Zorro tenía razón. La cueva adonde Valiant conducía a Jacob olía a muerte, y no era necesario el fino olfato de una zorra para husmearla. Una mirada, y Jacob supo quién vivía en ella.

El suelo estaba repleto de huesos. Los ogros devorahombres vivían entre las sobras de comida, y su nombre era engañoso. También comían carne de goyl y de enano hasta la saciedad. Entre los huesos reposaban objetos que evidenciaban a sus víctimas: un reloj de pulsera, la manga desgarrada de un vestido, un zapato de niño descorazonadoramente pequeño, una libreta con sangre seca en sus páginas. Por un momento, Jacob quiso volver para advertir a Clara, pero el enano lo obligó a continuar.

—No te preocupes —le susurró Valiant—. Los goyl han acabado hace tiempo con todos los ogros de esta zona. Pero, afortunadamente, no han encontrado el túnel.

La grieta en la pared de la cueva a través de la cual Valiant desapareció era lo bastante amplia para un enano, pero Jacob tuvo que abrirse paso a la fuerza. El túnel era tan bajo que apenas pudo recorrer de pie los primeros metros, y pronto comenzó a descender de forma empinada. A Jacob le costaba respirar en el angosto pasillo, y sintió un gran alivio cuando llegaron finalmente a una de las calles subterráneas que unían las fortalezas de los goyl. Era ancha como las calles de los humanos y estaba adoquinada con piedras fosforescentes que, a la luz de la linterna, irradiaban una luz mate. En la lejanía, Jacob creyó oír máquinas y un zumbido como de avispas sobre un prado repleto de fruta caída.

—¿Qué es eso? —preguntó al enano en voz baja.

—Insectos que depuran las aguas residuales de los goyl. Sus ciudades huelen considerablemente mejor que las nuestras —dijo Valiant sacando un lápiz de la chaqueta—: ¡Agáchate! ¡Es la hora de tu marca de esclavo! P de Prussan —murmuró mientras le pintaba a Jacob la letra goyl en la frente—: Si alguien te pregunta, ese es el nombre de tu dueño. Prussan es un comerciante con el que hago negocios. Claro que sus esclavos son mucho más limpios que tú y no llevan cinturones con armas. Sería mejor que me lo dieras a mí.

—No, gracias —murmuró Jacob abotonándose el abrigo a la altura del cinturón—. Si me detienen, prefiero no tener que depender de ti.

La siguiente calle con la que se toparon era tan ancha como las avenidas de la capital imperial, pero no estaba bordeada de árboles sino de paredes de roca, y cuando Valiant las alumbró con la linterna, emergieron rostros de la oscuridad. Jacob había oído rumores acerca de que los goyl honraban a sus héroes construyendo los muros de sus fortalezas con sus cabezas. Pero sin duda la historia, como todos los cuentos, tenía un núcleo oscuro y muy real. Cientos de muertos clavaron su mirada en ellos. Miles. Uno al lado del otro, como piedras grotescas. Al morir, como sucedía con todos los goyl, los rostros permanecían inalterados, tan solo se les reemplazaba los ojos por topacios dorados.

Valiant no permaneció mucho tiempo en la avenida de los Muertos. En su lugar, eligió túneles tan estrechos como rutas de montaña que conducían constantemente hacia abajo. Cada vez con más frecuencia, Jacob veía luz al final de algunos túneles laterales. O sentía el ruido de los motores como una vibración en la piel. En varias ocasiones oyeron el sonido de cascos o de ruedas de carro, pero, por suerte, a lo largo de las calles se abrían continuamente cuevas oscuras en las que podían ocultarse entre una espesura de estalagmitas o tras cortinas de estalactitas.

El sonido del agua goteando se oía por todas partes, de forma constante e inevitable, y a su alrededor se iban revelando las maravillas que esta había formado durante milenios en la oscuridad: cascadas de piedra calcárea que espumajeaban como agua congelada de las paredes, bosques de agujas de piedra arenisca que colgaban sobre ellos de los techos, y flores de cristal que florecían en las tinieblas. En muchas cuevas apenas había rastro de los goyl, a excepción de un sendero recto que conducía a través de la espesura de piedra o un par de túneles que se abrían en forma de cuadrado en una pared rocosa. Otras mostraban fachadas de piedra y mosaicos que parecían datar de tiempos antiguos…, ruinas entre las columnas que la piedra había hecho crecer.

A Jacob le parecía que llevaban días perdidos en aquel mundo subterráneo cuando, delante de ellos, se abrió una cueva en cuyo fondo resplandecía un lago. En las paredes crecían plantas que no necesitaban sol y sobre el agua se extendía un puente infinito que no era más que un simple arco de roca reforzado con hierros. Cada pisada producía un sonido traicionero que resonaba a través de la ancha cueva, ahuyentando enjambres de murciélagos que colgaban del techo.

