, y cuando Clara lo soltó por un instante para taparse los doloridos oídos con las manos, Jacob sintió que sus dedos se deshacían de los tapones protectores y los lanzaban al agua.
Las voces cantarinas atravesaban su cerebro como un cuchillo rebosante de miel. Clara intentó de nuevo sujetarlo cuando se dirigió dando tumbos hacia la borda del ferry, pero Jacob la golpeó de una forma tan ruda que la hizo tropezar con el barquero.
¿Dónde estaban? Jacob se inclinó sobre el agua. Al principio solo vio su propio reflejo, pero de pronto este se fundió con otro rostro. Parecía el de una mujer, pero sin nariz, con ojos de plata y unos dientes que sobresalían de sus labios verde pálido. Otra mano lo agarró del cabello. El agua salpicaba con su oleaje el borde del ferry. Estaban por todas partes, tendían sus brazos hacia él, con sus cuerpos pisciformes medio fuera del agua, enseñando los dientes. Loreleys. Peor que en la canción. La realidad era siempre peor.
Zorro mordió con fuerza uno de los brazos con escamas que agarraba a Jacob, pero las otras loreleys lo arrastraron por encima de la borda. Por mucho que se resistió, perdió el equilibrio. De pronto oyó un disparo y una de las ondinas se hundió en el agua turbia con la frente perforada.
Clara empuñaba, detrás de él, la pistola que Jacob le había dado. Disparó a otra loreley que intentaba tirar al enano al agua. El barquero mató a dos con un cuchillo y el propio Jacob disparó a una que le había clavado las garras en el pelaje a Zorro. Cuando los cadáveres iban a la deriva por el río, las otras loreleys se retiraron y comenzaron a devorar a sus parientes muertas.
Al ver aquel espectáculo, Clara dejó caer la pistola. Ocultó su rostro entre las manos mientras Jacob y Valiant reunían a los caballos espantados y el barquero dirigía el bote, que se balanceaba salvajemente, hacia el embarcadero. Las loreleys les gritaban con rabia, pero sus voces ya solo sonaban como una bandada de gaviotas chillonas.
Siguieron chillando cuando condujeron los caballos hacia la orilla. El barquero se acercó a Jacob y le tendió la mano. Valiant le dio un empujón tan grande que casi se cae al río.
—¡Oh, así que oíste lo del segundo tálero! —le espetó—. ¿Qué tal si nos devuelves el primero? ¿O acaso te pagan por proporcionarles la cena a las loreleys?
—¿Qué queréis? ¡Os he traído a la otra orilla! —respondió el barquero—. El hada maldita las puso en el río. ¿Debo dejar que me arruinen el negocio? Un acuerdo es un acuerdo.
—Está bien —dijo Jacob sacando otro tálero del bolsillo. Estaban en la otra orilla, era lo importante—. ¿Hay algo más que tengamos que tener presente?
Valiant siguió el tálero con los ojos hasta que desapareció en los bolsillos sucios del barquero.
—¿Os ha hablado el enano de los dragones? Son tan rojos como el fuego que escupen, y cuando dan vueltas sobre las montañas abrasan las pendientes durante días.
—Sí, yo también he oído esa historia —dijo Valiant lanzando una mirada de complicidad a Jacob—. ¿No les contáis a vuestros hijos que aún viven gigantes en esta orilla? Habladurías y supersticiones —el enano bajó la voz—: ¿Quieres saber dónde hay realmente dragones?
El barquero se inclinó curioso hacia él.
—¡He visto uno con mis propios ojos! —le gritó Valiant en el oído sordo—. ¡En su nido de huesos, a tan solo dos millas río arriba, pero era verde y de su fea boca colgaba una pierna tan flaca como la tuya! ¡Por todos los diablos y sus cabellos dorados, me dije, no quiero vivir en Blenheim! ¿Y si un día se le ocurre a la bestia volar río abajo?
Los ojos del barquero se agrandaron hasta alcanzar el tamaño de los táleros de oro de Jacob.
—¿A dos millas? —preguntó mirando inquieto el río.
—¡Sí, quizá menos! —Valiant le dejó en la mano los sucios tapones para los oídos—. ¡Suerte en el viaje de vuelta!
—¡No está mal la historia! —le susurró Jacob cuando el enano se montó en su asno—. Pero ¿qué dirías si te contara que realmente vi una vez un dragón?
—Que eres un mentiroso —respondió Valiant en voz baja.
Detrás de ellos, las loreleys continuaban emitiendo chillidos y Jacob observó las marcas de las garras en el brazo de Clara cuando la ayudó a subir al caballo. Sin embargo, en sus ojos no había reproche alguno por haberla obligado a realizar la travesía.
—¿Qué hueles? —le preguntó Jacob a Zorro.
—A goyl —respondió ella—. Solo a goyl. Como si el aire estuviera hecho de ellos.