Era más de mediodía cuando por fin abandonaron el bosque. Nubes oscuras colgaban sobre los campos y prados, remiendos de color amarillo, verde y ocre, que se extendían hasta el horizonte. Los matorrales de saúco estaban cargados de bayas negras, y entre las flores silvestres que crecían al borde de la carretera había enjambres de elfos con las alas mojadas por la lluvia. Pero muchas de las granjas junto a las que pasaron cabalgando estaban abandonadas y, en los campos, los cañones se oxidaban entre los trigales sin recolectar.

Jacob agradecía que tanto casas como carreteras siguieran abandonadas, pues a Will se le notaba con demasiada claridad lo que anidaba en su carne. Llovía desde que habían salido del bosque, y la piedra verde brillaba en el rostro de su hermano como un esmalte en la obra de algún tenebroso alfarero.

Jacob aún no le había dicho a Will adónde los llevaba, y se alegraba de que él tampoco preguntara. Bastaba con que Zorro supiera que su destino era el único lugar en aquel mundo adonde había jurado no volver jamás.

Pronto empezó a llover con tal fuerza que incluso a Zorro el pelaje dejó de brindarle protección. A Jacob le dolía el hombro como si el sastre le hubiera incrustado de nuevo sus agujas. Pero cada vez que miraba el rostro de Will, apartaba a un lado cualquier pensamiento. El tiempo se agotaba.

Quizá fuera el dolor lo que le volvió imprudente. Jacob apenas reparó en la granja abandonada que había al borde de la carretera y Zorro los olfateó cuando ya era demasiado tarde. Ocho hombres, harapientos pero armados. Emergieron tan de repente de uno de los ruinosos establos que sus fusiles los apuntaron antes de que Jacob pudiera sacar la pistola. Dos de ellos llevaban el capote del uniforme imperial y un tercero la chaqueta gris de los goyl. Saqueadores y desertores. El legado de la guerra. Uno llevaba colgando del cinturón los trofeos con los que a los soldados de la emperatriz también les gustaba adornarse: los dedos de sus enemigos de piel de piedra, en todos los colores posibles.

Por un instante, Jacob confió en que no reparasen en la piedra, pues Will se había puesto la capucha sobre la cabeza para que la lluvia no lo mojara. Sin embargo, uno de ellos, escuálido como una comadreja consumida, reparó en la mano deformada cuando Will refrenó el caballo, y, de un tirón, le quitó la capucha de la cabeza.

Clara intentó colocarse delante de él para protegerlo, pero el de la chaqueta de los goyl la empujó y Will se transformó en un extraño. Era la primera vez que Jacob veía el rostro de su hermano desfigurado por el ansia de atacar a alguien. Will trató de zafarse, pero la comadreja le golpeó en la cara, y cuando la mano de Jacob se acercó al revólver, el cabecilla le colocó la boca del fusil sobre el pecho.

Era un tipo corpulento con solo tres dedos en la mano izquierda. Su chaqueta raída estaba cubierta de piedras semipreciosas que los oficiales de los goyl prendían en el cuello de sus camisas para indicar el rango. En los campos de batalla había muchos botines que rapiñar cuando los vivos dejaban a los muertos atrás.

—¿Por qué no le has disparado aún? —preguntó mientras registraba los bolsillos de Jacob—. ¿No lo has oído? Desde que han negociado con ellos ya no hay recompensas para sus congéneres.

Sacó el pañuelo de Jacob pero, por suerte, lo volvió a meter a trompicones antes de que un tálero de oro le cayera en la mano callosa. Detrás de ellos, Zorro se deslizó rápidamente hacia el granero, y Jacob advirtió que Clara lo miraba buscando ayuda, pero ¿qué pensaba? ¿Que acaso podía competir con ocho hombres?

El tresdedos vació el contenido de su monedero en la mano y gruñó decepcionado al encontrar únicamente unas monedas de cobre. Pero los otros seguían clavando la mirada en Will. Lo matarían. Solo por diversión. Y se colgarían los dedos de su hermano del cinturón. ¡Haz algo, Jacob! Pero ¿qué? Habla. Gana tiempo. Hasta que se produzca un milagro.

—¡Lo llevo a alguien que le devolverá su piel!

La lluvia recorría su cara y la comadreja le puso la boca del fusil en el costado a Will.

¡Sigue hablando, Jacob!

—¡Es mi hermano! Dejadnos marchar y regresaré en una semana con un saco repleto de oro.

—Seguro —dijo el tresdedos inclinando la cabeza hacia los demás—. Llevadlos detrás del granero y pégale a este un tiro en la cabeza. Me gusta su ropa.

Jacob repelió a los dos que lo agarraron, pero un tercero le colocó el cuchillo en el cuello. Iba vestido de campesino. No habían sido siempre ladrones.