Habían cruzado la primera mitad del puente cuando Valiant se detuvo tan de repente que Jacob chocó contra él. El cadáver que les bloqueaba el paso no era de un goyl sino de un humano. En su frente llevaba tatuada la marca del rey y tenía mordeduras en el pecho y la garganta.

—Uno de los prisioneros de guerra que utilizan como esclavos —dijo Valiant clavando preocupado la mirada en lo alto de la cueva.

Jacob sacó la pistola.

—¿Qué le ha matado?

El enano iluminó con la linterna las estalactitas que colgaban del techo sobre ellos.

—Los centinelas —murmuró—. Los crían como perros guardianes para vigilar los túneles exteriores y las calles. Solo salen cuando huelen algo que no es un goyl. ¡Pero en esta ruta jamás he tenido problemas con ellos! ¡Aguarda!

Valiant soltó una maldición contenida cuando la luz de la linterna halló una hilera de inquietantes y enormes agujeros entre las estalactitas.

Un gorjeo resonó atravesando el silencio. Agudo como un grito de advertencia.

—¡Corre! —El enano saltó sobre el cadáver arrastrando con él a Jacob.

El aire se llenó de golpe de un aleteo de alas coriáceas. Los centinelas de los goyl salieron cual aves rapaces de entre las estalactitas: criaturas pálidas similares a los humanos, con alas que acababan en garras afiladas. Sus ojos eran blanquecinos como los de los ciegos, pero sus oídos les mostraban el camino de forma fiable. Jacob mató dos al vuelo y Valiant disparó a otro que clavaba sus garras en la espalda de Jacob, pero otros tres se lanzaban ya sobre ellos desde los agujeros. Uno de ellos intentó arrebatarle la pistola a Jacob. Él le dio un codazo en su rostro pálido y le cortó un ala con el sable. La criatura lanzó un grito tan estridente que Jacob temió que docenas de sus congéneres acudieran en masa, pero afortunadamente no todos los agujeros parecían estar habitados.

Los centinelas eran agresores torpes, pero al final del puente uno de ellos consiguió arrojar al enano al suelo. Ya enseñaba los colmillos en dirección al cuello de Valiant cuando Jacob le clavó el sable entre las alas. De cerca, su rostro parecía el de un embrión humano. El cuerpo tenía incluso algo de infantil, y Jacob se sintió mal, como si nunca antes hubiera matado.

Con los hombros y los brazos llenos de mordeduras, se pusieron a salvo en el túnel más cercano, pero ninguna de las heridas era profunda y Valiant estaba demasiado furioso como para extrañarse por el yodo que Jacob le echaba gota a gota sobre ellas.

—Confío en que ese árbol de oro dure mucho tiempo —gruñó mientras Jacob le vendaba la mano—. ¡De lo contrario ya estás en deuda conmigo!

Fuera, dos centinelas continuaban dando vueltas sobre el puente. No les seguían, pero la lucha había sido tan agotadora que Jacob se había quedado sin aliento, y las oscuras calles no parecían querer acabar. Aún extenuado, se estaba preguntando si el enano volvía a jugar sucio cuando, frente a ellos, el túnel hizo una curva y todo pareció diluirse de pronto en la luz.

—¡Y aquí está! —murmuró Valiant—. El nido de las bestias o la cueva de los leones, depende del lado en que estés.

La cueva en cuya pared rocosa se abría el túnel tenía unas medidas tan inconmensurables que Jacob no fue capaz de determinar dónde acababa. Innumerables lámparas difundían una luz tenue, perfecta para los ojos de los goyl, aunque parecían funcionar con electricidad y no con gas, e iluminaban una ciudad que daba la impresión de haber sido creada por la propia piedra. Casas, torres y palacios crecían desde el suelo de la cueva y ascendían por sus paredes como los panales de un avispero. Decenas de puentes se levantaban sobre el mar de casas como si construir con hierro en el aire fuera de lo más sencillo. Los pilares crecían como árboles entre los techos, y algunos de los puentes estaban bordeados de casas como los puentes medievales del otro mundo, callejones balanceantes bajo un cielo de piedra arenisca. Semejaban la red metálica de una araña, pero la mirada de Jacob se dirigió a lo alto, hacia el techo de la cueva, del que colgaban tres estalactitas gigantes. La más grande estaba repleta de torres de cristal, que apuntaban hacia abajo como lanzas, y sus muros brillaban como si estuvieran bañados por la luz de la luna del mundo de arriba.

—¿Es ese el palacio? —le susurró Jacob al enano—. No me extraña que no se sorprendan ante nuestras edificaciones. ¿Y cuándo han construido estos puentes?

—¡Y yo qué sé! —respondió Valiant en voz baja—. La historia de los goyl no se enseña en las escuelas de los enanos. Al parecer el palacio tiene más de setecientos años, pero su rey proyecta una versión más moderna porque lo encuentra demasiado anticuado. Las dos estalactitas que hay junto al palacio son barracones de militares y cárceles —dijo el enano sonriendo a Jacob de forma retorcida—: ¿Quieres que averigüe en cuál está tu hermano? Seguro que tus táleros de oro harán hablar a las lenguas de los goyl. Pero naturalmente eso tendrá un coste extra para mí.

Cuando Jacob le respondió entregándole dos táleros, Valiant no pudo dominarse. Se estiró y metió sus cortos dedos en el bolsillo del abrigo.

—¡Nada! —murmuró—. ¡Absolutamente nada! ¿Es el abrigo? ¡No, en el otro también funciona! ¿Te crecen entre los dedos?

—Exacto —respondió Jacob sacando la mano del enano del bolsillo antes de que atrapara el pañuelo.

—¡Encontraré la respuesta en algún momento! —gruñó el enano mientras hacía desaparecer el oro en sus bolsillos de terciopelo—. Y ahora: baja la cabeza. La mirada hundida. Eres un esclavo.

Las callejuelas, que recorrían el mar de casas a lo largo de las paredes de la cueva, eran aún más inaccesibles para los humanos que las calles de Terpevas. Con frecuencia subían de forma tan empinada que los pies de Jacob resbalaban torpemente y tenía que buscar apoyo en el marco de una puerta o en el alféizar de una ventana. Valiant, por el contrario, se movía por ellas con agilidad, casi como un goyl. La piel de los humanos con que se cruzaban era de color gris por falta de luz solar, y a muchos les habían marcado con fuego las iniciales de su dueño en la frente. No se fijaban en Jacob, ni tampoco en los goyl que les salían al encuentro en el penumbroso laberinto de casas. El enano a su lado parecía ser suficiente explicación, y Valiant disfrutaba cargándolo con todo lo que compraba en las tiendas en las que desaparecía para hacer averiguaciones sobre el paradero de Will.

—¡Bingo! —susurró finalmente después de hacer esperar a Jacob casi media hora delante del taller de un joyero—. Noticias buenas y malas. La buena es que me he enterado de lo que queríamos saber. El ayudante del rey ha traído un prisionero a la fortaleza, alguien a quien por lo visto el Hada Oscura mandó buscar. Seguro que es nuestro amigo de jaspe, pero de momento no se ha corrido la voz de que su prisionero tenga la piel de jade.

—¿Y cuál es la noticia mala?

—Está en el palacio. En las dependencias del hada. Y ha caído en un sueño profundo del que ni siquiera ella puede despertarlo. Imagino que sabes lo que eso significa.

—Sí.

Jacob alzó la vista hacia las grandes estalactitas.

—¡Olvídalo! —le susurró el enano—. Tu hermano podría haberse esfumado igualmente en el aire. Las habitaciones del hada están en la punta. Tendrías que abrirte camino a través de todo el palacio. Ni siquiera tú estás lo suficientemente loco como para intentarlo.

Jacob observó las oscuras ventanas en la brillante fachada de piedra.

—¿Puedes conseguir una cita con el oficial con el que haces negocios?

—¿Y después qué? —Valiant sacudió la cabeza con desprecio—. A los esclavos de palacio se les pone a fuego la marca del rey en la frente. Incluso si tu amor fraternal fuera lo suficientemente grande para hacértela, ninguno de ellos está autorizado a abandonar las dependencias inferiores en la base de la estalactita.

—¿Y los puentes?

—¿Qué pasa con ellos?

Dos de ellos estaban unidos al palacio. Uno era un puente de ferrocarril que desaparecía en un túnel en la parte superior. El segundo era uno de los puentes con casas anclado, a media altura, a la estalactita. Allí donde se unía al palacio no había edificios cerca, y Jacob podía avistar sin obstáculos su puerta de ónix negro y una falange de centinelas.

—¡La expresión de tu cara no me gusta! —gruñó Valiant.

Jacob lo ignoró. Examinaba los puntales de hierro que sostenían el puente de las casas. Desde lejos parecían haber sido colocados a posteriori, para apoyar una vieja construcción de piedra, y estaban clavados como garras de metal en el lateral del palacio colgante.

Jacob buscó abrigo en la entrada de una casa y dirigió el catalejo hacia la estalactita.

—Las ventanas no están enrejadas —susurró.

—¿Por qué iban a estarlo? —respondió Valiant en voz baja—. Solo los pájaros y los murciélagos se acercan a ellas. Pero por lo visto te crees uno de ellos.

Un grupo de niños pasó velozmente por el callejón. Jacob no había visto nunca un niño goyl, y por un delirante instante creyó reconocer en uno de los muchachos a su hermano. Cuando pasaron de largo, Valiant seguía con la mirada clavada en el puente.

—¡Espera! —susurró—. ¡Ahora sé lo que tramas! ¡Eso es un suicidio!

Jacob guardó el catalejo en el bolsillo del abrigo.

—Si quieres el árbol de oro, llévame al puente.

Encontraría a Will, aunque hubiera besado a su chica.

Carne de piedra
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