—¿De qué hablas? —le susurró a Jacob—. No hay nada que le pueda devolver su piel… ¡Yo disparé a mi propio hijo cuando le creció piedra de luna en la frente!

Jacob apenas podía respirar debido a la fuerza con que la cuchilla presionaba su garganta.

—¡Es el maleficio del Hada Oscura! —dijo con voz ronca—. Por eso lo llevo a ver a su hermana. Ella lo romperá.

De qué forma lo miraron todos. El hada. Una simple palabra. Cuatro letras que contenían toda la magia y todo el horror de aquel mundo.

La presión del cuchillo cedió, pero el rostro del hombre seguía desfigurado por la rabia y un dolor desamparado. Jacob estuvo tentado de preguntarle qué edad había tenido su hijo.

—Nadie va a ver a las hadas así como así —el chico que balbució esas palabras tenía a lo sumo quince años—. ¡Son ellas las que van en tu busca!

—Yo conozco un camino.

Habla, Jacob.

—¡Ya estuve allí una vez!

—¿Ah, sí? ¿Y cómo es que no estás muerto…? —El cuchillo le rajaba la piel—. ¿O loco de remate, como los que regresan y se ahogan en la primera charca?

Jacob sentía la mirada de Will. ¿Qué pensaba? ¿Que su hermano mayor estaba contando cuentos como antaño, cuando eran niños y Will no podía dormir?

—Ella lo ayudará —dijo Jacob nuevamente de forma ronca a causa de la presión del cuchillo.

Pero antes nos mataréis a golpes. Y eso no te devolverá a tu hijo con vida.

La comadreja presionó la boca del fusil contra la mejilla deformada de Will.

—¡A las hadas! ¿No te das cuenta de que te está tomando el pelo, Stanis? Déjanos pegarles un tiro de una vez.

Empujó a Will hacia el granero y otros dos agarraron a Clara. Ahora, Jacob. No tienes nada que perder. Pero el tresdedos se volvió de repente y su mirada se clavó en los establos, en dirección sur. Bufidos de caballos atravesaron la lluvia.

Jinetes.

Recorrían los campos en barbecho montados en caballos del mismo color gris que sus uniformes, y el rostro de Will delató quiénes eran antes de que la comadreja se lo gritara a los demás.

—¡Goyl!

El campesino apuntó a Will con su fusil como si él los hubiera llamado, pero Jacob le disparó antes de que pudiera apretar el gatillo. Tres de los goyl empuñaron sus sables a galope tendido. Seguían prefiriendo luchar con ellos, a pesar de que ganaban las batallas con sus fusiles. Atónita, Clara clavó la mirada en los rostros de piedra… y miró a Jacob. Sí, se convertirá en eso. ¿Lo sigues amando?

Los saqueadores se pusieron a cubierto detrás de un carro volcado. Habían olvidado a sus prisioneros…, y Jacob empujó a Will y a Clara para que montaran en los caballos.

—¡Zorro! —gritó mientras capturaba a la yegua.

¿Dónde estaba?

Dos goyl se cayeron de los caballos y los otros se atrincheraron tras el granero. El tresdedos era un buen tirador.

Clara ya estaba subida al caballo, pero Will seguía allí de pie con la mirada clavada en los goyl.

—¡Sube al caballo, Will! —le gritó Jacob mientras él mismo saltaba sobre la yegua.

Pero su hermano no se inmutó.

Jacob quiso empujar el caballo hacia Will, pero en ese mismo instante Zorro salió del granero. Cojeaba, y Jacob vio cómo la comadreja alzaba el fusil. Mató al hombre de un disparo pero, al tirar de las riendas de la yegua e inclinarse hacia un lado para coger a Zorro, la culata de un fusil le golpeó el hombro herido. El muchacho. Estaba allí, agarrando el fusil vacío por el cañón, y lo volvió a levantar como si, con él, pudiese matar a golpes su propio miedo.

El dolor hizo que a Jacob se le nublara la vista. Logró sacar la pistola, pero los goyl se le adelantaron. Salieron desplegados por detrás del granero y una de sus balas alcanzó al muchacho en la espalda.

Jacob cogió a Zorro y la subió a la silla de montar. Will también se había subido al caballo, aunque su mirada seguía clavada en los goyl.

—¡Will! —le gritó Jacob—. ¡Cabalga, maldita sea!

Su hermano no lo miró ni una sola vez. Parecía haberse olvidado de él y de Clara.

—¡Will! —le gritó ella desesperada, con la mirada puesta en los hombres que luchaban.

Pero Will solo volvió en sí cuando Jacob cogió sus riendas.

—¡Cabalga! —volvió a gritarle—. Cabalga y no mires atrás.

Y su hermano giró por fin el caballo.

Carne de piedra
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